martes, 19 de marzo de 2013

Viajes de Alí Bey por África y Asia. (I)






En el fortín de Qelat Daba, cerca de Amman, está la tumba de Alí Bey. Domingo Badía Leblich había nacido en Barcelona, más concretamente en el interior de la Ciudadela levantada por orden del primer Borbón español, pues su padre era el secretario del gobernador. Corría el año de 1774 y tan sólo siete años le duró a Domingo Badía su catalanidad, con esa edad abandonó Barcelona y nunca más regresó. Roger Mimó asegura en el prólogo que Badía era culto en extremo, testarudo, soñador e irresponsable, bonapartista, ilustrado por el siglo que abandona y romántico por el que estrena.

Y capaz, capaz de adaptarse a cualquier situación. Cuando Alí Bey regresa de su viaje en 1808, la situación que encuentra en España es muy distinta de la que existía cuando se despidió del “Príncipe de la Paz” (Godoy). Los bonapartistas no dudan en apoyar la publicación de los textos que Badía había recogido durante su largo viaje y le prometen la adquisición de doscientos cincuenta ejemplares de su obra. Sin embargo, cuando aún no se había publicado, la monarquía tradicional es restaurada en Francia en la persona de Luis XVIII. Badía teme perderlo todo y no duda en cambiar la dedicatoria: “Al Rey” en lugar de “A Bonaparte”. Naturalmente que el texto se publicó en francés.

Alí Bey es el “religioso, príncipe, doctor, erudito, jerife (que lleva sangre del Profeta), peregrino, hijo de Osmán, príncipe de los Abasíes (descendientes de Abbas, uno de los tíos de Mahoma)”.

El estrecho de Gibraltar, el eslabón que une “los dos extremos de la cadena de la civilización”, ¿qué mejor sitio para comenzar o terminar? Tánger. Alí Bey, recién llegado, sustituye sus ropas europeas por la almalafa o jaique, una gran sábana con la que cubrirse desde los hombros a los pies. Hay que rasurarse porque es viernes y los hadices de Mahoma exigen no dejar más pelo que el de la barba. Alí es (se finge) turco y las costumbres de Marruecos son algo distintas.  

La circuncisión es una fiesta para todos y el morabito situado a las afueras de Tánger se llena de familiares y amigos, las mujeres ululan, hay soldados, caballos y una banda de seda ciñe la cabeza del niño. El alboroto, los alaridos y una música estridente y disonante no deja oír los gritos de la víctima que es curada con alumbre e hilas.

Los moros en la época que nos describe Alí Bey daban muy poca importancia a la infantería en la guerra y por eso los relevos son simples ejercicios y las guardias se hacen sentados y sin fusil. Todo lo cifran en la caballería y Tánger está llena de caballos.


El caíd es el gobernador y administra la justicia penal, no hay más sentencia que la verbal y se ejecuta inmediatamente. El juez civil es el cadí. Los moros comen sentados en el suelo alrededor de una mesa y mencionan a Dios al comenzar y al terminar; lo hacen con la mano derecha directamente del plato común, el cuscús es la base de la alimentación. La carne o el pescado se suele aderezar con perejil, apio y cilantro. A la novia la llevan dentro de una cesta cubierta hasta la casa del futuro esposo y al muerto en unas parihuelas. El cadáver es llevado deprisa al cementerio, se queda esperando en el exterior de la mezquita mientras concluye la oración y es enterrado sin ataúd; es una forma de espantar al ángel de la muerte.

Los judíos en Tánger no tienen barrio aparte y este hecho incrementa la humillación y el maltrato de que son objeto. Visten de una forma especial que permite su identificación, se ven forzados a caminar descalzos la mayor parte del tiempo y han de rendir vasallaje a todos los musulmanes. La poca habilidad que los moros tienen con las manos hace que sean los judíos quienes se ocupen de la artesanía.

Roger Mimó en la tumba de Alí Bey
Roger Mimó nos explica la misión que llevaba Alí Bey en 1803 cuando llegó a Tánger, y que, naturalmente, no aparece en el libro. España necesitaba  que el sultán Mulay Solimán autorizara la exportación de granos hasta España. Alí Bey debía o bien convencerlo o bien derrocarlo. Y ello explica sus esfuerzos por ganarse la confianza de las autoridades tingitanas.

En África hay dos Nilos: el del Cairo y el de Tombuctú. Dos también son los panes que, envueltos en una bolsa de tela de oro y plata, envía el sultán a Alí Bey. Es un símbolo de fraternidad. Pero la aproximación entre ambos ha sido mérito de la ciencia. Días después Alí Bey sale para Mequinez y Fez.

Ríos anchos, sinuosos, de escarpadas orillas. Refugios naturales “muy adecuados para la defensa”. Tierras donde plantar castillos. El Loukos, el Sebou, el Rdom. El margen derecho de este último nos conduce hasta Mequinez. A una sola jornada está Fez.

Al-Karaouine
En Fez hay más de doscientas mezquinas, sus calles, extremadamente angostas, son oscuras y sucias. Al-Karaouine es la aljama de Fez, pero la más frecuentada es la dedicada al sultán Mulay Idris a quien se atribuye la fundación de la ciudad y uno de los lugares más sagrados de Marruecos. Por la mañana los baños son de los hombres, por la tarde de las mujeres y por la noche de los ricos y de los genios o duendes (yenún). Algo de yin (singular de yenún) tienen las cigüeñas que “muchos creen hombres de unas islas lejanas que, en una determinada época del año, toman la forma de pájaros para venir aquí y que en el momento adecuado regresan a su país donde recuperan la forma humana hasta el año siguiente”. Nos mueve a la incredibilidad que Alí Bey asegure haber hecho entrar en razón a alguno de los sabios sufíes de Fez. Parece pecar también de cierta exageración, y así lo pone de manifiesto Roger Mimó, el pobre panorama cultural que describe. El 13 de enero de 1804, la tierra tembló bajo el suelo de Fez; el epicentro del terremoto se situaba en la costa española.

Alí Bey se aloja en casa de Haj Idris, el almocadén que se encarga de la administración de los bienes que lo fieles donan al sepulcro de Mulay Idris. El enfado de Alí con el sultán parece razonable, al parecer éste trata de retener a nuestro Alí en Fez nombrándole “pendulero imperial”, un trabajo aburridísimo. Por fin sultán llega a Fez y Alí, después de ciertas maquinaciones, logra entrevistarse con él. Alí, no hay que olvidarlo, es uno de los últimos ilustrados. Pero la ilustración no le exime de comportarse como musulmán, cuya cultura no ve con buenos ojos que un hombre de posición no tenga mujeres. Se ve Alí forzado a aceptar una esclava negra de nariz chata. Después del eclipse de sol del 10 de febrero de 1804, Alí parte para Marrakech, antes pasará por Rabat, es el 27 de febrero. En el camino los naranjales de Sidi Kacem, los beduinos del margen izquierdo del río Beht, un bosque de encinas que llega hasta la misma ciudad de Salé. Enfrente Rabat, infectada de piratas moriscos. Alí visita la necrópolis de Chellah, un asentamiento cartaginés en la desembocadura del “río de Rabat” que es como llaman los autóctonos al Bou Regreg.


El 10 de marzo, Alí emprende el camino de Marrakech. El itinerario es seguir por la línea de la costa hasta Azemmour para luego bajar en línea recta. Alí recoge plantas, mide la temperatura y la humedad, marca las coordenadas, describe el suelo y el cielo. Se detiene en Fedala (hoy Mohammedia) y en la vecina Al Dar al Beida (Casablanca), que por aquel tiempo no era más que “un pueblecito encerrado en una gran recinto de murallas” con un pequeño puerto. La alheña o henna es el cultivo de la zona entre el río Hawara y las proximidades de Azemmour, otra ciudad fortificada como la mayoría de la costa. Azemmour fue portuguesa durante algún tiempo y tiene un morabito dedicado a uno de los primeros sufíes de Marruecos. La atraviesa un río, el Oum er Rabia, uno de los más largos y caudalosos del país y sus aguas durante la época de las lluvias se tornan limosas, como las del Nilo.

jueves, 14 de marzo de 2013

Algo va mal. Tony Judt.






Saca uno la impresión de que el texto de Judt está construido yuxtaponiendo un cúmulo de ideas que no acaban de desarrollarse. El lector espera que el autor vaya ordenando sus propuestas, y aunque puntualmente lo consigue, lo cierto es que nunca llega el libro cobrar vida autónoma. Pese a todo el libro es algo más que la propuesta de llevar la socialdemocracia a América.  

La primera aproximación para identificar aquello “que va mal”, la construye Judt sobre dos hechos: el afán por “la búsqueda del beneficio material” (léase, dinero), que es el único elemento colectivo que nos queda, y la desigualdad social. Aquella obsesión puramente materialista y egoísta ha neutralizado todo debate, incluido el ideológico. Como faltan ideales, ya nadie trabaja para cambiar el mundo sino para conseguir dinero, la admiración se pone en la riqueza en lugar de en la honestidad y consecuentemente la sociedad se ve obligada a soportar la pesada carga de la corrupción. Paralelamente la desigualdad se torna corrosiva porque es utilizada por todos para “normalizar” la situación, la actitud de “cruzarse de brazos” es la que predomina en toda la escala social. El resultado es una paulatina, pero insidiosa, perdida de la permeabilidad de las capas sociales: el rico es cada vez más rico y el pobre depende más del Estado. Dos vectores transversales parecen recorren las sociedades actuales: el que transita desde la explotación a la injusticia y aquel otro que anuda la corrupción con el privilegio. Y es el dogma del interés individual el que está detrás de todo.

Durante los años sesenta el protagonismo correspondió al sector público, hasta el punto de que un gasto alto se consideraba por las autoridades y expertos como buena política y que se tildara de egoístas e insolidarios a quienes se atrevían a disentir. A partir de los años noventa la situación revertió y dio paso a la consideración de que el sector privado estaba en mejor disposición. El ulterior fracaso del sector privado en la gestión de los servicios públicos, tal y como nos lo cuenta Judt, pasa por alto un dato importante: que el Estado se dedicó a mirar hacia otro lado, esto es, se desentendió de sus obligaciones. La situación fue más o menos esta: el Estado se dijo si yo tengo que prestar el servicio de salud o de ferrocarriles, pues una buena solución es encomendárselo a una sociedad privada a cambio de una contraprestación y se acabó el problema. La empresa privada aceptó la propuesta pensando que en todo caso el servicio público no era suyo y si algo salía mal ya vendrá el Estado a rescatarlo. Sinceramente, no sabe uno decir cuál de los dos fue más irresponsable. Pero sigamos. La entrega de los servicios públicos a las empresas privadas supone “una contracción del espectro público del Estado”. Cabe admitir como cierta esta afirmación, pero lo que no está tan claro es que deba ser así. Al fin y al cabo lo privado también forma parte de la ciudadanía. A Judt parece bastarle con dirigir los dardos contra la hiena del sector privado y disculpar a la leona perezosa de lo público, para sacar conclusiones un tanto precipitadas, del estilo “estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley que la fuerza”. Ni todo es “a corto plazo” en lo privado, ni todo lo público está investido de “altruismo”. Podemos estar de acuerdo en reivindicar lo público, pero no a costa de demonizar lo privado, porque eso no es más que ir de un extremo del péndulo al otro.

Lo que se ha llamado “déficit democrático”, esto es, el progresivo desinterés de los ciudadanos por la política, parte de una idea muy simple, de ahí probablemente su popularidad, se dice: como ellos, los políticos, van a hacer lo que quieran (principalmente atender sus propios asuntos), para qué me voy a molestar yo en ir a votar. Los políticos “no transmiten ni convicción ni autoridad” y las alternativas son pocas: “echar a esos sinvergüenzas o dejarles que sigan haciendo de las suyas”. Pero echarlos no es tan fácil como parece y, en todo caso, vendrán otros. Y la otra postura, la de dejarlos, parece inadmisible. Así pues el único camino que nos queda es cambiar el sistema. “Sin idealismo –dice Judt-, la política se reduce a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas”. Y esta verdad digamos que la soporta mejor la derecha que la izquierda. Como casi siempre lo que ocurre es lo inesperado. Es aceradamente profundo Judt cuando advierte el componente totalitario del estado del bienestar. La gran masa “débil” que el Estado decide proteger, reacciona con dureza ante cualquier mínima fluctuación que comprometa su blando colchón y dirige sus diatribas contra los fuertes, ricos y privilegiados a los que acusa de insolidarios. La reacción de estos no es difícil de prever.

La virtud que Judt anuncia para aquel que se posicione frente a la opinión mayoritaria, lleva visos de santidad. Como resulta que esa era precisamente la función de los intelectuales y hoy en día es esta una especie que se ha extinguido y ha sido sustituida por los tertulianos, a este mártir de la templanza que deberá soportar la burla y la soledad, el menosprecio y la humillación, nada podemos ofrecerle. Y el caso es que este héroe es más preciso que nunca. Tiene ante sí la difícil tarea de desbloquear las vías convencionales del cambio que están obturadas por “un reducto de enchufados, subordinados serviles y pelotas profesionales”. Echa de menos Judt a las grandes figuras del liberalismo constitucional europeo, el francés Léon Blum, el británico David Lloyd George... Por supuesto que no menciona a los españoles, pero los tuvimos (Maura, Canalejas, Cambó…) Los problemas que tuvieron que afrontar son muy distintos de los actuales. Ellos sabían cosas que nosotros hemos olvidado. Sabían por ejemplo que en política el dinero debe estar más cerca de la ética que de la utilidad. Para abrir la caja del dinero de todos no debe bastar con la llave del deseo, ha de ser necesaria la del bien común, lo que es tanto como la de la justicia. ¿Es justo este gasto señor político mientras haya pobreza, desempleo, desigualdad? Seguramente no, así que vuelva usted a meter ese dinero en la caja de todos. Es entonces cuando nos damos cuenta de que el político está sonriendo, que sus ojos chisporrotean de astucia, porque la caja de todos ha sido reemplazada por la caja de unos pocos.




Era así, tal y como nos lo cuenta Judt. Nadie pensó que la ortiga del nacionalismo fuera a invadir el bien cuidado prado europeo. Pero la guerra estalló y duró cuatro décadas. Las fronteras que se fijaron en 1945 han ido cambiando con la desaparición y el nacimiento de nuevos estados. Ahora, la globalización trata de acabar con ellos, con los nuevos y también con los viejos estados. Muchos piensan que los estados han quedado para hacer política, fundamentalmente social se entiende, porque para la economía ya están los órganos supraestatales y el mercado. Judt considera que la superviviencia del Estado es esencial para preservar las conquistas alcanzadas. Resulta llamativo que tal aspiración se haya convertido en el objetivo de la izquierda aplicando la receta del orden, mientras que las alternativas aportadas por la derecha sean notoriamente revolucionarias (privatizaciones, flexibilidad de mercado laboral, “adelgazamiento” de servicios públicos…)

Dos ideas rápidas de las muchas que ofrece el texto: aunque el comunismo se ha marchado definitivamente sigue resultando inquietante la sospecha de que el sentido de la libertad política del capitalismo es hacer dinero; y que al mismo tiempo sigue en pie la cuestión de cómo hemos de organizarnos en beneficio común.