miércoles, 26 de octubre de 2011

La muerte en Venecia.


Al tiempo que Thomas Mann vierte sobre el papel La muerte en Venecia, Marcel Proust llevaba ya un tiempo encerrado en una habitación de corcho escribiendo En busca del tiempo perdido, Richard Strauss recorría el camino entre el drama de Electra y la comicidad de La rosa del caballero, los prodigiosos saltos de Nijinsky en el ballet Petruchka de Stravinskyt hacían a muchos vaticinar el inminente eclipse de la ópera, Picasso y Braque acababan de inventar el cubismo y Blériot atravesaba volando el canal de La Mancha. Este es el “adusto” panorama cultural de los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra.

Estamos ante uno de esos textos literarios que admiten múltiples lecturas y, consecuentemente, interpretaciones. El uso de ricos y sólidos recursos estilísticos y narrativos, le ha permitido vadear con asombrosa solvencia el centenar de años que han transcurrido desde su publicación (1912). El adusto y concienzudo escritor Gustav Aschenbach inicia un paseo solitario que le lleva hasta el cementerio norte de Munich. La brusca aparición, junto a la capilla mortuoria, de un forastero, es decir, alguien que no es del lugar, le causa una penosa confusión. Se trata de un sujeto enigmático y ambiguo que adopta una actitud de espera, destila cierta agresividad y cuyo aspecto resulta especialmente revelador. Presenta una nariz extrañamente roma, corta y achatada, unos ojos incoloros y unos labios tan cortos que dejaban a la vista los dientes, blancos y largos. Aunque el lector piensa inmediatamente que se trata de la muerte, Aschenbach interpretará la impresión que le causa el forastero como meras ganas de viajar. La duda no se despejará hasta la parte final de la novela. Veamos de qué forma. Inmediatamente después de desaparecer el forastero, Aschenbach tiene una visión: «Y vio, vio un paisaje, una marisma tropical…, islas, pantanos y cenagosos brazos de río…, maraña de vegetación…, aves exóticas…, las pupilas de un tigre acechante…» En la parte final de la novela mediante la utilización del estilo indirecto, Aschenbach conocerá que una epidemia de cólera asola Venecia, se trata del cólera hindú, «surgido en las cálidas marismas del delta del Ganges…, en cuya espesura de bambúes acecha el tigre…»  Y hasta tal punto acaba Mann por encajar las piezas, que cuando Aschenbach descubre la epidemia, él es el forastero. No cabe, por tanto, dudar de que la muerte está en el mismo inicio de la novela.

Aschenbach embarcará para Venecia en un viejo y sucio barco, donde lo recibe un marinero jorobado que parece un director de circo. La nave, lugar de prodigios,  sirve de puerta de acceso a una atmósfera crepuscular donde el tiempo y el espacio tardan más en articularse. Y aunque Aschenbach no puede por menos de sentir asombro, e incluso cierto rechazo, ante semejante forma de transición, opta por dejarse llevar, por un proseguir, que es tanto como aceptar el desvanecimiento del “yo” para obtener un nuevo punto de vista. La visión de Aschenbach cambia desde que se sube al barco. Observa a una multitud deseosa de presenciar la salida del barco, pero que se mueve indolentemente. Detiene su atención en uno de los integrantes de un grupo de excursionistas, el cual se comporta y viste como un joven, pero resulta ser un viejo disfrazado y maquillado, majestuosa prolepsis augural. A la vista de la  costa veneciana, Aschenbach experimenta un ataque de melancolía que encuentra su antagonismo en el grotesco comportamiento del viejo disfrazado y borracho. Todavía le queda a Aschenbach un último resquicio de resistencia que se hace presente cuando a bordo de la góndola, advierte que el barquero se interna en el lago, en lugar de dirigirse a San Marcos para tomar el vaporetto. Sin embargo, no hay ya marcha atrás, el barquero que el azar ha puesto en su camino, es un gondolero sin licencia, un impostor como el viejo disfrazado, y la resistencia de Aschenbach cae en el vacío de lo gratuito. No cabe duda de que el gondolero es un claro símbolo de la muerte, aunque más bien, no se trata tanto de una pulsión de la muerte como de representar el cambio o transformación que el protagonista va a experimentar, poniendo a la vez de manifiesto su irreversibilidad. 

En su primera noche en Lido, Aschenbach se ve conmovido por la presencia de un muchacho polaco de unos catorce años y poseedor de una asombrosa belleza clásica. A la mañana siguiente es la indolencia del mar quien lo recibe y en ella se sumerge como si se tratase de un experimento de “la gaya ciencia”, la cual se confirma en toda su extensión cuando Aschenbach abandona la tarea de responder el correo y se sumerge en la contemplación del bello Tadzio que entra y sale del mar como si fuera un nuevo dios griego, clásico, puramente panteísta. Inmediatamente Aschenbach profundiza en una, cada vez más placentera, sensación de  abandono que aliviará recordando sus méritos de escritor. Será la última manifestación de su voluntad, porque a partir de ese momento Aschenbach comenzará  a recorrer un rumbo en el que la ignorancia de sus propios deseos  será el nuevo gondolero. Primero decidirá abandonar Venecia con la máxima precipitación posible y pocas horas después aprovechará un incidente trivial para revocar su propia decisión y quedarse. Enseguida descubre la razón de todo ello: es Tadzio.

Aschenbach adapta su ritmo diario al horario de Tadzio, sus noches se hacen más breves y el alba le inflama de ardor y deseo por el día que se inaugura. Ese nuevo día tenía para Aschenbach un refinado contenido: Tadzio cruzaría “indolente, la arena… acercándose a él sin necesidad” y sus miradas coincidirían en contemplarse. Entonces Aschenbach esperaría la sonrisa de Tadzio, una sonrisa tan especial que Mann emplea para describirla una docena de adjetivos (elocuente, familiar, franca, seductora, larga, profunda, hechizada, coqueta, curiosa, atormentada, desluida y delusoria) Estamos ante un auténtico artefacto pirotécnico de lo sensual.
Sumergido en esa ensoñación Gustav von Aschenbach no repara en la llegada del “mal”, el cólera. Se hace entonces a sí mismo una confesión sorprendente: si Tadzio se marcha, «él no sabría ya cómo seguir viviendo». Cuatro semanas habían bastado para que el férreo rigor intelectual del solitario escritor, claudicara estrepitosamente. El hermoso Tadzio se había convertido en anhelado objeto, y Aschenbach no duda en perseguirlo por las calles de una Venecia enferma, entre los gritos acompasados de los gondoleros. Cuando por fin Aschenbach descubre los hechos y la amenaza que se cierne sobre todos los habitantes de la ciudad, comprende que abandonar Venecia es volver a sí mismo, al que ahora aborrece, por eso decide callar. Y la culpa que lleva consigo por ocultar la verdad, lo embriagará aún más.   

La única forma de impedir la separación es partir antes, y eso es lo que hará la muerte, el cólera, por Aschenbach. Una especie de sueño, de profundo desvanecimiento, le sobrevendrá teniendo delante de sus ojos la imagen de Tadzio rodeado de mar y de viento. Ya lo había advertido Mann unas páginas antes: «Y ahora, Fedro, he de marcharme. Tú, quédate aquí, y sólo cuando ya no me veas, márchate también.»

miércoles, 19 de octubre de 2011

La gloria de don Ramiro.

Enrique Rodríguez Larreta y Maza, conocido como Enrique Larreta, nació en Buenos Aires en 1875 y falleció en 1961. Sus padres, Carlos Rodríguez Larreta y Agustina Maza y Oribe eran uruguayos y pertenecían a familias acomodadas. Enrique estudió Derecho y colaboró con el diario bonaerense La Nación. A partir de 1901 viajó por Francia y España con intención de escribir una novela sobre Santa Rosa de Lima. Conmovido durante su estancia en Ávila, surgió La gloria de don Ramiro, que se publicó en 1908. 

No es casual que la novela fije un punto temporal de referencia, a saber: dos días después de la muerte de la Santa, como decimos acá, por tanto el 6 de octubre de 1582, entonces Ramiro cuenta con 12 años. Y no puede ser más oportuna esta referencia a Santa Teresa, porque el texto se define por contrapunto entre el mundo cristiano seco y árido, y el morisco, rico en sensaciones y propuestas. Pero también el más interno de la Ávila de los Santos y la Ávila de los Caballeros, lo que vale tanto decir la Ávila monástica y la guerrera. Larreta utiliza este lugar de la geografía castellana como un lienzo en el que dibujar la intolerancia religiosa del siglo XVI, la obsesión por la conspiración morisca y el alcance del absolutismo de Felipe II. Aquella dicotomía que apuntamos al principio, la forja militar y la religiosa, es la que se refleja en el interior de Ramiro, de cuya gloria se trata. A las ansias religiosas de doña Guiomar, la madre de Ramiro y trasunto del misticismo español, se contrapone, el escudero-pregonero Medrano, aguerrido soldado y marinero, quien iniciará al mancebo en la aventura de pasear las “espuelas castellanas por las losas de Nápoles”. Prisionero éste del turco y aquella de recogimientos espirituales y endechas religiosas. Y en celda convertirá Larreta la propia ciudad de Ávila, de un indiscutible protagonismo en la novela.   

El llamativo lenguaje empleado por Larreta posee una riqueza tan singular, que mal puede despacharse con la simple remisión al "modernismo" y al empleo intencional de arcaísmos, construidos a "imagen y semejanza" del lenguaje cervantino. Hay algo más. Larreta pone sobre el papel una notoria capacidad de invocación y creatividad plástica. "Brocados y brocateles amortecidos por el polvillo del tiempo..., vinos añejos en los cajones de las sacristías..., la sombra de un hidalgo que rezaba sus horas..." son frases entresacadas de las primeras hojas de la novela (páginas 4 y 5 de la editorial Porrúa). ¿Quién es capaz de leer estas frases y no sentir que aquel tiempo evocado era ya entonces tan viejo como ahora? Ciertamente esa forma de decir las cosas sin mencionarlas es de estirpe cervantina, pero no renuncia Larreta a elevar la base renacentista al exponente modernista. La descripción que el argentino hace de la plaza de la catedral abulense merece figurar a la intemperie: 

“Al llegar a la plazoleta de la Catedral, el escudero tuvo que hacer apartar a los rústicos para dar paso a la silla. A más de las cabañas y caseríos de los contornos, muchos pueblos comarcanos habían volcado buena parte de su gente en aquella reducida plazuela, que apenas si bastaba para los vecinos. Los más diversos ropajes ardían bajo la mágica luz, en movedizo apiñamiento multicolor. Veíanse sayas rojas o verdes como los pimientos, color de almagre como las calabazas, moradas como las berenjenas, capas y coletos pardos como la piel de los tubérculos, negras ropas de ancianos que iban tomando la torcida color de las alubias, vistosos dengues y pañolones donde parecía haberse reventado toda la hortaliza. No faltaban las zagalas de égloga, en trenzas y en corpiño, zagalas de Sotalvo, de Tornadizos, de Fontiveros, lavanderas o pastoras, que no habían logrado quitarse el olor de las lejías o el tufo de los chotos y cervatillos. Hombres secos y taciturnos, de afeitada boca monástica y aludo sombrero, contemplaban el desfile de los señores, apoyados en sus varas de respeto o en el cogote de los borricos. Las mujeres hablaban alegremente. Las más acaudaladas traían mandiles de relumbrón, y casi todas, collares de coral, pendientes mudéjares y plateadas cruces y medallas que semejaban ex-votos de camarín. Buena parte de aquella gente había dejado sus lejanas chozas o alquerías antes del amanecer, a la luz de las estrellas.” (116)

 
Palacio de Sofraga.
Peñas, campos, iglesias, puertas, almenas, lienzos, calles, plazas, fuentes, palacios, arrabales..., hidalgos, ratones, polillas, traiciones, crímenes, amores, conjuras, castigos, ejecuciones, encantamientos, filtros y..., claro, santidades. Da la impresión de que Larreta quiso teatralizar su novela, representarla en un escenario tan singular como la ciudad de Ávila. Es esa puesta en escena, más que las interpretaciones místicas, intertextualidades o literaturizaciones exegéticas, lo que nos ha llamado la atención. El palacio situado a la derecha según se accede al recinto amurallado por la puerta de San Vicente, el que hoy conocemos como palacio de los Sofraga, es el que ocupa don Alonso Blázquez Serrano y su hija Beatriz, pues es el único que cuenta con un balcón o terraza porticada por encima de las almenas de la muralla. Este don Alonso pertenecía a una de las más grandes familias de abolengo, los Blázquez, y descendía del primer repoblador de la ciudad de Ávila y alcalde de la misma, a saber, Ximeno Blázquez, y del más famoso de todos Nalvillos Blázquez cuya historia dio lugar a la leyenda de su venganza contra la traición de su esposa Axia Galiana.

Puerta de la Mala Ventura. Lienzo Sur.
"Jubilosa coloración de oro húmedo brillaba en las colinas. Había llovido hasta las tgres de la tarde, y la tempestad se alejaba hacia el naciente, abriendo grandes claros de nácar etéreo. Capñrichoso penacho de nubes doradas y purpúreas se alargaban por encima de la ciudad, conservando todavía el movimiento de la ráfaga que lo había retorcido. La áspera muralla reflejaba una amarillez alucinante, que parecía nacer de ella misma."
Quizás la localización de la casa que ocupaba don Iñigo de la Hoz sea la que ofrezca mayores dificultades. Se trata de una casona sobre una plazuela a escasos metros de la puerta de la “Mala Ventura”, según el texto de Larreta. Sin embargo parece fuera de toda duda que se está refiriendo al torreón de los Guzmanes o palacio de los Mújica, pues la precisa descripción que hace Larreta del torreón encaja perfectamente, así como los detalles de las grandes dovelas sobre la puerta. Además el propio Larreta hizo un dibujo de este colosal torreón. De este hidalgo dirá Larreta,  era un hombre religioso que llevaba bordada la espadilla roja de Santiago en todos los sayos y que hacía dos cuaresmas al año, una la que iba de Quatuor Coronatorum hasta el día de Navidad (es decir del 8 de noviembre fiesta de los “cuatro coronados” al 25 de diciembre) y la otra desde el domingo de carnestolendas a la Pascua de Resurrección. Elegancia de brocados en la péñola del bonaerense.

viernes, 7 de octubre de 2011

EL LEÓN QUE HABITO (Relato)


   
 ¿Cómo podría librarme de ti, león que me cansa y que me abruma? Las costuras del cuerpo que nos mantiene unidos no resisten por más tiempo. Habremos de tomar una determinación: o tú o yo. Uno de los dos deberá marcharse y no volver jamás. Me agota tu energía incontrolada, el hambre voraz que muestras constantemente; tu alma de animal. Y tiras de mí como un buey lo hace del arado, y de nada sirve mi voluntad, pues podrías devorarme de un solo bocado. Ese instinto brutal que destilas se me hace insoportable, porque yo pretendo guiar mis pasos con cautela, meditadamente. En cambio tú…  Sólo consigo mantenerte callado en el momento del acecho; pero enseguida abres la bocaza y emites ese rugido que puede oírse a kilómetros de distancia. Es entonces cuando más te odio, porque das al traste con todas mis delicadezas, con las formas sutiles con las que intento adornar mi vida. El arte, la bondad, la elegancia, la inteligencia… ¿de qué me sirven si te tengo a mi lado rugiendo y destrozándolo todo? ¿De qué me sirven los libros si tú te los comes? Luego, cuando estás satisfecho por haberte impuesto y haber demostrado que eres más fuerte, te echas sobre la hierba, majestuoso y henchido, y me dejas a mí solo ante el desastre que acabas de preparar.


-         Hola, ¿es aquí donde hacen las pruebas para domador? –pregunté.
-         Sí, aquí es. ¿Qué tipo de fiera es la que usted domina?
-         Bueno, en verdad aún no he sido capaz de dominarla.
-         Ya imagino; me refiero a su especialidad: ¿tigres, leopardos?
-         Pues verá… se trata de mí mismo.
-         ¿Cómo?, ¡eso es una cosa muy seria, caballero! Aquí buscamos algo más sencillo, otra clase de domadores, de esos que meten el flequillo en la boca de la fiera… No veo cómo va usted a meter la cabeza en sí mismo.
-         Eso no puedo hacerlo, pero espere a ver salir la fiera de mi boca; en mi caso el espectáculo sucede al contrario.
-         No insista, esa clase de show no interesa al público. Lo que más les gusta es el morbo de ver si, finalmente, la fiera se come la cabeza del domador, como si fuese la de una gamba.
-         Bueno, está bien; me voy –dije al entrevistador de los domadores. Y así fue como descubrí que mi fiera no me iba a traer ninguna ventaja en el mundo del circo y de los espectáculos itinerantes.


   Aprovecho ahora que estás dormido para hablarte, porque sé que me podrías deshacer de un zarpazo. Pero también sé que tienes miedo de hacerme daño porque, a pesar de los pesares, yo soy lo único que tienes. Eres un león, pero no eres tonto. El territorio que arrebatas y mantienes, tu propio reino, soy yo. Yo soy la hierba sobre la que te echas a contemplar la puesta de sol, cuando cae la tarde; yo, fiera aborrecida, soy tu rincón de la sabana, por donde se extiende tu imperio de colmillos y zarpas; yo tu cauce en el que abrevan los antílopes de que te alimentas.

   Encima eres un vago y no te molestas en cazar. Como león, como rey de todas las criaturas, pones el ojo en la presa y yo tengo que hacer todo el trabajo. Cazo para ti, y nunca me has dejado comer el primero. ¡Oh, como te detesto, mata de pelo y zarpas asesinas! Todo me lo robas: la voluntad, las presas, la reflexión. Quisiera librarme de ti para siempre; quisiera no necesitarte, abrir la jaula para que te marchases libérrimo y no verte nunca más… ¿Pero qué haría sin ti?

   Porque tú, felino inmenso, siempre me has sacado de todos los apuros. Cuando las cosas se ponían feas, bastaba que aparecieses para que todo volviese a su ser. Las leonas te han amado y respetado siempre; te han seguido y, hasta cuando les decíamos adiós, han mantenido por ti un resto de amor verdadero. Nadie ha osado nunca desafiarte; tus colmillos, afilados y ocultos, han salido cuando más los he necesitado. Si me he sentido abatido, si algo se torció, si parecía que no había salida… venías sigiloso y delicado como un gatito, merodeando a mi alrededor, y me ponías la enorme zarpa sobre el hombro y, con lo que tú entiendes por cariño, me pasabas la lengua áspera por la cara. ¡No sabes cómo adoro verte sentado sobre tus posaderas, con la cabeza erguida y esa mirada que todo lo traspasa! En ese momento, cuando así te veo, sé que todo está ganado. Nada ni nadie se resistirá a tu fuerza sin límites, fiera de mi corazón. Te lo debo todo.

-         ¿Por qué me haces esto? –preguntó ella, pálida y exangüe.
-         No puedo evitarlo: es mi forma de amar.
-         Pero me quitarás la vida si sigues así.
-         Entonces, ve: ¡corre, huye, antes de que él se dé cuenta! –le grité de pronto. Y  ella corrió despavorida; se iba un pedazo de mi vida, pero habría de perderlo de cualquier modo. Un ojo la lloraba amargamente, viéndola marchar. El otro la miraba con cálculo preciso y exacto de la distancia existente, y el momento en que debía comenzar la carrera para darle caza y final.


   ¿Pena, desconfianza, rencor, dudas? Nunca a tu lado. Siempre has sabido como salir adelante, como seguir siendo el rey de tu pedazo de selva. Has luchado hasta la extenuación, y tu hocico está lleno de cicatrices y te falta un pedazo de oreja. Sé que morirás algún día, pero tú, león admirado, no te achantas por ello. Y sé que tú lo sabes, porque a veces puedo ver en tus ojos, a la caída de la tarde, cuando el sol tiñe tu pelo de púrpura, un brillo parecido a la melancolía. Sé que miras la extensión del mundo y que comprendes que seguirá allí por siempre, mientras que tú, con todo tu orgullo, desaparecerás algún día y te convertirás en polvo; en el polvo que levantan las pezuñas de los ñus en la migración del estío. ¡Pero qué dignidad hay en ti cuando, de nuevo, ya cansado, te yergues sobre tus patas y sacudes la cabeza para que tu melena se erice con la brisa!

   Lo cierto es que, a pesar de todo, admiro esa certeza que tienen tus instintos, el que no padezcas de remordimientos, ni te plantees a cada instante si lo que hiciste es correcto o no. Yo, como hombre, malgasto mi tiempo y mis energías en cosas que quizá no sirvan para nada. En cambio yo, como león, dedico mi tiempo a hacer lo que debo: devorar, marcar mi territorio y luchar por mantenerlo. Ambos somos tan diferentes y tan semejantes, que a veces se me hace insoportable tenerte cerca, y otras voy a echarme junto a ti, y paso mi brazo desnudo sobre tu enorme cabezota, y me abrazo a tu cuello y apoyo mi frente junto a tu cara curtida. La felicidad me inunda cuando consigo mantenerte así, junto a mí, tranquilo, mientras contemplamos ambos el horizonte que tanto nos enamora. Es entonces cuando creo que lo somos todo; mi ser se inunda de confianza. Qué pena, porque al cabo siempre te levantas, me miras como avergonzado y te marchas junto a tu manada de deseos intempestivos.

    ¡Oh, león de mi vida, no me hagas caso! ¡Vive en tu poderío, come hasta saciarte, e impón siempre tu regia voluntad! Porque haces lo que debes. Mil veces he pretendido que le pidas perdón a la gacela, pero comprendo, aunque me pese y me dé tanta lástima, que no lo harás nunca. Eres despiadado, bruto, pero eres verdadero. En cambio yo, como cualquier hombre, dime: ¿qué soy, sino un puro invento? Siempre he querido amaestrarte, tenerte controlado, porque suponía que un hombre nunca debe dejarse  conducir por el animal que lleva dentro, y sin embargo no me he dado cuenta de que mi animal es un rey; ¡qué suerte la mía!

    - ¿Y esto qué es? –le pregunté al Director General de la Gran Compañía en la que todos querían trabajar.
    - Es el contrato. Usted firme donde está indicado y nosotros nos ocuparemos del resto.
    - Pero este es el contrato definitivo, el que no puede firmarse sin perder la identidad y la misma alma –repuse al Director General, después de haber leído todas las cláusulas ocultas.
    - ¿Usted quiere ser alguien de provecho, o no? En tal caso, firme como se le indica y desde ese momento no tendrá que preocuparse más que de cumplir bien su cometido. ¿Sabe que tenemos créditos muy ventajosos para nuestros empleados que permiten pagar la deuda eterna casi sin enterarse?
    - Espere un momento –dije-, tengo un pequeño conflicto interno. Y en efecto, desde un rincón profundo de mi ser, vino él rugiendo, desbocado, a la carrera y con los dientes de sable en disposición de ser clavados. El león se había despertado al olor de las hienas y de la carroña, y traía el contrato leonino de las Grandes Fieras para dárselo al Director General en un solo mordisco.
    -¡Aaaaarrrrrrggggggggg! –fue lo único que alcancé a decir cuando él se hizo cargo de la situación, y lo último que oyó el Director General de los Grandes Carroñeros, antes de iniciar una estampida olímpica que lo mantiene en veloz carrera desde entonces. Poco después me vi saliendo por la puerta de la Gran Compañía en la que todos quieren trabajar, expulsado y rechazado para siempre de la vida de los mejores créditos, de las deudas perpetuas, y de la felicidad asegurada a todo riesgo.   

   Ahora que te he dicho todo esto es como si me hubiese quitado un peso de encima. Sé que en todos estos años, como hombre, he adquirido una ironía cargante porque la mentira se me muestra ya demasiado confiada, sin necesidad de cubrir sus vergüenzas, como la mujer que ha accedido a desnudarse ante nuestros ojos, y una vez lo ha hecho no siente ya pudor alguno en hacerlo constantemente. Sin embargo, en todos estos años como león sigo siendo el mismo que era. Nada me ha cambiado, nada me ha impresionado; tan sólo siento que transcurrió el tiempo. No hay rencor en el corazón de mi fiera, ni la mentira le importa, porque para un león la mentira no es más que un parásito que intenta molestar con sus picaduras. En esta dualidad hemos convivido, y a veces he tenido la impresión de que iba a volverme loco de remate; sin embargo, tú me lo muestras, es precisamente en esta duplicación, en este tú que soy yo, donde encuentro la cordura en la que, como hombre, me siento libre y confiado dentro del león que habito.

    Anda, despierta y ruge un poco, que la llanura está en silencio…

 
Autor: David Lentisco