miércoles, 27 de julio de 2011

Cuentos reunidos. Bernard Malamud.

Bernard Malamud nace y muere en Nueva York (1914-1986). Hijo de inmigrantes judíos que huyeron de Rusia durante la época zarista, su padre tuvo una tienda de ultramarinos en Brooklyn durante más de treinta años y su  madre falleció cuando Bernard tenía quince años. Más tarde su padre contraerá nuevo matrimonio y deja que Bernard se haga cargo de su hermano menor que padecía un trastorno mental. Trabajó en la oficina del centro de Washington y después como profesor. Comenzó a publicar cuentos en revistas a partir de 1942. En 1967 gana el premio Pulitzer con su novela El hombre de Kiev.
 
La inmensa mayoría de los cuentos merecería un comentario individualizado. Y tentado estoy de emprender semejante tarea. Acaso lo único que me disuade es mi propia incapacidad para comprender cuánta sabiduría contienen. Digo sabiduría porque eso es lo que todos ellos me transmiten, aunque no sé de qué maldita forma lo consigue. Malamud dice cosas que tienen sentido. Y eso, hoy en día, no es poco.

El primero se titula Armisticio está fechado en 1940 y se refiere al armisticio francés. Comienza con el recuerdo de un pogromo en Rusia del que el protagonista, Morris Lieberman, fue testigo cuando era un muchacho. Morris se pasa el día pendiente de las noticias de la guerra y preocupado por la caída de Francia. Su amigo Gus Wagner (la intencionalidad en la elección de los nombre es evidente), es un norteamericano que muestra simpatía por los nazis. Discuten. Gus se muestra antisemita y acaba por empujan al hijo de Morris. Comprende que ha ido demasiado lejos y se marcha, pero enseguida se ofrece a sí mismo una explicación: en realidad –se dice- “los judíos siempre son así. Lágrimas y abrazos. ¿Por qué compadecerlos?” Y se entrega ya libre de remordimientos a su ensoñación: se imagina alemán conduciendo un tanque por las calles del París ocupado. En aquella época, 1940, aún no se había iniciado la “solución final”, pero B. Malamud como judío ya sabía que tenía motivos para estar preocupado aunque viviera en N. York, porque también allí había personas como Gus Wagner que no moverían un solo músculo de la cara para salvar a los judíos. Así sucedió.

En La tienda de ultramarinos, Malamud es un consumado conocedor de las tiendas judías pues su padre regentó una tienda de ultramarinos en Brooklyn, hay un enigma que no logro resolver ¿por qué Ida cambia de opinión en el último párrafo del cuento? ¿Qué misterio de la vida se encierra ahí? Esa misma estructura es utilizada por Malamud en otro cuento, Pantalones de montar, y la pregunta vuelve a surgir ¿qué es lo que ve Herm (que yo ni siquiera vislumbro) para que en el último párrafo del cuento, haga justo lo contrario de aquello que había decidido hacer? ¿Es acaso lo mismo que vio Ida? ¿Qué tienen en común una mujer anciana y un chico de dieciséis años?

En Ahora el lugar es diferente, el neoyorquino crea una prodigiosa pieza de brutalidad y ternura. 

La vida literaria de Laban Goldman es una espléndida muestra de lo que la vida es capaz de mostrarnos si, de verdad, nosotros, los vivientes quisiéramos verlo.

Los primeros siete años, es una readaptación del relato bíblico de Jacob que llega hasta Mesopotamia para tomar esposa (Raquel) y trabaja para su suegro (Labán) durante siete años. No sé nada de la religiosidad de Malamud, pero creo percibir en el cuento una cierta vuelta de tuerca: las promesas que el pueblo judío vería cumplidas en Israel, son aquí las aspiraciones frustradas del padre de la chica.

En 1953 aparece publicado el relato La chica de mis sueños. Se aprecia aquí un cambio de registro muy interesante. El narrador se convierte en el auténtico personaje del cuento, pero Malamud lo hace con un estilo tan personal y eficiente que el lector se deja llevar a lomos de la culebrilla de ese relatador omnisciente. Ved este párrafo: “Se quedaron sentados un rato más. Olga le habló de su infancia y de cuando era una jovencita.  Le habría gustado hablar más, pero Mitka estaba inquieto. No dejaba de preguntarse [es Mitka quien se dirige la pregunta a sí mismo]: y después de esto, ¿qué? ¿Adónde arrastraría ahora a ese gato muerto, su alma?” La culebrilla del narrador primero aparece objetiva, después se cuela dentro de Olga y de ahí pasa a Mitka, todo en un pequeño párrafo. El escritor pega tres brincos y si el lector no está atento ni se entera. A eso se llama estilo. Por cierto, el relato contiene un valioso consejo para escritores.

Al año siguiente, esto es en 1954, publica El tonel mágico. Es su relato más conocido y el que ha dado título a alguna de las recopilaciones (creo que la primera la publicó en España Seix Barral en 1962 en la emblemática Biblioteca Formentor). Un casamentero, persona que convierte lo necesario en práctico sin el estorbo del placer, tal y como lo define Malamud, es llamado por un joven rabino que quiere contraer matrimonio. Una pieza inteligente, hasta tal punto que cuando lo concluyes de das cuenta de que Malamud te ha llevado “al huerto”, lo mismo que el casamentero al rabino. Excelente.

Los dolientes es un cuento plagado de matizaciones, por esa razón la traducción es esencial. Tengo la impresión de que Malamud pretendía referirse más a los plañideros que a los dolientes.

En El ascensor publicado en 1957 hay una carga profundamente irónica contra esa forma de colonización que puso en marcha Estados Unidos en la posguerra. Naturalmente por eso el cuento no puede estar ambientado en New York. Un judío nacido en el Bronx llega a Roma para sentir la historia bajo sus pies. En un portafolio de piel de cerdo lleva el primer capítulo de su libro sobre Giotto. Otro judío harto del pasado y sus limitaciones, recalará en Stressa al norte de Italia en busca de aventuras. El último mohicano y La dama del lago, pondrán de manifiesto la continuidad de la diáspora hebrea. Quizás sea el primero a través del personaje que crea el autor, Fidelman y que volverá a aparecer en Naturaleza muerta,  Desnudo desnudo y La venganza de un macarra, el más cercano a una visión muy personal y cargada de burla de ese nuevo judío nacido en New York que regresa a Europa blandiendo la enseña del arte. ¡El arte! Si el arte vive del accidente, este personaje es, desde luego, un puro accidente del arte que sobrevive confiando en el milagro de crear una obra maestra. Claro que lo más difícil de todo es saber reconocerlo cuando se produce. Tal vez en eso consista el talento.

En medio del volumen hay una obra de teatro, hacia la mitad de la obra de teatro un personaje cuenta un cuento de rabinos, justo en el centro de ese cuento aparece un espejo y allí estás tú. Conviene que no te apresures y llegues demasiado temprano, pues, entonces, acabarás por poner en un aprieto a la pobre Adele. Adele es una chica judía cuyo padre cree que un hombre vale tanto como aquello de lo que se ocupa, sin embargo la muchacha…, bueno lo dejo aquí. No te lo pierdas.

Creo que no me equivoco si aseguro que el relato El negro es mi color favorito, publicado en 1963, es el primero en el que Malamud utiliza la primera persona. ¡Y de qué forma! A estas alturas de la lectura he observado que en muchas ocasiones el autor tira del lector para que este retorne al principio del cuento. Para ello el autor se vale del mensaje subliminal presente en el protagonista que ha de responder a la pregunta ¿pero cómo hemos llegado a esto?, y deja en el aire esta otra ¿será posible volver al principio de todo como el lector está haciendo?

Escuchen esto, señoras y caballeros: “…eso es lo que le pasa a la gente cuando hay una crisis mundial, que se instruye”, pertenece al cuento El refugiado alemán. Ciertamente a veces no basta con la instrucción.

Elección de profesión, publicado en 1963, es una excelente muestra de los escrúpulos humanos. El acierto del relato se halla en el punto de vista que adopta el escritor, una tercera persona tan próxima a la primera que sugestivamente implica al lector en el posicionamiento de los personajes. Admirable la valentía y el coraje de ella. Vulgar y egoísta la actitud de él. Salvo que…,  siempre es posible una lectura alternativa.

En algunos relatos publicados en los años setenta, Malamud trata de adelgazar la línea narrativa, se vuelve más experimental con continuos saltos de narrador o “mudas”, alternando un yo parcial con un narrador ambiguo. Así sucede en El caballo que habla. El resultado no me parece satisfactorio. De la misma época es, sin embargo, La corona de plata, un espléndido relato en el que la mano certera de Malamud nos muestra que detrás de la necesidad de creer en los milagros, se esconde la verdad de la hipocresía humana.  

Peligroso, aunque no sabría explicar la razón, es Notas de una dama en una cena. Decepcionante El sombrero de Rembrandt que evidencia las limitaciones del autor para abordar la introspección y una cierta torpeza en el manejo de la técnica de la realidad interna del relato. La ironía y un profundo conocimiento de la naturaleza humana, recorre el relato Una peluca, publicado ya en los años ochenta.

En fin, aquí me quedo. A lo largo de casi ochocientas páginas he seguido el recorrido literario de uno de los mejores escritores neoyorquinos, sin duda el mejor cuentista; tengo para mí que Malamud se nutre de la sustancia más elemental de la vida: el tiempo. Si el alma humana se resiste a ver pasar las cosas, tal vez el único remedio sea que cada lector tome de sus relatos aquello que reconozca como propio.

miércoles, 13 de julio de 2011

De soles y cometas (Bagatela)

Uno de nuestros contertulios me hace llegar una crónica de sus lecturas. En este verano de conmemoraciones deportivas, aventamientos políticos y riesgos bursátiles, Efrén ha optado por una programación cargada de una cierta revisión. ¿Qué de interesante hay en los superventas del afgano Khaled Hosseini?  Mientras soles y cometas anden por el cielo nos quedará una esperanza. Lectura sostenible la de Efrén.

“COMETAS EN EL CIELO”  y  “MIL SOLES ESPLÉNDIDOS”

Cualquiera de las semanas del calendario aparece en los telediarios una masacre irracional contra la gente de a pie. Es la gente humilde, sobretodo las mujeres y los niños, la que más sufre las consecuencias de esa brutalidad irracional, producto de la incultura, el atraso y el fanatismo. Y de esta gente humilde, no doblemente sino en una proporción desproporcionada, es principalmente la mujer la que es el centro de los ataques sociales, se la coarta, prohíbe, castiga, explota, y subyuga hasta límites sólo comprensibles en atavismos medievales.

Esta temática es la que describe el escritor afgano Khaled Hosseini  en sus dos novelas “Cometas en el cielo” y en “Mil soles espléndidos”. El autor es un médico que nació en Kabul, hijo de un diplomático y junto con su familia se vio obligado a pedir asilo político en Estados Unidos.

Hace ya más de una año que leí “Cometas en el cielo”.  Es la  más conocida y de la que se ha hecho película (de la que podéis disponer en cualquier videoclub). Relata las miserias afganas, aderezadas con sus llamativas costumbres, sobretodo desde el punto de vista de un niño, contraponiendo la vida burguesa del protagonista, con la pobre pero honrosa e imaginativa vida de su amigo y criado. Posteriormente vi la película y, cosa rara, me pareció bastante conseguida y no demasiado alejada del espíritu del libro. 

Y hace unos días he acabado “Mil soles esplendidos”. Continúa relatando en primera persona similares calamidades de los últimos 30 años, que aún continúa sufriendo este país. En esta otra novela son los ojos de dos niñas, pronto convertidas a la fuerza en esposas, inicialmente en distintos espacios temporales que luego convergen, los que van hilando el relato de algunos retazos de la historia de este país. De nuevo contrapone la vida misérrima de una de las protagonistas junto a la más confortable de la otra. Y también en las dos novelas hay un detalle con un poder mágico: el cine, como punto de ilusión y evasión.

No es que estos libros sean joyas literarias, ni que se disfrute con el sufrimiento ajeno, pero si ayuda a conocer hasta qué extremos llega a veces la maldad humana (de la que en Europa tenemos muchas perlas a lo largo de nuestra historia reciente), y como a pesar de esas calamidades siempre hay gente con una ilusión y una bondad que hacen creer en un futuro cada día mejor de la raza humana.

POSTDATA.-
De Stefan Zweig leí algo durante la mili, pero de eso hace más de 30 años, así que sólo recordaba el nombre. En esta ocasión, como me gustó su “Novela de ajedrez”, he leído otros dos más: “Ardiente secreto” y “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”. En todas ellas ha sido un placer leer su descripción de las emociones, la interacción de unos personajes con otros, el desarrollo de la acción, que engancha y te lleva rápidamente al final de la obra.
Respecto al espléndido resumen de la tertulia, resulta muy triste leer una de las conclusiones aludidas: “la cultura no sirve para prevenir el mal”. Para nuestro consuelo yo más bien diría, “que la cultura no evita la maldad, pero aminora la brutalidad de la mayoría de los hombres”.
Ahora que acaba el curso escolar de la Tertulia, en vez de esperar otros treinta años para leer algo suyo, leeré algunas de sus biografías durante este verano.



Autor: Efrén Arroyo.

miércoles, 6 de julio de 2011

La crisis de la monarquía. Pablo Fernández Albaladejo. Premio Nacional de Historia 2010.

España, en realidad, no ha levantado cabeza desde la muerte de Felipe II, acaecida en las postrimerías del siglo XVI, el 13 de septiembre de 1598, de madrugada para ser más exactos. Incluso es posible adelantar esta fecha diez años antes, al momento del desastre de la Invencible. Entre medias, en 1596, la peste había asolado España. A pesar de todo Felipe II declaró la guerra a Enrique IV de Francia –el rey que pronunció la famosa frase “París bien vale una misa”-, hasta conseguir de este su conversión al catolicismo en 1593.

El duque de Lerma
Tan pronto como el 30 de septiembre de 1598, el Duque de Lerma controlaba ya todo el entramado real, tal como aseguraba en esa fecha el enviado papal. Cabe destacar que tal hecho era toda una declaración de intenciones por parte de Felipe III, pues su padre había alejado al de Lerma de la corte, nombrándole Virrey de Valencia. Se inauguraba, así, la “privanza de uno solo” donde el duque construye un subsistema o régimen en el cual una red de familiares, criados, confidentes y deudos le permite, gracias a la instauración del ceremonial cortesano borgoñón, mantenerse informado, intervenir y en la mayoría de los casos decidir sobre los asuntos que afectaban a la monarquía, hasta convertir al rey en invisible.

Tras una más que aceptable introducción, Fernández Albaladejo, imposta un tanto la prosa y se desliza hacia el “tecnicismo de los sobreentendidos” tan usual en los historiadores. Aunque no sirva de excusa, pues ellos –a los historiadores infectados por este virus, me refiero-, no sin razón, comentan que basta con un pequeño esfuerzo para centrarse en el debate, lo cierto es que ello obliga a interrumpir continuamente la lectura y documentarse, por ejemplo, sobre el tratado de Vervins, el de Oñate o la paz de Asti, cuando con un par de líneas le resultaría muy fácil al historiador “ayudar al lector”. Da la impresión de que se escribe para el iniciado, buscando un reconocimiento más profesional que humanista. 

Pero no todo ha de ser crítica, pues también el texto posee aciertos. Uno de los que más me ha llamado la atención son las buenas formas con las que Fernández trae a colación textos contemporáneos a los hechos. Así nos habla del Tratado de República y Policía Christiana obra del franciscano Juan de Santamaría, publicada entre 1615 y 1619 y por tanto inmediatamente anterior a la caída del valido Duque de Lerma; en ella el franciscano critica el papel del privado y alecciona sobre la necesidad de que la monarquía esté sujeta a las leyes y a los Consejos y quede el Rey oficial general y superintendente en todos los oficios. 

Vuelve a la carga el autor atiborrando al lector de los antecedentes, arbitristas incluidos, y de los pormenores que propiciaron la decisión del Conde-Duque de Olivares en la formación de su proyecto de Unión de Armas. Más allá del cambio político que supone la llegada del conde-duque en relación con el duque y la moderación del valimiento como entorno político, no se explica la razón de tanta importancia como se atribuye a la Unión dicha.

Pablo Fernández Albaladejo
A renglón seguido, el autor da un nuevo brinco y nos sitúa ante los problemas económicos de la monarquía. Para engarzar ambos temas, se refiere a la guerra de Mantua, pero sin dar ni una sola explicación del complejo posicionamiento español en Italia ni de la enrevesada situación de la península. Sin embargo da pelos y señales del impuesto de la sal y de los millones.

La mejoría es notable cuando aborda “las guerras de España”, aunque tiende a abusar del flash back, sobretodo porque cuando avanza lo hace extraordinariamente bien, el problema se plantea en el alcance que intenta dar a la acción retrospectiva. Es curioso lo que le sucede a muchos historiadores, que al fin y a la postre no son más que literatos con el argumento hecho, porque cuando deciden ponerse eruditos y darle vueltas a documentos recientemente hallados, testimonios contemporáneos e interpretaciones lúcidas, aburren soberanamente, mientras que cuando aprietan el acelerador y nos cuentan en veinte hojas un siglo y medio de historia, te quedas realmente conmocionado. Digamos que como necesitan espacio para contar sus “rollos”, aceleran la historia cual pilotos de competición. El problema es que si el lector acaba muchas veces atropellado.

Magnífico es, no obstante, el estudio que Fernández Albaladejo lleva a cabo sobre El reino enfermo. Trae a colación el trabajo de los arbitristas y ofrece un enjundioso estudio de los Gutiérrez de los Ríos, Cellorigo, Lope de Deza, etc. Son sorprendentes las soluciones que proporcionan abogados, clérigos y economistas para el periodo de crisis de principios del XVII y lo actual que resulta esa apelación al trabajo y el repudio de la ociosidad.  Observar esta perla de Sancho de Moncada (teólogo y economista de la escuela salmantica) que en 1619 publica su obra Restauración política de España, en ella dice “nada peor que gobernar con recetas”, por cierto un xenófobo convencido y, a veces, convincente.

Simplemente aceptable me parece el análisis del periodo de la regencia de la reina Mariana de Austria, sus validos Nithard y Valenzuela, la posterior interrupción de don Juan José de Austria, el hermanastro del rey Carlos II y el inicio de la restauración con Medinaceli y Oropesa.

Inteligente la puesta en relación de los arbitristas con los novatores, los antiguos y los modernos; el monarca francés Luis XIV se había convertido en “Restaurateur des Lettres”, Inglaterra de la mano de John Locke ponía las bases doctrinales para un imperio nuevo, fundamentalmente comercial y libre, y España comenzaba a forma parte de la “leyenda negra”. Sin embargo esta forma de postergar la importancia cultural de España en el período del Barroco como lugar de la historia donde la península ibérica decidió abandonar el pasaje hacia la modernidad, es fruto de la política de espejo que practicaba Francia. Es esta la parte más densa del trabajo de Fernández y creo que la mejor.

En fin, un ensayo con claroscuros pero que contiene aportaciones de indudable interés. Creo que el problema radica más en la forma en que el autor administra esos claroscuros, que en la propia gama de los colores.

viernes, 1 de julio de 2011

El dueño de sus ojos.


-         De dónde es usted –le pregunté.

-         De la luna –contestó ella.

-         ¡Ah!, ahora entiendo el color de sus ojos.

   No tenía previsto bajarme en esa estación. Pero hacía bastante calor dentro del vagón, y se anunció que el tren debía hacer un alto para reparar no sé qué cosa. Los viajeros nos lanzamos entonces al andén en busca de algún refresco, o para estirar un poco las piernas; supongo que cada cual tendría sus motivos. No me atreví a dejar la maleta sola en el tren y por eso me la llevé conmigo, como si fuésemos de excursión. Al cabo, me encontré entre la muchedumbre que proclamaba su indignación por el contratiempo, y aquellos otros cuyos trenes estaban a punto de partir o acababan de llegar; gente que se despedía, que se reencontraba, y gente a la que nadie esperaba, ni de la que nadie se despedía. A fin de cuentas, una estación es como la vida, cada cuál con el destino y la soledad que le tocaron en suerte.
   La encontré en el vestíbulo de la estación: me llamaron la atención su palidez y su forma de moverse, compulsiva y un tanto eléctrica. Destacaba entre el gentío, como lo hace una estrella que rutila en una noche oscura. No pude evitar observarla con detenimiento, y tuve la impresión de que aprovechaba el bullicio para poner en práctica un viejo plan que llevase mucho tiempo pergeñando.

   Sin quererlo me miró, y quedó inmóvil. Yo también la miré. Los ojos se entrelazaron silenciosamente, y una extraña fuerza la acercó a mí:


-         ¿Por qué has tardado tanto?

-         Perdón, ¿me habla a mí? –pregunté.

-         Sí, a ti. ¿Por qué te extrañas?

-         No, por nada. No estoy acostumbrado a que me hablen con tanta sinceridad.

-         ¿Qué llevas en la maleta? –preguntó.

-         ¿En la maleta?, pues verás: llevo medio mundo –contesté después de dudar durante un segundo.

-         ¿Y me lo puedes enseñar?

-         ¡Claro! -le dije-. Busquemos un lugar donde sentarnos.

  Nos sentamos en un banco que había cerca de allí, casi al final del vestíbulo y un tanto apartado. No dejaba de mirarme, y con algo de poca destreza abrí primero la tapa de la maleta en la que llevaba los muestrarios de los encajes y las puntillas.

-         ¿Ves? Esto de aquí son encajes de Paris, mira. Este es el muestrario que llevo para la venta al por mayor. Es el mejor género. ¿Sabes?, para ir por la vida es bueno llevar siempre lo mejor.

-         Y esto para qué sirve –preguntó ella, mientras se tocaba el pelo graciosamente.

-         Bueno, es para embellecer los vestidos y las ropas, y prácticamente cualquier cosa.

-         ¿También a mí?

-         No, no creo que tú lo necesites. Ya eres bastante hermosa; aunque no te vendría mal un poco de sol.

-         No me gusta el sol –contestó, un poco furiosa-. Me produce urticaria; además, ¡con el sol las cosas se ven tan claras!

-         De dónde es usted – le pregunté.

-         De la luna –contestó ella.

-         ¡Ah!, ahora entiendo el color de sus ojos.

-         ¿Y lo demás? –volvió a preguntar, señalando otra vez a la maleta.

-         Bueno, aquí llevo algunas muestras de la lencería más fina que se pueda encontrar. Es una cosa muy importante la lencería, ¿sabe usted? Es como el forro de las personas. Si uno lleva el interior bien vestido, todo lo demás es secundario.

-         ¿Puedo verlo?

-         ¡Claro!

    Abrí algunas de las pequeñas cajas en las que iban pequeñas bragas de seda y sostenes de color beige. Ella lo miraba todo muy sorprendida, como si nunca hubiese visto nada semejante.

  -    Dices unas cosas muy raras –me espetó.

-         Tienes razón. Es lo que pasa cuando se pierde la capacidad de hablar con la gente de lo cotidiano. Se empieza entonces la conversación con uno mismo que       no aporta nada, ni tan siquiera el alivio de hablar por hablar.

-         Pero me gustan las cosas que dices –y sonrió y me enseñó unos dientes pequeños y blancos, que la hicieron parecer más lunática aún. Manejaba entre sus manos uno de los sostenes más finos de la colección.

-         ¿Te gusta? -pregunté-. Puedes quedártelo, si quieres. Bueno, si es tu talla, claro.

    Me miró un rato queda, y acabó por decir.

-         Yo busco otra cosa. Quiero unos ojos como los tuyos.

-         ¿Mis ojos? Pero mis ojos ya tienen dueño –contesté aturdido.

-         ¿Son de otra mujer?

-         No, son de los pájaros.

-         ¿De los pájaros? ¿Qué quiere decir eso?

-         Pues que mis ojos no miran cosas de este mundo, sino de otros. De mundos   muy poco usuales y casi recónditos. No te servirían para nada.

-         ¿El qué?

-         Mis ojos.

-         Ni siquiera para mirarme a mí –preguntó otra vez, y ladeó la cabeza.

-         Para mirarte a ti, a alguien como tú, es mejor usar el corazón. Pero los ojos, los ojos es lo primero que se cansa. ¡Hay que ver tanto, sin quererlo!
   
   Entonces se mordió el labio superior, y se quedó un rato pensativa. Me cogió de la mano, y me dijo:

-         ¿Te marcharás?

-         Creo que sí, en cuanto arreglen el tren.

-         ¿Por qué no te quedas aquí, conmigo?

-         ¿Contigo? Pero… yo tengo que seguir con mis ventas. Mi vida depende de ello, quizá también la de mis clientas.

-         Yo te compro todo lo que llevas en la maleta – dijo.
   
   Desee mirarla, observarla en toda su rareza, y al cabo tuve la sensación de que aquellos ojos eran auténticos, de que aún estaban limpios. De que quizá en ellos se pudiese vivir. Ella sostenía la mirada y yo la correspondía, pero me costaba cada vez un esfuerzo mayor. ¡Que carajo, se estaba tan bien con ella, allí, en el banco, mirando su piel blanca y sus ojos de agua! Pensé entonces que era el momento de tomar una decisión, y por eso rememoré mentalmente lo que había sido mi vida y lo que debería ser después de aquello.
   Pensé, aun sin saber por qué lo hacía, en si yo tenía algo que ofrecerle, algo tan puro como sus ojos. La pena me invadió al descubrir que todos mis sentimientos estaban en búsqueda y captura, y que no me quedaba nada limpio con lo que hacerla feliz. La hubiese tiznado en apenas un segundo. Habría sido como coger un trozo de carbón con un pañuelo blanco recién planchado. Era inevitable.

   A ella no le gustó verme pensar, lo supe porque cuando volví a mirarla sus ojos ya se habían escondido. Unos ojos como esos se aburren pronto, y necesitan que la verdad los ilumine constantemente.
   Sonó un silbato y dieron el aviso. El Revisor sintió un gran placer al destrozar así la vida de la que gente, que comenzó a subir al tren como un rebaño acude al redil. De nuevo volvíamos a estar en sus manos.

-         Bueno me tengo que ir –le dije, mientras cerraba otra vez la cremallera de la maleta. Caí en la cuenta de que no sabía cuántas veces la había cerrado.

-         ¿Ya no volverás, verdad?

-         No lo creo. Tan sólo volvería para verte a ti, pero eso no es una buena idea.

-         ¿Por qué? –me preguntó con una tristeza nueva.

-         Por que no quiero ver como se te ensucian los ojos por mi culpa. Mira, toma esto  - le dije, y metiendo la mano en el bolsillo, saqué el anillo que Oriana me regaló el día en que mi felicidad ya no pudo crecer más. Desde entonces lo había guardado como el mayor de mis tesoros, y siempre solía tenerlo entre mis dedos cuando algo me turbaba, aunque nunca llegué a ponérmelo.


   Se lo alargué, y alcancé a decirle:

-         Es para que te acuerdes de mí.

-         Me lo pondré en los ojos, por si algún día vuelves –dijo ella.

-         No lo necesitas ahí, guárdalo en el corazón; como si tuvieses un amigo, un amigo de verdad. El único que te conoce.

   Me subí al tren y no pude ver qué fue de ella; la gente y cierto pudor no me dejaron. Sé que estaba loca, loca de amor. Y sé que se quedó allí un pedazo de mi vida junto a ella y su luz de luna. Por eso, cuando voy camino de mis negocios, y pasa el tren por la misma estación, me recuesto en la butaca y miro con serenidad por la ventanilla. Quizá algún día la vea del brazo de ese viajero que ella tanto deseaba encontrar: el dueño de sus ojos.


Autor: David Lentisco.