jueves, 25 de abril de 2013

Nathan el Sabio. Gotthold Ephraim Lessing.

“Contentaos con ser hombres”
Lessing.


“No Dios con nosotros, sino nosotros con Dios.”
Cardenal De Bérulle.


Nathan, sabio y judío, regresa a Jerusalén desde Babilonia. Ya conoce la noticia: un incendio ha devorado su casa. Recha, la hija adoptiva de Nathan, ha sido salvada de entre las llamas por “un templario al que el sultán Saladino dejó con vida”. ¿Un milagro? Sin duda. El musulmán perdona al cristiano para que este salve a la hija del judío.



Al-Hafi, el derviche amigo de Nathan, se ha convertido en el tesorero de Saldino y, necesitando este dinero, Al-Hafi ha pensado en su amigo el judío Nathan. Estamos en los tiempos de la tercera cruzada, finales del siglo XII, probablemente la más famosa de todas: Saladino en Jerusalén, Ricardo Corazón de León, Federico I Barbarroja, Felipe II de Francia… El templario, un rudo suabo, es tentado por el patriarca de la cristiandad para que traicione y mate a Saladino. El cristiano no acepta semejante comportamiento miserable. El dinero, tan superfluo como imprescindible, martiriza a Saladino. A Nathan es el desasosiego del espíritu de su hija lo que le preocupa, que la indiferencia del templario no alivia. “¡Soy grande! ¡Grande y atroz!... La grandeza se oculta tras lo atroz para huir de la admiración… [y] huisteis para no vencer”, estas sabias palabras deshacen la confusión del cristiano que reconoce en Nathan a un espíritu afín. Pero no hay tiempo más que para arañar la trascendencia de perdonar o salvar una vida, porque el sultán ha llamado al judío para que comparezca.

Al-Hafi avisa a Nathan de que el motivo de la llamada del sultán es la necesidad de dinero. Sin embargo, cuando Nathan llega al palacio lo que el sultán desea no es dinero sino respuesta a una pregunta: ¿Cuál es la creencia, cuál es la ley que te parece mejor? Nathan da comienzo a la historia del anillo. El poder que el anillo atribuía a su portador era el de ser bien visto por Dios y los hombres. Ya conocéis la historia: el padre tiene tres hijos y manda hacer dos réplicas del anillo, tan perfectas que nadie logra diferenciarlos. Saladino se burla: “Pensaba que las religiones que te había mencionado son fáciles de diferenciar” y, por tanto, nada tienen que ver con los anillos. Pero no lo son “atendiendo a sus [comunes] orígenes”. Los hermanos discuten sobre quién posee el anillo auténtico, el juez al que someten la cuestión les exhorta a que cada uno haga con sus obras, buena la piedra de anillo. Y Saladino queda convencido de la sabiduría de Nathan. La inmediata atracción que el templario y Recha sienten no es consecuencia de la atracción sexual, sino de la sangre que comparten, pues ambos, judía y cristiano, son descendientes de Assad, hermano de Saladino, el unificador de las tres religiones. El mito medieval de las tres culturas.

El cuento de los tres anillos ofrece una lectura muy rica. Así en la medida en que cada uno de los portadores del anillo se cree en posesión del auténtico, lo primero que ha de buscar es el reconocimiento de los demás, pues ese es el poder que otorga a su poseedor el anillo. Es curioso que la primera condición para adquirir ese reconocimiento sea la renuncia a estar en posesión de la verdad, manteniendo, al mismo tiempo, la preocupación por alcanzarla.  Llevan razón Jiménez Lozano y Reyes Mate cuando hablan de la gran lección que la convivencia de las tres culturas pueden dar a esa “tolerancia moderna…, [de] la abstracción”, principalmente porque durante el medievo la diferencia se reconocía y en la actualidad se intenta ahogar en la tolerancia.

Tema interesante es el de la elección de un judío como modelo, caben a este respecto destacar dos notas: de una parte que el médico de la corte de Saladino era Maimónides y, por otra, que el judaísmo es anterior a las otras dos religiones y, en cierto modo, su basamento. Nathan no es un judío medieval, en la medida en que es a la razón, a la ilustración, a la que apela. Sin embargo, la modernidad del judío que ha de moverse entre lo que es racional y lo que es fruto de la revelación divina, anuncia un conflicto que no aparece en Nathan, cuyo ideal de que somos hombres antes de judíos, cristianos o musulmanes, es un intentó de humanizar lo religioso. ¿Puede acaso decir eso un judío después de haber visto como su familia entera es asesinada en un pogromo de los cruzados? Ciertamente ese es el trabajo del héroe que puede llegar a perdonar, pero no le está permitido olvidar. En el perdón está la ruptura de la dialéctica de la intolerancia y de la violencia. En el recuerdo, la dignidad del sufrimiento. Si Saladino amnistía al templario, si le perdona la vida, es porque reconoce en él un fuerte parecido con su hermano Assad, y en ese acto de reconocimiento ninguna importancia tiene la fe religiosa.

Lo realmente significativo del cuento de los tres anillos es la oportunidad de llenar cada uno de los anillos de bondad, lo que significa no solo multiplicar por tres el bien, sino, sobre todo, hacerlo de tres maneras distintas. Lo que vale tanto como decir que la vida, la verdad y la virtud son prismas de mil caras.

La tolerancia se ha trasladado hoy en día, en una idea que ha expresado Jiménez Lozano, al marco jurídico y político. No hay un afán por entenderse, sino un deber legal de soportarse. La convivencia se ha convertido en un no querer saber nada del diferente, en un deber cívico, todo lo más, postergándose el acercamiento de aprendizaje y rechazando la oportunidad que la diferencia tiene de esencial. Para convivir es indispensable cierto grado de homogeneidad, de equilibrio en las diferencias, un cierto acercamiento respetuoso que refuerce la propia identidad y el “alivio [de] poder ir por el mundo sin nada que ocultar a nadie”.



jueves, 11 de abril de 2013

El americano impasible. Graham Greene.

“Cuando somos desdichados herimos”.
“Quizá la veracidad y la humildad vayan juntas”.
“Cuando somos niños, somos como una selva de complicaciones. Nos vamos simplificando a medida que crecemos”.
(Pensamientos fowlerianos)


Viejas en cuclillas en la escalera.
Fuong y Fowler esperan a Pyle. Fuong hace las cosas como seis meses antes. El retraso de Pyle parece menos importante después de dos pipas de opio. Alguien llama a la puerta no es Pyle, pero viene a buscar a los que esperan a Pyle, el americano impasible. La Sureté francesa. Vigot, el superintendente francés, tiene los pensamientos de Pascal sobre la mesa, que es una forma muy nacionalista de expresar su preocupación por el tiempo. Pyle está en la morgue y son entre las seis y las diez, las horas que le interesan a la policía.
Fowler es un hombre de corbata y zapatos. Estamos en medio de la Primera Guerra de Indochina, una guerra colonial, entre Francia y los nacionalistas de Ho Chi Minh. A primera vista Pyle había llegado a Saigon para corroborar las ideas que el ensayista político York Hardin había vertido en su libro El avance de la China roja. Que es una forma muy nacionalista de afirmar su pertenencia a los servicios secretos. Cuando Pyle llega, Fowler y Foung llevan ya dos años juntos. Fowler es un reportero inglés cuya divisa es no implicarse. Pyle se muestra distinto porque “era capaz de reconocer el dolor cuando lo tenía frente a los ojos”. Fowler es cínico, si por tal entendemos esa mezcla de ironía, burla y sarcasmo que conduce al escepticismo. Pyle enseña su desprotegida inocencia tomando en serio el corazón humano.
Viejas en cuclillas en la escalera.

Phat Diem (Fat Diem como escribe Green) es famosa por su extraña catedral y por la batalla que libraron los franceses y los vietmanitas. Budistas y católicos en una procesión con la imagen de la virgen de Fátima. Nada más acabar la ceremonia procesionaria, agentes del ejercito vietnamita (Vietminj) atacan la ciudad. En la catedral se apelotonan los civiles, Fowler contempla la larga calle vacía. En esta guerra la cara es el uniforme… y los sueños cobran vida: Pyle aparece para despertar a Fowler y decirle que está enamorado de Fuong y que piensa casarse con ella. Este rasgo de decencia, de respetabilidad enmascara a un jugador de ventaja. Él, Pyle, sabe, estamos seguros de que sabe, que el otro, Fowler, tiene mujer en Inglaterra. ¿Fin de la partida? No. Pyle sube la apuesta: el bienestar de Fuong exige que Fowler contribuya activamente a la elección de aquella. Lo dicho, un ecologista de la naturaleza humana. De regreso, en Hanoi, Fowler recibe el telegrama que le devuelve a Inglaterra. Fuong escucha la proposición formal de Pyle en labios de Fowler. La mujer niega, el perro del norteamericano gruñe y el inglés esconde el telegrama. Este escribe a su católica mujer pidiendo que “haga[s] lo que nadie esperaría de ti”.

Al noroeste de Saigón, en Tay Ninh, está el centro sagrado de los caodaístas. Pyle y Fowler vuelve juntos después de la ceremonia anual, se quedan sin gasolina y tienen que pasar la noche en una torre de vigilancia con dos centinelas nativos no vietminj. Hay algo profundamente perturbador en el hecho de poder volver a casa en avión y algo enigmáticamente significativo en que todos los días se parezcan, eso es lo que Fowler trata de hacerle comprender a Pyle. Después viene el ataque y Pyle hace el papel de héroe ante un “auditorio de dos”.

El cinismo de Fowler parece encajar mejor con la abnegación oriental que con la democracia norteamericana. Foung se queda después de conocer todas las mentiras, claro que…, solo aparentemente, porque todo es apariencia: “No se llega nunca a conocer a otro ser humano”. Y menos a una mujer oriental.
¿Vive acaso comprometido Fowler, como le dice el policía francés Vigot? La pregunta no es oportuna: Fuong se ha marchado con Pyle. Hay alguna cosa más: un atentado, unos zapatos manchado de sangre, mesa para uno solo en el Vieux Moulin, la poliomielitis del hijo de Granger… La ceguera de Pyle la remedió una bayoneta oxidada y Fowler no tiene a nadie “a quien poder decirle: lo siento”. Como en el juego del mahjong, Fowler quedará para siempre sobre el tablero al haber perdido a su alma gemela.

jueves, 4 de abril de 2013

Epístolas morales a Luicilio (6). Séneca.



Trigésima sexta.-
Se hace necesaria una gran energía para explicar a los hombres que “la prosperidad es cosa turbulenta” y que es preferible “el sosiego a todas las cosas”. Para el joven serio que se ha comprometido con la sabiduría ya no hay libertad, pues es tiempo de aprender, de convertir la voluntad en conducta moral con la que llevar el alma a la perfección. El alma ha de tornarse insensible a cuanto la fortuna pueda dar o quitar y aprender a despreciar la muerte.

Trigésima séptima.-
Lucilio que se ha comprometido con la sabiduría tiene por delante una tarea difícil. Séneca la compara con la de “aquellos que trabajan a jornal para el circo”, esto es gladiadores, pues como ellos, Lucilio se verá obligado a luchar hasta la muerte sin esperanza. Para recorrer este difícil camino es necesaria la filosofía que nos aleja de las “violentas pasiones” y de “la rastreara necedad”. La filosofía hace el camino, la razón mide la zancada y el instinto pondrá en nuestro interior el germen de la curiosidad. «Lo vergonzoso no es que uno vaya a su ritmo, sino que se vea arrastrado y que, inmerso de repente en la vorágine de los acontecimientos, pregunte con sorpresa: “¿Cómo he llegado yo aquí?” ».

Trigésima octava.-
La epístola posee la intimidad de aquello que se dice al oído. Cuando de lo que se trata es de conseguir que alguien “se decida a aprender”, puede resultar conveniente utilizar lenguaje de “arengas”, mas si el tema es aprender, “hay que recurrir a este lenguaje nuestro más sencillo”.

Trigésima nona.-
Séneca confirma que emprenderá la redacción de unos compendios de filosofía para Lucilio, pero mientras tanto, le recomienda que lea “el catálogo de los filósofos […] que han trabajado para ti”. Así como “la llama se eleva en línea recta”, también el alma grande se consagra “a los mejores ideales”: se desentiende de la fortuna y reduce la adversidad. El deseo ha de ser contenido por la moderación natural, sólo así la rama no será quebrada por el peso del fruto.

Cuadragésima.-
Ni el discurso que se destila gota a gota, ni el precipitado en el que las palabras se agolpen atropelladamente en los labios; el sabio ha de poder transmitir su discurso apoyado en la verdad y con la misma armonía que impregna su alma. Séneca se decanta por la soltura del discurso de su maestro Papirio Fabiano, en lugar de la vehemencia de Quinto Haterio. Como el sabio ha de ser modesto en el porte y comedido en el hablar, concluye Séneca: “Te ordeno que seas lento en el hablar”.

Cuadragésima primera.-
Parece una carta de San Pablo. “Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti […] en cada uno de los hombres buenos”. Si el alma es aquello que no puede ser arrebatado ni tampoco otorgado, esto es “lo que es propio del hombre”, “vivir conforme a [la] propia naturaleza” es la esencial de la “razón perfecta”. Pero Séneca, consciente de la dificultad de cuanto formula, se pregunta como podrá vencer el hombre “a la turba [que le] empuja”.

Cuadragésima segunda.-
Muy pocos hombres pueden ser considerados buenos, pues incluso aquellos que lo parecen se asemejan a una “serpiente venenosa [que] se manosea sin peligro mientras está rígida por el frío”. Sin embargo, la estupidez humana está muy extendida hasta el punto de que considera gratuito aquello que se ha adquirido a “costa de inquietudes, de peligros, de pérdida del honor, de la libertad y del tiempo”, sin reparar que “con frecuencia tiene el máximo coste aquel por el que no se paga ninguno”. El ingenioso razonamiento de Séneca nos va conduciendo de la mano a conclusiones no por sencillas menos asombrosas. Así si has de desprenderte de algo, piensa que si lo has poseído durante largo tiempo, “lo pierdes después de quedar saciado”; y si lo has retenido en tu poder por un breve lapso, “lo pierdes antes de acostumbrarte a ello”. He aquí la máxima senequista: “Quien es dueño de sí, nada ha perdido”.