miércoles, 21 de diciembre de 2011

Rayuela de Julio Cortázar. Introducción.

Cortázar fue favorecido por los escritores que le sucedieron y leído como ejemplo a seguir. Durante los algo más de veinticinco años que han transcurrido desde su muerte, ha sido constante el halago, y la puesta en excelsas alturas literarias de su prosa creativa. Se ha construido con él uno de esos iconos culturales que solo sirven para arrinconar a los autores. «¡Oh, claro, Cortázar!». Pero, ¿quién lee hoy en día, ahora, en este momento, Rayuela?, ¿tiene razón de ser, sentido, actualidad, leer Rayuela?, ¿sería posible publicar hoy en día una novela como Rayuela?, ¿es Rayuela una novela gratificante para el lector? Porque el Cortázar de las novelas no es el mismo que el de los cuentos. Esta importante distinción, siendo evidente, no es fácil de formalizar. Su aprehensión radica en un antes y un después, el cuento es un acontecer que la novela explorará a posteriori. El primero está imbuido de la sutileza, en la segunda el autor se limita a trazar los caminos, senderos, por los que el lector puede diversificar su paseo, y será el paso exploratorio del lector lo que autentique la escritura. Hasta cierto punto, Rayuela no es otra cosa que un ejercicio práctico sobre la creatividad, y se la ha tachado de anti/contra-novela es porque en ella, todos los hilos están sueltos. No es casualidad que el origen de Rayuela sea un sueño del mismo Cortázar, y como en todos los sueños a medida que se intentan contar, en realidad, se están descontando, es decir, restando.

El texto de la novela primero se llamó Los juegos, más tarde Almanaque, posteriormente Mandala y, finalmente, Rayuela. La obra aparece dividida en tres partes:
a)      Del lado de allá [1-36]
b)      Del lado de acá [37-56]
c)      De otros lados (capítulos prescindibles) [57-155]

Cortázar llegó a agruparla de muy diversas formas, que van desde la utilización de colores –evidentemente por campos temáticos-, a la asignación de una letra o el nombre de un personaje a cada uno de los capítulos.

Novela deliberativa, gozosa epifanía del lenguaje, juego de restar casillas, novela por hacerse y un sin fin de calificativos o frases se han dicho sobre Rayuela. Fue publicada por la Editorial Sudamericana en Buenos Aires, en 1963. El 22 de mayo de 1961 Cortázar anuncia a su editor y amigo, Francisco Porrúa, la conclusión de la novela; sin embargo en agosto de ese mismo año advertirá que lleva unos meses tratando de poner orden en la novela, es decir “que lo estoy desordenando de acuerdo con una leyes especiales cuya eficacia se verá luego, cuando tenga el coraje de releer de un tirón las seiscientas páginas.” Corrige las pruebas a bordo de un barco entre Buenos Aires y Marsella en mayo de 1962 y discutirá con Francisco Porrúa sobre la portada diseñada por el pintor Julio Silva. En julio de 1963, un Cortázar pletórico remite una carta a su editor anunciándole que por fin Rayuela, después de cuatro años de trabajo, está en sus manos.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Sinfonía para Sonia de Raúl Barroso. Novela.


La novela tiene su origen en uno de esos cabos sueltos que con tan irritante frecuencia, aparecen en los procesos creativos. Muy pronto me di cuenta de que el hilo demandaba una madeja propia, y lo separé de la novela primigenia donde había surgido. Pero tan pronto como se vio en telar propio, tiró de mí con tal fuerza que me obligó a abandonar el inicial proyecto y tuve que dedicarle todo mi tiempo, pues tiempo era lo único que podía ofrecerle. Evolucionó como un acordeón. Por días o semanas, su envergadura era la de un cóndor, y otras veces, por meses en este caso, se contraía hasta el aleteo de un gorrión. Acabé por obsesionarme y constantemente le preguntaba a la madeja por el gato y, a este, por aquella. Tardé en darme cuenta de que el problema era mi falta de lealtad con el lector, quería construir y para ello no dudaba en forzar a los personajes. Los obligaba a sentir y estos expresaban su sufrimiento tornándose marionetas. No sabría decir en qué momento fui consciente de mi crueldad, creo que se trató de un proceso lento de maduración. Despacio, volví sobre mis pasos y fui cambiando, borrando, corrigiendo, en un proceso paralelo de enmendación propia. Puse todo el cuidado en dejar oscuro solo aquello que para mí, como escritor, lo estaba. Cuando por fin la novela estuvo terminada, me planteé con seriedad su publicación. He de reconocer que dudé mucho. Decidí dejar pasar un tiempo y afrontar después la lectura con todo el desapego de que fuera capaz. No me reconocí en la novela, era como si la hubiera escrito otro, o como si ella misma hubiera brotado espontáneamente de su misma fuente. Aquella sensación me convenció, no sé si acertadamente, de que la novela tenía autonomía, personalidad incluso, suficiente y me vi forzado a ser consecuente, leal digamos, con mi propia creación.
Aquí está Sinfonía para Sonia, ahora es vuestra, respetables lectores.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La serie Carvalho de Manuel Vázquez Montalván.

Manuel Vázquez Montalván, barcelonés y culé, nació un 27 de julio de 1939 en el barrio del Raval y murió de un paro cardíaco en el aeropuerto de Bangkok, Tailandia, el 18 de octubre de 2003. Pertenecía a una familia humilde y republicana. Tanto su padre, como él mismo, pasaron por la cárcel, debido a sus inclinaciones políticas antifranquistas. Cultivó todo los géneros: desde la poesía y el teatro, hasta la más personal de las misceláneas literarias. Su obra se integra por más de un centenar de títulos y recibió un notable número de premios, entre otros: el Ciudad de Barcelona, el Nacional de Literatura y el Nacional de la Crítica, además del Planeta o el Premio Grinzane-Cavour por el conjunto de su obra.

Su prosa se mueve con trazos rápidos, Tatuaje la escribió en quince días,  que ofrecen una visión renovada del mundo por el que trata de orientarse su personaje estrella, Carvalho. Así, las piernas de las peluqueras aparecen “concluidas en chancletas de plástico rojo”, el rostro del limpiabotas (el Bromuro) “acoge escasas arrugas”, los hombres muestran un “empaque desmesurado” y las mujeres  exhiben “un carnoso y agradable frente”. Como un buen caricaturista, Vázquez Montalbán, describe con la punta del lápiz. 

Mercado de la Boquería.
Lo culinario aparece en todas y cada una de sus novelas, incluso dedicó varios libros al tema gastronómico. A Carvalho, el personaje de MVM., de conducta y hábitos absolutamente desordenados, no le importa comer el guiso que él mismo ha preparado en la cazuela donde ha cocido, pero es estricto en la necesidad de que cada vino tenga su copa peculiar. Y aunque le molesta comer “cualquier cosa”, es capaz de disfrutar de un buen bocadillo de salchichas. Cuando Carvalho se dispone a degustar el rijsttafel (mesa de arroces), en un restaurante de Ámsterdam, paladea el ceremonioso encendido de las velas bajo los platillos que lo componen y expresa “el característico bajón de tono que a uno le sacude cuando se dispone a comer solo”, claro que, inmediatamente, sacará la única conclusión posible: “Comer mucho y bien”. Es, desde luego, solo un ejemplo de las innumerables referencias gastronómicas que MVM pone en los labios carvalhianos. Cabe preguntarse si acaso no estaremos en presencia de un autor que era mejor gourmet que escritor, interrogante que no surge con afán crítico, sino más bien con un propósito conciliador.

Pero Carvalho no es simplemente un tipo al que le gusta comer bien, ni se agota tampoco en la solución técnica de la que hablaba MVM, es un hombre que somete la realidad en la que vive a una crítica feroz. Es llamativo que Pepe Carvalhol sea un “quemalibros”, en Tatuaje prende fuego nada menos que al Quijote, el máximo icono cultural de este país, y, precisamente, como tal baluarte lo incendia. No es que minusvalore la grandeza literaria de la obra de Cervantes, sino que lo elige como símbolo de la crueldad con la que la cultura está maniatando la conducta del hombre contemporáneo. Tal vez esa lucha de poder, en la que la cultura no es más que uno de sus resortes, sea la razón que convierta a Carvalho en un defensor del muerto, de aquel que ya no puede actuar, del auténtico perdedor.   

La serie Carvalho se inicia en 1972 con Yo maté a Kennedy y termina con la publicación póstuma de Milenio Carvalho en el 2004.  

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El sueño americano. La torre del orgullo. 1890-1914. Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial. Barbara W. Tuchman.

En enero de 1890, Thomas B. Reed es elegido para ocupar la presidencia de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Se trataba del mejor polemista de su tiempo, consumado orador -hasta el punto de que se dice que nunca cometió un error de sintaxis-, rápido en la respuesta e inmejorable artífice del sarcasmo. Su astucia le permitió acabar con el llamado quórum silencioso, mediante el cual la minoría bloqueaba todas aquellas votaciones que no eran de su interés en la Cámara. Para ello bastaba con que alguien pidiera que se comprobara si existía mayoría suficiente para decidir, y que aquellos a quienes no interesaba la aprobación, guardaran silencio al escuchar sus nombres, lo cual implicaba su ausencia legal y, consecuentemente, la inexistencia de quórum.

En ese mismo año de 1890, la Oficina de Censos declaró oficialmente que no existían ya zonas de colonización y el capitán de la marina de guerra, Alfred Thayer Mahan, presidente del Colegio de Guerra Naval, anunció que “quieran o no, los norteamericanos tendrán que empezar a mirar al exterior.” Inmediatamente el Congreso autorizó la construcción de tres acorazados, el Oregón, el Indiana y el Massachussets, y dos años después, un cuarto, el Iowa. Así, cuando en 1895 el pueblo cubano se alza contra la dominación española y los Estados Unidos obtienen del apresamiento del mercante Alliance, la excusa que necesitaban, el senador por Alabama, Morgan, pudo exclamar: “Cuba debe convertirse en colonia americana”. El expansionismo americano había nacido y, con él, también el militarismo. Contra ambos protestó Charles Eliot Norton, profesor de bellas artes de Harvard, considerado como el hombre más culto de América y árbitro de la cultura en los medios intelectuales americanos. A semejanza de lord Salisbury, Norton creía en el dominio de una clase, la cual, para él, se fundaba, no en la posesión de tierras, sino en un patrimonio de cultura, refinamiento, educación y modas. Observó que esta clase iba desapareciendo, y protestó en sus conferencias contra el aumento de la vulgaridad. Más adelante en un alarde de pensamiento globalizador, llegó a sospechar si acaso la pérdida de lo valores que amaba no podía ser un precio por el aumento de bienestar material; sin embargo no alcanzó a establecer un total paralelismo entre cultura y bienestar social.

Thomas B. Reed
El 3 de julio de 1898 la flota estadounidense derrotaba a España en la batalla naval de Santiago de Cuba y tan sólo cuatro días después el Congreso aprobaba la anexión de Hawai. Concluye Estados Unidos el año con la firma del Tratado de París por el que España “transfiere” las Filipinas a cambio de veinte millones de dólares (sarcásticamente Reed dirá: “Hemos comprado diez millones de malayos surtidos a dos dólares por cabeza…”) El imperialismo acabó por ganarle la batalla al sueño americano de libertad para todos los pueblos, el colonialismo europeo tuvo mayor capacidad de sugestión. El 1901 el binomio Mckinley/Roosevelt (decididos partidarios de la expansión territorial) volvió a ganar las elecciones, lo que venía a ratificar esta nueva visión imperialista de los Estados Unidos. Naturalmente que quedaron víctimas por el camino, no sólo las múltiples que generó el levantamiento de los filipinos contra la nueva potencia, sino también ilustres hijos de la tradición americana. Buen ejemplo de ello fue la retirada política del más conspicuo speaker de la Cámara, Thomas B. Reed. Dicen que en una ocasión Reed le ganó a Mark Twain veintitrés manos seguidas de póquer. ¡Cuánto ingenio escondido entre aquellas cartas!

viernes, 11 de noviembre de 2011

El último encuentro.

El autor.
Sándor Márai nace con el siglo, en 1900, en una localidad del imperio austro-húngaro, Kassa, hoy perteneciente a la actual Eslovaquia.
Su familia pertenecía a la burguesía de la época (su padre era un abogado importante de Budapest). Ya de niño observará con minuciosidad la vida y costumbres de su época, que quedarán reflejadas en muchas de sus obras, donde muestra con detalle la decadencia de la burguesía húngara de entreguerras.
Alumno inteligente pero inquieto e inquisitivo con las normas y con el entorno, estos hábitos le llevaron a ser un mal estudiante, por lo cual estuvo varios años en un internado religioso. Es muy probable que estas vivencias le sirvieran para describir con maestría el capítulo 4 de su novela “Divorcio en Buda”, dedicado a los sentimientos del juez Komives en el internado, los de su influyente tutor el padre Norbert, y las duras sensaciones que muchos compañeros vivían al regresar a casa en los periodos vacacionales, pues “veían las vacaciones como un deber pesado y penoso; llegaban a sus casas con la cara larga para pasar la Navidad o las vacaciones de verano, y se apresuraban a volver antes de tiempo, contentos y felices”.
Más tarde su padre le financió sus estudios en Europa, que él dedicó a la vida bohemia, subsistiendo después con colaboraciones literarias y artículos periodísticos.
Vio rápidamente los peligros que acechaba el nazismo, al que atacó desde sus inicios, granjeándose por ello el apoyo y la fama de sus compatriotas, agrandada por sus artículos periodísticos y sus obras de teatro. Liberados los húngaros de ese yugo por el régimen soviético, Márai ve que la única hazaña de los rusos había consistido en cambiar de adjetivo al yugo: antes era fascista y a partir de entonces sería comunista, pero seguía siendo un yugo. Mal visto por el nuevo régimen (como “burgués decadente”), su reputación le libró de la represalias, pero sus libros fueron prohibidos y se exilia, primeramente en Europa (Italia, Suiza, París) hasta instalarse definitivamente en Estados Unidos. Al exiliarse se queda sin patria y sin lectores, dedicándose a escribir para su esposa.
Se casó a los 23 años con Lola Matzner, una joven judía de familia acaudalada, a la que amó profundamente hasta su muerte, sesenta y dos años más tarde. Al morir ella nada le aferra a la vida. Su hermano menor, su hijo natural, y su hijo adoptivo han muerto también. Todo le da asco: considera la literatura, incluida la suya, vanidad y presunción. La vida sin Lola le da asco.
Unos años después de esta muerte, y aún afectado por ello, el autor se suicida pegándose un tiro a los 89 años, al saber que está enfermo, casi ciego y que ha de vivir hospitalizado el resto de su vida. Un mes antes ya lo anuncia en sus diarios, llegando al extremo de ir a practicar a una academia de tiro para evitar que un error le dejara inválido; lo último que escribe es: “Ha llegado la hora”.


Su obra.
Márai escribió novelas, poesía y teatro, pero lo que le dio fama universal fueron sus novelas. Tras un éxito inicial en su juventud, el exilio y la dictadura comunista ocultaron su brillo, que no ha sido recuperado de nuevo hasta después de su muerte, tras la progresiva y sorpresiva aparición de sus novelas por una editorial italiana.
Hay críticos que ven similitudes en aspectos biográficos y de contenidos (la vida burguesa) con escritores de éxito de su época.  Era un humanista como Thomas Mann, Hesse, Zweig, Huxley, entendiendo el humanismo como una creencia laica en la virtud de la literatura y del saber en motivar conductas y develar misterios de la condición humana.
Otros críticos ven las obras de Márai como fuegos de artificio, bellos de contemplar, pero que se evaporan sin dejar rastro; Javier Marías las ve como “literatura de sonajeros”, o sea, que agrada su sonido pero no produce una melodía. Para los contertulios claramente se queda a distancia de Stefan Zweig o Thomas Mann. Sin embargo parece ser que desconocemos gran parte de su obra, ya que en su época de éxito publicó más de 40 novelas, hoy casi todas desconocidas, que ahora se están reeditando poco a poco.
La vida del imperio austro-húngaro ha desparecido. Una sociedad derrotada, un imperio desmembrado, un población diezmada, unos territorios perdidos, se intentan disimular con la recomposición formal. Pero Márai siente que en esa misma sociedad decadente se encuentran los valores que dignifican al hombre: la confianza en la palabra, la dignidad, la respuesta a la llamada de la vida, la inclinación al dolor ajeno… Márai no encuentra heroísmo en las grandes batallas, sino en el modo en que se sobrelleva la soledad. El nazismo y el comunismo, todo lo que arrasaron y el modo en que lo hicieron, le hicieron vea a Márai que aquello que parecía una sociedad de cartón encerraba un tesoro. Pero Márai no trata de justificar o censurar la vida burguesa, sino que reivindica la vida burguesa entendida como una vocación ligada al esfuerzo, a controlar el día de mañana, a la vida familiar y su ceremonial.

“El último encuentro”.
El título original de esta novela, puesto por el autor, inicialmente fue “A la luz de los candelabros”. Con ese título y en esa época apenas consiguió los elogios y tirajes que ha conseguido hoy en día. Es sin duda su obra más famosa, y en mi opinión, su obra más conseguida de las que conocemos.
Hay dos protagonistas principales, el general y su amigo Konrad, con una relación de amistad de 22 años. Y dos secundarios: Krisztina, la amada de los dos protagonistas y causa de sus desencuentros, y Nini, la criada del general, que es el testigo fiel de su mundo exterior e interior desde que nace hasta el final de la obra (75 años) “lo sabían todo el uno del otro, más de lo que una madre puede saber de su hijo, más de lo que un marido puede saber de su mujer…”.

La novela es una larga y madurada reflexión sobre la amistad. Un análisis minucioso sobre las pasiones y los sentimientos humanos, con una trama creciente en torno a todo lo que, aparentemente de manera inexplicable, llevó a huir a su íntimo amigo de tantos años. 

El estilo en teoría es un diálogo entre dos amigos, que se reencuentran 41 años y 43 días después (hasta ese extremo de contabilidad lleva el afán de venganza del general). Pero más que diálogos son monólogos de Henrik, a los que Konrad contesta con breves palabras o silencios, por lo que, el lector parece ser también a la vez el destinatario de las reflexiones del anfitrión, para que saque sus conclusiones.

 En la primera mitad expone hechos que de manera progresiva van generando la urdimbre de esa amistad sin límites. En la 2ª mitad repasa las causas que la pusieron fin, hurgando en la profundidad de sus almas buscando “la verdad”, explorando hasta sus últimas consecuencias:
 “Y si uno entrega a alguien toda la confianza de su juventud, toda la disposición al sacrificio de su edad madura, y finalmente le regala lo máximo que un ser humano puede dar a otro, si le regala toda su confianza ciega, sin condiciones, su confianza apasionada, y después se da cuenta de que el otro le es infiel y se comporta como un canalla, ¿tiene derecho a enfadarse, a exigir venganza? Y si se enfada y pide venganza, ha sido un amigo él mismo, el engañado y abandonado? (Pág. 100)
“Sientes en tus manos un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición para matar, la atracción cargada de prohibiciones, la pasión más fuerte, un impulso que no es ni bueno ni malo, el impulso secreto, el más poderoso de todos: ser más fuerte que el otro, más hábil, ser un maestro, no fallar… Esto mismo sentiste tú, quizás por primera vez en tu vida, cuando en aquel bosque, en aquel punto de acecho, levantaste el arma y apuntaste para matarme”. (Pág. 114)
“Y ahora, cuarenta y un años después, tengo que darte una sorpresa terrible, tengo que hacerte una revelación: tú y yo seguimos siendo amigos”. (Pág. 125)

A la vez analiza algunas emociones y valores humanos de todo hombre, como el perdón, el honor, la venganza, la envidia, el orgullo, la soledad, la vejez, y hace evolucionar el contenido de éstas a lo largo de la novela, que es lo mismo que decir a lo largo de la vida.
“Él llevaba mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba ni siquiera del momento en que el enfado y el deseo de venganza habían dado paso a la espera.”(Pág. 19)
“Sin embargo, cuando todo ha acabado ya, como ahora, pues para nosotros todo ha acabado ya, no podemos llegar muy lejos con palabras así. Engaño, infidelidad, traición: son simples palabras, sólo son palabras, mientras la persona a quien nos referimos está muerta ya”. (Pág. 170)

De vez en cuando nos describe algunos paisajes para situarnos, como pinceladas de claroscuros flamencos, así cuando describe el viaje de la madre de Konrad, la joven extranjera, junto a su marido, atravesando las montañas de Suiza y de Austria (“Aquella llanura vacía donde ya habían recolectado todo, donde no se vfeía el final de los caminos”). O la descripción, como una pintura de bodegón, del salón en el que van a cenar (“La larga mesa cubierta con un mantel blanco, y en el centro hay un jarrón de cristal de roca, con orquídeas”); o cuando en el capítulo 7 describe la Viena majestuosa y sus bailes diarios (“Toda Viena bailaba bajo la nieve”). O esa descripción paisajística, más minuciosa, con la que comienza el capítulo 14, y que sirve de contexto al punto álgido de la novela: “Era el momento exacto en el que la noche se separa del día, el mundo inferior del mundo superior. …Todavía están unidos lo bajo con lo alto, la luz con las tinieblas. A los cazadores y los animales les gusta ése instante. Ya no es de noche pero tampoco es de día. …Como si todos los seres vivos exhalaran sus secretos y sus maldades. …Es un instante misterioso. Los antiguos paganos lo celebraban en medio de los bosques… anhelando la llegada de la luz, o sea, de la razón y del conocimiento. …Porque todas las pasiones anidan en la noche del alma humana.”

Ya en las últimas páginas describe la llegada de la vejez con precisión de cirujano, con frases terribles para el ser humano: “Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma… Cuando se acaba el deseo del placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente.  Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado. Lo que el nuevo día te traiga, ya lo conoces de antemano…Ya no puede ocurrirte nada imprevisto.”(Pág. 171)

La novela expone también la visión de dos mundos contrapuestos, uno el de Henrik, el del boato, el de las cacerías, el de los carruajes y los grandes bailes, el de las comidas de gala y las clases altas. El otro el de Konrad, de casas oscuras de aire viciado, de miserias de clase baja: ”Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne durante tres meses. Si...” Y termina con una frase demoledora, como habiendo descubierto un secreto vergonzoso, su pobreza: “Ahora ya los conoces. …Cuando partieron, sintieron por primera vez que algo había ocurrido entre los dos”. Es más, en la tertulia se coincidía con el razonamiento del general en que “quienes te habían obligado a hacer la carrera militar, simplemente por amor y por deseo de que estuvieras por encima de ellos, habían cometido un crimen”, hasta el punto de que Konrad en algún momento deseara la muerte de sus padres para alcanzar la liberación.

El mismo general esa noche ve que, aparte de en lo material, en su entorno había dos mundos contrapuestos en los ideales. Uno al que pertenecían él y su padre, apegados a las tradiciones, al cumplimiento de la normativa sin vacilaciones, al disfrute de los placeres de la vida que le son permitidos a su clase social, a mantener el honor por encima de todo. Luego estaba el otro mundo, el de Krsiztina y de Konrad, que era también el de su madre, que era el del arte, el de la música, el de los valores propios por encima de las normas, el de las pasiones.
“Los oyentes disciplinados comprendieron que la música podía ser peligrosa. Los otros dos, la madre y Konrad, sentados al piano, no hacían caso de los peligros… la música era tan sólo un pretexto para desatar en el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que la disciplina y el orden humanos intentan ocultar.” (Pág. 49)
 “Sabíamos que soportabas todo con mayor dificultad que nosotros, los soldados de verdad. Lo que para ti era un estado para nosotros era una vocación. Lo que para ti era una máscara para nosotros era un destino. No nos extrañamos cuando te quitaste la máscara.” (Pág. 85)
“Entre mi madre, Krisztina y tú, estaba la música como aglutinante. Probablemente la música os decía algo, algo imposible de expresar con palabras o acciones., y probablemente os decíais algo con la música, y ese algo que la música expresaba para vosotros de manera absoluto, nosotros, los diferentes, mi padre y yo, no lo comprendíamos”. (Pág. 157)

Algunos contertulios señalábamos que Márai parece no dominar el cierre de sus novelas. Así en “Divorcio en Buda”, tras una primera mitad de la novela ágil y con contenidos, se enfrasca durante casi la 2ª mitad de la novela en un monólogo (o sea, esos “diálogos” de Márai en los que uno habla y otro escucha) y que aporta demasiado poco a la estructura y contenido de esta novela: “No puedo irme de aquí hasta que me dés una respuesta. ¿Has soñado con Anna durante estos últimos años?”.

 Está mucho mejor resuelto el final de “El último encuentro” donde el general va desgranando con maestría y con todo lujo de detalles los hechos acaecidos en esos años de juventud, las emociones vividas y las causas que las motivaron, pero quedan en el aire las argumentaciones de Konrad, que opta por guardar silencio. Las dos famosas preguntas que tenía planteadas desde hace décadas (“Tuviste intención de matarme o fue imaginación mía? y ¿Fuiste amante de Krisztina?”) ya no le interesan. A esas alturas de su vida y de la larga conversación de madrugada, esas respuestas no son importantes. El tiempo las ha respondido. La pregunta que le hace ahora es terrible para los dos: “¿Sabía Krisztina que tú ibas a matarme aquella mañana, en la cacería?” La respuesta indudablemente estaba en el revelador Diario de Krisztina. Es curioso que el título de esta obra en inglés sea “Embers” (“Ascuas”), aludiendo a este final de la obra cuando el anfitrión, con el acuerdo de su invitado, decide quemar el diario de Krsiztina, la amada de ambos, sin conocer la respuesta que tanto le angustiaba.

Cuando se está preparando para irse, Konrad le recuerda al general: “Dijiste dos preguntas. ¿Cuál era la otra?...”  Y Henrik le responde avergonzado de su vileza común con Krisztina: “Quien sobrevive al otro es siempre el traidor. Porque ella sí que murió. Murió porque tú te marchaste, murió porque yo me quedé pero no me acerqué a ella, murió porque nosotros dos, los hombres a quienes ella pertenecía, fuimos más viles, más orgullosos y cobardes, más ruidosos y silenciosos de lo que una mujer puede soportar, porque huimos de ella, porque la traicionamos, porque la sobrevivimos. Es la pura verdad.
 …Quisiera que me dijeras ¿si hemos vivido esa pasión quizá no hayamos vivido en vano? ¿Que así de profunda, así de malvada, así de grandiosa, así de inhumana es una pasión? ¿Y que quizás no se concentre en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?” (Pág. 183-4) Pregunta a la que de nuevo Konrad responde con el silencio.

A modo de conclusión diremos que es una obra excepcional, donde describe magistralmente las emociones/sensaciones/relaciones/pasiones humanas. Sin embargo para algunos contertulios, las expectativas de gran escritor que genera en esta novela no se ven reflejadas en el resto de sus obras publicadas últimamente.


COMENTARIOS: Efrén ARROYO ESGUEVA

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Lord Salisbury. La torre del orgullo. 1890-1914. Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial. Barbara W. Tuchman.

Lord Salisbury
Robert Arthur Talbot Gascoyne-Cecil, tercer marqués de Salisbury, más conocido como lord Salisbury, es nombrado primer ministro por tercera vez en 1895. Ser un “Salisbury” era sinónimo de descomedimiento político. En una ocasión comparó a los irlandeses con los hotentotes por su incapacidad para gobernarse y, en otra, para referirse a un candidato hindú al parlamento, empleó el término “negro”. Disponía de una casa en Arlington Street, otra de campo en Hatfield y una mansión en Beaulieu, en la Riviera francesa. Lord Salisbury pertenecía a esa clase de políticos que no se creían responsables ante el pueblo, sino que el pueblo es precisamente su responsabilidad; su admiración siempre recorría un camino ascendente en la escala social y llegaba a la cúspide con la reina Victoria, a la que tenía gran respecto y consideración. Se oponía a las corrientes democráticas y a extender el derecho del voto, porque con ello “los ricos pagarían los impuestos y los pobres harían las leyes”, lo que conllevaba separar el poder de la responsabilidad. (Tal vez no estaba diciendo tonterías lord Salisbury).
En esa época, 1895, el caballo era aún tan inseparable en la vida de las clases elevadas como el criado, aunque mucho más querido que éste. Estos “patricios” como los denomina Barbara W. Truchman, vivían en casas con más de cien habitaciones y una media de mil quinientas hectáreas de terreno, que les proporcionaban un renta que variaba entre tres y cien mil libras esterlinas al año (un maestro por ejemplo ganaba setenta y cinco anules), se dedicaban a la caza y a la política, viajaban en trenes privados y vivían el doble de la media.
Poco después de hacerse cargo del gobierno, lord Salisbury tuvo el primer problema con quien menos hubiera imaginado, a saber, con Estados Unidos, a cuenta de la frontera entre la Guayana Británica y Venezuela. La plenitud energética en la que ambos países vivían, hizo subir el tono de los desafíos. Sin embargo, el incidente de diciembre de 1895 conocido como la incursión de Jameson en la República de Transvaal, provocó que la opinión pública inglesa girara la cabeza hacia Alemania, toda vez que el kaiser había enviado un telegrama de felicitación al presidente de la república bóer por su triunfo sobre los ingleses de la colonia del Cabo.    
Lord Salisbury esperó al término de la guerra con los bóeres para ceder su influencia política a su sobrino Balfour. Antes se había visto obligado a despedir a la vieja reina Victoria. Cuentan que ésta un año antes morir, por tanto hacia 1900, al regresar en su yate después de una visita a Irlanda, se vio importunada por un mar tormentoso y, tras el embate de una ola especialmente violenta, hizo llamar a su médico y le dijo: “Vaya arriba, sir James, salude de mi parte al almirante, y dígale que el hecho no debe volver a repetirse.”

miércoles, 26 de octubre de 2011

La muerte en Venecia.


Al tiempo que Thomas Mann vierte sobre el papel La muerte en Venecia, Marcel Proust llevaba ya un tiempo encerrado en una habitación de corcho escribiendo En busca del tiempo perdido, Richard Strauss recorría el camino entre el drama de Electra y la comicidad de La rosa del caballero, los prodigiosos saltos de Nijinsky en el ballet Petruchka de Stravinskyt hacían a muchos vaticinar el inminente eclipse de la ópera, Picasso y Braque acababan de inventar el cubismo y Blériot atravesaba volando el canal de La Mancha. Este es el “adusto” panorama cultural de los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra.

Estamos ante uno de esos textos literarios que admiten múltiples lecturas y, consecuentemente, interpretaciones. El uso de ricos y sólidos recursos estilísticos y narrativos, le ha permitido vadear con asombrosa solvencia el centenar de años que han transcurrido desde su publicación (1912). El adusto y concienzudo escritor Gustav Aschenbach inicia un paseo solitario que le lleva hasta el cementerio norte de Munich. La brusca aparición, junto a la capilla mortuoria, de un forastero, es decir, alguien que no es del lugar, le causa una penosa confusión. Se trata de un sujeto enigmático y ambiguo que adopta una actitud de espera, destila cierta agresividad y cuyo aspecto resulta especialmente revelador. Presenta una nariz extrañamente roma, corta y achatada, unos ojos incoloros y unos labios tan cortos que dejaban a la vista los dientes, blancos y largos. Aunque el lector piensa inmediatamente que se trata de la muerte, Aschenbach interpretará la impresión que le causa el forastero como meras ganas de viajar. La duda no se despejará hasta la parte final de la novela. Veamos de qué forma. Inmediatamente después de desaparecer el forastero, Aschenbach tiene una visión: «Y vio, vio un paisaje, una marisma tropical…, islas, pantanos y cenagosos brazos de río…, maraña de vegetación…, aves exóticas…, las pupilas de un tigre acechante…» En la parte final de la novela mediante la utilización del estilo indirecto, Aschenbach conocerá que una epidemia de cólera asola Venecia, se trata del cólera hindú, «surgido en las cálidas marismas del delta del Ganges…, en cuya espesura de bambúes acecha el tigre…»  Y hasta tal punto acaba Mann por encajar las piezas, que cuando Aschenbach descubre la epidemia, él es el forastero. No cabe, por tanto, dudar de que la muerte está en el mismo inicio de la novela.

Aschenbach embarcará para Venecia en un viejo y sucio barco, donde lo recibe un marinero jorobado que parece un director de circo. La nave, lugar de prodigios,  sirve de puerta de acceso a una atmósfera crepuscular donde el tiempo y el espacio tardan más en articularse. Y aunque Aschenbach no puede por menos de sentir asombro, e incluso cierto rechazo, ante semejante forma de transición, opta por dejarse llevar, por un proseguir, que es tanto como aceptar el desvanecimiento del “yo” para obtener un nuevo punto de vista. La visión de Aschenbach cambia desde que se sube al barco. Observa a una multitud deseosa de presenciar la salida del barco, pero que se mueve indolentemente. Detiene su atención en uno de los integrantes de un grupo de excursionistas, el cual se comporta y viste como un joven, pero resulta ser un viejo disfrazado y maquillado, majestuosa prolepsis augural. A la vista de la  costa veneciana, Aschenbach experimenta un ataque de melancolía que encuentra su antagonismo en el grotesco comportamiento del viejo disfrazado y borracho. Todavía le queda a Aschenbach un último resquicio de resistencia que se hace presente cuando a bordo de la góndola, advierte que el barquero se interna en el lago, en lugar de dirigirse a San Marcos para tomar el vaporetto. Sin embargo, no hay ya marcha atrás, el barquero que el azar ha puesto en su camino, es un gondolero sin licencia, un impostor como el viejo disfrazado, y la resistencia de Aschenbach cae en el vacío de lo gratuito. No cabe duda de que el gondolero es un claro símbolo de la muerte, aunque más bien, no se trata tanto de una pulsión de la muerte como de representar el cambio o transformación que el protagonista va a experimentar, poniendo a la vez de manifiesto su irreversibilidad. 

En su primera noche en Lido, Aschenbach se ve conmovido por la presencia de un muchacho polaco de unos catorce años y poseedor de una asombrosa belleza clásica. A la mañana siguiente es la indolencia del mar quien lo recibe y en ella se sumerge como si se tratase de un experimento de “la gaya ciencia”, la cual se confirma en toda su extensión cuando Aschenbach abandona la tarea de responder el correo y se sumerge en la contemplación del bello Tadzio que entra y sale del mar como si fuera un nuevo dios griego, clásico, puramente panteísta. Inmediatamente Aschenbach profundiza en una, cada vez más placentera, sensación de  abandono que aliviará recordando sus méritos de escritor. Será la última manifestación de su voluntad, porque a partir de ese momento Aschenbach comenzará  a recorrer un rumbo en el que la ignorancia de sus propios deseos  será el nuevo gondolero. Primero decidirá abandonar Venecia con la máxima precipitación posible y pocas horas después aprovechará un incidente trivial para revocar su propia decisión y quedarse. Enseguida descubre la razón de todo ello: es Tadzio.

Aschenbach adapta su ritmo diario al horario de Tadzio, sus noches se hacen más breves y el alba le inflama de ardor y deseo por el día que se inaugura. Ese nuevo día tenía para Aschenbach un refinado contenido: Tadzio cruzaría “indolente, la arena… acercándose a él sin necesidad” y sus miradas coincidirían en contemplarse. Entonces Aschenbach esperaría la sonrisa de Tadzio, una sonrisa tan especial que Mann emplea para describirla una docena de adjetivos (elocuente, familiar, franca, seductora, larga, profunda, hechizada, coqueta, curiosa, atormentada, desluida y delusoria) Estamos ante un auténtico artefacto pirotécnico de lo sensual.
Sumergido en esa ensoñación Gustav von Aschenbach no repara en la llegada del “mal”, el cólera. Se hace entonces a sí mismo una confesión sorprendente: si Tadzio se marcha, «él no sabría ya cómo seguir viviendo». Cuatro semanas habían bastado para que el férreo rigor intelectual del solitario escritor, claudicara estrepitosamente. El hermoso Tadzio se había convertido en anhelado objeto, y Aschenbach no duda en perseguirlo por las calles de una Venecia enferma, entre los gritos acompasados de los gondoleros. Cuando por fin Aschenbach descubre los hechos y la amenaza que se cierne sobre todos los habitantes de la ciudad, comprende que abandonar Venecia es volver a sí mismo, al que ahora aborrece, por eso decide callar. Y la culpa que lleva consigo por ocultar la verdad, lo embriagará aún más.   

La única forma de impedir la separación es partir antes, y eso es lo que hará la muerte, el cólera, por Aschenbach. Una especie de sueño, de profundo desvanecimiento, le sobrevendrá teniendo delante de sus ojos la imagen de Tadzio rodeado de mar y de viento. Ya lo había advertido Mann unas páginas antes: «Y ahora, Fedro, he de marcharme. Tú, quédate aquí, y sólo cuando ya no me veas, márchate también.»

miércoles, 19 de octubre de 2011

La gloria de don Ramiro.

Enrique Rodríguez Larreta y Maza, conocido como Enrique Larreta, nació en Buenos Aires en 1875 y falleció en 1961. Sus padres, Carlos Rodríguez Larreta y Agustina Maza y Oribe eran uruguayos y pertenecían a familias acomodadas. Enrique estudió Derecho y colaboró con el diario bonaerense La Nación. A partir de 1901 viajó por Francia y España con intención de escribir una novela sobre Santa Rosa de Lima. Conmovido durante su estancia en Ávila, surgió La gloria de don Ramiro, que se publicó en 1908. 

No es casual que la novela fije un punto temporal de referencia, a saber: dos días después de la muerte de la Santa, como decimos acá, por tanto el 6 de octubre de 1582, entonces Ramiro cuenta con 12 años. Y no puede ser más oportuna esta referencia a Santa Teresa, porque el texto se define por contrapunto entre el mundo cristiano seco y árido, y el morisco, rico en sensaciones y propuestas. Pero también el más interno de la Ávila de los Santos y la Ávila de los Caballeros, lo que vale tanto decir la Ávila monástica y la guerrera. Larreta utiliza este lugar de la geografía castellana como un lienzo en el que dibujar la intolerancia religiosa del siglo XVI, la obsesión por la conspiración morisca y el alcance del absolutismo de Felipe II. Aquella dicotomía que apuntamos al principio, la forja militar y la religiosa, es la que se refleja en el interior de Ramiro, de cuya gloria se trata. A las ansias religiosas de doña Guiomar, la madre de Ramiro y trasunto del misticismo español, se contrapone, el escudero-pregonero Medrano, aguerrido soldado y marinero, quien iniciará al mancebo en la aventura de pasear las “espuelas castellanas por las losas de Nápoles”. Prisionero éste del turco y aquella de recogimientos espirituales y endechas religiosas. Y en celda convertirá Larreta la propia ciudad de Ávila, de un indiscutible protagonismo en la novela.   

El llamativo lenguaje empleado por Larreta posee una riqueza tan singular, que mal puede despacharse con la simple remisión al "modernismo" y al empleo intencional de arcaísmos, construidos a "imagen y semejanza" del lenguaje cervantino. Hay algo más. Larreta pone sobre el papel una notoria capacidad de invocación y creatividad plástica. "Brocados y brocateles amortecidos por el polvillo del tiempo..., vinos añejos en los cajones de las sacristías..., la sombra de un hidalgo que rezaba sus horas..." son frases entresacadas de las primeras hojas de la novela (páginas 4 y 5 de la editorial Porrúa). ¿Quién es capaz de leer estas frases y no sentir que aquel tiempo evocado era ya entonces tan viejo como ahora? Ciertamente esa forma de decir las cosas sin mencionarlas es de estirpe cervantina, pero no renuncia Larreta a elevar la base renacentista al exponente modernista. La descripción que el argentino hace de la plaza de la catedral abulense merece figurar a la intemperie: 

“Al llegar a la plazoleta de la Catedral, el escudero tuvo que hacer apartar a los rústicos para dar paso a la silla. A más de las cabañas y caseríos de los contornos, muchos pueblos comarcanos habían volcado buena parte de su gente en aquella reducida plazuela, que apenas si bastaba para los vecinos. Los más diversos ropajes ardían bajo la mágica luz, en movedizo apiñamiento multicolor. Veíanse sayas rojas o verdes como los pimientos, color de almagre como las calabazas, moradas como las berenjenas, capas y coletos pardos como la piel de los tubérculos, negras ropas de ancianos que iban tomando la torcida color de las alubias, vistosos dengues y pañolones donde parecía haberse reventado toda la hortaliza. No faltaban las zagalas de égloga, en trenzas y en corpiño, zagalas de Sotalvo, de Tornadizos, de Fontiveros, lavanderas o pastoras, que no habían logrado quitarse el olor de las lejías o el tufo de los chotos y cervatillos. Hombres secos y taciturnos, de afeitada boca monástica y aludo sombrero, contemplaban el desfile de los señores, apoyados en sus varas de respeto o en el cogote de los borricos. Las mujeres hablaban alegremente. Las más acaudaladas traían mandiles de relumbrón, y casi todas, collares de coral, pendientes mudéjares y plateadas cruces y medallas que semejaban ex-votos de camarín. Buena parte de aquella gente había dejado sus lejanas chozas o alquerías antes del amanecer, a la luz de las estrellas.” (116)

 
Palacio de Sofraga.
Peñas, campos, iglesias, puertas, almenas, lienzos, calles, plazas, fuentes, palacios, arrabales..., hidalgos, ratones, polillas, traiciones, crímenes, amores, conjuras, castigos, ejecuciones, encantamientos, filtros y..., claro, santidades. Da la impresión de que Larreta quiso teatralizar su novela, representarla en un escenario tan singular como la ciudad de Ávila. Es esa puesta en escena, más que las interpretaciones místicas, intertextualidades o literaturizaciones exegéticas, lo que nos ha llamado la atención. El palacio situado a la derecha según se accede al recinto amurallado por la puerta de San Vicente, el que hoy conocemos como palacio de los Sofraga, es el que ocupa don Alonso Blázquez Serrano y su hija Beatriz, pues es el único que cuenta con un balcón o terraza porticada por encima de las almenas de la muralla. Este don Alonso pertenecía a una de las más grandes familias de abolengo, los Blázquez, y descendía del primer repoblador de la ciudad de Ávila y alcalde de la misma, a saber, Ximeno Blázquez, y del más famoso de todos Nalvillos Blázquez cuya historia dio lugar a la leyenda de su venganza contra la traición de su esposa Axia Galiana.

Puerta de la Mala Ventura. Lienzo Sur.
"Jubilosa coloración de oro húmedo brillaba en las colinas. Había llovido hasta las tgres de la tarde, y la tempestad se alejaba hacia el naciente, abriendo grandes claros de nácar etéreo. Capñrichoso penacho de nubes doradas y purpúreas se alargaban por encima de la ciudad, conservando todavía el movimiento de la ráfaga que lo había retorcido. La áspera muralla reflejaba una amarillez alucinante, que parecía nacer de ella misma."
Quizás la localización de la casa que ocupaba don Iñigo de la Hoz sea la que ofrezca mayores dificultades. Se trata de una casona sobre una plazuela a escasos metros de la puerta de la “Mala Ventura”, según el texto de Larreta. Sin embargo parece fuera de toda duda que se está refiriendo al torreón de los Guzmanes o palacio de los Mújica, pues la precisa descripción que hace Larreta del torreón encaja perfectamente, así como los detalles de las grandes dovelas sobre la puerta. Además el propio Larreta hizo un dibujo de este colosal torreón. De este hidalgo dirá Larreta,  era un hombre religioso que llevaba bordada la espadilla roja de Santiago en todos los sayos y que hacía dos cuaresmas al año, una la que iba de Quatuor Coronatorum hasta el día de Navidad (es decir del 8 de noviembre fiesta de los “cuatro coronados” al 25 de diciembre) y la otra desde el domingo de carnestolendas a la Pascua de Resurrección. Elegancia de brocados en la péñola del bonaerense.

viernes, 7 de octubre de 2011

EL LEÓN QUE HABITO (Relato)


   
 ¿Cómo podría librarme de ti, león que me cansa y que me abruma? Las costuras del cuerpo que nos mantiene unidos no resisten por más tiempo. Habremos de tomar una determinación: o tú o yo. Uno de los dos deberá marcharse y no volver jamás. Me agota tu energía incontrolada, el hambre voraz que muestras constantemente; tu alma de animal. Y tiras de mí como un buey lo hace del arado, y de nada sirve mi voluntad, pues podrías devorarme de un solo bocado. Ese instinto brutal que destilas se me hace insoportable, porque yo pretendo guiar mis pasos con cautela, meditadamente. En cambio tú…  Sólo consigo mantenerte callado en el momento del acecho; pero enseguida abres la bocaza y emites ese rugido que puede oírse a kilómetros de distancia. Es entonces cuando más te odio, porque das al traste con todas mis delicadezas, con las formas sutiles con las que intento adornar mi vida. El arte, la bondad, la elegancia, la inteligencia… ¿de qué me sirven si te tengo a mi lado rugiendo y destrozándolo todo? ¿De qué me sirven los libros si tú te los comes? Luego, cuando estás satisfecho por haberte impuesto y haber demostrado que eres más fuerte, te echas sobre la hierba, majestuoso y henchido, y me dejas a mí solo ante el desastre que acabas de preparar.


-         Hola, ¿es aquí donde hacen las pruebas para domador? –pregunté.
-         Sí, aquí es. ¿Qué tipo de fiera es la que usted domina?
-         Bueno, en verdad aún no he sido capaz de dominarla.
-         Ya imagino; me refiero a su especialidad: ¿tigres, leopardos?
-         Pues verá… se trata de mí mismo.
-         ¿Cómo?, ¡eso es una cosa muy seria, caballero! Aquí buscamos algo más sencillo, otra clase de domadores, de esos que meten el flequillo en la boca de la fiera… No veo cómo va usted a meter la cabeza en sí mismo.
-         Eso no puedo hacerlo, pero espere a ver salir la fiera de mi boca; en mi caso el espectáculo sucede al contrario.
-         No insista, esa clase de show no interesa al público. Lo que más les gusta es el morbo de ver si, finalmente, la fiera se come la cabeza del domador, como si fuese la de una gamba.
-         Bueno, está bien; me voy –dije al entrevistador de los domadores. Y así fue como descubrí que mi fiera no me iba a traer ninguna ventaja en el mundo del circo y de los espectáculos itinerantes.


   Aprovecho ahora que estás dormido para hablarte, porque sé que me podrías deshacer de un zarpazo. Pero también sé que tienes miedo de hacerme daño porque, a pesar de los pesares, yo soy lo único que tienes. Eres un león, pero no eres tonto. El territorio que arrebatas y mantienes, tu propio reino, soy yo. Yo soy la hierba sobre la que te echas a contemplar la puesta de sol, cuando cae la tarde; yo, fiera aborrecida, soy tu rincón de la sabana, por donde se extiende tu imperio de colmillos y zarpas; yo tu cauce en el que abrevan los antílopes de que te alimentas.

   Encima eres un vago y no te molestas en cazar. Como león, como rey de todas las criaturas, pones el ojo en la presa y yo tengo que hacer todo el trabajo. Cazo para ti, y nunca me has dejado comer el primero. ¡Oh, como te detesto, mata de pelo y zarpas asesinas! Todo me lo robas: la voluntad, las presas, la reflexión. Quisiera librarme de ti para siempre; quisiera no necesitarte, abrir la jaula para que te marchases libérrimo y no verte nunca más… ¿Pero qué haría sin ti?

   Porque tú, felino inmenso, siempre me has sacado de todos los apuros. Cuando las cosas se ponían feas, bastaba que aparecieses para que todo volviese a su ser. Las leonas te han amado y respetado siempre; te han seguido y, hasta cuando les decíamos adiós, han mantenido por ti un resto de amor verdadero. Nadie ha osado nunca desafiarte; tus colmillos, afilados y ocultos, han salido cuando más los he necesitado. Si me he sentido abatido, si algo se torció, si parecía que no había salida… venías sigiloso y delicado como un gatito, merodeando a mi alrededor, y me ponías la enorme zarpa sobre el hombro y, con lo que tú entiendes por cariño, me pasabas la lengua áspera por la cara. ¡No sabes cómo adoro verte sentado sobre tus posaderas, con la cabeza erguida y esa mirada que todo lo traspasa! En ese momento, cuando así te veo, sé que todo está ganado. Nada ni nadie se resistirá a tu fuerza sin límites, fiera de mi corazón. Te lo debo todo.

-         ¿Por qué me haces esto? –preguntó ella, pálida y exangüe.
-         No puedo evitarlo: es mi forma de amar.
-         Pero me quitarás la vida si sigues así.
-         Entonces, ve: ¡corre, huye, antes de que él se dé cuenta! –le grité de pronto. Y  ella corrió despavorida; se iba un pedazo de mi vida, pero habría de perderlo de cualquier modo. Un ojo la lloraba amargamente, viéndola marchar. El otro la miraba con cálculo preciso y exacto de la distancia existente, y el momento en que debía comenzar la carrera para darle caza y final.


   ¿Pena, desconfianza, rencor, dudas? Nunca a tu lado. Siempre has sabido como salir adelante, como seguir siendo el rey de tu pedazo de selva. Has luchado hasta la extenuación, y tu hocico está lleno de cicatrices y te falta un pedazo de oreja. Sé que morirás algún día, pero tú, león admirado, no te achantas por ello. Y sé que tú lo sabes, porque a veces puedo ver en tus ojos, a la caída de la tarde, cuando el sol tiñe tu pelo de púrpura, un brillo parecido a la melancolía. Sé que miras la extensión del mundo y que comprendes que seguirá allí por siempre, mientras que tú, con todo tu orgullo, desaparecerás algún día y te convertirás en polvo; en el polvo que levantan las pezuñas de los ñus en la migración del estío. ¡Pero qué dignidad hay en ti cuando, de nuevo, ya cansado, te yergues sobre tus patas y sacudes la cabeza para que tu melena se erice con la brisa!

   Lo cierto es que, a pesar de todo, admiro esa certeza que tienen tus instintos, el que no padezcas de remordimientos, ni te plantees a cada instante si lo que hiciste es correcto o no. Yo, como hombre, malgasto mi tiempo y mis energías en cosas que quizá no sirvan para nada. En cambio yo, como león, dedico mi tiempo a hacer lo que debo: devorar, marcar mi territorio y luchar por mantenerlo. Ambos somos tan diferentes y tan semejantes, que a veces se me hace insoportable tenerte cerca, y otras voy a echarme junto a ti, y paso mi brazo desnudo sobre tu enorme cabezota, y me abrazo a tu cuello y apoyo mi frente junto a tu cara curtida. La felicidad me inunda cuando consigo mantenerte así, junto a mí, tranquilo, mientras contemplamos ambos el horizonte que tanto nos enamora. Es entonces cuando creo que lo somos todo; mi ser se inunda de confianza. Qué pena, porque al cabo siempre te levantas, me miras como avergonzado y te marchas junto a tu manada de deseos intempestivos.

    ¡Oh, león de mi vida, no me hagas caso! ¡Vive en tu poderío, come hasta saciarte, e impón siempre tu regia voluntad! Porque haces lo que debes. Mil veces he pretendido que le pidas perdón a la gacela, pero comprendo, aunque me pese y me dé tanta lástima, que no lo harás nunca. Eres despiadado, bruto, pero eres verdadero. En cambio yo, como cualquier hombre, dime: ¿qué soy, sino un puro invento? Siempre he querido amaestrarte, tenerte controlado, porque suponía que un hombre nunca debe dejarse  conducir por el animal que lleva dentro, y sin embargo no me he dado cuenta de que mi animal es un rey; ¡qué suerte la mía!

    - ¿Y esto qué es? –le pregunté al Director General de la Gran Compañía en la que todos querían trabajar.
    - Es el contrato. Usted firme donde está indicado y nosotros nos ocuparemos del resto.
    - Pero este es el contrato definitivo, el que no puede firmarse sin perder la identidad y la misma alma –repuse al Director General, después de haber leído todas las cláusulas ocultas.
    - ¿Usted quiere ser alguien de provecho, o no? En tal caso, firme como se le indica y desde ese momento no tendrá que preocuparse más que de cumplir bien su cometido. ¿Sabe que tenemos créditos muy ventajosos para nuestros empleados que permiten pagar la deuda eterna casi sin enterarse?
    - Espere un momento –dije-, tengo un pequeño conflicto interno. Y en efecto, desde un rincón profundo de mi ser, vino él rugiendo, desbocado, a la carrera y con los dientes de sable en disposición de ser clavados. El león se había despertado al olor de las hienas y de la carroña, y traía el contrato leonino de las Grandes Fieras para dárselo al Director General en un solo mordisco.
    -¡Aaaaarrrrrrggggggggg! –fue lo único que alcancé a decir cuando él se hizo cargo de la situación, y lo último que oyó el Director General de los Grandes Carroñeros, antes de iniciar una estampida olímpica que lo mantiene en veloz carrera desde entonces. Poco después me vi saliendo por la puerta de la Gran Compañía en la que todos quieren trabajar, expulsado y rechazado para siempre de la vida de los mejores créditos, de las deudas perpetuas, y de la felicidad asegurada a todo riesgo.   

   Ahora que te he dicho todo esto es como si me hubiese quitado un peso de encima. Sé que en todos estos años, como hombre, he adquirido una ironía cargante porque la mentira se me muestra ya demasiado confiada, sin necesidad de cubrir sus vergüenzas, como la mujer que ha accedido a desnudarse ante nuestros ojos, y una vez lo ha hecho no siente ya pudor alguno en hacerlo constantemente. Sin embargo, en todos estos años como león sigo siendo el mismo que era. Nada me ha cambiado, nada me ha impresionado; tan sólo siento que transcurrió el tiempo. No hay rencor en el corazón de mi fiera, ni la mentira le importa, porque para un león la mentira no es más que un parásito que intenta molestar con sus picaduras. En esta dualidad hemos convivido, y a veces he tenido la impresión de que iba a volverme loco de remate; sin embargo, tú me lo muestras, es precisamente en esta duplicación, en este tú que soy yo, donde encuentro la cordura en la que, como hombre, me siento libre y confiado dentro del león que habito.

    Anda, despierta y ruge un poco, que la llanura está en silencio…

 
Autor: David Lentisco

viernes, 23 de septiembre de 2011

Madame Bovary, o sobre el amor y el deseo.

   Quizá sea cierto que el deseo mueve el mundo. Al menos el mundo de lo humano. El deseo de poder, de fama, de reconocimiento, de transcendencia… Y, como no, el deseo de la carne, o del amor, probablemente el más peligroso porque aparece adornado con toda clase de encantos: ¿quién se opondría a tan dulce castigo? El deseo nace siempre de una necesidad, real o no, y la medida de esa necesidad proporciona la intensidad del deseo. Y esa fuerza del deseo como motor capaz de llevar al hombre y a la mujer más allá de cualquier frontera conocida, es también una excelente materia novelable. Materia muchas veces utilizada, pero pocas con la maestría con la que Gustave Flaubert buceó por las profundidades de los íntimos apetitos para elaborar la trama de una de las mejores novelas de todos los tiempos: Madame Bovary.
  
   Ya Heráclito nos advirtió de que el padre de todas las cosas es la guerra, la lucha, la contradicción. En Madame Bovary, la guerra del Flaubert insatisfecho de su romanticismo empedernido contra el Flaubert que, a pesar de todo, no puede dejar de ser quien es, tiene como resultado la superación del propio romanticismo, y el giro hacia el realismo tan aplaudido como denostado al cabo de un tiempo (sic transit gloria mundi). Pero a mí no me interesa la categoría estilística de la obra. Me interesa más esa lucha contra uno mismo que contiene, porque nos da una pista y podemos intuir que está escrita por un deseante, por quien necesita liberarse de su carga, y contar lo angustiosa que resulta la vida para quien desea sin obtener lo deseado y debe, además, sufrir la incomprensión de un mundo que castiga a quien osa apartarse del camino marcado.

   Sin embargo, el escritor jamás hace ese tipo de cosas por sí mismo, y por eso busca o inventa a quien pueda llevar a cabo el trabajo sucio. De lo bien que haga esa sustitución dependerá la credibilidad y la calidad de la obra; su grado de verdad. Porque detrás de toda gran novela, más allá de un gran autor, lo que hay es un gran personaje. El personaje, el actante, como bien sabía Unamuno, precede al autor, existe antes que él y lo acaba sobreviviendo. Y para contarnos lo que quería contar, Flaubert da a luz a su hija predilecta e icono de la literatura universal: Emma Bovary. 

   La muchacha considera que merece un destino mejor que el que le corresponde como hija única de granjero, y sus sueños se acrecientan con la lectura de novelas románticas, lecturas que la acompañaran siempre como un lenitivo, como un antidepresivo en una época en la que aún no existían estas pastillitas. Pero son tan pocas las posibilidades de abandonar ese destino confiado por el destino, que no puede creer su suerte cuando un joven médico se enamora de ella y decide pedirle matrimonio. Emma cree que será éste el hombre que consiga sacarla de su aburrimiento y darle aquello que ella merece: la vida de su novela o la novela de su vida. El matrimonio como medio, y no como resultado será, como era y sigue siendo tan habitual, la puerta por la que Emma pretenda dar esquinazo a la monotonía y al gris de su existencia.
  
   Pero es toda una ciencia diferenciar las verdaderas oportunidades de los simples señuelos que, indistintamente, el destino pone ante nuestros ojos. Ese hombre al que Emma se confía, en nada podrá complacer sus deseos. Charles Bovary no es más que un médico de aldea cuya única inquietud es la de calentar los pies en el fuego cuando cae la noche. Pronto verá madame Bovary que todo aquello que soñaba comienza a desvanecerse entre las brumas de la rutina y de una vida plana. Ya es una mujer casada, pero nada de lo que soñaba se ha cumplido; no ha conocido el amor, la pasión, esa sensación que oprime el pecho hasta robarle el aire ante la sola presencia del ser amado. Es entonces cuando el deseo, el deseo de vivir aquello que parece negarse a ser vivido, de obtener lo que el alma o la ambición más profundamente ansía, sea lícito o no, se desata y produce sus daños. 

   Así nace el deseante frustrado, el “bovarista” en terminología que hizo furor entre los psicólogos; alguien que no es más que un insatisfecho de sí mismo, aunque lo sea a través de sus deseos. Y ese deseante, tras la frustración, adquiere otra necesidad: la de dirigir su odio hacia un culpable que siempre está fuera: el culpable de su desgracia. El torpe Charles que, en su ignorancia casi sin límites, desconoce quién es su esposa y se convierte en el estorbo, en la pieza que, desajustada y fuera de lugar, atasca la maquinaria e impide que las cosas sigan su curso natural. Para colmo, una invitación al castillo de Vaubyessard a causa de un trabajo de su marido, disparará aún más la tórrida imaginación de Emma, entre valses que no sabe bailar y perfumes de hombres que conocen todos los secretos de la seducción. Pero esa corta visita al hogar del lujo y el refinamiento le da un punto de comparación respecto de su vida. Ahora ya sabe qué es lo que se está perdiendo; ahora ya está completamente perdida.

   De la insatisfacción más evidente aprendieron los militares a tocar con la corneta “el toque de retirada”, de huida; y del mismo modo el deseante quiere dejar atrás lo que cree que ya no es útil, su pasado como un terreno en el que corre peligro. Ante la presión de Emma, Charles se verá obligado a buscar un nuevo hogar más en consonancia con los deseos de ella… pero los fantasmas habitan en las maletas, y nunca se los puede dejar atrás. 

    Recién instalados en Yonville, será un joven inexperto y tan ingenuo como la propia Emma, lector de la misma literatura, el primer destinatario de su amor oculto y enquistado. El de León Dupuis es un amor que, de imposible, parece que tuviese algo de real. Aunque el amor no termine de materializarse, cuando el muchacho se marcha del pueblo para continuar sus estudios de leyes en la ciudad, ella puede sentir el frío como el cuerpo que se aleja de la estufa.

   Pero el destino guarda aún muchas sorpresas a la odalisca Emma. La siguiente será la aparición de Rodolphe Boulanger, un don Juan de provincias, que obrará por fin el milagro. Rodolphe, hombre mucho más bregado, cuya presencia viril sugiere a nuestra deseante la evocación del acto procreador, desata la pasión con toda su fuerza expansiva, arrasadora, y hace que la mujer del médico conozca, siquiera por un instante, el verdadero alcance de la felicidad. Por primera vez en su vida Emma consigue aquello que más deseaba: amar y ser amada. Ya no hay para madame Bobary ni hija, ni marido, ni vida social, ni vecinos a los que ocultar las miserias… para ella sólo existe su amado y la promesa de aquella vida lujosa y apasionada que pudo oler en el perfume que brotaba del pecho del Vizconde de Vaubyessard, mientras bailaba el único vals de toda su vida. 

   La fuga de los amantes está ya planeada, entre jadeos y sudores, cuando es el amante el que se fuga sin más explicación que una confusa carta. Emma ve roto de un plumazo el cuadro en el que el amor lo tiñe todo del oro del atardecer, la felicidad se le ha vuelto a escapar de entre las manos. La desdicha de Emma se transforma en enfermedad, y la enfermedad no es más que una gran desdicha. Comprende que aquellos hombres que pueden darle lo que ella necesita son los más díscolos, los más escurridizos, los que no la necesitan a ella. Sólo los hombres apocados estarán dispuestos a quedarse a su lado; sólo Charles pelea, lucha y se rebaja para permanecer con ella, pero no es precisamente él quien puede hacerla feliz.

   Como solución, en una especie de adicción a las compras adelantada a su tiempo, Emma se lanza a vivir una vida lujosa en su alcoba y sólo para ella. Madame Bovary no imagina que aún le queda mucha desgracia por conocer, y será la ambición del señor Lhereux, un comerciante como los de ahora, quien se encargue de mostrárselo. Las deudas se acumulan como su insatisfacción, pero el deseo del amor, o lo que ella entiende por amor, sigue intacto. 

   Charles, incauto y torpe hasta el desvarío, con la noble intención de que su mujer recupere la ilusión y la salud, decide llevarla a la ópera a Rouen. Y como no hay dos sin tres, de nuevo aparece en escena, nunca mejor dicho, el joven León ya convertido en abogado. Y de nuevo renace, entre arias de ópera italiana, un amor dormido pero avivado por un deseo que no descarta ya a cualquier posible candidato. Emma inventa, como sólo el adúltero sabe, toda una vida paralela en Rouen. Recibiendo clases de piano imaginarias consigue verse -y algo más- regularmente con León, a quien llega a amar casi tanto como a Rodolphe. Pero las cartas están echadas, y León pronto comprenderá que Emma no lo ama a él, sino a una proyección que de él ha elaborado ella. Pronto comprenderá que una mujer como esa, toda debilidad e insatisfacción crónica, es el camino más corto hacia la ruina emocional.

   Acosada por las deudas, por un marido que, muy, muy tarde comienza a hacerse preguntas, y destrozada por el desamor de sus amores, Emma decide que sólo cabe una jugada cuando la vida no quiere repartir mejores cartas: romper la baraja. El arsénico será su último amante, y éste sí cumplirá su palabra y se la llevará con él a ese viaje que no tiene retorno. Charles la acompañará poco después, convertido por primera vez en su vida en un verdadero hombre; víctima colateral e inocente que paga el precio de su propia ingenuidad, pero que descubre todo justo a tiempo: en la última bocanada de aire. Flaubert sólo deja en este mundo, desvalida y miserable, a Berthe, la hijita de ambos.

   ¿Desear o no desear? Esta es la cuestión. Una vida sin deseo es una vida muerta. El deseo de un espíritu inquieto es la mejor montura para andar la vida. Pero cuando el deseo lo único que pretende satisfacer son necesidades que nacen del miedo, de la inseguridad, entonces sólo conduce al absurdo, al dolor y a la necesidad constante de engañarse uno mismo; una novela de final trágico.
 
Autor: David Lentisco.

martes, 13 de septiembre de 2011

Mahler..., ewig.

La coincidencia del centenario de la muerte de Mahler ha hecho que podamos contar con algunas novedades editoriales. Aprovechando la ocasión Alianza se ha decidido a traducir y publicar la última de las obras que Norman Lebrecht ha dedicado a su obsesión: Mahler, ¿Por qué Mahler?, y muy oportunamente Musicalia Scherzo ha reeditado (ampliada y actualizada) la monografía de nuestro admirado José Luis Pérez de Arteaga sobre el músico judío de Kalisch (Bohemia). No parece que, de momento, ninguna editorial se anime a publicar las grandes monografías de La Grange y de Mitchell. Una verdadera lástima. En todo caso por lo que respecta a las novedades disponibles, cabe señalar que se trata de libros muy distintos pero complementarios.

El de Lebrecht está escrito con esa pluma ágil y expresiva que despliega en sus afamados artículos. Desde el primero al último renglón se hace tangible una pasión por Mahler tan intensa que se transmite por simple contacto. No es preciso haber escuchado nunca antes a Mahler para abordar el libro, es más yo diría que casi es recomendable no haberlo hecho. Basta con acercarse a estas páginas con un poco de curiosidad, aunque nada más sea por la especial relación que mantuvo con la musa de toda una generación de artistas, naturalmente que estamos hablando de Alma Mahler. Es una estupenda introducción al músico bohemio.

El texto de José Luis Pérez de Arteaga posee tal sabiduría y empaque estilístico y documental que conviene afrontar su lectura después del de Lebrecht. No quiero pecar de desmesurado pero sin lugar a dudas es el mejor libro sobre Mahler escrito por un castellano hablante. Es un lexto que sólo posee aciertos: es una biografía (no es posible entender la música de Mahler sin conocer a Gustav), es, desde luego, una guía de audición (imprescindible en nuestro caso porque Mahler hizo lo que se llama “música programática”), es un tesoro discográfico pues analiza cada una de las grabaciones existentes (el mundo de la fonografía que tan extensamente conoce el autor y que es precisamente el título de su programa en radio clásica); pero es sobre todo un magnífico trabajo que se esfuerza por mostrarnos al Mahler director y al Mahler compositor, recrea con un profundo conocimiento la época histórica, cultural y política del momento, muestra el camino del que partió Mahler y también aquel que abrió con su titánico esfuerzo, nos enseña las consecuencias inmediatas de su quehacer musical y las dimensiones que adquirió en la llamada Segunda Escuela de Viena, asistimos emocionados a sus relaciones con Bruno Walter, con Otto Kemplerer, con Alexander von Zemlinsky o su expresiva opinión sobre la música de Schönberg. Un libro impagable, grandioso, imprescindible. Hasta tal punto, que estoy pensando en comprar un segundo ejemplar porque el primero ya comienza a dar señales de deterioro.

Gustav Mahler. 1898.
MAHLER A LAS PUERTAS DE VIENA.
Viena, la ciudad que tiene el alma hecha de música. La iglesia de San Esteban y el conjunto del Hofburg (el palacio imperial) y en el centro la Hofoper, la Ópera Imperial, al frente de la cual se encontraba Wilhem Jahn, compatriota de Mahler aunque sensiblemente mayor que éste y de costumbres sedentarias. La ópera imperial, el símbolo de la monarquía de los Habsburgo, necesitaba una urgente renovación y el candidato idóneo era Mahler. Sólo había dos inconvenientes: que se trataba de un judío y que, para la época, era demasiado joven, treinta y seis años. Contaba además con la oposición del director de la Filarmónica de Viena el eminente Hans Richter, furibundo antisemita. Pero la realidad la expresó muy bien William Ritter desde Praga, quien en un artículo concluía diciendo “me rebelo contra él [Mahler], pero lo admiro”. Esa admiración acabó por convencer hasta a la propia Cosima Wagner. El escollo de la religión lo eliminó Mahler convirtiéndose al catolicismo en febrero de 1897. En abril es nombrado Kapellmeister, en julio ya es director adjunto del titular Wilhem Janh y en octubre el emperador Francisco José firma su designación como nuevo director artístico de la Ópera Imperial. En 1898 tenía también la dirección de la
Hofoper. 1901.
Filarmónica de Viena. Así pues, disponía de todo el poder. Y lo utilizó hasta convertir a la Ópera  de Viena en la más grande de toda su historia. Su capacidad de trabajo lo devora todo y a todos: cambia músicos y voces, repasa partituras, suprime privilegios e impone obligaciones. Prohíbe al público aplaudir en las pausas entre movimientos o la entrada a la sala después de comenzar la actuación, suprime los cortes de las óperas, obliga a los críticos a pagar la entrada… En su primer año Mahler dirige ciento once (¡!) funciones de veintitrés óperas y en los siguientes casi cien, lo que suponía una actuaciones cada dos o tres noches (Norman Lebrecht 136). ¿Qué director aguantaría este ritmo hoy en día? A lo largo de los diez años que Mahler estuvo al frente de la ópera vienesa estrenó obras de Tchaikovsky (Eugen Oneguin, La dama de picas, Iolanta), de Bizet, de Leoncavallo, de Zemlinsky, del malogrado Hugo Wolf, de Offenbach… Lo cambió todo y el público se rindió a su genio. El éxito fue absoluto y su nombre era ya mundialmente conocido.

La intensa labor que desarrolló al frente de su nuevo destino, impidió a Mahler retomar su faceta de compositor. Es a partir de 1900 cuando tras hacerse construir un refugio de vacaciones en la zona sur de Austria, en Maiernigg, frente al lago Wörther, cuando comienza a escribir la cuarta sinfonía. De todas formas su salud se había visto quebrantada con dos nuevos brotes de hemorroides que le obligaron a pasar por el quirófano. Especialmente grave fue la hemorragia de 1901 que lo sepultó bajo la inactividad durante todo el mes de abril. Los médicos le aconsejan que limite su actividad y decide abandonar la dirección de la Filarmónica. El elegido fue Joseph Hellmesberger, el hijo de antiguo director del conservatorio donde estudió Mahler. Dispone entonces de más tiempo para componer y en 1901 pondrá las primeras notas a su Quinta Sinfonía, a los Kindertotenlieder y a los llamados Rückert-Lieder por estar basados en la obra del poeta Friedrich Rückert.

Alma Mahler, ca., 1908.
ALMA SCHINDLER, ALMA MAHLER.
Alma fue educada para el arte, su padre era pintor y  la madre cantante. La familia no tenía dinero, pero sí gozaba de una buena posición por su cercanía con los príncipes de Liechtenstein en cuya corte Emil Jacob Schindler, el padre de Alma, era paisajista y disfrutaba del palacete de Plankenberg, a las afueras de Viena. El padre murió pronto cuando Alma tenía trece años y su madre se volvió a casar con Carl Moll que formaba parte del grupo de artistas unidos bajo el nombre de Secession y la revista Ver Sacrum, cuya cabeza más visible era otro Gustav, Gustav Klimt. Alma se enamoró perdidamente del pintor y se dice que detrás de su Palas Atenea se esconde el rostro de Alma Schindler. En realidad la belleza y exuberancia sexual de Alma atraía a una pluralidad de hombres. Ella misma dice en su diario que los hombres venían como los mosquitos a una bombilla. El siguiente amor de Alma fue su profesor de música, Alexander von Zemlinsky (durante algunos años su música fue eclipsada por la de Alban Berg o Schoenberg, pero actualmente está siendo recuperada, v. gr., la magnífica versión que el cuarteto Casal hizo en el 2004 de su cuarteto número 2). Parece ser que era un hombre bastante feo, casi sin barbilla y con ojos saltones, pero Alma siempre manifestó que los hombres feos eran los más audaces, más inteligentes y fascinantes porque habían sido capaces de vencer sus debilidades y defectos. Cualquiera que sea el calificativo o la conclusión (y los hay para todos los gustos y los más diversos posicionamientos sociales o políticos) que cada uno extraiga de la figura de Alma, lo que sí parece cierto es que ese trataba de una mujer con la suficiente personalidad como para marcar un tiempo cultural y referencial: a nadie le era indiferente y ella misma era capaz de marcar la diferencia. Según se deduce de sus diarios, Alma había quedado impresionada por el director de la Hofoper, muy probablemente en alguno de los conciertos en la Musikverein, y estaba decidida a conocer a Mahler. Sus deseos se cumplieron en una cena organizada por Berta Zuckerkandl el 4 de noviembre de 1901, donde Alma supo maniobrar con la astucia suficiente para provocar en Mahler no tanto el deseo físico, como el misterio psíquico y cultural. Desde ese momento vemos a Mahler pasear por la
La vivienda de Alma en la Hohe Warte
Hohe Warte vienesa, cortejando a Alma. El matrimonio tiene lugar un lluvioso día de marzo de 1902, en enero Mahler había estrenado su cuarta sinfonía. La compleja relación Gustav-Alma se extrae de sus propias personalidades. Mahler exigía a su esposa que estuviera siempre arreglada y presentable, que no le molestara ni se molestara si, a veces, él no deseaba verla, debía, además, renunciar a su faceta de compositora. Es este un dato relevante, porque como advierte José Luis Pérez de Arteaga, hasta la irrupción de Alma en la vida de Mahler, este había compuesto en absoluta intimidad, y a partir de ese momento Alma será la primera receptora de su música, razón por la cual toda la obra de Mahler está de una u otra manera impregnada de ella, de su presencia y, también, de su personalidad, de esa lucha interna a la que hace referencia Alma en sus diarios “¡Ahora duda de mi amor… cuántas veces dudé yo también!”.



Mahler con su hija Maria. 1905
DESDE LA CIMA DE LA SINFONÍA DE LOS MIL.
Maierningg. Vivienda de verano de Mahler.
En el verano de 1905 Mahler completa su séptima sinfonía y al verano siguiente concluye la monumental octava que exigía para su interpretación de tres coros, ocho solistas, órgano y orquesta, de ahí el sobrenombre de “sinfonía de los mil” intérpretes. Es el gigantesco canto al espíritu creador, el cenit y compendio de todos los trabajos anteriores. Pero también es el resultado de un esfuerzo sobrehumano cuyo precio es preciso pagar. El ritmo de trabajo de Mahler era frenético y su participación en otros foros cada vez más demandada por el enorme prestigio del que gozaba. Eso hacía que abandonara con frecuencia Viena y las tensiones dentro de la Hofoper subieron de intensidad. Primero fue un enfrentamiento con el príncipe Montenuovo a cuenta de una cantante recomendada por el mismo emperador, después el durísimo trato que Mahler imponía a su personal, a ello se añadió la fuerte corriente antisemita (buen ejemplo de ello fue la publicación en 1905 de los famosos Protocolos de los sabios de Sión) y no menos importante el ataque que Karl Kraus inició contra el Hofoperndirektor. El detonante fue el enfrentamiento entre Roller, el escenógrafo, amigo de Mahler, y el coreógrafo oficial. Mahler acabó por poner su cargo a disposición de Montenuovo, quien le pidió que esperara hasta encontrar sustituto. Así llegó el verano fatídico de 1907, Maierningg se convirtió en esta ocasión no en el retiro fecundo de creatividad, sino en el escenario trágico de la muerte de María, la hija mayor de los Mahler, aquejada de una enfermedad como la difteria que en aquellos tiempos tenía mal pronóstico. Unos días después el doctor Blumenthal, el médico de la familia, tras una exploración confirma la presencia de un problema cardíaco importante en el corazón de Mahler y aunque este quitó importancia al hecho, supo con seguridad que era el principio del fin. El médico le recomendó que aminorara su actividad profesional, suprimiera las excursiones y los largos paseos y redujera los esfuerzos al mínimo, algo que contradecía su forma de vida. “El pulpo” como era conocido Malher, por sus enérgicos gestos en el podio de la dirección, se veía obligado a medir cada uno de sus esfuerzos. Los tres años que le quedaban de vida fueron suficientes para traer al mundo de los vivos La canción de la tierra, la novena y la inconclusa décima. En realidad estas tres composiciones no son más que un intento de  distraer al destino músical de la funesta "novena", tal vez por ello Mahler dejó que la palabra “ewig” (eternamente) sonara nueve veces antes de que, como dice José Luis Pérez, la música se disuelva en un “pianissimo infinito” en la despedida de La canción de la tierra.

Mahler en la Ópera de Viena. 1907.
"SI UN ADAGIO NO CAUSA EFECTO EN EL PÚBLICO, RETARDA EL TEMPO EN LUGAR DE ACELERARLO."
El 21 de diciembre de 1907 Alma y Mahler llegan a New York para hacerse cargo de la orquesta de ópera del Met. Cuatro meses después conforme a lo estipulado en el contrato, regresarán a Europa y pasarán el verano en Toblach en la región del Trentino Alto de Italia, donde comenzará a componer La canción de la tierra, en realidad una novena innominada. En septiembre regresan a New York donde se produce el enfrentamiento con Toscanini, también contratado por el Met. Mahler se queda con la Filarmónica y Toscanini con la sinfónica (el Met contaba con dos orquestas estables) En el verano de 1909 Alma presa de una profunda depresión es ingresada en el balneario de Levico, en la región de Trento (Italia). Mahler en Toblach pone notas a la novena. La temporada americana siguiente 1909/10 con un repertorio y orquesta renovados se convierte en un éxito; memorable fue al parecer el Concierto Emperador de Beethoven con Ferruccio Busoni al piano. El verano siguiente se repitió la situación del anterior, en este caso Alma permaneció en el balneario de Tobelbad y fue allí donde conoció a Walter Gropius, un joven arquitecto alemán que acabaría por ser el fundador de la Bauhaus, y con el cual inicia un romance. Mahler incurso ya en la décima, descubre el affaire de Alma, esta se muestra arrepentida pero no corta su relación con Walter. Poco después tiene lugar el famoso encuentro en Leyden, al norte de La Haya, entre Mahler y Freud, ambos austríacos y judíos. De regreso a Toblach Mahler intenta recuperar el amor de Alma. Da la impresión de haberse producido un giro de ciento ochenta grados, el tiránico Mahler se ha convertido en un sumiso marido que disculpa la infidelidad de su esposa; y Alma por su parte es ahora quien impone su deseo.

Mahler. New York. 1909.
El 27 de enero de 1911 Mahler dirige su último concierto, es en el Carnegie Hall de Manhattan, en el programa una obra de Busoni. Mahler, con fiebre, al abandonar el podio cae inconsciente. Los médicos recomiendan su traslado a Europa. En el barco de regreso Mahler viaja con el propio Busoni y con Stefan Zweig que dejará constancia del encuentro. A mediados de abril llegan a Cherburgo, en el Instituto Pasteur el doctor Chantemesse grita “¡Mire, mire las colas! ¡Parecen algas!” Está hablando de los estreptococos. No hay salvación, aun faltan unos años para que Fleming descubra la penicilina. Mahler fallece el 18 de mayo de 1911, es enterrado en el cementerio de Grinzing y en su tumba lo único que aparece es “Mahler”.   

Concluyo, pese a que mis apuntes darían para algunas páginas más, con una decidida apuesta por extender la música de Mahler. Cualquier sinfonía es adecuada, tal vez la segunda, conocida como Resurrección. Nadie, absolutamente nadie, inicia una sinfonía como lo hace Mahler, desde el primer momento capta la atención del oyente, cual si se tratase de una novela de folletín. Y es que también el folletín forma parte de la música de Mahler. Cuentan que le dijo a Sibelius en su único encuentro: “la sinfonía debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo”. Ojalá que el misterio “terrible y dulce” de Mahler, como lo calificó Federico Sopena Ibáñez en sus Estudios sobre Mahler, (es curioso que este fantástico librito que en su día -1976-, publicó el Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia y que por ese motivo es de fácil acceso en las bibliotecas, digo que es muy llamativo que en el mismo y en ese año ya se mencione a José Luis Pérez de Arteaga y sus comentarios sobre Mahler. De nuevo la obsesión por Mahler), se instale en el interior de todos, porque es verdad lo que dice Lebrecht: Mahler te cambia la vida. O al menos te proporciona una forma nueva de contemplar el mundo: desde el púlpito del director, desde la butaca de espectador, desde el esfuerzo y el empeño por alcanzar lo que se quiere o simplemente desde el ewig (eternamente) con el que concluye su obra maestra La canción de la tierra.

Posdata. Es muy recomendable el documental que grabó Bernstein sobre Mahler con el título “The little drummer boy” en el que trata de probar la influencia que la condición de judío de Mahler tuvo en su música.