miércoles, 24 de diciembre de 2014

Odisea. Homero.


Un viaje de un par de semanas, el que transita entre Troya e Ítaca, se convierte para Ulises u Odiseo en un dilatado ciclo de aventuras que se desarrolla a lo largo de diez años. El de las mil caras y los diez mil recursos, Odiseo, a un tiempo seductor y seducido, astuto y nostálgico, dantesco y homérico, ¡Odiseo, tú mujer te está esperando!

La ojizarca Atenea intercede por Odiseo ante Zeus que accede a sus ruegos. Disfrazada de señor de los tafios y portando en la mano la fornida lanza de bronce, Atenea se planta en el hogar de Odiseo. Canta Femio y el corazón de Penélope se entristece. Los pretendientes gritan, comen, beben y esperan. Telémaco piensa en el consejo de Atenea: salir a buscar a su padre, Odiseo.

Clama Telémaco contra los pretendientes de su madre Penélope que devoran la casa. Claman los pretendientes contra la astucia de Penélope que con sus tejemanejes los mantiene a todos a la misma distancia. Clama Haliterses interpretando los augurios que dos águilas dejan en el cielo. Pero Atenea indujo al sueño a todos los pretendientes y disfrazada de Mentor subió a bordo precediendo al divino hijo de Ulises.

Nueve toros sacrificaban los pilios cuando Telémaco ancló en el puerto. Néstor, el caballero gerenio, domador o guiador de caballos, es quien interroga a los recién llegados. Ninguna noticia puede aportar el rey de Pilos sobre el destino de Odiseo, pero cuenta la trágica historia de Agamenón, pastor de hombres.


Menelao, el rey de la Esparta micénica, recibe a los dos forasteros: Telémaco y Pisístrato, el hijo de Néstor; pues recuerda que también él comió en hospitalarias mesas hasta que logró volver. Evoca Menelao al astuto Odiseo que urdió en Troya la “hueca emboscada” y contuvo férreamente a los argivos hasta que llegó el momento propicio. Indignado después de conocer la situación actual de la casa del héroe, Menelao relata la forma en que logró salir de la isla de Faro y cómo llegó a tener noticias de la muerte de su hermano Agamenón. Sabe, porque así se lo rebeló el veraz anciano de los mares llamado Proteo, que el hijo de Laertes, el que tiene en Ítaca su morada, es decir Odiseo, se halla prisionero en poder de la ninfa Calipso en la isla Ogigia (de incierta localización). Mientras tanto los pretendientes redoblan el cerco acosador sobre Penélope y, enterados de la salida de Telémaco, urden una cobarde emboscada para asesinarlo a su vuelta.

Hermes el Argifonte es enviado por Zeus para que la ninfa Calipso deje salir a Odiseo de la isla donde está cautivo. Antes de cumplir el deseo del dios, la ninfa advierte a Odiseo de los peligros que le esperan antes de llegar a su patria y le ofrece la inmortalidad a cambio de su renuncia a partir. Sale con favorables vientos al quinto día, pero diecisiete después cuando está próximo a la tierra de los feacios (probablemente Corfú),  Poseidón desencadena una gran tormenta y otra ninfa, Ino Leucotea, la diosa blanca, rescata a Odiseo del fondo del mar y lo protege hasta llegar a tierra firme. El paciente y divinal Odiseo pasa la noche entre las hojarascas de un olivo y un acebuche.


Atenea, la diosa que protege a nuestro héroe, se cuela en los sueños de Nausícaa, la hija del rey de los feacios, Alcínoo, para que se dirija a la ribera del río. El alboroto de las mujeres despierta a Odiseo que corre a cubrir sus genitales desnudos con alguna rama. Nausícaa no se ofende por la desnudez del forastero y después de ofrecerle ropas para que se cubra y de invitarle a comer y lavarse, le aconseja que acuda a la casa de su padre donde será bien recibido. Precavida, la diosa protectora de Odiseo, la de ojos de lechuza, le cubre con una densa niebla para evitar que su condición de extranjero pueda soliviantar a las gentes. Atenea explica a su protegido la descendencia directa de los reyes feacios del mismo dios Poseidón y la conveniencia de que Odiseo se gane el aprecio de la reina Arete o Areta. Gracias a la ayuda de la diosa Atenea, Odiseo es bien recibido. No obstante, el canto de Demódoco sobre las luchas en torno a Troya entristece al héroe y el mal desafío que en los juegos le lanza Euríalo, lo enfurece. El rey Alcínoo le pide, antes de que los barcos feacios le lleven hasta su patria, que revele quién es y cuáles fueron sus desventuras.



Cicones, lotófagos, cíclopes; Polifemo se burla de las invocaciones divinas de Odiseo y toma a dos de sus hombres por cena y a los dos siguientes por desayuno. El astuto héroe ciega al cíclope y este lanza su maldición: que Odiseo no regrese nunca o si ha de hacerlo porque esté en su destino, que solo lo consiga después de muchas cuitas. Tal vez fuera la postergación que los compañeros de Odiseo observaban en las preferencias divinas, las que los llevaron a abrir el presente que Eolo había hecho a Odiseo con consecuencias de retorno a la posición más alejada de las costas patrias. Después de la experiencia con los gigantes lestrigones, todos se sienten inquietos cuando desembarcan en la isla de Eea. Tenían motivos para la preocupación. Allí vivía la maga Circe que convirtió en puercos a la mitad de los hombres, pero su corazón resultó conmovido por la presencia del laertíada y durante más de un año convivieron juntos en una continua fiesta sin que nadie reparara en la suerte del retorno a Ítaca. Odiseo ha de descender hasta el Hades para interrogar al adivino Tiresias acerca de su futuro y el de sus compañeros. El vate le advierte de la conveniencia de evitar la isla Trinacia y de la gravedad, en todo caso, de causar mal alguno al ganado que en ella pace. Hace una pequeña pausa en su narración Odiseo para que los feacios se muestren conmovidos. En su paso por el Hades, Odiseo se encuentra con la sombra de Agamenón que se lamenta de la traición de su esposa Clitemnestra de quien recibió la muerte a su regreso, con la de Aquiles que pregunta por las muestra de valor que ha dado su hijo Neoptólemo, con la de Ayax, aún resentido con Odiseo por el reparto de las armas de Aquiles; observa los trabajos de Sísifo, las torturas de Tántalo y una muy lejana imagen de Heracles.


Resignada Circe a perder a su amado Odiseo, le previene contra los peligros de su viaje hasta Ítaca: los cantos de las sirenas, los que se esconden en el interior de la gruta donde habita el monstruo Escila, la devastación que causa entre los navegantes las peñas erráticas y la insaciable fuerza del remolino de Caribdis. No sin bajas pasó la embarcación de los héroes entre Escila y Caribdis (tradicionalmente se ha identificado con el estrecho de Mesina). Tan fijado estaba el destino que los dioses adormecieron a Odiseo para que sus compañeros pudieran aliviar el hambre dando muerte a las vacas del dios Sol, el hijo de Hiperión. Zeus lanzó su rayo contra el barco que navegaba ya lejos de la isla de las sagradas vacas y Odiseo quedó solo y náufrago. Nueve días erró por el mar hasta llegar a la isla Ogigia, donde vive Calipso.

Concluido el relato, los feacios despiden a Odiseo con múltiples regalos y lo conducen hasta las playas de Ítaca en cuyas arenas lo depositan dormido, colocando junto a un olivo todas las riquezas entregadas. Sin embargo, Poseidón castigó a los  feacios por ayudar a Odiseo convirtiendo en peñasco el barco en el que regresaban a Esqueria. Para evitar que fuera inmediatamente reconocido por amigos y vecinos y los pretendientes avisados, Atenea oculta tras una nube a Odiseo y después le desfigura hasta convertirlo en un pordiosero que nadie podría reconocer. De esta guisa, Odiseo entra en la majada de su porquero Eumeo quien lo toma por lo que representa, esto es, un viejo vagabundo. A las preguntas del porquero, Odiseo responde contando una serie de aventuras menos fabulosas que las verdaderas. Por su parte la diosa Atenea viaja hacia Esparta para introducirse en los sueños de Telémaco y sugerirle su vuelta a casa. El regreso de Telémaco pone al descubierto las asechanzas de los pretendientes y el amor que su madre Penélope le profesa. El divinal Odiseo se hace acompañar por su porquerizo, quien sigue tomándolo por un vagabundo, hasta la fiesta que los pretendientes celebran en el palacio de la reina Penélope. Festines diarios en los que se consume desde hace años todo el patrimonio del héroe. A solas con Penélope, el vagabundo fingido asegura conocer a Odiseo y tener certeza de que su regreso está próximo. A un descuido de Atenea debe achacarse que el reconocimiento de Odiseo por la vieja aya Euriclea, pues aquella que emborronó con aspereza la piel del héroe, dejó intacta la cicatriz que le infirió un jabalí en el monte Parnaso. Junto “a las arcas de los perfumados vestidos” de la divina Penélope reposaba el arco y la aljaba de su marido, un reglado de Ífito Eurítida, el semejante a los inmortales. Penélope propone un certamen para probar la destreza con el arco de los pretendientes. Leodes, hijo de Énope, es el primero en fracasar. Eurímaco, hijo de Pólibo, se avergüenza de no poder armarlo y Antínoo, hijo de Eupites, desiste del intento. Este es el primero en caer bajo las saetas del arco manejado por Odiseo que se desprende de su disfraz para dar comienza a la matanza de los pretendientes. Junto a él luchaban su hijo Telémaco, Eumeo y Filetio, el boyero. Perdonó la vida a Femio, el aedo cantor, y a Medonte, el heraldo que siempre era amable con Penélope. A las esclavas infieles que habían mantenido relaciones con los pretendientes, les negó Telémaco la dignidad del bronce y ordenó ahorcarlas.


Tras purificar la casa con azufre, Odiseo manda llamar a su esposa Penélope, adormecida por Atenea durante toda la lucha. Veinte años después de que Odiseo partiera para “aquella Ilión perniciosa y nefanda”, Penélope penetra en la misma estancia en la que se encuentra el héroe. Su corazón de mujer abandonada cubierto de las cicatrices de la soledad no es fácil de convencer. Desconfía de que ese forastero en el que no acaba de reconocer a su marido, no sea sino otro pretendiente más porfiado. Los detalles del lecho creado por el mismo Odiseo acaban por convencerla. El regreso se ha consumado. Los dioses han abolido el tiempo e imponen la paz. Odiseo vuelve a Ítaca tarde, mal y solo. Embustero, astuto y seductor no es indiferente a los dioses ni a los hombres.

Si bajo el nombre de Homero hay un único poeta o una multiplicidad de autores ha sido y continúa siendo una cuestión muy discutida. Los “cabezazos” de Homero son pocos, pero tan llamativos que dejan a los unitaristas sin argumentos para sostener su postura. Y sin embargo, esa voz única y perfectamente identificable que suena constante bajo los versos, desmiente las pretensiones de los analíticos.


A los griegos, Homero los llama de tres formas distintas: aqueos, dánaos y argivos. Explica Bowra que este último parece proceder de una época anterior a la invasión de los dorios en la que todo el Peloponeso se conocía como Argos. A los troyanos, dárdanos por la región que habitan y también teucros porque Teucro fue el mítico rey de la Tróade.

Los constantes y repetidos epítetos que con ligeras variantes Homero aplica a lugares, personajes y dioses, proporciona una gran unidad a la epopeya creando un universo muy particular, algo así como una comunidad en la que todos se conocen. La grosería y brutalidad que los pretendientes ponen de manifiesto son un reflejo del cambio de los tiempos porque la era de los héroes ha quedado atrás y el triunfo de Odiseo sea, tal vez, el último.

Hay también en la Odisea una magnifica lección de síntesis política y social. La ninfa Calipso y la maga Circe ofrecen una visión del matriarcado mágico y autosuficiente que se contrapone con la brutalidad cavernícola y viril del mundo de los cíclopes. Y de isla a isla: Esqueria acoge el espacio ideal de los feacios donde el orden, la rectitud y la virtud (la esposa del basileus Alcínoo se llama precisamente Areté) convierten en natural el don de la hospitalidad al extranjero, Odiseo, a quien cada uno de los doce basileis ha de entregar un manto, una túnica y un talento de oro.

Odiseo es el último héroe, un superviviente heroico en un mundo que ya no lo es. Si bien se mira no han transcurrido más que diez años desde el final de la guerra de Troya, por lo que es muy posible que sea aquí, justamente en el panorama político y social de Ítaca, donde Homero plasma su propia época contemporánea.


La grandeza rebosa por los cuatro costados homéricos. Hasta el propio Argo, el perro de Odiseo que muere echado sobre un montón de estiércol y cubierto de garrapatas, la posee porque el final es el apropiado en el momento apropiado. Platón criticó a Homero por su poco apego a los dioses y abusar de las emociones. Pero el aedo hizo mucho más al convertir el sino de los héroes en materia de canto y como dijo Bowra: “El canto los conmemora, los trasciende y los eleva al orden imperecedero del ser”. Con hilo de lino y gancho de bronce Homero pesca en los mares del tiempo la valía testimonial del héroe que siempre elige hacer aquello que de él se espera.




domingo, 23 de noviembre de 2014

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez.


Atormentado por la memoria, el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour había puesto punto y final a su vida. Los detalles se solapan con ánimo encubridor: el olor de los amores contrariados, la guerra, las fotografías de niños, el magnesio para los relámpagos, el ajedrez, el cianuro, el catre de campaña, las muletas, el gran danés, la alcoba-laboratorio, los resquicios amordazados, los frascos, las revistas, el polvo ausente… Su viejo amigo, el doctor Juvenal Urbino, se hace cargo de las primeras diligencias y de las últimas voluntades. La noche anterior, la víspera de Pentecostés, Jeremiah había ido al cine de don Galileo Daconte. Este era el plazo irrebasable: el día de Pentecostés siguiente a cumplir sesenta años. Así lo había fijado el mismo Jeremiah. El suceso había ocurrido en una ciudad caribeña y costera donde en invierno las letrinas rebosaban y en verano los vientos se llevaban a los niños por el aire. Allí, los más viejos portaban aún en el pecho la marca real de los esclavos. Es gustoso situar la acción en los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Tal vez por los tres mil libros “idénticos empastados con piel de becerro y con sus iniciales [las del doctor Urbino] doradas en el lomo”. O quizás por el silencioso desplante histórico que el loro del doctor Urbino protagonizó durante la visita del presidente de la República de Colombia, don Marco Fidel Suárez.


El mismo día que Jeremiah falleció, el loro real de Paramaribo que doña Fermina Daza había regalado a su marido el doctor Urbino, se escapó. Pero aquel día era especial para el viejo médico porque además de la muerte de su amigo, el doctor Lácides Olivilla, su más amado discípulo, celebraba las bodas de plata. De manera que por un día bien podía Juvenal Urbino olvidar las muchas encrucijadas de incomprensión a las que la vida lo había sometido. Pero eso se convirtió en un descuido imperdonable porque después de la sagrada siesta, en un momento de pausa en la lectura y mientras se balanceaba ligeramente en el mecedor, el doctor lo vio: el sirvergüenza del loro en la rama más baja del mango, casi a la altura de la mano. Eran poco más de las cuatro de la tarde del día de Pentecostés, cuando el doctor se dio cuenta de que la vida se le iba tras la escalera a la que se había encaramado, sin más tiempo que para despedirse de su esposa: “Solo Dios sabe cuánto te quise”.


En medio de las urgencias que una muerte de tanta significación trae consigo, una figura ignorada hasta entonces, Florentino Ariza, puso algunos remedios y fue uno de los pocos que aguantó bajo la lluvia hasta que el cuerpo del doctor Urbino reposó en el mausoleo familiar. Despedido el velatorio post-inhumatorio, Florentino Ariza no se anda por las ramas, se presenta ante la viuda del doctor y renueva allí mismo unos votos de amor que ya habían cumplido sus bodas de oro. Naturalmente que doña Fermina Daza lo despide con cajas destempladas. Cincuenta y pico años antes del entierro del doctor Urbino, el telegrafista Lotario Thugut había mandado a Florentino a casa de Fermina para entregar un telegrama y para dar inicio a un intercambio de misivas que terminaron en compromiso de noviazgo. Pero el tratante de mulas y padre de Fermina, Lorenzo Daza, puso a su hija fuera del alcance del pretendiente, transportándola a lomos de una mula, como si fuera pescado en salazón, por las veredas de la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta llegar a una pequeña población, Valledupar, repleta de gallos, acordeones, jinetes, cohetes y campanas. La prima Hildebranda Sánchez recibió a la desamparada Fermina y poco a poco le hizo ver que es posible ser feliz contra el amor. Y año y medio después de la separación, al girar la cabeza en un revuelo de mercado, Fermina se da cuenta del desencanto brusco que el rostro de Florentino causa en su corazón. Percibe en un solo instante sus “aires de perro apaleado [y] su atuendo de rabino en desgracia”.


Cuando a los veintiocho años el doctor Juvenal Urbino regresó de París tras completar sus estudios, una epidemia de cólera morbo había convertido al pueblo en algo remoto y ajeno. Ocupó el consultorio del padre fallecido y lucho contra letrinas y basuras. También el trabajo le llevó al doctor Urbino hasta Fermina por sospecha de apestamiento, pero le costó mucho más que una borrachera de anisado y una serenata con piano y pianista llegar hasta el corazón de la hija de Lorenzo Daza. La llegada de la prima Hildebranda resultó capital. Cierto día que ambas salían de ser retratadas, el landó de los caballos de oro del doctor Urbino las rescató de en medio de la turba que había comenzado a burlarse de su aspecto. Y entonces el interés de la prima por dueño de la casa del Marqués de Casalduero, despertó en Fermina las “chispas de azufre… de los años que le faltaban por vivir” y no quiso hacerlo sola.


Si algo podía poner remedio a la noticia de la boda de Fermina era iniciar los preparativos del exilio del desamor. Y un domingo de julio a las siete de la mañana Florentino tomó el navío de la Compañía Fluvial del Caribe que llevaba el nombre de su padre: Pío Quinto Loayza. En un viaje de ida y vuelta buscó Forentino el olvido en las aguas del río Magdalena y el consuelo en los brazos de Rosalba. Y más tarde, bajo las bombas del general rebelde Ricardo Gaitán, en los de la viuda de Nazaret, “una mujer de recursos pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto”. Los amores terceros lo fueron en cueros con Ausencia Santander que desnudaba a los hombres como si fueran un pescado vivo. Los clandestinos de la succionadora Sara Noriega. Los mensajeros de la malograda Olimpia Zuleta. Vinieron después algunos cientos más hasta completar más de una veintena de cuadernos, todas rendidas ante este menesteroso del amor. Amores de esposo infiel sin traición.


En parecidos términos teóricos podía decirse que el doctor Urbino y Fermina se habían casado más por desafío que por amor, pero en su viaje no había caimanes en los playones, ni gallinazos, ni niños dormidos dentro de jaulas. El lujo de atravesar el Atlántico predispone el espíritu para el amor y, sin duda, de París se vuelve con un baúl lleno de objetos y, también, de recuerdos. Fermina regresó embarazada y la capacidad intacta de resumir dos años de viajes y matrimonio en cuatro palabras: “Más es la bulla”. Por las referencias que la novela proporciona debemos estar en la última década del siglo XIX porque Victor Hugo ya estaba muerto, pero aún vivía Oscar Wilde.  

Cuando Florentino vio a Fermina embarazada tomó dos decisiones: ganar fortuna y nombre y esperar la muerte del marido. Con esta determinación Florentino fue a visitar a su tío León XII, el magnate de la navegación fluvial presidente de la Compañía Fluvial del Caribe. Y sin poner más carne en el asador que el cuerpo mismo de Fermina, Florentino llegó a Presidente y Director General.


Regresada del dilatado viaje de bodas, Fermina se dio cuenta de que estaba a punto de iniciarse su cautiverio. Seis años vividos entre el color venoso de las berenjenas de doña Blanca, la suegra, y la imbecilidad de las dos cuñadas. El espanto no es eterno y muerta doña Blanca, Fermina regresó por segunda vez de París embarazada. El noble y odiado palacio del Marqués de Casalduero fue vendido para dar inicio a las obras de la quinta de La Manga, donde a las berenjenas se les eliminó el veneno convirtiéndolas en puré. La crisis, la única crisis, del matrimonio coincidió con el torneo de ajedrez en el que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó a cuarenta y dos adversarios. La desgracia tuvo que ver con el afán husmeador de Fermina y la reconciliación con cierta mediación del arzobispo de Riohacha.

Cuando Florentino oyó las campanas de la catedral doblar por la muerte del doctor Urbino, las trampas de compasión de Florentino Ariza habían terminado de girar. Al fin “la muerte había intercedido en favor suyo” y es entonces cuando comprendemos cómo cincuenta años de tregua pueden desembocar en una noche de torpeza. Después vinieron las cartas que en realidad no eran más que hojas sueltas del libro de la vida, y las visitas, todos los martes a las cinco, que muy pronto reivindicaron un lugar familiar junto a la baraja, los almuerzos y las flores. Sin embargo, las escaleras se encargaron de trastocar dos meses de felicidad y retrotraer el intercambio epistolar a la estéril ñoñería de los versos melancólicos. Del resto, mejor olvidar.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Córdoba de los Omeyas. Antonio Muñoz Molina.


A punto de cumplirse los 25 años de la publicación de este magnífico libro, sigue sorprendiendo que estemos ante un libro de encargo. Ciertamente, escribir es un acto irreflexivo, probablemente el más irreflexivo de todos, porque sumerge al escritor en la meticulosa búsqueda de una conciencia única. Muñoz Molina se aferra con la avaricia del historiador que ve en cada sombra un relámpago del pasado, al clavo del que cuelga la memoria de las cosas. Es en las fachadas blancas manchadas por los balcones cubiertos de macetas donde el sol de Córdoba saca músculo. Este sol milenario que hoy frecuenta los gimnasios, paseó sus pies infantiles por el pavimento de la mezquita. Se hace acompañar Muñoz Molina por Walter Benjamín y Jorge Luis Borges, tal vez para asegurarse de que la historia y la religión sigan perteneciendo al paraíso de la literatura. A nosotros, sin embargo, nos parece que comparte más elementos con Javier Reverte: buscadores de perlas en los mares de la historia.


El rumbo lo traza Muñoz Molina desde esa especie de sarpullido que es la plaza de la Corredera, cuadrilátero en el que los contendientes pocas veces salen de sus rincones. Los cristianos pintaron la pérdida de Córdoba como un cataclismo que los amables términos de la capitulación firmada entre el visigodo Teodomiro y el árabe Abd al-Aziz, no corroboran. Para los árabes parecía ser más cosa de sueño, el del gobernador del norte de África, Musa ibn Nusayr, que envío al general beréber Tariq ibn Ziyad al imposible de conquistar Hispania.


Cuatro décadas después, tras un viaje que duró cinco años desde Damasco a Córdoba Abd al-Rahman Ibn Muawiya llegó a España huyendo de la masacre de los abasíes. Había estos arrebatado el poder del califato a los omeya, instaurado la capital en Bagdad y mudado el paño blanco por el negro. Abd al-Rahman era el último de los Omeyas y su muerte no podía estar más cargada de sentido para los usurpadores. El espléndido relato que hace Muñoz Molina de la historia de Abd al-Rahman tiene como fuente de inspiración la crónica árabe manuscrita conocida como Ajbar Machmua, a buen seguro que en la traducción que de Emilio Lafuente publicó Sánchez-Albornoz en su España Musulmana. En su huida desesperada llega el príncipe omeya a Ifriqiya, en el norte de África, y allí entre las tribus bereberes de su madre, encuentra al fin un poco de descanso y seguridad.
  

En al-Andalus eran los árabes qaisíes los que se habían hecho con el poder, pero los Omeyas conservaban un gran número de guerreros vinculados a su familia por relaciones de clientela. El emir o valí, que aquí hay cierta confusión sobre el tiempo que tardaron los Banú al-Abbas en confirmar el cargo, en al-Andalus cuando en agosto del año 755 llegó a las playas de Almuñecar Abd al-Rahman, era Yusuf al-Fihrí. Volvía Yusuf de la campaña contra los vascones con malos resultados y su afán no era otro que pasar el otoño y el invierno en su alcázar de Córdoba. Pretensión que compartí con Abd al-Rahman que decidió aguardar en el castillo de Torrox, pues ambos sabían que las batallas eran cosa del buen tiempo y que disponían de muchos meses para tantear sus mutuas intenciones. Yusuf ofreció tierras y riquezas, incluso la mano de su hija, pero Abd al-Rahman lo quería todo. En mayo entra victorioso en Córdoba y su primera orden es prohibir el saqueo. Los yemeníes que lo acompañan se rebelan y el nuevo emir reacciona con dureza. Da la impresión, bien transmitida por Molina, que el príncipe omeya se ahogó en la soledad y extrañeza de un lugar que no era el suyo. Hizo construir el palacio de al-Rusafa y lo rodeó de palmeras y granados, pero Córdoba no se convirtió en Damasco. Abd al-Rhaman había perdido parte de su corazón en el camino.

Sobre los terrenos que ocupara la basílica de San Vicente levantó el nuevo emir la primera de las, según Ibn Hayyan, mil seiscientas mezquitas que hubo en Córdoba. Parece claro que es una exageración, pero lo que los arqueólogos dicen es que la Córdoba de los Omeya era más grande que la actual. Judíos y cristianos pagaban tributo por la libertad de abrazar otra religión. Algunos, los muladíes, deciden convertirse al Islam.


En ambas riberas del Guadalquivir, escondidas entre los árboles frutales y las huertas, surgieron infinidad de almunias a donde los ricos habitantes de Córdoba se retiraban en los meses de calor. En el margen izquierdo un gran cementerio musulmán, lugar de recreo y paseo, de visita frecuente y fervor religioso, ocupaba el lugar del arrabal de la Saqunda que en tiempo de al-Hakam I fue arrasado por la rebelión de los muladíes.    
La historia de cómo el bagdadí Ziryab, el mirlo, acabó en la corte de Abd al-Rahman II, el bisnieto de su homónimo, comienza como las Mil y una noches en la Bagdad del abasí Harún al-Rashid. Ziryab orientalizó a los cordobeses: les enseñó a vestir y a la arreglarse, cómo debían comerse y qué, fundó una escuela de música y un instituto de belleza. En la misma época en torno al año 850, surgió entre los cristianos un grupo cuyo único deseo parecía ser el de morir como los antiguos mártires. Así comenzaron a blasfemar en público, a veces ante el mismo cadí o en el interior de la mezquita, contra Mahoma. Tal fue la epidemia de martirología que hasta de Carmona venían para que les cortaran la cabeza y otros, como Eulogio, empleó nueve años de su vida en lanzar injurias para verse, al fin, premiado con el sacrificio de su martirio. Para entonces Abd al-Rahman II ya había muerto.


La mezquita es un lugar para buscar el centro del universo y, por eso, ha de estar vacía de imágenes. Serán las palabras y la memoria quienes hagan posible que pasado y espíritu se fundan en la búsqueda de Dios. La mezquita de Córdoba es uno de esos tesoros que solo la trascendencia encerrada en el interior del hombre hace posibles. Cuando uno penetra en su interior si va bien provisto de los significados conservados por el Islam, religión veneradora de la palabra y la memoria, único capital posible del nomadismo humano, enseguida reconocerá en la orientación de la qibla un completo orden del mundo.


Abd al-Rahman al Nasir, el vencedor, más conocido como Abd al-Rahman III, se autoconstituyó en califa de occidente y príncipe de los fieles. Con él, Córdoba alcanza su máximo esplendor. Manda construir para su concubina Azahar, el palacio de Madinat al-Zahra. Dicen que tenía mil quinientas puertas y más de cuatro mil columnas y que los mármoles llegaban continuamente del norte de África, de Tarragona, de Málaga… Cuenta al-Maqqari las maravillas del palacio: dos magníficas fuentes traídas de Siria y Constantinopla, la una de mármol verde y la otra de bronce dorado; el tejado de oro del salón de los califas, cuyas paredes estaban hechas con sillares de mármol de distintos colores que dejaban pasar la luz; los estanques de peces que rodeaban el palacio consumían diariamente doce mil hogazas y eran más de trece mil los servidores del palacio. Pero igual que manda construir palacios, y probablemente con la misma indiferencia, el califa hace saltar la espada sobre el cuello de quienes le contradicen o violentan sus deseos. No debió reparar en estos inconvenientes el médico de Abd al-Rahman III o, si lo hizo, no los dio importancia. Se trata del famoso médico judío Hasday ibn Shaprut que retomó el estudio de la pócima llamada triada, una especie de curalotodo, hasta dar con su composición. Pero si por algo es conocido ibn Shaprut es por haber curado la gordura al primo del califa, el rey de León Sancho I.


En la Córdoba del siglo X el libro ocupa un lugar fundamental. El libro es un objeto de lujo como lo es el conocimiento. El cadí Ibn Futais poseía una gran biblioteca particular cuya evocación provoca una inmensa envidia. “Ocupaba un edificio entero, y sus  pasillos, escalinatas y anaqueles estaban trazados de manera que había un punto central desde el que se dominaban todas las estanterías”. Desde allí al cadí le sería posible comprobar qué grado de excentricidad le separaba, en su caso, del centro del mundo. Diariamente cientos de copitas trabajaban en los arrabales poniendo todo el esmero en la caligrafía de sus manuscritos. La lentitud con la que el calígrafo maneja el cálamo, lo impregna de tinta, lo mueve con habilidad sobre el pergamino o el papel, es la dicha de saber que cada libro es un milagro. Solo así el copista puede seguir adelante con su trabajo. No se le pide que comprenda lo que transcribe, sino solo que lo haga con respeto y exactitud. Los libros eran tan valiosos y preciados como la gran perla al-Jatima que adornaba la sala del trono del califa en la Madinat. En este ambiente sacralizado por la palabra, Ibn Shaprut y Apolodoro de Salónica tradujeron al árabe el manuscrito de la Materia médica de Dioscórides. De Qayrawan en el norte de África, llegó el erudito al-Jushaní para que hoy podamos leer la historia de los jueces de Córdoba. Desde Bagdad, El Cairo, Constantinopla, Damasco llegaban constantemente libros para la biblioteca del califa al-Hakam, el hijo de al Nasir, el más culto de los Omeyas andalusíes. Los cálamos para escribir se enviaban a Córdoba desde el curso del Tigris y el papel se fabricaba en Samarcanda. Ninguna de estas dos grandes bibliotecas, la del califa y la del cadí, duraron mucho, pero podemos seguir imaginándolas.


En una prodigiosa combinación de ambición y azar Muhammad ibn Abi Amir, luego conocido por al-Mansur, en poco más de ocho años pasó de escribir documentos en un portal de escribano a administrar los bienes del hijo de al-Hakam y heredero al trono, Hisham, por decisión de la rubia Subh, aurora, concubina del califa. Muhammad parecía saberlo todo y cómo actuar en cada caso. Le bastaba una mirada o un rápido análisis para conocer el precio de cada uno: la palabra para unos y la bolsa de oro para otros. Pero la astucia y la inteligencia puestas al servicio de una excluyente ambición de poder, suelen ir acompañadas de la vileza en el camino y de la traición en la llegada. Hubo así Muhammad de sufrir la propia sublevación de su hijo Abd Allah que se refugió entre las tropas y los castillos del conde García Fernández.

Al Mansur, el vencedor o el victorioso, porque regresó triunfador de cincuenta y dos campañas contra los cristianos. Dicen que llevaba siempre consigo un pequeño Corán que el mismo había copiado y que en una arqueta recogía el polvo de sus vestidos antes de retirarse a descansar para que le sirviera de sudario en su día. Vencer es transformar, porque solo cambiando la estrategia es posible sorprender. Y el primero de los cambios lo sufrió la misma Córdoba cuyas calles acabaron inundada de bereberes atraídos por las ventajas de servir en el ejército de Muhammad. Almanzor, que es como le llamaron los cristianos, murió sin haber sido derrotado. Y sin embargo, sabía de lo efímero de su triunfo, intuía la guerra civil que seguiría a su desaparición.   


A lo largo de los años siguientes, entre 1010 y 1013, Córdoba fue una y otra vez saqueada por los bereberes, los castellanos y los catalanes. La peste precedió a las inundaciones, el hambre al frío y la muerte acompañó a la devastación. De la Madinat al-Zahira de al-Mansur no quedó ni rastro y de la Madinat al-Zahra de al-Nasir solo unas ruinas que se utilizaron como cantera durante siglos.



Muñoz Molina traza en este asombroso libro de encargo un espléndido recorrido por las treinta generaciones de Omeyas que poblaron Córdoba. Con un estilo expositivo claro y en ocasiones embaucador, conduce al lector hacia conclusiones insospechadas al inicio de la lectura. Acabamos convencidos de un legado de profunda huella, de la pervivencia nostálgica adherida a las columnas de mármol de la mezquita, de la extraordinaria fecundidad de un espíritu moldeador  de palacios y bibliotecas, de la fragilidad de lo humano y de la insuficiencia de la belleza para atraer al bien. Hay libros que abren caminos y este sin duda lo es. Lo fue para Muñoz Molina, él mismo lo ha reconocido, y debería de serlo para resucitar una generación de editores ya desaparecidos, simplemente porque los necesitamos. Para los lectores lo mejor: entrar en uno de esos callejones sin salida de la historia con las manos en los bolsillos y salir con las manos en la cabeza. 

sábado, 11 de octubre de 2014

El cuaderno gris. Josep Pla


Veintiún años cumple Pla cuando inicia el dietario que acabará por convertirse en El cuaderno gris. La gripe fuerza el cierre de la facultad y Pla aplaza su “pesada carrera de abogado”. Los Pla son de Llofriu y los Vilar, el segundo apellido paterno, de Mont-ras. En la familia materna, los Casadevall i Llac, son indianos y anarquistas. Un pozo separa el huerto de los Pla  del jardín de su vecina, la señorita Enriqueta Ramón: innumerables debieron ser las veces que el pequeño Pla atravesó el abismo del pozo pasando de los brazos de una a los de la otra.


Entre Santa Margarita y Santa Rosa, la familia abandonaba Palafrugell y se marchaba a Calella de veraneo, a esperar que los chaparrones de septiembre hicieran posible el botón atravesara el ojal. La tertulia ampurdanesa no era como la de Barcelona. En aquella los temas se trataban a fondo y como el que salió fue el de la justicia, Joseph Bofill redujo un mundo justo a mujeres feas y hombres estúpidos. Cabe suponer que la razón de tan drástica medida estuviera en que a las mujeres feas todos los hombres les parecen inteligentes y a los hombres estúpidos cualquier mujer les parece bonita. Después de la tertulia, el señor Jordi, conocido por Quica, que es confitero fino, hace un paquete con un surtido de golosinas y se va a pasar el rato a una de las casas de señoritas. A Gori, que es como todo el mundo conoce al señor Bofill, la literatura que practica el joven Pla le parece una indigesta obviedad.  El problema es que a Gori la literatura que le gusta es la del domingo por la tarde y no la de diario, que es la que practica Pla. Estamos en 1918 y todavía mucha gente lleva “en el ojal de la solapa el botoncito con la inscripción: «No me hable usted de la guerra» “.


Hay tres cosas con las que Pla no comulga: el aire gastado de las iglesias, la orejona hipocresía y la mística de Verdaguer. Duda con la gente de Palamós, “que no parece sino que trabaja para tener hambre, tiene hambre para poder comer, come para hacer el amor reposadamente a su mujer y hace el amor para tener limpia la cabeza y las entrañas”. Por mucho que el hombre se esfuerce en adornar el color del fondo de las estampitas, la vida es otra cosa y como una cometa, Pla la echa a volar. Sin ir más lejos, la historia de Gervasi que supo adaptarse a los nuevos tiempos y cambió la taberna por un caracol de mar con el que señalar la salida del sol, el mediodía y la llegada de la noche. Colgó la escopeta y afincó los fogones. Trabajó la viña y las vinagretas. No era Gervasi público para contemplar de pie más tragedia que la propia.

El 20 de julio es Santa Margarida, la fiesta mayor de Palafrugell. A Gori, que se define como hombre de la vida cotidiana, no le gusta la fiesta propia, es más partidario de ir a molestar que de ser molestado. De pronto, entre el fragor de jolgorio festival, se difunde un rumor: don Francisco, médico de iguala y famoso por su ojo clínico, pone cuarto de baño en casa. Algo así como el puñetazo que la guerra que termina propina en la mesa llena de granos de maíz donde los burgueses entretienen el tiempo repetitivo, teatral y un poco cómico con una larga partida de tresillo.


Pla es un morador de espacios respetables y lo mismo descansa en aquellos que abren su ventana a jardines en los que la soledad es un hecho biológico sagrado, que despierta en habitaciones que dan al zaguán donde se detienen los que a cobrar llegan. Lo que nos lleva a leer una conclusión sorprendente: que el único acto importante la vida es el de pagar y que la fórmula más agradable de la convivencia humana es la banalidad. En la aparente calma de la mar pladiana se descubren veleros que luchan en medio de la tormenta. Alegra, por tanto, encontrar un tópico de aquellos escolares de 1918: agujeros en las paredes de madera de las casetas de playa. Ahora tendríamos otra opinión acerca de su comportamiento. El quehacer favorito del señor Girbal, tratante de caballos, es devorar palomos. Rossend Girbal, conocido en el país por Jan y en el Rosellón por Marxant Gros. Sobre su chaleco de fantasía sobrepone el pico blanco de una servilleta y armado con una dentadura “luminosa y pujante” (¡qué forma de adjetivar!) mastica hasta los huesos de la cabecita del palomo.
  

Para Pla la fragmentación de todo lo humano no deja espacio para la sinceridad ni, por tanto, para la intimidad. Pero sentimental como es, no se resiste Pla a evocar los domingos gerundenses de su primera adolescencia, los de la tía Lluïsa, llenos de “ilusiones fallidas y [de] caprichos colgados del aire”, los andarines cuando era su padre quien le buscaba en el colegio donde estaba interno o los de morosidad útil que practicaba la abuela Marieta. Hay algo de verdad en el reto que el jugador con su envite le lanza a las humillaciones de la vida. En muy pocos órdenes humanos se alcanza un tan alto grado de compromiso: quien gana se aleja para pedir disculpas por su fortuna y quien pierde se acerca por compartir el regusto de la desgracia.   

El tren grande y el tren chico. Gerona y La Bisbal. El ala del sombrero y los haces de pavesas. Unos del mercado y otro del entierro. Es octubre de 1918. La gripe hace estragos. Dos botes pescan calamares delante de Calella. Vino y caracoles. Tertulia y cine. Schumann parece de dos dimensiones y Chopin de tres. Se lamenta Pla de que la suya sea una época de máscaras, de calle, apariencias y cartón. No hay razón para dudar de su impresión. El hambre de conocimiento que traga la definición y caga la confusión. Algo así como una sonata de Beethoven interpretada por un pianista borracho. Cama caliente, lluvia lenta y vaga, dan el viático a Teresita Bordas, Roldós toca las suites inglesas de Bach en el piano del cine vacío y frío. Acaba 1918.


En enero la reapertura de la Universidad obliga a Pla a volver a Barcelona. La Rambla, los cafés del Continental y del Suizo, el Palacio de la Música Catalana, el Ateneo, la casa del Arcediano, sede del Colegio de Abogados… Tenemos la impresión de que Pla frecuenta poco la Facultad. Poco después le llega a Pla la noticia de la muerte del pianista Roldós y no hay en toda Barcelona nadie con quien compartir el recuerdo del músico. Los domingos por la tarde Pla se recluye en la biblioteca del Ateneo, pero ni siquiera allí se está seguro del corrosivo veneno horterista de los domingos por la tarde.
Maestros pedantes y discípulos anárquicos. Cocido todos los días y leche para los enfermos, aclara la abuela Marieta como ejemplo del cambio de los tiempos.

Agitación generalizada. Huelga en la Universidad. La epidemia se gripe se lleva al polémico Jaume Brossa. Como un granuloso retrato anónimo y misterioso, nos describe Pla la bulliciosa calle de San Pablo, escaparates con fuentes de alubias cocidas, y la más triste y pobre calle de la Cadena donde niñas vestidas de campanillas llevan cántaros de agua. Al día siguiente de esta entrada Pla se mete en la cama con gripe. Siente que durante treinta y seis horas está a dos pasos de la muerte, pero el lamento más agrio es el de poseer pocos libros y las treinta y ocho pesetas que cuestan las obras de Flaubert. Ninguna protesta, advierte Pla, por la clase de Derecho Mercantil dada en lengua catalana. El entierro del penalista Dorado Montero en Salamanca fue civil, sin duda Pla puso su atención en este hecho por el emocionado recuerdo que Cuello Calón le dedicó en la Universidad de Barcelona.


La situación económica de la familia obliga a los Pla a desmantelar el piso de la calle Mallorca. Josep y Pere se trasladan a la pensión de la calle Pelayo. Como en la pensión el desorden es mayúsculo, Pla trata de paliarlo mezclando la imprecisión adjetival de Balzac con el estilo cargante de Balmes.

Pla sabe ajustar los vientos como un dios. El gregal levanta e hincha las olas, el marcero hace gemir las amarras. El garbí tuerce todo lo que el mistral entereza. En verano alternan el garbí y el gregal, africano el primero, sapiente y continuo el segundo que ha pasado por Grecia e Italia.

Pla consigue entrar en la tertulia del Ateneo. Allí conoce a Quim, el doctor Borralleres, cuya única ocupación es presidir la Peña, nombre por el que la tertulia es conocida. Más de doscientas personas se mueven a su alrededor y a la mayoría apenas si las dedica una mirada, un gesto o una palabra. Los cafés de estudiantes como el Cal Pau en la Gran Vía, en el Ensanche, o el Gravina en la calle del mismo nombre a la sombra de Hospital Militar de la calle de Tallers, tenían la embriaguez simultánea de billares y timbas. Otros, como los de la calle de Aribau, habían sustituido los tapetes verdes de las mesas de juego por el aspecto oxigenado de las tanguistas.

La época más feliz, o al menos la que Pla recuerda más feliz, fue el año de estudio de Lógica Fundamental: un año entero viviendo en un tiempo anterior a Galileo, a Newton, a Descartes. El libro que mayor influencia causó en su ánimo fue el libro de recibos de la Sociedad Deportiva Pompeya. La mayor inquietud, pasar por la calle Pelayo con la memoria llena de una cosa llamada recurso de casación. El disgusto más gordo, la ausencia de “señoras con ciertas posibilidades de ternura”.  


A principios del verano de 1919, Pla hace un rápido viaje a Palafrugell y regresa a Barcelona: ha de preparar las últimas asignaturas que le convertirán en abogado, pero necesita algo de dinero y, sobre todo, enderezar su vida hacia el destino deseado: la tarea de escribir. Es entonces cuando aparece el verdadero rostro de Quim. El aparentemente desocupado doctor Borralleres es, en realidad, uno de esos hombres extraordinarios que construyen su interior con lo que los demás desechan. Y la cosa queda resuelta: Pla comenzará como gacetillero. ¿Está usted de acuerdo señor Pla? La pregunta viene al caso “le digo esto porque en este país hay personas que piden una cosa y que, en seguida que la han obtenido, ponen una cara como si les hubiesen engañado como a chinos”. No tiene, naturalmente que no, objeción alguna que formular. El diario es “Las Noticias”. Después “La Publicidad”.

Los domingos, el conocidísimo señor Dalmau, el de las Galerías Dalmau de la calle de la Puertaferrisa, solía acudir a la tertulia del Ateneo. Quim le interroga por la muy fuerte exposición de la semana, la del cubista Joan Gris. Pero es tal la displicencia de este hombre que nadie atina a saber la media docena de palabras que acaba de articular. Ningún desaliento parece posible en el caso de las señoritas Quimera y Pura, una de las cuales siempre está en el Carmen. Devoción parecida es la que tiene Hermós por la pesca en general hasta el punto de marcar con el anzuelo las cosas buenas de la vida. Muchas son para Pla las cosas buenas de la vida: los primeros racimos de moscatel, las arboledas que el río Tordera deja a su paso, el moño vertical de la señora Tuietes, el rumor del hilo de agua que un grifo deja en una calurosa noche de verano, esa cierta hinchazón que comparten la vanidad y el sentimiento religioso, el no saber la razón de las muchas horas perdidas mirando el mar, la menguante linealidad del otoño…

El hombre pausado y la ondoyante vida: Pla, el escritor que se mueve entre la curiosidad y el oficio.



martes, 19 de agosto de 2014

Libro del Génesis.


Los orígenes del mundo y de la humanidad, los primeros antepasados del pueblo de Israel a través de la historia de los patriarcas, los ciclos correspondientes a Abrahán, a Isaac, a Esaú y Jacob, a José y sus hermanos, modelos de conducta y de virtud propiciados por una convivencia tribal y una explicación integradora de la realidad humana. Eso es lo que está en el Génesis.

Hay un firmamento creado para separar las aguas de arriba de las de abajo y un brote de hierba que siempre semilla según su especie y semejanza. “Un hálito de Dios se deslizaba por encima del agua”. En el Edén puso Dios al hombre bajo la advertencia del árbol de la ciencia del bien y del mal y Adán fue dando nombre a los animales. Luego, tras la expulsión, Dios le puso guardianes al paraíso “no vaya ahora a extender la mano, tomar del árbol de la vida, comer y vivir para siempre”. El mismo Dios que dio preferencia a las ofrendas de Abel sobre las de Caín, maldijo al fratricida. Quedaron vivos Caín y Set, el tercer hijo de Adán. Noé, un descendiente de Set, estaba destinado a dar reposo al hombre y tras su nacimiento Dios recapacitó y decidió borrar a sus propias criaturas. Hizo Dios una alianza con Noé: mando construir un arca y poner a salvo una pareja de cada especie para preservarla del diluvio y Noé obedeció al Señor. Sobre las montañas de Ararat posó Dios el arca. Después de un año la tierra se secó y del arca salieron Noé y sus hijos Sem, Kham y Iáfeth y la mujer de Noé y las mujeres de sus hijos y las bestias por parejas. Dios selló con Noé el pacto de no retorno del diluvio y colocó un arco sobre la nube para que sirviera de recordatorio. Noé cubrió su desnudez inducida por el vino con la inocencia de Khanaan, el hijo de Kham, al que maldijo y dejó bajo la servidumbre de su tío Sem. Los hijos de Noé poblaron la tierra de nuevo después de que Dios los dispersara confundiendo sus lenguas en la torre de Babel.


Abram, semita por descender de Sem, llegó a Kharrán (Jarán, noroeste de Babilonia siguiendo el curso del río Éufrates), en compañía de su padre, Thara, de su mujer, Sara, y de su sobrino, Lot. Allí el Señor le dijo a Abram que debía dirigirse a Khanaan y partió después de la muerte de su padre, Thara. Dios promete a Abram dar la tierra de Khanaan a su descendencia. Abram con su mujer Sara y su sobrino Lot fueron a Egipto a causa del hambre que asolaba la zona y allí Sara se hizo pasar por hermana de Abram. El faraón tomó a Sara y Dios lo castigó. Para evitar las disputas, Abram y Lot se separaron después de salir ricos de Egipto. Lot se quedó con el valle del Jordán y se instaló en Sodoma y Abram levantó un altar a Dios en Hebrón, junto a la encina de Mambré. Las promesas de Dios tardaban en llegar porque Sara seguía sin dar hijos. Dejó Abram encinta a la esclava de su mujer Sara, llamada Hagar, y esta dio a luz a un niño que se llamó Ismael. Trece años después Dios instituye con Abram la alianza de la circuncisión. Abram, como padre de multitudes y naciones, cambia su nombre por el de Abraam y Sara por el de Sarra. Después junto a la encina de Mambré se apareció el Señor a Abraam y le anunció el embarazo de Sarra que hizo reír a esta porque era ya muy vieja para tener hijos. Dios escuchó a Abraam y prometió no destruir Sodoma si en su interior había diez sabios. Pero los dos ángeles no descubrieron más sabio que Lot al que sacaron con sus dos hijas y su mujer, la cual por volverse a mirar quedó transformada en estatua de sal. Tras la destrucción de Sodoma y Gomorra las hijas de Lot se acostaron con su padre ante la creencia de haber quedado como únicos habitantes de la tierra. La mayor concibió a Moab y sus descendientes fueron los moabitas y la menor parió a Ammán y sus descendientes son llamados ammanitas. Abraam circuncidó a Isaac, el hijo nacido de su mujer Sarra, al octavo día conforme le había ordenado Dios. Tenía entonces Abraam cien años. Quiso Sarra que su hijo no se rozara con el de la esclava Hagar y pidió a su marido que expulsara a ambos. Aunque Abraam se negó en principio, Dios le dijo que debía escuchar a su esposa y fueron expulsados. Dios salvo a Ismael de morir de sed en el desierto, pues le estaba reservado hacer con él una gran nación. Cuando murió Sarra quiso Abraam enterrar a su mujer y los hijos de Khet (los hititas) le permitieron que compraba la tierra situada frente a Mambré, en Khebrón, en Khanaan. Antes de morir Abraam hizo jurar a su criado más antiguo que iría a la tierra de donde salió para buscarle esposa a su hijo a Isaac. Que fuera Rebeca la elegida significaba una unión directa con la casa del padre porque Rebeca e Isaac eran primos, colaterales en quinto grado de parentesco. La muerte del patriarca común de las tres religiones del Libro, es narrada con admirable plenitud: “Abraam se consumió y murió en una hermosa vejez, anciano y lleno de días, y fue añadido a su pueblo”. Sus hijos lo enterraron junto a Sarra, en una cueva frente a Mambré.


Rebeca concibió y dio a luz a Esaú, el primogénito, y a Jacob que salió agarrado al talón de su hermano. Esaú menospreció la primogenitura y se la vendió a Jacob por un trozo de pan y un guiso de lentejas. Isaac se estableció en territorio de los filisteos, en Gérara. También Isaac, como su padre, tuvo miedo y presentó a Rebeca como su hermana hasta que el rey Abimélekh lo descubrió y dio la orden de que nadie tocara a Isaac y a Rebeca. La familia prosperó hasta suscitar la envidia de los filisteos, quienes fueron cegando los pozos que los criados de Isaac abrían. Hasta Berseba, el último de los pozos, fue el rey Abimélekh para pedir perdón a Isaac después de saber que el Señor estaba con él. Isaac, viejo y casi ciego, manda a Esaú, por el que siente inclinación, “a cazar una pieza de caza” con la que obtener su bendición. Rebeca, cuyas preferencias recaen en Jacob, logra que el bendecido sea este en lugar de su hermano. Esaú lleno de cólera solo piensa en “que se acerquen los días del duelo” y Jacob por consejo de su madre se marcha a la casa de Labán, el hermano de Rebeca, en Mesopotamia con el pretexto de buscar esposa. Y así “Isaac despidió a Jacob que se fue a Mesopotamia junto a Labán, el hijo de Bathuel, el sirio, hermano de Rebeca, la madre de Jacob y Esaú”. Un magnífico ejemplo de la yuxtaposición propia del lenguaje bíblico. Cansado del camino Jacob se recuesta, duerme y sueña: el famoso sueño de la escalera de Jacob. Al lugar lo llamó la Casa de Dios y puso como estela la piedra sobre la que había reposado. Como es bien sabido Labán tenía dos hijas: la mayor, Lea, y la hermosa Raquel. Jacob sirvió a Labán siete años a cambio de que Raquel fuera su esposa, sin embargo el día de la boda la entregada fue Lea y Jacob se quejó del engaño. Otros siete años de trabajo le exigió Labán entregándole por anticipado a su hija Raquel. Así Jacob tuvo dos esposas, hermanas, las hijas de Labán, las sobrinas de Rebeca, la madre de Jacob. Lea tuvo cuatros hijos: Rubén, Simeón, Leví y Judá. Los dos siguientes, Dan y Neftalí, los concibió Balla, la esclava de Raquel. Gad y Aser los parió Zelfa, la criada de Lea. Volvió Lea a ser fecunda y le dio a Jacob dos hijos más: Isacar y Zabulón. Dios atendió las súplicas de la estéril Raquel y le dio un hijo: José. Después quiso Jacob volver a la tierra de su padre en Khanaan y como su suegro le regateaba la entrega del ganado propio, Jacob se marchó llevando consigo cuanto le pertenecía. Al tercer día Labán conoció la huida y salió tras Jacob, cuyo encuentro termina con un pacto tras erigir una estela que señalaba el territorio de cada uno. A medida que se aproxima a la tierra de su padre Isaac, aumenta el temor de Jacob por el recibimiento de su hermano Esaú y le envía regalos. Una noche antes del encuentro entre los hermanos, Jacob se ve envuelto en una lucha con un misterioso personaje que dura hasta el alba y donde resulta Jacob con una lesión en el nervio ciático que le deja cojo. Esta sombra que se identifica con Dios le cambia el nombre a Jacob por el de Israel. Llegó este más tarde a la ciudad de los sikimos (Siquem) y después de comprar un terreno donde erigir un altar al Dios de Israel sucedió que Dina, la hija de Jacob y Lea, fue violada por Sukhem, el hijo del jefe del país, el cual más tarde, arrepentido y enamorado, pide unirse a ella en matrimonio. Aunque la condición impuesta por Jacob es cumplida, la circuncisión de todos los hombres de Siquem, Simeón y Leví, los hermanos de Dina, reaccionan con brutalidad y asesinan a todos los hombres de la ciudad.      


Murió Isaac en Khebrón, en tierra de Kahnaan, donde había vivido Abraam y lo enterraron sus hijos Esaú y Jacob. Antes había muerto Raquel al dar a luz al último de los hijos de Jacob: Benjamín. Los doce hijos de Israel: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín. Jacob se estableció en la tierra de su padre, es decir, en Khanaan y sucedió que todos los hermanos de José le tomaron rencor por ser el favorito de su padre. Los sueños de grandeza de José no ayudaban a que el cariño retornarse al corazón de sus hermanos. Y así un día en que Israel envió a José hasta Sukhem, sus hermanos decidieron acabar con su vida, pero Judá propuso venderlo a unos mercaderes ismaelitas que iban camino de Egipto y para justificar la ausencia de José mancharon su túnica con sangre de una cabritilla y se la presentaron a Israel. José fue vendido en Egipto a Petefrés, el eunuco del faraón. Hay un paréntesis antes de proseguir con la historia de José. En él se da cuenta de la descendencia de Judá que tanta trascendencia tiene por ser la genealogía de Jesús, de los escrúpulos de Aunán (Onán) por cumplir con la ley del levirato y de las consecuencias de su inobservación. José encontró el favor del faraón y se puso al frente de su casa porque Dios estaba con él. Después la ira de la despechada esposa del faraón condujo a José hasta la prisión. Volvió allí a ganarse el afecto del jefe y la cárcel quedo en sus manos. El copero mayor y el pandero mayor del faraón tuvieron un sueño y acudieron a José para conocer su significado. Y lo mismo hizo dos años después el faraón para desvelar el misterio que se encerraba en las siete vacas gordas y las siete vacas flacas con las que soñaba. Convencido el faraón de que Dios estaba con José le puso al frente del país para hacer frente a los años de hambre que se avecinaban. Jacob enterado de que en Egipto se vendía grano, envió a sus diez hijos a proveerse, quedando Benjamín con él. Cuando se presentaron ante José, este los reconoció, pero no ellos a él. Los retuvo tres días y después los mandó de vuelta a casa con el grano. En su poder quedaba Simeón hasta que el más pequeño acudiera a dar seguridad de que no era un espía. Jacob no quiso arriesgar la vida de Benjamín, único hijo que de su esposa Raquel le quedaba, tras la supuesta muerte de José. Pero una vez acabado el grano fue de necesidad volver a Egipto y entonces Jacob aceptó que Benjamín acompañara a sus hermanos. Después de que la copa de plata que José había ordenado esconder entre las pertenencias de Bejamín, fuera descubierta y ordenado aquel que este quedara a su lado como siervo por su falta, Judá explica a José pormenorizadamente lo que significaría para su padre Jacob la pérdida de Benjamín y José revela su identidad. Lejos de dirigirles reproche alguno, afirma José: “Dios me ha enviado por delante de vosotros para preservar la vida. Porque este es el segundo año de hambre sobre la tierra y todavía quedan cinco años en los que no habrá labranza ni cosecha”. Setenta y cinco fueron las personas que de la casa de Jacob entraron en Egipto. El hambre continuó años tras año y José adquirió para el faraón todo el dinero disponible, luego los ganados, más tarde las heredades y por último los convirtió a todos en esclavos del faraón. Jacob bendijo a los hijos de José, Efraim y Manassé, antes de morir y pidió a sus hijos que la tierra de Kahnaan y no la de Egipto cubriera su cuerpo. José ordenó que embalsamaran el cadáver de su padre y Egipto hizo duelo por él durante setenta días. Después lo sepultaron en la cueva de Abraam frente a Mambré, en Khanaan. Vivieron José y sus hermanos en Egipto y después toda su descendencia y cuando José murió lo enterraron y colocaron en un féretro para llevar sus huesos con ellos en el día en que Dios los visite y les haga “subir de esta tierra a la tierra que juró Dios a nuestros padres Abraam, Isaac y Jacob”.

Como muy atinadamente señala Rogerson la muy diferente forma en que se tratan en el Génesis las figuras de Abraam, Isaac y Jacob de una parte y, de otra, la de José y sus respectivas historias, muy episódicas las primeras y muy rica en detalles y desarrollo, la segunda, muy bien puede indicar que estemos ante ciclos de redacción temporal no coincidentes. Además el indudable hieratismo de las figuras del primer ciclo, desaparece en con la de José.


No por evidente debemos dejar de señalar la legitimación genealógica que recorre todo el Génesis. Adán-Set, Noé-Sem, Abraam-Isaac-Jacob-José, en una línea recta descendente que permite invocar a Dios en unión del ascendiente. Ese tiempo en el que Dios comparecía cuantas veces era invocado y con el cual el hombre podía dialogar, nos causa una profunda nostalgia. Bien mirado si ese tiempo existió, bien puede volver. Alguna sorpresa depara la Septuaginta, como el tratamiento de animal sagaz y sensato que el texto da a la serpiente. 

jueves, 17 de julio de 2014

Guerra y paz. Libro cuarto y epílogo.

Libro cuarto.-
En San Petersburgo la vida transcurre con absoluta normalidad y Anna Pávlovna el mismo día de la batalla de Borodinó tiene anunciada una velada en la que, con toda seguridad, el tema de conversación será la repentina enfermedad de la condesa Bezújov. Si en las cercanías de Moscú, Rusia buscaba el aliento de la madre patria para salir victoriosa, en la capital del Imperio la condesa no pudo sobreponerse al mal que la aquejaba y falleció. Sin embargo, el impacto de la noticia muy pronto se vio empañado por la ocupación francesa de Moscú. Nikolái Rostov no tuvo ocasión de intervenir en la batalla de Borodinó por hallarse en Vorónezh donde había sido enviado para adquirir caballos. Y ocurrió que en dicha ciudad estaba la princesa María en casa de su tía materna Anna Ignátievna Málvintseva y que la gobernadora, muy buena casamentera, obtuvo de Nikolái cierto permiso mediador después de una confesión sentimental. Dos cartas ponen a los Rostov muy cerca de los Bolkonski: en la primera Sonia devuelve a Nikolái su promesa y en la otra la condesa Rostova da cuenta de los cuidados de Natasha al príncipe Andréi. Sin embargo, Sonia guarda en su corazón una esperanza.


Mientras tanto, Pierre comparece ante uno de los más duros mariscales franceses: Davout. El conde sabe que no son los hombres quienes condenan o absuelven, sino las circunstancias, ahora conoce que nadie está a salvo de la pobreza y la cárcel y escuchando al sabio Platón cae en la cuenta de la importancia de la resignación en la conciliación del sueño: “Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo”. Pierre es como un niño que se alimenta de lo ve y de lo que oye.
Dos días antes de la llegada de la princesa el rostro de su hermano Andréi “se había dulcificado” y María recordó que su padre durante los últimos días de su vida había experimentado una transformación parecida. Las lágrimas vertidas por la muerte del príncipe Bolkonski poseían un significado muy distinto para cada uno de sus deudos y allegados, pero probablemente fuera Sonia quien mayor dolor sentía por la desaparición de su última esperanza.


La retirada del ejército ruso hacia Tarútino, en donde se habían concentrado todas las provisiones, se había completado con la incorporación de nuevos reemplazos de jóvenes. El día 5 de septiembre Kutúzov tenía que dirigir una batalla que no aprobaba conforme a unas órdenes redactadas por el emperador, pero la ofensiva tuvo que retrasarse un día entero a cuenta de cierta fiesta de generales y oficiales. Kutúzov rabiaba de ira. La batalla de Tarútino fue la primera victoria rusa sobre el ejército napoleónico cuya única ocupación era el saqueo de Moscú. Y demasiado cargados con cuanto habían logrado acumular, salieron los franceses en pos de los rusos para darles un escarmiento por lo de Tarútino.
Pierre, Kiril le llaman los franceses, parecía un campesino pobre con la cabeza llena de piojos y sin más calzado que unos peales. La serenidad que con tanto ahínco había buscado en la masonería, en los placeres o en el amor, termine por encontrarla en una vieja barraca que le sirve de prisión. En mitad del otoño Napoleón decide marcharse, abandonar Moscú consumida hasta los cimientos y buscar un sitio mejor donde pasar el invierno, una idea completamente absurda teniendo al ejército ruso emboscado en alguna parte de los alrededores. El prisionero Pierre parte con los hasta ayer ocupantes de Moscú. El ejército francés se dirige a Fóminskoie, al suroeste de Moscú y una patrulla rusa descubre el enclave de Napoleón. Kutúzov que es rápidamente informado llora al conocer la noticia: ¡Rusia está salvada! Todo su esfuerzo ahora se concentra en retener la excesiva fogosidad de sus propias tropas. Napoleón no entra en la provincia de Kaluga como parecía lo más lógico sino que gira a la derecha  y se encamina hacia Smolensk. Antes de que alcanzaran Vyazma los rusos inician a acosar al ejército francés con guerrillas. En uno de esos asaltos a las tropas francesas, concretamente aquellas entre las que está Pierre,  el pequeño Petia, el hermano de Nikolái y Natasha, encuentra la muerte. Este Pierre ya no es el mismo que el de la partida de Denísov y ni siquiera el que cayó preso. Cuenta las etapas que le quedan para llegar a Smolensk, come carne de caballo, busca las hogueras mejor servidas, se preocupa por sus pies maltrechos y todo lo demás le da igual.


Natasha, retorcida hacia dentro por la pérdida de Andréi, despide a la princesa María que se ve obligada a retornar a Moscú. Justo entonces llega la carta con el anuncio de la muerte de Petia y este dolor añadido instaura, paradójicamente, un nuevo orden: María cuidará de Natasha y esta de su madre.  
Cuando los franceses habían rebasada la frontera rusa y Kutúsov no era ya más que una gloria nacional impuesta por las circunstancias, la desaparición de estas llevó consigo inevitablemente la muerte de aquel. La muerte tan audaz a estas alturas de la novela cerca a Pierre en el momento mismo en que el destino lo hace libre: el cadáver de Petia a sus pies, el de su amigo Andréi y el de la condesa Bezújov. Los tres meses que estuvo solo en una ciudad desconocida luchando contra la enfermedad fueron la crisálida de la que emergió distinto, un hombre nuevo que ha dejado de mirar las cosas en la distancia y que ha obtenido del sufrimiento, la firme creencia de que sin la voluntad de Dios “no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre”. Mientras Pierre espera ser recibido y aguardaba en la sala de retratos del palacio de los Bolkonski en la calle Vozdvíshenka de Moscú, una mujer vestida de negro con un rostro severo y envejecido hace compañía a la princesa María. Tanto había cambiado Natasha que Pierre tardó muchos minutos en identificarla. Y muchos menos en recordar que llevaba muchos años enamorado de ella.


Epílogo.-

En 1813 Natasha y Pierre contraen matrimonio y unos meses después el viejo conde Rostov muere. Nikolái regresa a Moscú y descubre que las deudas de la familia doblan el valor de los bienes. Los acreedores le acosan y logra aplacarlos con los treinta mil rublos que le entrega su cuñado Bezújov. La situación le fuerza a abandonar su amado ejército, buscar un empleo civil y trasladarse a un pequeño piso donde convive con Sonia y su madre. El azar tira del cordón que la tristeza lleva anudado en uno de sus extremos y el amor renace entre la princesa María y Nikolái. Se casan en otoño del año siguiente y la familia Rostov se traslada a Lisie-Gori. Allí Nikolái se ocupa no de estudiar la compasión química de la tierra, sino el alma del mujik. También Natasha había tomado cierto mando en su matrimonio, a cambio de una mayor opacidad en su rostro que ahora era de matrona. Los años pasan rápidos y Pierre viaja incesantemente entre Moscú y San Petersburgo: ha comenzado a conspirar contra el zar. Nikolái que le reconocía a su esposa una gran superioridad moral, sin embargo, no la comprendía, ni siquiera lo intentaba. Su preocupación estaba en otra parte: en el valor de la finca Tambov o en las posibilidades de recuperar Otrádnoie. Y sin embargo, el pensamiento de su pérdida, la simple posibilidad de que María se fuera antes que él, le hacía girarse hacia el icono con aires de súplica: la súplica de un soldado cuyo máximo deber es obedecer y que no puede aceptar la conspiración. Y la pluma de Tostói se extingue lentamente entre las grandes preguntas de la historia y las frágiles observaciones de una voluntad individual cada vez más débil y supeditada a la naciente sociedad de masas. 

sábado, 28 de junio de 2014

Guerra y paz. Libro tercero.


El 12 de mayo de 1812 las tropas napoleónicas comienzan a atravesar el río Niemen dando inicio a la invasión. Al día siguiente el emperador Alejandro asistía a un baile en el palacio de Bennigsen en las afueras de Vilna. Para el primer vals el zar se fijó en la condesa Bezújov y para la embajada ante Napoleón en el general Alexander Bálashov. Andrei ha vuelto al servicio activo junto al general Kutusov y trata de localizar a Anatole Kuraguin para vengarse, pero no lo encuentra ni en Turquía, ni en Rusia ni tampoco en Bucarest. De regreso a Moscú pasa por Lisie-Gori y se hace cargo del sufrimiento de la princesa María. Es entonces cuando María le habla de la felicidad que encierra el perdón, pero Andrei no puede perdonar, aún no. Antes está la guerra que hace posible cosas que en época de paz resultan impensables.


Andréi está en Drissa, en el campamento fortificado sobre el río que el mismísimo general Pfull, el más ilustre teórico de la estrategia militar, había diseñado como una trampa para los franceses. El emperador tiene sus dudas y el consejo del Estado Mayor, al que Bolkonski asiste, comienza la discusión en tres idiomas: el alemán, el francés y el ruso. A lo largo de las muchas horas que dura el encuentro, Andréi tiene tiempo para pensar y adquiere la convicción de que el buen militar es aquel que está fuertemente limitado por la seguridad de que todo cuanto hace es absolutamente necesario, por eso al día siguiente pide un puesto lejos del Estado Mayor. El 13 de julio de 1812, dos escuadrones del regimiento de Pavlograd en el que servía el capitán Rostov estaban ya dentro de los límites de Rusia. Habían retrocedido partiendo de Vilna. Un día cualquiera después de una noche de tormenta, los húsares de Rostov se lanzan al galope en auxilio de una brigada de ulanos acosados por dragones franceses. Nuevo ascenso y primera condecoración que retienen a Nicolai lejos de casa, de la casa de Moscú donde Natasha parecía dejarse morir. La Natsha que salía poco a poco de la profunda depresión no era la de antes. Quizás por que nadie lo era ya: ni Rostov era aquel joven rendido admirador del emperador en 1805, ni el príncipe Andréi era aquel soldado que contempló el alto cielo de Austerlitz.
     

En julio de 1812 las voces alarmistas afirman que Bonaparte está a las puertas de Moscú con un millón de soldados y el emperador pide colaboración en un manifiesto. Mil hombres completamente equipados promete Pierre al zar. La hacienda del príncipe Nikolái Ändréievich Bolkonski, Lisie-Gori, está en el camino de los franceses, desde Smolensk a Moscú. El 5 de agosto a las cinco de la tarde Napoleón ordenaba iniciar el bombardeo sobre Smolensk. Cinco días después el regimiento de Andréi pasa muy cerca de Lisie-Gori: Smolensk en llamas se ha rendido. Los soldados rusos se retiran cansados y polvorientos, tienen hambre y sed. El viejo príncipe Bolkonski no llega a Moscú. En Boguchárovo, la aldea creada por Andréi, pide perdón a su hija María y expira. Presa de sí misma y de los mujiks en rebelión, la princesa María ni siquiera espera la llegada de un liberador. Y sin embargo, la providencia le envía a quien parecía destinado a convertirse en su cuñado, a Nicolai, el joven conde Rostov.

Kutúzov, “el Serenisimo” y general en jefe de todos los ejércitos rusos, y Bonaparte se enfrentan en la batalla de Borodinó. El día de antes, Pierre acude al lugar y desde un alto contempla el lugar donde no menos de veinte mil soldados rusos y otros tanto franceses morirán mañana. Todo el mundo lo sabe y sólo se sorprenden del sombrero blanco de Pierre. De un lado a otro, como una bala que cruza continuamente la divisoria de los ejércitos enfrentados, Pierre se mueve por el medio de la batalla, primero con la infantería y luego en el corazón de la batería de Raiveski. Ni siquiera Napoleón puede detener la terrible matanza de Semiónovkoie. Allí es donde el príncipe Andréi cae herido. En el hospital de campaña improvisado dentro del bosque próximo, Andréi encuentra en el rostro contraído por dolor de Anatole Kuraguin, la respuesta que estaba buscando desde hacía tiempo, pero era ya demasiado tarde. Hasta al mismísimo Napoleón que contaba los muertos por nacionalidades, verdugo de pueblos, era preciso amar.  La mitad del ejército ruso había desaparecido y no cabía más estrategia que retroceder, dejando Moscú en poder de los franceses. Kutúsov estaba rodeado de generales que pertenece a ese tipo de personas que defienden lo imposible como la mejor de las soluciones personales: si el plan fracasaba, la culpa sería de Kutúsov que lo había ordenado; pero si triunfaba, ¡ah entonces!, la participación de cada uno en el éxito quedaría al descubierto. Kutúsov no contaba más que con su cabeza, buena o mal, sin ningún otro aliado.

Moscú era un hervidero de rumores que se cruzaban entre los que había decidido marcharse y aquellos otros que estaban dispuestos a quedarse. Los Rostov no tomaban decisión alguna, tan solo Sonía, triste por las noticias que Nikolái daba de su encuentro con la princesa María, ahogaba su amargura en los preparativos. Por la calle Povárskaia avanzaba un interminable reguero de coches llenos de heridos. En un coche cerrado, acompañado de un médico y un cochero, entrada ya la noche llegó hasta el patio de la casa de Rostov un hombre mal herido: el príncipe Andréi Bolkonski. Nadie pareció percatarse del acontecimiento hasta que instante antes de la partida. Sonia informa a la condesa y ambas deciden ocultar el hecho a Natasha. La última persona que vio Natsha antes de salir de Moscú fue Pierre vestido con una extraña indumentaria mitad de campesino, mitad de cochero.


Napoleón contempla “la urbe asiática de innumerables iglesias”, la madre Moscú, desde el monte Poklónnaia. Espera en vano que una delegación de boyardos venga a ofrecerle las llaves de la ciudad conquistada, no puede haber recibimiento porque Moscú es una colmena vacía. Le coup de théâtre avait raté. Los que se han quedado, artesanos, siervos o campesinos en su mayor parte buscan en las tabernas y en las calles alguien a quién dirigirse para conocer la verdad de lo que sucede. Pierre, encerrado en el despacho de su amigo Osip Alexéievich, entre manuscritos masónicos concibe una gran idea: liberar a Europa de Napoleón. Sin embargo, en su primera acción Pierre salva la vida de monsieur Ramballe, capitaine de 13 léger y un francés no olvida nunca ni un insulto ni un favor. La cháchara con el francés, el vino y una buena comida acabaron con las intenciones de Pierre. La exaltación se había tornado en debilidad y al fuego que el cometa ponía en el cielo se añadió el primer incendio en la ciudad. Descubierto el secreto de la presencia del príncipe Andréi en el cortejo de los Rostov, Tolstoi funde en unas deliciosas páginas el perdón y el amor. Cada vez que Pierre trata de poner en práctica su plan de acabar con Napoleón, la providencia le manda una vida que salvar. Después del capitán francés una niña escrofulosa, más parecida a un animal que a un ser humano, se atraviesa para prolongarle la vida al de Ajaccio y conducir al conde a la cárcel. Unas semanas después de la ocupación, el ejército francés no era sino un puñado de merodeadores sin orden ni disciplina y Moscú ardía por los cuatro costados.