sábado, 28 de junio de 2014

Guerra y paz. Libro tercero.


El 12 de mayo de 1812 las tropas napoleónicas comienzan a atravesar el río Niemen dando inicio a la invasión. Al día siguiente el emperador Alejandro asistía a un baile en el palacio de Bennigsen en las afueras de Vilna. Para el primer vals el zar se fijó en la condesa Bezújov y para la embajada ante Napoleón en el general Alexander Bálashov. Andrei ha vuelto al servicio activo junto al general Kutusov y trata de localizar a Anatole Kuraguin para vengarse, pero no lo encuentra ni en Turquía, ni en Rusia ni tampoco en Bucarest. De regreso a Moscú pasa por Lisie-Gori y se hace cargo del sufrimiento de la princesa María. Es entonces cuando María le habla de la felicidad que encierra el perdón, pero Andrei no puede perdonar, aún no. Antes está la guerra que hace posible cosas que en época de paz resultan impensables.


Andréi está en Drissa, en el campamento fortificado sobre el río que el mismísimo general Pfull, el más ilustre teórico de la estrategia militar, había diseñado como una trampa para los franceses. El emperador tiene sus dudas y el consejo del Estado Mayor, al que Bolkonski asiste, comienza la discusión en tres idiomas: el alemán, el francés y el ruso. A lo largo de las muchas horas que dura el encuentro, Andréi tiene tiempo para pensar y adquiere la convicción de que el buen militar es aquel que está fuertemente limitado por la seguridad de que todo cuanto hace es absolutamente necesario, por eso al día siguiente pide un puesto lejos del Estado Mayor. El 13 de julio de 1812, dos escuadrones del regimiento de Pavlograd en el que servía el capitán Rostov estaban ya dentro de los límites de Rusia. Habían retrocedido partiendo de Vilna. Un día cualquiera después de una noche de tormenta, los húsares de Rostov se lanzan al galope en auxilio de una brigada de ulanos acosados por dragones franceses. Nuevo ascenso y primera condecoración que retienen a Nicolai lejos de casa, de la casa de Moscú donde Natasha parecía dejarse morir. La Natsha que salía poco a poco de la profunda depresión no era la de antes. Quizás por que nadie lo era ya: ni Rostov era aquel joven rendido admirador del emperador en 1805, ni el príncipe Andréi era aquel soldado que contempló el alto cielo de Austerlitz.
     

En julio de 1812 las voces alarmistas afirman que Bonaparte está a las puertas de Moscú con un millón de soldados y el emperador pide colaboración en un manifiesto. Mil hombres completamente equipados promete Pierre al zar. La hacienda del príncipe Nikolái Ändréievich Bolkonski, Lisie-Gori, está en el camino de los franceses, desde Smolensk a Moscú. El 5 de agosto a las cinco de la tarde Napoleón ordenaba iniciar el bombardeo sobre Smolensk. Cinco días después el regimiento de Andréi pasa muy cerca de Lisie-Gori: Smolensk en llamas se ha rendido. Los soldados rusos se retiran cansados y polvorientos, tienen hambre y sed. El viejo príncipe Bolkonski no llega a Moscú. En Boguchárovo, la aldea creada por Andréi, pide perdón a su hija María y expira. Presa de sí misma y de los mujiks en rebelión, la princesa María ni siquiera espera la llegada de un liberador. Y sin embargo, la providencia le envía a quien parecía destinado a convertirse en su cuñado, a Nicolai, el joven conde Rostov.

Kutúzov, “el Serenisimo” y general en jefe de todos los ejércitos rusos, y Bonaparte se enfrentan en la batalla de Borodinó. El día de antes, Pierre acude al lugar y desde un alto contempla el lugar donde no menos de veinte mil soldados rusos y otros tanto franceses morirán mañana. Todo el mundo lo sabe y sólo se sorprenden del sombrero blanco de Pierre. De un lado a otro, como una bala que cruza continuamente la divisoria de los ejércitos enfrentados, Pierre se mueve por el medio de la batalla, primero con la infantería y luego en el corazón de la batería de Raiveski. Ni siquiera Napoleón puede detener la terrible matanza de Semiónovkoie. Allí es donde el príncipe Andréi cae herido. En el hospital de campaña improvisado dentro del bosque próximo, Andréi encuentra en el rostro contraído por dolor de Anatole Kuraguin, la respuesta que estaba buscando desde hacía tiempo, pero era ya demasiado tarde. Hasta al mismísimo Napoleón que contaba los muertos por nacionalidades, verdugo de pueblos, era preciso amar.  La mitad del ejército ruso había desaparecido y no cabía más estrategia que retroceder, dejando Moscú en poder de los franceses. Kutúsov estaba rodeado de generales que pertenece a ese tipo de personas que defienden lo imposible como la mejor de las soluciones personales: si el plan fracasaba, la culpa sería de Kutúsov que lo había ordenado; pero si triunfaba, ¡ah entonces!, la participación de cada uno en el éxito quedaría al descubierto. Kutúsov no contaba más que con su cabeza, buena o mal, sin ningún otro aliado.

Moscú era un hervidero de rumores que se cruzaban entre los que había decidido marcharse y aquellos otros que estaban dispuestos a quedarse. Los Rostov no tomaban decisión alguna, tan solo Sonía, triste por las noticias que Nikolái daba de su encuentro con la princesa María, ahogaba su amargura en los preparativos. Por la calle Povárskaia avanzaba un interminable reguero de coches llenos de heridos. En un coche cerrado, acompañado de un médico y un cochero, entrada ya la noche llegó hasta el patio de la casa de Rostov un hombre mal herido: el príncipe Andréi Bolkonski. Nadie pareció percatarse del acontecimiento hasta que instante antes de la partida. Sonia informa a la condesa y ambas deciden ocultar el hecho a Natasha. La última persona que vio Natsha antes de salir de Moscú fue Pierre vestido con una extraña indumentaria mitad de campesino, mitad de cochero.


Napoleón contempla “la urbe asiática de innumerables iglesias”, la madre Moscú, desde el monte Poklónnaia. Espera en vano que una delegación de boyardos venga a ofrecerle las llaves de la ciudad conquistada, no puede haber recibimiento porque Moscú es una colmena vacía. Le coup de théâtre avait raté. Los que se han quedado, artesanos, siervos o campesinos en su mayor parte buscan en las tabernas y en las calles alguien a quién dirigirse para conocer la verdad de lo que sucede. Pierre, encerrado en el despacho de su amigo Osip Alexéievich, entre manuscritos masónicos concibe una gran idea: liberar a Europa de Napoleón. Sin embargo, en su primera acción Pierre salva la vida de monsieur Ramballe, capitaine de 13 léger y un francés no olvida nunca ni un insulto ni un favor. La cháchara con el francés, el vino y una buena comida acabaron con las intenciones de Pierre. La exaltación se había tornado en debilidad y al fuego que el cometa ponía en el cielo se añadió el primer incendio en la ciudad. Descubierto el secreto de la presencia del príncipe Andréi en el cortejo de los Rostov, Tolstoi funde en unas deliciosas páginas el perdón y el amor. Cada vez que Pierre trata de poner en práctica su plan de acabar con Napoleón, la providencia le manda una vida que salvar. Después del capitán francés una niña escrofulosa, más parecida a un animal que a un ser humano, se atraviesa para prolongarle la vida al de Ajaccio y conducir al conde a la cárcel. Unas semanas después de la ocupación, el ejército francés no era sino un puñado de merodeadores sin orden ni disciplina y Moscú ardía por los cuatro costados.

viernes, 20 de junio de 2014

Guerra y paz. Libro segundo.


Denísov acompaña a Nikolái en su regreso a Moscú donde los suyos lo reciben con inmensa alegría. De la derrota nadie quiere saber nada. Al general Bagration lo agasajan como héroe. A otros los ignoran, como al príncipe Bolkonski, que no figura entre los muertos ni con los heridos, ni siquiera con los prisioneros. Dólojov y el conde Bezújov se baten, pero lo sorprendente no son las razones, tan escondidas como evidentes, sino el resultado en el campo de duelo y después en el seno familiar. Con un poder para administrar la mitad de sus fincas, Pierre consuma la separación de hecho con su mujer, la bella Elena. Una de esas noches de marzo en las que el invierno parece retornar, Tolstói nos pone delante el nudo de la vida: el nacimiento, la muerte y la resurrección: Andréi resucita padre y viudo. Otro que vuelve es Dólojov que, tras recuperarse de la herida del duelo, comienza a frecuentar la casa de Rostov. El rechazo de Sonia hacia Dólojov precipita la venganza que el tiempo guarda en el corazón de los hombres y Nikolái pierde cuarenta y mes mil rublos a las cartas con Dólojov.


Pierre abandona a su mujer en Moscú y parte hacia San Petersburgo. En el camino conoce a un masón que lo introduce en la logia y poco después es portador de cartas para los masones de Kiev y Odessa. Napoleón había derrotado a lo largo de 1806 a los prusianos en las batallas de  Auerstädt y Jena y aproxima el teatro de sus operaciones reformadoras a la frontera rusa. En febrero de 1807 la batalla de Preussich-Eylau fue tomada por cada una de las partes como acción victoriosa. El príncipe Bolskonski está ajeno a todo, recluido tras su viudez en la comarca de Boguchárovo, mantiene una vida austera que la visita de Pierre turba no solo con su presencia, sino especialmente por las ideas de ejemplaridad que trae consigo. Aunque todos saben ya de la carga negativa de la experiencia, solo el joven Rostov acierta a vislumbrar que la ejemplaridad es mucho más fácil en el vida militar que en la civil.

En un hospital donde el tifus y la locura revientan las heridas de los soldados rusos, el conde Rostov encuentra a su amigo Denisov a quien no una bala francesa, sino un consejo de guerra han conducido hasta allí. Mientras tanto los dos emperadores negocian en medio del río Niemen, a solas, sobre una barcaza. Estamos en julio de 1807 y el zar reconoce a Bonaparte como su homólogo, ambos firman el tratado de paz de Tilsit.  


A mediados de mayo de 1809 el príncipe Andréi se entrevista con el conde Rostov para tratar temas relacionados con ciertas posesiones. Allí, en Otrádnoie, la alegría de Natasha llama la atención del adusto Andréi, hasta el punto que convencerse de la conveniencia de permitirse cierta participación en la vida. Y en agosto está ya en San Petersburgo para ser recibido por el conde Arakchéiev, el ministro de la Guerra de Alejandro. Muy pronto la fría recepción del ministro es compensada con el favor de Speranski, la mano derecha del zar y Andréi se convierte en codificador de leyes. Casi paralelamente el tedio ha sustituido al entusiasmo en francmasón pecho de Pierre, lo que es aprovechado por Elena, su mujer, para alcanzar una interesada reunificación. A Pierre todo le da igual, se abandona a los remordimientos y la autocompasión. Es en la nochevieja de 1809 en le réveillon de un alto dignatario palaciego de San Petersburgo, cuando Natasha asiste por primera vez a un gran baile. Tiene ya dieciséis años, la misma edad que su madre cuando se casó. Allí están el príncipe Andréi, el conde Bezújov, su mujer, la bella Elena, el embajador francés y el holandés y, naturalmente, también el mismísimo emperador. La dicha de una joven que baila durante toda la noche, no pasa desapercibida para el príncipe Andréi. Si cabe, la alegría de la condesa Rostov hace más evidente la esterilidad del trabajo que Andréi desarrolla para la patria traduciendo al ruso los códigos franceses que nunca podrán ser aplicados en el imperio. Los encuentros se suceden y el amor surge entre un hombre maduro, pero aún joven, y una jovencita, casi un niña: Andréi y Natasha. Otra jovencita de ojos negros y dulce corazón, pero más pobre que una rata, esto es, Sonia, manifiesta de forma abierta su abnegado amor hacia Nikolái. Pero los Rostov están atravesando una mala situación y tal vez un buen matrimonio podría poner remedio a una economía cuyo estatus social le exige disponer de quince cocheros y cien caballos. El pleito no vislumbra acuerdo posible. Solamente Natasha podía firmar un armisticio: que la condesa madre no ofendiera a Sonia y que Nikolái prometiera no hacer nada sin consultar a sus padres. La sutileza de esa hábil negociadora que deja vivas las cosas mientras los contendientes se toman un respiro.

No menos difícil es la situación de Pierre, quien convertido en un hombre rico, marido de una mujer infiel y gentilhombre de cámara retirado, continúa pensando que su destino le llevará algún día a hacer algo grande por la humanidad y, sin embargo, le resulta imposible salir de este personalísimo estado, mezcla de autocompasión y estupor, en el que la realidad del mundo humano lo ha sumergido.


Todos han vuelto a Moscú, también el príncipe Nikolái Adréievich Bolkonski y su hija María. La senilidad del príncipe ha centuplicado su egoísmo y la pobre María sufre el aislamiento y al mismo tiempo, sin que haya en esto contradicción alguna, añora su soledad. No solo había desechado cualquier, por vana, esperanza de matrimonio, sino también las que son más imprescindibles, las de la amistad. Lo peor de todo, lo que más le torturaba, era el haber reconocido en su interior la misma cólera que habitaba en su padre. ¡Qué esfuerzos se veía oblada a hacer cada vez que trataba de enseñar a su sobrino Nikolenka el abecedario francés! ¿Cuánto arriesga Andréi al casarse con Natasha en contra de la voluntad del príncipe Bolkonski? Mucho, sin duda. María lo sabe bien. Y sin quiera reprochárselo ha comenzado a odiar a la adorable Natasha. Una de las mansiones más de moda y agradable de aquel invierno de 1811 era la de la riquísima y soltera Julie Karáguina, cuya dote abarcaba extensas fincas en Penza y Nizhni-Nóvgorod que bien valían una declaración de amor como la que forzado por las circunstancias se ve obligado a formular el joven Borís Drubetskói, otrora galante merodeador de los encantos de Natasha.

S
í, también los Rostov llegan a Moscú con la idea de vender su casa y tratar de hacerse recibir por el autoritario príncipe Bolkonski. Deciden alojarse en casa de la madrina de Natasha, la viuda María Dimítrievna que vive en la calle Stáraia Koniúshennaia. La dama rusa visitaba las iglesias y las cárceles y no soportaba las debilidades ni las pasiones. Su intercesión se adivina como necesaria para que la visita de Natasha a la casa de su futuro suegro tenga un feliz resultado. Sin embargo, el encuentro no pudo ser más desdichado: el príncipe no solo se negó a recibirles, sino que acabó por hacerle a Natasha objeto de su menosprecio y, así, la antipatía cruzo sus armas con la envidia. Tal vez porque el destino está siempre al acecho de las desilusiones humanas, al día siguiente en la ópera, Natasha conoce al joven y atractivo Anatole Kuraguin, el hermano de Elena Bezújov. El endiablado poder de seducción de Anatole vació el alma de la pobre Natasha hasta el punto de planear juntos la huida para tomar un imposible matrimonio secreto. La frustración deja a Natasha al borde del suicidio y como si fuera un alacrán con la cola hacia arriba, un cometa atraviesa el cielo de Moscú anunciando tal vez no tanto la inminencia de una guerra, como el cambio ontológico de una realidad que parece obedecer a la voluntad del individuo llamado Bonaparte.

martes, 10 de junio de 2014

Una introducción a la Biblia. J.W. Rogerson.


Más que de la Biblia debemos hablar de las Biblias. La Biblia protestante, la católica, la ortodoxa o la judía, presentan diferencias no solo en relación al canon, es decir, los libros que las integran, sino también por el contenido mismo en que son vertidas a la pluralidad de idiomas que se manejan en todo el orbe terrestre. Naturalmente que las posturas dogmáticas de las distintas iglesias nos dejan también su impronta. La Biblia oficial de la Iglesia ortodoxa oriental es la septuaginta que se comenzó a traducir en el siglo III a. de C. Ni la Biblia hebrea o Tanaj ni la Biblia protestante contienen los llamados Deuterocanónicos, siete libros que forman parte del Antiguo Testamento para los cristianos. El simple hecho de abordar la lectura de este fundamental texto de la historia humana, nos obliga a tomar postura. Las primeras Biblias cristianas completas se corresponden con los códices unciales (es decir, texto manuscrito en letras mayúsculas) Sinaítico y Alejandrino de los siglos IV y V d. de C.

La tradición asigna a Moisés como el autor del Pentateuco, a Josué como autor del libro que lleva su nombre, a Samuel como el autor de Jueces y Rut, a David como autor de muchos de los salmos, a Salomón como el autor de la mayor parte del libro de los Proverbios, así como Eclesiástico y del Cantar de los Cantares y a los profetas como autores de los libros que llevan sus nombres. En la actualidad la mayoría de los expertos están de acuerdo en que la redacción de la Biblia se debe a sucesivas formas de adición y ampliación realizadas a los largo de los siglos por una pluralidad de autores. Este mismo hecho ha dado lugar a los llamados libros apócrifos. Muchos indicios apuntan a que este autor plural utilizaría la técnica del corta-pega para elaborar el texto a partir de varias fuentes. Los exegetas modernos, por ejemplo, aseguran que el libro de Isaías se debe a una escuela fundada por los discípulos del profeta que trabajó a lo largo de más de dos siglos para elaborar una sola obra literaria que recoge una experiencia plural. Como acertadamente dice Rogerson la Biblia no fue durante cientos de años más que una “colección de rollos separados”. Conviene tenerlo en cuenta.

A medida que nos vayan ocurriendo cosas mientras progresamos en la lectura, las iremos añadiendo en este apartado de la mano del estupendo libro Una introducción a la Biblia de J.W. Rogerson que puede tomarse como guía.

De momento abordaremos la lectura siguiendo los libros históricos comenzando por el llamado Tetrateuco: Génesis, Éxodo y Números. El Levítico, que también forma parte del Tetrateuco, lo dejaremos de momento al margen por las razones que apunta nuestro guía.