jueves, 29 de mayo de 2014

Guerra y paz. Libro primero.

San Petersburgo.
El entusiasmo, una auténtica posición social en la Rusia de principios del siglo XIX, de Anna Pávlovna por su zar Alejandro, el único que parecía capaz de pararle los pies a Napoleón, se hace patente durante la recepción que aquella ofrece en su casa. La bellísima Elena Vasílievna Kuráguina atraviesa el salón arrastrando tras de sí todo el esplendor de la fiesta, su elegante vestido se desliza sobre las alfombras impregnando en el corazón de los hombres tanta admiración como deseo. Su temprana marcha convierte en protagonista del resto de la velada al joven Pierre, hijo natural del conde Bezújov, recién llegado a San Petersburgo después de muchos años de ausencia. Alaba a Bonaparte, lo que escandaliza, claro que moderadamente, a la anfitriona Anna Pávlovna, pues al fin y al cabo Rusia está en guerra con Francia. La guerra es lo único capaz de cambiar la vida, al menos la del príncipe Andréi Bolkonski, cuyo matrimonio con Leisa Meinen, conocida como “la pequeña princesa” le hace profundamente infeliz. Que nada cambie es el deseo de de Kuraguin y Dólojov, dos auténticas celebridades entre los disolutos juerguistas de San Petersburgo: ¿Quién no recuerda al segundo en el alfeizar de la ventana bebiendo de un solo trago una botella de ron?

Moscú.
En la calle Póvarskaia de Moscú, la condesa Rostova y su hija Natasha de trece años celebran su santo. La inmensamente rica dama María Lvovna Karáguina y su hija Julie comentan con la condesa el disoluto comportamiento del hijo natural del conde Viril Vladimírovich Bezújov que no es otro que el mismo Pierre, a consecuencia de lo cual había sido expulsado de San Petersburgo en unión de sus amigos. Con los Rostov vivía también la sobrina del conde, Sonia, una joven morena, pequeña y de dulce rostro. Nikolái, el hijo mayor, abandona los estudios y se une al regimiento de húsares de Pavlograd al mando del coronel Schubert. Lágrimas placenteras son las que rebosan de los ojos de Anna Mijáilovna y de la condesa Rostova y aunque sea un puñado de rublos la causa, es la juventud pasada lo que lloran. La más adorable de las ternuras inspira ese hombre joven y grande llamado Pierre, torpe y modesto que se entretiene atando un oso a la espalda de un comisario, aunque María Dmítrievna, la madrina de Natasha, sostenga con reiteración que fue un comisario lo que Pierre ató a la espalda del oso. La más contundente de las razones le asiste a uno de los invitados a la mesa de los Rostov al argumentar por la necesidad que tiene Rusia de hacerle la guerra a Bonaparte. La más profunda de las verdades está en los labios de María Dmítrievna cuando asegura que: “Hay quien muere acurrucado junto a la estufa y hay a quien Dios devuelve sano y salvo de la batalla”.  El más azul de los edredones, sobre el arcón del corredor de la casa de los Rostov, recibe las tristezas de juventud de la nueva generación… Pero basta, es necesario esparcir un poco de paja bajo las ventanas de la casa del conde Bezújov, próximo a abandonar el mundo, para evitar el estrépito de tantos carruajes que van y vienen. En uno de ellos viaja su hijo natural, Pierre, que acude hasta el lecho de su padre en compañía de Anna Mijáilovna, sabedora de las intrigas que el príncipe Vasili, el padre de los Kuragin, prepara para apropiarse de la enorme herencia.
La severidad en el orden es el primer mandamiento en Lisie-Gori, la finca donde vive el príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, el padre de Andréi y María, a ciento cincuenta kilómetros de Moscú. La princesa María reza todas las mañanas antes de saludar a su padre por el que siente una absoluta veneración. La pequeña princesa, la esposa de Andrei, se desmaya cuando contempla a su marido partir para la guerra. Esta embarazada: María cuidará de ella.

En el Danubio.
El general Kutúzov, general en jefe de las fuerzas rusas, y su ayudante de campo, el príncipe Bolkonski, pasan revista a las fuerzas concentradas en Braunau junto a la frontera austríaca. Los franceses han rebasado las líneas de Ulm y no tardarán en cruzar toda Alemania para internarse en Austria. Es octubre de 1805.  Los rusos se retiran hacia Viena, pero dejan atrás la dinamita suficiente para destruir los puentes sobre los afluentes del Danubio, el Inn, el Traun y el Enns. De vez en cuando la línea imaginaria que separa a los dos ejércitos se hace terrible.  Nikolái respira el olor que dejan los cañones franceses. El príncipe Andréi con la dentellada de la bala en el brazo parte hacia Brünn después de participar en la batalla de Krems. Imagina que será conducido ante el emperador Francisco y que este arderá en deseos de escuchar de un testigo presencial la primera victoria de toda Europa frente a los franceses. Sin embargo, las cosas no resultaron tal y como Andréi las imaginaba: Napoleón ha sobrepasado Viena y se dirige directamente hacia la hoy ciudad checa de Brünn, después de que los tres mariscales franceses lograran astutamente la conquista del puente Tabor sin necesidad de hacer un solo disparo. El príncipe Andréi parte de nuevo camino del frente; tiene una rabiosa hambre de heroísmo. Supone Murat que ante él, en Hollbrün, tiene a todo el ejército ruso y propone un armisticio de tres días. Justo el tiempo que necesita Kutúzov para llegar a Znaim antes que el enemigo. Bonaparte se da cuenta del engaño y ordena el ataque. Justo lo que Andréi desea: recorre las líneas y contempla el campo de batalla hasta detenerse junto a una batería. Los cañones del capitán Tushin disparan continuamente hacia la aldea que ocupan los franceses. En algún lugar del frente que Andréi no logra divisar, el hueso roto del brazo izquierdo de Nikolái Rostov se le clava en la carne y algunos soldados desnudos calientan sus delgados cuerpos amarillos ante las llamas de hogueras encendidas, ocultos detrás de un barranco. El príncipe Bogdánich discute con sus oficiales y las fuerzas rusas se reagrupan en torno a su jefe, el general Kutúzov. Estamos en medio de la batalla de Schoengraben. 

En casa.
Pierre, el rico heredero del conde Bezújov, no consigue quedarse solo más que en el interior de su cama y en su ingenuidad toma por sinceras cuantas muestras de interés recibe. La bella Elena Kuragin se exhibe tan seductora que el inocente Pierre apenas lográ imaginársela como su esposa. La fortuna y el astuto prícipe Vasili hicieron el resto. Tras el matrimonio la joven pareja se marcha a vivir a la mansión de los Bezújov en San Pertersburgo. El éxito alcanzado por su hija anima al príncipe Vasili hasta el extremo de decidirse a visitar al príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski en compañía de su hijo Anatole con la vista puesta en María, la hija de aquel. Pero la vesania de Bolkonski descara la fealdad de su hija. Aun así la princesa María lo intenta, pero sin armas ni estrategia la victoria era imposible, es suficiente con un enemigo “sin intención alguna, impulsado tan sólo por una alegría ingenua y frívola”.

En Olmütz.
Las tropas de Kutúzov esperan la llegada del zar ruso y del emperador austríaco, ante ellos Nikolái Rostov desfilará como oficial después de su ascenso por méritos de guerra. Y tanto peso tiene lo que Rostov siente mientras observa entre las filas de las tropas el paso del zar, que es preciso leer despacio, como siguiendo el paso seguro y a la vez enérgico del jefe del Estado pasando revista: “Sentía que una sola palabra de ese hombre bastaría para que toda la masa (y él con ella, como una brizna) se arrojara al fuego o al agua, al crimen o a la muerte, o al más grande de los heroísmos; por eso no podía contener el estremecimiento y la emoción ante esa palabra ya próxima”. Así, con ese sentimiento inundándolo todo, es más fácil aceptar la muerte, ciertamente que lo es, pero cuán lejos está todo eso… ¡Oh! ¡Qué lejos! Tal vez lo esté porque sabemos que son muy pocas las posibilidades de que la historia vuelva a conjurar en un hombre la habilidad francesa y el histrionismo italiano, al menos en las dosis precisas para engendrar otro Bonaparte.

Austerlitz.

Weyrother, el general austríaco, cuya actitud antes de la batalla es gráficamente descrita por Tolstói como un caballo enganchado a un carro que corre cuesta abajo, inicia ante el general en jefe Kutúzov la lectura del orden de batalla. El príncipe Bolkonski sueña otra vez con la gloria; a la fama se lo entregaría todo, incluso su propia vida. Tan presto al sacrificio como él lo está Rostov, cuyo amor por el emperador le sobrecoge continuamente. El príncipe cae en los altos de Pratzen, bajo un cielo que se torna infinito. Rostov cabalga a lo largo de todo el frente como oficial de órdenes del general Bagration, reconoce al emperador que aislado llora en soledad y entonces sabe que la batalla está perdida. Napoleón, como los emperadores romanos, señala en el campo de batalla a los vencidos que dan muestras de valor: allí topa con el príncipe Bolkonski que aún sostiene entre sus manos el asta de la bandera perdida.