miércoles, 26 de marzo de 2014

Corazón de Ulises. Segunda parte: un gozo duradero.


Atenas cierra filas frente a la amenaza persa que ha varado sus barcos de guerra en las playas de Maratón. Estamos en el año 490 a. de C. la victoria de las lanzas de los hoplitas sobre las espadas persas es aplastante y Filípides corre a anunciar la victoria a Esparta. Reverte visita el túmulo donde yacen los héroes atenienses y se sorprende al comprobar que al lado de la estela funeraria, veinticinco siglos después, hay un ramo de flores frescas. El hallazgo enciende su alma mediterránea para proponer el traslado de la sede de la Unión Europea. Diez años después el turno les llegó a los espartanos que, bajo el mando de Leónidas, retuvieron a los persas de Jerjes en el desfiladero de las Termópilas. La mayoría de los turistas que visitan Atenas nada saben de las cosas que cuenta Heródoto en su Historia, pero casi todos conocen cómo se baila la danza de Zorba y que la moussaka ha de acompañarse con una botella de retsina.


Sobre las victorias griegas en las guerras médicas se asienta el eterno brillo de la Atenas de Pericles. Con todo, la subida al poder de los demos no debe llamarnos a engaño: ni eran todos (la esclavitud era el pilar de la economía ateniense), ni estaban todos (mujeres, niños y extranjeros quedaba fuera). Conviene subrayar dos circunstancias que se olvidan con excesiva frecuencia: una, que la llegada de la democracia ateniense no aterrizó de improviso, sino que fueron necesarios pequeños pasos sucesivos durante muchas generaciones (desde las que apoyaron a Dracón en el año 621 a. de C. pasando por las vivieron las reformas de Solón en el 594 a. de C., hasta las que consintieron las nuevas leyes de Clístenes en el 507 a. de C.); y dos, que la igualdad de la democracia ateniense se basa no en la clase social a la que se pertenecía sino en los méritos. En este período de esplendor ateniense nace Sócrates que sirvió como hoplita en la guerra del Peloponeso y libró batalla contra los sofistas. Su discípulo Platón funda la Academia en el año 387 a. de C. y plasma en sus diálogos el camino que dejó apuntado el maestro: el recorrido del hombre por el saber, la virtud y la felicidad. De Platón aprendió Aristóteles lo suficiente para superarlo y abandonar la Academia camino de Asia Menor donde Filipo II le encargó la educación de su hijo Alejandro Magno en el año 343 a. de C. Regresó después a Atenas y fundó su propia escuela, el Liceo, donde instaló una biblioteca.


Apolo y las musas habitan el monte Parnaso y a sus pies está el santuario de Delfos, el centro del mundo helénico. Allí iban todos a consultar el oráculo y a beber las aguas de la fuente Castalia que daba la terna juventud. El templo reclamaba mesura y conocimiento propio a los peregrinos, buenos presupuestos con los que romper las cadenas del destino. De un salto atravesamos el estrecho de Corinto y aterrizamos en Patras. Reverte llega calado hasta los huesos a la iglesia de San Spriridione en Missolonghi, donde dicen las guías turísticas que reposa el corazón de Lord Byron. Pero allí nadie sabía nada del corazón del poeta inglés y aunque Reverte se echa a la calle y le dan razón sobre el paradero de la reliquia, el viajero desiste: no le place al cielo detener la lluvia. Naturalmente que estamos junto al estrecho de Lepanto y se hace inevitable la referencia a Cervantes.

A la pequeña isla del mar Jónico llamada Ítaca, le basta con ser la patria de Ulises. Vathy, la capital de la isla, tiene “un aire amable [por] la sencillez de sus casas bajas y cuadradas”. Reverte fue a Ítaca en busca de Ulises, pero encontró a Dimitris, el dueño de la pensión Tsiribis, que tenía escritas en sus ojos azules las palabras con las que comienza la Odisea. Descubre el viajero que si ha llegado a Ítaca es para pisar la tierra volcánica de la isla, leer la Odisea y conocer de propia mano la hospitalidad de un pueblo que ha viajado por el mundo desde la antigüedad.


Camino ya del espíritu heleno de Alejandría, torna Reverte a maldecir al gran enemigo de la convivencia pacífica: el nacionalismo. Alejandría es tan vieja y decrépita como irreal. Difícil de imaginar nos resulta también el talento militar de Alejandro Magno que conquistó la totalidad del mundo hasta entonces conocido para mezclarlo todo, civilizaciones, pueblos, religiones, culturas… Alejandro, que nunca regresó a su patria, tenía siempre cerca sus armas y un ejemplar de la Iliada. Ciertamente su figura sigue fascinando y para cerciorarse no hay nada más que echar un vistazo a las mesas de novedades de las librerías: casi siempre se encuentra algo sobre Alejandro, el discípulo de Aristóteles y eterno lector de Homero. Erraríamos si pensásemos que su vida está exenta de hechos crueles: el asesinato de su madrastra Cleopatra, el de su hermanastro o de Amintas, el último pariente que podía entorpecer su ascenso al trono, nos muestran que el pecho del héroe es tan cruento como fecundo. En Alejandría la sombra que persigue Reverte es la de Cavafis. La encuentra en un café L’Elite que nunca pisó el poeta. La Alejandría que nos enseña Reverte se cae a pedazos, vive a la espera de mejores tiempos, aquellos en los que los griegos formaban una cuajada muchedumbre de hombres empeñados en fundir lo ilustre con lo natural. Posiblemente por eso el dato de que el gobierno egipcio niegue a los griegos nacidos en Alejandría su condición de nacionales sea la mejor muestra de su decrépito existir actual. Con todo, Alejandría es una ciudad literaria, no en vano dispuso de la mayor biblioteca del orbe y alrededor del Mouseion se concentró un ingente número de sabios. Hasta aquí llegaron manuscritos de los cuatro rincones del mundo, que se estudiaron, interpretaron, clasificaron y copiaron hasta alcanzar más de medio millón de obras. Este gran tesoro del saber universal se conservó durante más de seis siglos y sabemos con certeza que al menos una parte de culpa de su desaparición se debe al fanatismo religioso cristiano.


Llega el momento de la despedida y Reverte lo hace con tan buena pluma que atravesamos el tiempo de esta Alejandría eterna: de madame Christine, la dueña del café L’Elite, a la heroína Hypatia y de Gasparo, el barbero, a la tumba de Alejandro. Consigue que contemplemos a Alejandría como una ciudad ciertamente irreal, suspendida en esa dimensión imposible para el pensamiento que es el espacio y el tiempo. Son, sin duda, las mejores páginas del escritor.

Javier Reverte es un tipo peculiar cuando se disfraza de Ulises y sale a recorrer el mundo. Las mujeres le chistan en las cafeterías o terrazas, curiosonas ante su aspecto de escritor, le persiguen ciertas maldiciones con lord Byron de fondo, se muestra ansioso por los restaurantes de pescado fresco, se mete en una barbería y le sale no un amigo cualquiera, sino uno reidor y charlatán. Tal vez Reverte goza de ese favor que muy pocas veces los dioses griegos conceden a un mortal: la infantil intensidad de un alma profundamente mediterránea. 

domingo, 9 de marzo de 2014

Corazón de Ulises. Primera parte: una vuelta por el Egeo.


Todo viaje es circular. El de Ulises, el de Marco Polo, el de Cristóbal Colon y hasta el de Alejandro Magno que jamás retornó a su patria. Si el regreso está en la propia condición humana, el retorno depende única y exclusivamente de volver a tiempo la grupa.  Pero siempre el viaje es patrimonio del corazón y con él se hace. El puerto de Nauplia pone a Argos a tiro de flecha. Tan importante fue Argos en la antigüedad que daba nombre a todo el Peloponeso. Unos dos mil años antes de Cristo hasta sus llanuras llegaron procedentes de Asia Central los aqueos que debieron mezclarse con los habitantes de la zona. Su poder se extendió desde Tesalia hasta la misma Creta, cuya resistencia fue la última en caer. Aqueos fueron Ulises o Aquiles, “refinados hijos del mar”. Deber y valor para la acción, elocuencia e instrucción para cantar las gestas ajenas y propias. Estas son las armas del héroe aqueo que busca la gloria y la fama. También hoy mantiene el hombre esa misma aspiración, aunque las armas han cambiado, tal vez porque también lo han hecho los sueños: ¿Qué niño sueña hoy con los héroes de la Ilíada?


Si creemos a Reverte cuando afirma que Creta es, a su parecer, la menos griega de las islas que conforman esa víscera desagarrada que es Grecia, resulta interesante saber que buena parte de la cultura helena pasó antes por la civilización minoica. Y muy bien podemos considerar a Teseo como el primer héroe griego por sacar de la esclavitud del vasallaje a Atenas. Incurre Reverte en la típica paradoja del viajero: soporta las molestias de las nubes de turistas por saberse avispa del mismo panal. Más acertado está cuando se pregunta de dónde tomarían los griegos los ejemplos a seguir teniendo dioses tan poco recomendables. Es posible que los, de momento, indescifrables jeroglíficos estampados en el disco de Festos escondan alguna de esas claves que parecen faltarnos, o tal vez, como indica nuestro autor, no sea más que algo así como el juego de la oca en versión antigua.


Rodas, pegadita a la costa turca, es más pequeña de Creta. El lector se pregunta si acaso no será un rito antiguo de bienvenida, esa peculiar forma que tiene Reverte de entrar en los lugares que visita, lo mismo de la mano de un comerciante de electrodomésticos que de un profesor de matemáticas. Hasta consigue que nos resulte verosímil que sea un hostelero de Chicago el encargado de abrirle los ojos a un viejo trotamundos: para escritores y enamorados, mejor las islas pequeñas que las grandes. También el turismo, dios aburrido de nuestra época, se enseñorea de Rodo, la ninfa de la isla que según la leyenda fue esposa de Febo. El hijo de Antígono, uno de los generales de Alejandro Magno, transmitió a su hijo el famoso Demetrio Poliorcetes (su apellido dio nombre al arte de asediar ciudades amuralladas), la ambición de reunificar el imperio alejandrino y en el año 305 a. de C., sitió la ciudad de Rodas. De su fracaso nació el Coloso. Otro coloso, en este caso Solimán el Magnífico, logró por fin acabar con toda resistencia y conquistó la isla en 1523. Reverte abandona la bien rehabilitada Rodas para dirigirse a Kastellorizon, una pequeña isla al sureste de Rodas en dirección a Chipre. Esta isla que debe su nombre a la fortaleza, castillo rojo, levantada por los caballeros de Rodas, que alcanzó una insospechada prosperidad en los años de la Belle Époque y que fue bombardeada por los alemanes en la última guerra mundial, resulta de lo más interesante. Primero porque no tiene nada que visitar, segundo porque no hay turistas, tercero porque su población es muy pequeña y, por último, por ese vino peleón con sabor a ciprés llamado retzina.


Ya en Turquía el primer lugar donde se detiene nuestro guía es Mileto, la patria de Tales, Anaximandro y Anaxímenes. La verdad es que para lo que había que ver, bien pudo haberse quedado en la pensión de Söke. Las ruinas visibles del Efeso de Heráclito son las de la posterior ciudad romana, y el río Caistro, que debió de servir de inspiración a Heráclito, ha desaparecido. Y mientras Heráclito contempla ensimismado pasar las aguas del río, en la otra punta del mundo civilizado, en la Magna Grecia, el eleano Parménides nutre su obra de sólidos entramados metafísicos. Da la impresión, es posible que equivocadamente, de que Reverte disfruta más abandonando los lugares que visita que recorriéndolos. En Esmirna, al noroeste de Efeso, Reverte recuerda al rey lidio Creso, a Ciro el Grande, a Alejandro Magno. Los turcos después de la Primera Guerra Mundial la arrasaron y le cambiaron el nombre. Ahora es Izmir para los turcos y Esmirna para los griegos. No queda más que la vieja ágora romana, un reducto a salvo de retratos de héroes contemporáneos y de festividades religiosas.


Busca ya el viajero la costa del estrecho de los Dardanelos con el recuerdo puesto en la gran biblioteca de Pérgamo, Bergama para los turcos. La cuna del libro, tal y como lo conocemos en la actualidad, fue objeto de varios saqueos: Marco Antonio regaló a Cleopatra un buen número de ejemplares enviándolos a Alejandría y lo que quedó fue alimento de las hogueras de los cruzados cristianos. ¡Cuánto daño en nombre de Dios! ¡Cuántas obras desaparecidas para siempre! A estas alturas no hace falta ser muy vivo para darse cuenta del destino al que se dirige Reverte. Naturalmente que a Troya. Vivían los troyanos de cobrar pasaje a barcos y caravanas cuando allá por el año 1.200 a.C., llegó a sus puertas el príncipe Paris en compañía de Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta y como eran muchas las ganas que los griegos les tenían a los troyanos, armaron más de mil naves y partieron a Troya para hacer, sin saberlo, historia y para que tres mil años después un excéntrico millonario alemán llamado Heinrich Schliemann, convirtiera en su sueño de redescubrir el emplazamiento de la antigua Ilión sobre la colina de Hisarlik.
  


No cabe duda de que Reverte es un tipo con mucha suerte: entra en una tienda de souvenirs de Estambul y encuentra uno de los libros de viaje de Pierre Loti editado en 1890. Lástima que no sepamos de qué titulo se trata. Griegos llegados de Megara y Micenas fundaron Estambul hacia el año 658 a. de C., según Heródoto. La epopeya queda recogida en la leyenda de los Argonautas. Los persas la retuvieron antes de la llegada de Alejandro Magno, cuyo imperio quedó desmembrado tras su muerte. Tardaron los romanos un par de siglos en hacerse con esta codiciada urbe, pasando a ser designada como Constantinopla en lugar de Bizancio (por Bizas el griego de Megara que la fundó). Ya en el siglo VI d. de C. pasó a ser la capital del imperio bizantino. Los cruzados la saquearon destruyendo su biblioteca en el siglo XIII y en fecha tan señalada como la del año 1453, Constantinopla cayó a los pies del sultán turco Mehmet II. Santa Sofía se convirtió en mezquita y Constantinopla en Estambul. Tal era el empuje del imperio que hasta el estrecho de Lepanto tuvieron que viajar un par de españoles famosos, don Juan de Austria y don Miguel de Cervantes, para frenar a los turcos. El paulatino declive del imperio otomano tuvo su último episodio durante la Primera Guerra Mundial. En el periodo de entreguerras Atatürk proclama la República de Turquía y la capital se traslada al interior, a Ankara.


Atraviesa Reverte el estrecho del Bósforo recordando el ardid de que se sirvió Jasón para engañar a las asesinas rocas Simplégadas. En la Trebisonda de hoy, una de las más importantes colonias jonias en el Ponto Euxino y patria de Solimán el Magnífico, el hormigón ha expulsado a los turistas y no hay nada digno de ver. Pero Reverte persigue otra cosa. Ha dejado a Jasón y toma a otro aventurero, Jenofonte que en el año 404 a. de C., luchó como mercenario al lado de Ciro, el hermano del rey persa Aratajerjes II y cuyo desastroso regreso relató el ático en Anábasis. Entre griegos y turcos siempre ha andado el juego y Reverte ha de pasar la frontera a bordo de dos taxis porque el turco no tiene adherido a su chasis la pegatina de la Unión Europea. Y es que la pericia papelera de los europeos lleva camino de convertirse en síndrome. Los días de frontera son largos, pero Reverte comparte con los héroes griegos la sangre aventurera que le hace sentirse bien en la estación de autobuses de un pueblo perdido, entre rostros desconocidos y en un país que no es el suyo.


En Alexandrópolis, Reverte recuerda la leyenda de Orfeo. El enésimo autobús lo conduce hasta Tesalónica, la segunda ciudad más importante de Grecia, donde se habla el alemán como lengua subsidiaria. La referencia a la Macedonia de Filipo II y de su hijo Alejandro Magno es obligada para el fuste de un escritor con aspiraciones divulgadoras como es Reverte, y no le falta razón cuando afirma que sin estos dos héroes es muy probable que toda la cultura, ciertamente elitista, de la Hélade no hubiera impregnado las raíces culturales del mundo por entonces conocido y que nuestra realidad sería distinta. En tren desde Tesalónica hasta Tebas, el viajero va dejando atrás el monte Olimpo y el Parnaso, Delfos y el campo de Maratón, atraviesa la patria de Aquiles y el Egeo refulge en el trayecto hasta la capital de Beocia. Alceo-Hércules nació bajo sus murallas, el tebano Epaminondas liberó a los griegos de la tiranía espartana nacida tras la guerra del Peloponeso y más tarde Alejandro Magno la redujo a cenizas. Vuelve de nuevo Reverte a sorprendernos: elige la estatua de Píndaro alzada en un jardín como lo más relevante de la ciudad fundada por el fenicio Cadmo. 

sábado, 1 de marzo de 2014

El Mahabharata. El desenlace.



La restitución de su reino a los Pandava es un acto de justicia. Así lo entiende Krishna, su hermano Balarama y el gran guerrero Satyaki, llegados todos de Dvaraka; también se pronuncia en este sentido el rey Drupada, el padre de Draupadi. A fin de evitar la guerra Yudhishthira reduce sus derechos a la restitución de Indraprastha y cinco aldeas a su alrededor, pero Duryodhana rechaza la petición y desoyendo los consejos de su padre y de Vidura dice: “Estoy dispuesto a renunciar a todos mis posesiones, al trono, a la vida, pero no puedo vivir en paz con los hijos de Pandu. No les cederé ni la tierra que cubre la punta de una aguja”. Dhritarashtra, el rey ciego, el padre de Duryodhana, se levanta y se marcha en un profundo silencio. Krishna hace un último intento de paz que es rechazado y desvela a Karna su verdadero origen con el propósito de que abrace la justa causa de los Pandava, sin embargo Karna, el único capaz de enfrentarse a Arjuna, mantiene su fidelidad hacia los Kaurava.


Los Pandava designan comandante en jefe de sus tropas a Dhrishtadyumna, el hijo de Drupada. Duryodhana y los Kaurava nombran jefe de su ejército a Bhishma, el Venerable antepasado, quien dividido entre ambos contendientes, afirma que combatirá solo diez días y cada día abatirá a diez mil soldados, pero no se enfrentará con ninguno de los Pandava. Los dos ejércitos se dirigen hacia Kurukshetra, el campo de batalla sagrado. La batalla que durará dieciocho días y una noche es relatada por Sanjaya, el amigo y cochero real de Dhritarashtra, a quien Vyasa le dio el don de la visión celestial. Junto al estandarte del mono que ondea en el carro de Arjuna, Krishna contempla la pesadumbre del Pandava que ha de enfrentarse a sus propios parientes, a sus maestros y a sus amigos. Los dos ejércitos esperan a que Arjuna comprenda la sabiduría impregnada en las palabras de Krishna, es el conocido como Canto del bienaventurado, el Bhagavad Gita.


El primer encuentro entre ambos ejércitos es bello, después el polvo tapará al sol y los muertos cubrirán el campo. En el segundo día de combate el protagonismo se lo llevan Arjuna y Bhimasena, pues son tales los estragos que causan entre las tropas de los Kaurava que estas se ven obligadas a retirarse. Bhishma quiere vengar la derrota del día anterior y dispone sus tropas con la formación del águila. Yudhishthira adopta la defensa de la media luna. La corona de fuego de las flechas de Bhishma causa pánico y Arjuna se ve obligado a intervenir utilizando la terrible Mahendra que origina una lluvia cerrada de flechas sobre el ejército de los Kaurava. El cuarto día es una nueva derrota para los Kaurava, cinco de ellos mueren con la maza de Bhimasena. Bhishma lo sabe bien, Vishnú, el Señor supremo, está con los Pandava reencarnado en Arjuna y Krishna. Los suicidas Trigartas se lanzan contra Arjuna después de dos días de combates igualados. Es el séptimo día de lucha. A Bhimasena se le escapa por muy poco el gran guerrero Kritavarman y después es el mismísimo Bhishma quien ha de arrojarse del carro para no morir aplastado por la maza de Bhimasena. Los Kaurava parecen estar al filo de la derrota. En el octavo día los Kaurava son duramente castigados por Ghatokacha, el hijo de Bhimasena, y Duryodhana le retira a Bhishma su confianza. Su sustituto es el invencible Karna que hasta ahora se ha mantenido en la sombra. Es ya el décimo día, el último para Bhishma según él mismo predijo. Las flechas de Arjuna lo traspasan tantas veces que cuando se desploma no llega a tocar el suelo. Pero ni siquiera los ruegos de paz del venerable Bhishma mueven a Duryodhana a pactar con los Pandava.


Drona es el nuevo comandante en jefe de las tropas de los Kaurava. Aislar a Arjuna es la única estrategia posible. El duodécimo día los Kaurava consiguen una victoria significativa: dan muerte al hijo de Arjuna, Abhimanyu. El Pandava jura venganza contra Jayadratha, rey de los Sindhu. Gracias a Krishna, la cabeza de Jayadratha rueda a los pies de su padre lo que convierte a este en víctima de su propia maldición. El golpe siguiente lo dan los Kaurava, aunque a un alto precio porque Karna se ve obligado a utilizar la única arma capaz de matar a Arjuna, para acabar con Ghatokacha –el hijo de Bhimasena-. Drona, el invencible maestro de armas, acaba con Drupada y su hijo Drhishtadyumna, jura acabar con la vida del aliado de los Kaurava. Drona efectivamente muere, o por mejor decir, se deja morir, pero Yudhishthira se ve forzado a mentir por primera vez en su vida y el carro del justo “que siempre rodaba a cuatro pulgadas del suelo, desciende con estrépito y toca el polvo del campo de batalla”. Tal es la matanza que sigue a la desaparición del maestro Drona que su cuerpo no se encontrará jamás. Karna es el nuevo comandante de los Kaurava. Es el decimoséptimo de la batalla. En este día Bhimasena tomará venganza sobre el segundo de los Kaurava, Duhshasana, y Arjuna dejará de sin comandante a sus primos. Yudhishthira acaba con su tío el rey del país de Madra, Shalya. Al terminar el último día, de todo el ejército de los Kaurava, más de un millón de hombres, no quedan sino cuatro. El último combate lo protagonizan Bhimasena y Duryodhana. Balarama, el hermano de Krishna, reprocha a los Pandava el empleo constante de la astucia y el golpe bajo para derrotar a los Kaurava. Ciertamente es así, confiesa Krishna, pero de alguna arma ha de servirse la justicia para conquistar la victoria.


Krishna consuela al rey ciego y su esposa, Gandhari, y le acometen presentimientos funestos sobre el futuro de los Pandava. Ashvatthaman, el hijo de Drona, jura venganza por la deshonrosa muerte de Duryodhana. Le acompañan el maestro Kripa y Kritavarman. El plan de Ashvatthaman es atacar a los Pandava mientras duermen, algo vergonzoso para un verdadero guerrero. El intento resulta inútil y es entonces cuando Ashvatthaman se inmola en honor de Shiva. El sacrificio mueve a Vishnú, el Señor supremo, el Gran Dios, que hasta ese momento había estado al lado de los Pandava, a variar su elección. Ashvatthaman como un demonio extermina a todo el ejército, incluso a los hijos de los Pandava cuya descendencia queda así comprometida. Draupadi reclama el castigo del asesino, pero ya no correrá más la sangre porque Krishna y Vyasa (el abuelo de los hijos de Pandu), anticipan el castigo: “Durante tres mil años sin tener comercio con nadie en absoluto, sin compañía, vagarás por los desiertos, encorvado bajo el yugo de todas las enfermedades” y sin otro refugio que el bosque. Krishna augura que Uttarâ, la esposa del hijo de Arjuna, Abhimanyu, dará a luz a un niño que será rey durante sesenta años y se llamará Parikshit. Así los Pandava se prolongarán en el tiempo. El tiempo que calmará un dolor que es hondo, el de Dhritarashtra y Gandhari que han perdido a sus cien hijos y el de Yudhishthira que ha de tomar un trono manchado por la sangre de su hermano Karna, de sus primos y amigos. Bhishma que durante cincuenta y ocho días permaneció sobre un lecho de flechas esperando la muerte, mostró a Yudhishthira el camino del buen soberano. Los sacrificios hacen de Yudhishthira un hombre puro y un rey con el alma en paz. Krishna rescata de la muerte al único sucesor de los Pandava y le pone el nombre anunciado de Parikshit, “El que se prolonga”. Durante quince años Dhritarashtra fue objeto de la máxima consideración. Después pidió permiso a Yudhishthira para retirarse al bosque y dedicarse a la oración y la ascesis.


Sauti cuenta que Vaishampayana contó a Janamejaya la aparición a orillas del Ganges de los antepasados de los Kaurava y los Pandava y que treinta seis años después de la batalla de Kurukshetra, negros presagios volvieron a inundar la tierra. Y resultó que Krishna había abandonado su cuerpo después de que los dos clanes guerreros de Dvaraka, el reino de aquel, se hubieran exterminado luchando entre sí. Arjuna, el gran amigo de Krishna, celebró los ritos funerarios y recogió a los pocos habitantes que quedaban en Dvaraka, fundamentalmente mujeres, niños y ancianos. Un grupo de bandidos reveló a Arjuna que el tiempo había pasado y a duras penas consiguió salvar a una parte del convoy y llegar a Indraprastha. Poco después, seis peregrinos, los cinco Pandava y Draupadi, vestidos con pieles de gamo y cortezas de árbol, abandonaban Indraprastha camino del monte Meru, la montaña más alta, la morada de los dioses. Por el camino uno tras otro van muriendo. Queda Yudhishthira y un perro vagabundo que les ha acompañado durante el largo viaje. El dios Indra baja a buscar a Yudhishthira, pero este se niega a aceptar la invitación del dios si antes no se ocupa del perro. La virtud del Pandava la confirma su mismo padre que se había ocultado en el fiel animal.


El Mahabharata está construido con millones de imágenes apiñadas y el lector tiene la impresión de hallarse en un territorio de inmensa belleza en el que nada sobra porque todo lo abraza. Los héroes lo son en la medida en que construyen su propio universo y conocen que aquí lo que protege es protegido y lo que destruye es destruido. Hay, desde luego, un orden secreto que desde el principio se siente como universal, pero que solamente se construye en el interior del hombre. Tan inmenso y denso es el material narrativo de la epopeya india que el hombre actual, acostumbrado a la paja seca y áspera de la literatura contemporánea, se ve obligado a detenerse continuamente para construir rápidos relatos yuxtapuestos. El texto está plagado de soberbios sacrificios, de oscuros presagios y también de los más miserables sentimientos humanos, pero todo ello es tan sorprendente como familiar, tanto como las palabras apaciguadoras de Vidura que nunca son escuchadas. De eso, del hombre, de la vida, del destino, de la implacable maldad y de la inmarcesible misericordia, de un orden amenazado y de un arma todopoderosa, de una época de destrucción que lo es también de leyenda. El Mahabharata es omnímodo y para probarlo basta recordar la escena en la que Krishna prolonga indefinidamente la túnica de Draupadi para que esta no quede desnuda y pierda su dignidad. ¿No cabe ahí casi todo?