miércoles, 19 de mayo de 2021

“Las olas” de Virginia Woolf

 


En sus primeras páginas, los seis protagonistas y amigos (Bernard, Louis, Rhoda, Susan, Jinny y Neville), bajo la sombra de los árboles de un pequeño bosque cercano al instituto donde estudian, mientras esperan que suene el silbato de vuelta a las clases, enumeran frases cargadas de simbolismo y metáforas. Son sensaciones, idealismos, realidades, proyecciones, que en su desarrollo, la autora, a propósito, supera los límites, los tiempos y los deseos de los protagonistas.

Estas primeras páginas me traen a la memoria “El club de los poetas muertos”, donde los estudiantes se reúnen cada noche para recitar y disfrutar de la literatura que están descubriendo.

Al leer estas páginas pensaba, si en vez de reflexiones individuales e introspectivas, la autora las hubiera puesto en forma de diálogo, la novela habría ganado en cohesión y armonía, pero habría perdido toda la profundidad y belleza que alcanzan estos monólogos.

Y si bien son seis personajes (más un séptimo, Percival, sugerido, y desparecido, pero presente e idealizado por su temprana muerte en India), los caracteres de ellos son muy distintos. Bernard es dicharachero y espontáneo, el que anima, reflexiona y tira del grupo; Louis no suelta su muletilla de clasismo “mi padre es banquero en Brisbane”; Susan, la chica práctica de pueblo, que desarrolla su vida con sus hijos en su granja; Jinny, la atractiva y cautivadora, que sabe manejar a los hombres; Rhoda, la regordeta y tímida adolescente, que piensa que estorba en todos los sitios; y Neville, de familia noble, culto y clasista.

Pero ninguno está a gusto, ninguno es feliz. Todos se necesitan. Por eso, periódicamente, se reúnen para recordar los “viejos tiempos”, pero a la vez para escrutar cómo ha evolucionado la vida de cada uno, para evaluar dónde llegan y dónde se habían propuesto. Y así, capítulo a capítulo, con un marco inicial que la autora sitúa en el movimiento de las olas (que da nombre a la novela) mientras el sol va ascendiendo progresivamente, así va avanzando la vida de los protagonistas hasta el último capítulo, en el que llega el ocaso del sol y el fin de la novela. Y, entre líneas, la autora nos deja caer que la tímida Rhoda se suicida, como más tarde lo haría la propia autora.

Y como jóvenes que son, como adolescentes que son – y nosotros hemos sido y sentido-, una vez acabada su formación, están dispuestos a comerse el mundo, tienen intacto su tesoro: “Superadas las dudas, las oscuridades y el deslumbramiento de la adolescencia, miramos rectamente al frente, dispuestos a aceptar cuanto nos venga. Vendrán días y días, días de invierno y días de verano, apenas hemos comenzado a gastar nuestro tesoro”.

Y Bernard, que no es sino la mente de la autora puesta como hilo conductor de la novela, hace profundas reflexiones, que nos obligan a hacérnoslas a nosotros mismos:

 “Lo que yo llamo “mi vida”, esta vida, no es una vida contemplada en el recuerdo; no soy una sola persona; soy muchas personas; ni siquiera sé quién soy -Jinny, Susan, Neville, Rhoda o Louis-, ni sé distinguir mi vida de la suya.”

Aunque es Bernard el que se pregunta todo esto, en realidad se percibe que son reflexiones autobiográficas de la propia autora, Y de nuevo, aún más explícitas, vuelven estas reflexiones unas páginas más adelante, que, para acabar de confundir los límites entre autora y personajes de la novela, hacia el final del libro nos dice:

“¿Quién soy?” He hablado de Bernard, Neville, Jinny, Susan, Rhoda y Louis. ¿Seré acaso todos a la vez? ¿Soy uno y distinto? No lo sé. Aquí estamos sentados todos, juntos. Pero Percival ha muerto, y Rhoda ha muerto. Estamos divididos. Sin embargo, no veo obstáculo alguno que nos separe. Esa diferencia a la que tanta importancia damos, esa identidad que tan febrilmente ansiamos, quedó superada.

 

Informándome ligeramente sobre la autora en la Wikipedia, lo que más me llama la atención de su biografía es que se educa en el propio hogar, hija de un padre muy culto (novelista, ensayista, montañero…). Cuando tenía 13 años muere su madre de repente. Este hecho inesperado le hará caer en una profunda depresión. Además, un par de hermanastros comienzan a abusar sexualmente de ella y su hermana… Poco después muere una hermana, y algunos años más tarde su padre. Estos hechos hacen temblar su equilibrio mental. Logra cierta estabilidad casándose con un editor, y manteniendo cultas tertulias literarias del famoso Círculo de Bloomsbury, de alto nivel intelectual y librepensador, en las que participaron renombrados autores de la talla del economista Keynes, el escritor Henry James o el filósofo Bertrand Russell.

Parece que sus vacaciones veraniegas en Cornualles durante toda su infancia, dejaron profunda huella en su sentir.  Y esos sentimientos los refleja en las introducciones de cada capítulo, llenas de metáforas y comparaciones, que me han impresionado por su originalidad: “Las calles están atadas entre sí con hilos de telégrafos”. “Olas azules, verdes, dibujan rápidos abanicos en la playa”. “Al romper, las olas extendían sus blancos abanicos hasta muy lejos”. “Solo los leves pliegues, como los de un paño arrugado, permitían distinguir el mar del cielo”. “Los pájaros se van volando como el puñado de semilla que lanza el sembrador”.

Ese entorno literario de su infancia con su padre escritor, o más tarde, ya casada, sus amistades y su círculo literario, la enseñan otro mundo más agradable y distinto de vivencias y valores, y la animan a escribir. Pero su equilibrio mental nunca logró la estabilidad de la infancia, y, tras varios intentos de suicidio, finalmente se retiró de escena lanzándose al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras.  

EFRÉN ARROYO ESGUEVA

 

domingo, 16 de junio de 2019

El hombre de los círculos azules. Fred Vargas






Haremos la lectura deteniéndonos para buscar las buenas preguntas, esas que permiten concentrar el conocimiento, algo que parece muy adecuado para los tiempos actuales.

El primer bloque de lectura lo situaremos antes de la aparición de las primeras noticias sobre los círculos azules. Tenemos el encuentro entre Mathilde y el ciego guapo, de una parte, y, de otra, la llegada a París del nuevo comisario Adamsberg.  

La participación es aconsejable. Si no llega dejaremos que cada uno siga por su propia cuenta con la novela.  

viernes, 4 de enero de 2019

COMENTARIOS A LA NOVELA “DRÁCULA” de Bram Stoker


Resultado de imagen de dracula libro

Nos encontramos frente a una novela epistolar. No es frecuente, al menos para mí, hacer avanzar la acción y los puntos de vista de los personajes, mediante sus diarios, notas, telegramas, grabaciones... Porque eso nos obliga a cambiar de postura ante un mismo hecho, a ponernos al otro lado de la mesa, y por tanto con otra perspectiva enfrente.

Me siento tocado con la respuesta que da el Dr. Van Helsing a Mina Harker, cuando esta le dice que no la conoce:  “¿Que no la conozco? ¡Yo que soy un viejo, y he estudiado toda mi vida a los hombres y las mujeres; yo, cuya especialidad es el cerebro y todo cuanto a él se refiere y lo que de él se deriva!” Y como de la conversación de una tarde y de la lectura de un diario, puede tener ya una idea clara de los valores de esa persona. Y es que me hace reflexionar sobre los compañeros que formamos la tertulia, y que nos toca valorar la conducta humana a partir de unos datos y hechos reflejados en unos folios, y de una corta conversación personal, tenemos que sacar una idea de cómo están enfocados los valores en esa persona. Como el Dr. Van Helsing dice, si es una tiniebla en la vida, o es una luminaria.

Cuando Van Helsing trata de convencer al Dr. Seward de la existencia de vampiros, explica: “¡Ah! Ese es el error de nuestra ciencia: quiere explicarlo todo; y si no puede explicarlo, entonces no hay nada que explicar”. Y es que esa explicación está vigente en su totalidad hoy en día; parece que la hubiéramos leído en los periódicos de la mañana: lo que la ciencia no puede explicar, no existe. Aparentemente es una base de sentido común y muy científica, pero yo añadiría “que no existe para la ciencia de hoy en día”. El mismo doctor lo renta en ese capítulo: “Los que descubrieron la electricidad y sus aplicaciones, si lo hubieran hecho tiempo atrás, habrían sido quemados por brujos.” Y es que nos creemos en posesión de la verdad, nuestra verdad.

Cuando comienzan la búsqueda y persecución del Conde Drácula, como niños, como mosqueteros, unen sus manos y juran mutua fidelidad, frente a Mina, aquella a quien amaban todos, cada uno a su manera. (Pág. 374)

Y más curioso aún es el numerosísimo intercambio y funcionamiento de los telegramas. Parecen los whasts’app de su época. Sorprende como unas horas después de separarse de Mina, y estando en una casa desconocida y deshabitada, les llega un telegrama de esta a esa dirección. ¿Es que no tenía que desplazarse a Correos y Telégrafos para poner el telegrama? ¿No había colas para que les atendiesen? ¿O es que solo eran hábitos de la High Society?

Sí, parece una novela clasista: la de los porteadores de cajones, los conductores de carruajes, y la servidumbre, por un lado; y por otro la burguesía: médicos, abogados, periodistas, condes, y princesas (Lucy y Mina). Por ello, estos últimos disponen de varios meses para buscar al Conde Drácula, por no hablar de los medios materiales cuantiosos que les permiten comprar, allí donde se encuentren, caballos, carruajes, barquito de vapor….

Un tema presente en toda la novela es la minuciosidad con que planifican sus acciones, tienen en cuenta las distintas posibilidades, dividen los trabajos, incluso dejan margen para los imprevistos. Graban toda la información, escriben diarios con los sucesos de cada jornada, ordenan los datos con fichas… Incluso dejan arreglados asuntos con sus seres queridos y hacen su testamento, por lo que pueda pasar. Sin ordenadores, sin los artilugios mecánicos de hoy en día. Todo bajo control. ¡Pero es que estamos hablando de una novela escrita a finales del siglo XIX!

¿Y cómo cerrar la novela? Por lo que he visto, parece que decepciona a la mayoría de los lectores. Ya al final del capítulo 25 va introduciendo elementos: resulta que el Conde Drácula tiene una mente infantil, y actúa en base a experiencias primarias, lo que les permite prever sus siguientes pasos. Renuncia a utilizar a Mina, y cree que así no podrán averiguar nada hipnotizándola, pero no cuenta con la voluntad y sabiduría de Van Helsing, alma de la novela, líder del grupo y alter ego del autor. Incluso desliza una frase que hoy sería objeto de muchas críticas: “Mina tiene un gran cerebro, tan hábil como el de un hombre, aunque dulce como el de toda mujer”.

El grupo se adentra en los Cárpatos, se divide en varias líneas de persecución y sigue rutas sinuosas, atraviesa escarpadas montañas, desolados parajes y… tenebrosas fechas (Halloween, el Día de Difuntos…), hasta finalizar la obra un 6 de noviembre, al acabar, no con la vida sino con la no muerte de Drácula, que antes de desintegrarse alcanza una sonrisa de paz humana.

 

Efrén ARROYO ESGUEVA

 

domingo, 1 de julio de 2018

Por la parte de Swann. Marcel Proust





«Mucho interviene el azar en todo esto y con frecuencia un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos permite esperar por mucho tiempo los favores del primero».

Primera parte. Combray

Poco a poco el sueño se disipaba. Todas las alcobas donde alguna vez había dormido se intentan recordar como si fuera ovejitas. La casa de los abuelos en Combray. La casa de la señora de Saint-Loup en Tansonville. La lenta, pero eficaz costumbre que hace habitable una casa a la que el señor Swann con sus visitas regulares contribuía al jardín de Combray. El niño  narrador, que recoge los más leves detalles de las cosas o palabras que se mueven a su alrededor, diluye el tiempo alrededor del rostro de su madre seleccionando como un retratista el lugar donde desea depositar el beso de buenas noches, antes de subir por la detestada escalera que le conduce al insomnio. Fue la propia falta de principios del padre, lo que salvo al niño narrador de un castigo mayor, pues cuanto más ausentes están aquellos más fácilmente se transige. Tal vez, ¿un niño sobreprotegido al que le gusta la cama?

Justamente antes de acabar el capítulo primero, se encuentra el famosísimo episodio de la magdalena impregnada de té que tanto nos compromete en el acontecer enigmático de la memoria propia. ¿Cómo es posible que el pasado brote de repente desde el fondo de una taza de té? Y, sin embargo, así es: desde el cuarto de tía Léonie hasta los nenúfares del Vivonne. “Ciudad y jardines de mi taza de té”. De las visitas a la tía Léonie quedan en la memoria más cosas además del té con la magdalena: un desorden de recetas y misales, una cómoda amarilla de madera de limonero, una botella de Vichy…   

Al campanario de Combray, visto desde las tristes calles de detrás de la iglesia, le atribuye el narrador un recuerdo tan importante que encierra dentro de sí una parte importante de su vida. A las cinco, cuando íbamos a por el correo, más tarde desde el camino de la estación o desde la ribera del Vivonne, a él había que volver siempre.

Al señor Legrandin, su profesión científica, la ingeniería, lo retiene en París durante toda la semana. Alto, de buen porte, bigote rubio y ojos azulines, el señor Legrandin, poseía una cultura muy notable, quizá demasiado académica y libresca, en la que se echaba de menos un poquito de la informalidad de que sí poseían sus flotantes corbatas y sus colegiales chaquetas.

La tía Léonie asegura que su pobre estómago necesita catorce horas para asimilar dos simples sorbos de Vichy. Aunque, en realidad, la tía Léonie solo pretendía tres cosas: la primera que la gente aprobara su aislado régimen de vida, después que la compadecieran por sus padecimientos y, por último, lo más importante, que la tranquilizaran.

El tío Adolphe, que es hermano del abuelo del narrador, se había retirado con el grado de comandante y ya no visitaba Combray a causa de cierto incidente.

La decepción es fruto de ese intento de encontrar en las cosas el reflejo que nuestra alma ha proyectado sobre ellas, y, naturalmente, no encontrarlo. La razón está, según nos explica nuestro joven narrador, en que el encanto viene dado en función “de la vecindad de ciertas ideas” que no pueden ser transpuestas a la realidad desde nuestro pensamiento.

Para el señor Swann, la opinión no está más que en la meticulosidad de los detalles de una información precisa. Si partimos de las jerarquías sociales, en las que los Swann parecen ocupar un alto puesto, nuestro joven narrador, ávido lector del gran escritor Bergotte, nos conduce a través de catedrales de tiempo hasta los pies de la señorita Swann a la que induce a enamorarse de alguien uniformado. Al menos así será, mientras él lea en el jardín, incluso los domingos.

El agua de Vichy de tía Léonie se revela en el temor de que la nube  negra suspendida detrás de la iglesia eche a perder el vestido de la señora Goupil. La tía Léonie era rica y generosa. Tan rica como los demás ricos de Cambray, la señora Sazerat, el señor Swann, el señor Legrandin y la señora Goupil. Con “desdén afectado y ternura profunda” miraba la tía Léonie su rutina. Los sábados, como Françoise tenía que ir al  mercado de Roussainville-le-Pin, el almuerzo se adelantaba una hora. La rutina de los sábados.

El señor Vinteuil había sido el profesor de piano de las hermanas de la abuela del joven narrador. Tiene una hija un poco marimacho con pecas en las mejillas. Viven en Montjouvain, que más parece nombre de casa propio, que barrio, pueblo o ciudad. A la vuelta de misa, después de despedir al señor Vinteuil y su hija que hacen el trayecto en buggy, la magia de un rodeo por caminos desconocidos que conducen directamente a la puerta trasera del jardín de la casa. Tan muerto de sueño y cansancio que “el olor de los tilos, que embalsamaba, me parecía una recompensa solo alcanzable al precio de las mayores fatigas y no valía la pena”.  

No, no, el señor Legrandin no está enfadado, tan solo distraído. Tal lo prueba el inmediato encuentro en el Pont-Vieux, donde hasta recitó versos de colores, cielos y bosques. El narrador cena con el señor Legrandin bajo una luz nocturna muy romántica y le niega que conozca de nada a las señoras del castillo de Germantes. En realidad, el señor Legrandin es un esnob. La señora de Cambremer es la hermana del señor Legrandi y vive en Balbec. Pero esta ciudad, en opinión del señor Legrandi, no es recomendable antes de los cincuenta años.

Había dos partes, dos caminos o paseos, la parte de Méséglise-la-Vincuse, también llamada la de Swann, y la parte de Guermantes. Cada tarde encontraba su tiempo en la parte que le correspondía. Si se salía por la puerta que daba a la Rue du Saint-Esprit era tarde en la que se bordeaba el parte del señor Swann. En uno de esos paseos, al atravesar el jardín de Tansonville el narrador se tropezó con Gilberte, la hija de Swann. Inmediatamente se enamoró de aquella niña pelirroja, salpicada de pecas que sostenía una laya entre las manos.

En Montjouvain, también por la parte de Méséglise, una casa situado al borde de una gran charca, vive el señor Vinteuil. La gente comenta que la hija del señor Vinteuil ha traído a una amiga mayor para hacer con ella música. Si la lluvia hacía acto de presencia, la iglesia de Saint André des Champs o el bosque de Roussainville servían de refugio.

Si el tiempo estable lo permitía, la noche anterior se dejaba dispuesta la salida del día siguiente por la Rue des Perchamps. El mayor encanto de la parte de Guermantes era que se caminaba siguiendo la ribera del río Vivonne. En este recorrido el amor fue a parar, naturalmente, a la duquesa de Guermantes, aunque por razones contrarias a las tomadas en cuenta en el caos de la hija de Swann.


«Iba contando el tiempo, añadía algunos segundos a todos los minutos para no quedarse demasiado corto…»

Segunda parte. Un amor de Swann

El círculo de los Verdurin estaba compuesto por la señora de Crécy, Odette para la señora Vedurin, el joven doctor Cottard, el pintor Biche, la tía del pianista, el señor Saniette… El traje negro estaba prohibido. El señor Swann, que había llegado a esa edad en la que es preciso tirar de la memoria para que el amor evolucione, entra en el ambiente de los Verdurin de la mano de Odette de Crécy. Perdida en el interior de una arquitectura de perendengues, la nueva amante del señor Swann se lamenta de no conocer la pintura de Vermeer y dice querer ser iniciada.  

La sonata para piano y violín de Vinteuil nada dice al doctor Cottard y su esposa que no escuchan más que notas azarosas, un ruido ininteligible. Justo lo contrario de lo que le ocurre a Swann, para quien su audición supone el hallazgo de algo muy buscado, en especial una frase, una melodía que quedara unida a la presencia de Odette. Como en realidad aquel fraseo musical es de imposible transcripción literaria, se le ocurre al bueno de Proust recurrir a un pintor: Pieter De Hooch. No me resiste a transcribir la certera descripción de su pintura: “a los que da profundidad el estrecho marco de una puerta entreabierta a lo lejos y de color distinto, con el tono aterciopelado de una luz interpuesta”. Hay un Vinteuil que además es profesor de piano, pero Swann descarta que tenga nada que ver con la sonata.

El señor Swann descubre sin pretenderlo que tiene amistad con el Presidente de la República, el señor Grévy. Busca parecidos entre los rostros pintados en los cuadros de los más grandes artistas de todas las épocas, y sus aburridos contemporáneos. Y así, a Odette la identifica con la Séfora de Botticelli. Merecería la pena que alguien pusiera sobre un lienzo las ventanas iluminadas con los postigos abiertos de los Verdurin y el rostro ausente de Odette-Séfora en su interior.

Aquel que se ha ganado el respeto de sus  semejantes antes por su bondad que por sus ideas, sabe que la única forma de empezar a hacer realidad los sueños del otro es no contrariándole. Naturalmente que eso no siempre es posible. Los Verdurin han comenzado a indignarse frente a lo que a ellos les parecen las reservas del señor Swann, pero que no es más que “su congénita apatía, intermitente y providencial”. Así fue hasta que los celos hicieron de Swann un hombre huraño. Tanto que hasta los Verdurin acabaron por excluirle de su círculo. ¡Los asquerosos Verdurin! El restaurante al que Swann gustaba de acudir a almorzar se llamaba La Pérouse, igual que la calle donde vivía Odette.

Cuando la ausencia de algo se convierte en una falta que lo trastoca todo hasta el punto de convertirlo en un estado nuevo, entonces diez minutos equivalen a mucho más que quince días. En el paseo de los Ingleses de Niza todo el mundo conoce a Odette de Crécy, pero esa reputación queda en el exterior de la criatura por la que Swann padece los más retorcidos celos de la historia de la celotipia, no forma parte del molde que cincela a base de voluntad y sacrificio. La dignidad del mundano Swann se arrastra por teatros y cenas a las que no puede asistir, despidiéndose del abrigo de noche azul cielo con borlas de oro frente al espejo de una tristeza airada.
¡Que memoria la de este hombre! Capaz de sacar parecidos entre los rostros pintados y los naturales. ¡Y qué sensibilidad! Capaz de conmoverse frente “al recuerdo de un caja de leche vacía sobre un esterilla”. Es Swann, más loco de celos que nunca.

La princesa Des Laumes habla con el ingenio de los Guermantes, los “opuestos” vecinos de Swann en la tierra de Combray. Su animadversión hacia la marquesa de Cambremer se ilustra con el comentario que le dirige a Swann al indicarle que le explique la razón por la cual hablar con esa de nombre “muy extraño, acaba justo a tiempo pero mal” (sin duda por el “mer”) a lo que Swann replica que no comienza mejor (sin duda por el “ca”).

Una carta anónima que advierte a Swann sobre los amantes de Odette, le sirve a aquel para sacarle a la vida una verdad incuestionable: que todos debemos someternos al hecho de tener que frecuentar a personas capaces de cometer una infamia. Algunos, solo los verdaderamente privilegiados, compensan aquella servidumbre con la visita del peluquero a las ocho en punto de la mañana.


Tercera parte. Nombres de países: el nombre.

El Gran Hotel de la Playa, en Balbec (Cabourg) con los ojos puestos en el mar excitando la furia de la tormenta, de espaldas al gótico normando de sus iglesias. El refugio de los nombres de múltiples ciudades, consuela a nuestro joven protagonista de ver todos los días partir al tren de las 1.22. Parece que finalmente viajará a Florencia, Venecia, Parma. A no ser que… una afección severa de garganta lo envíe a pasear al jardín público de los Campos Elíseos. Es allí donde se produce el primer encuentro entre el joven y Gilberte Swann. El apellido Swann se torna para el joven en una palabra con reminiscencias mágicas y así cuando su madre relata el encuentro casual en la sección de paraguas de Les Trois Quartiers, a nuestro protagonista le llegan imágenes de flores misteriosas y se imagina voluptuosamente el abrigo con esclavina del señor Swann.