martes, 31 de marzo de 2015

La esquina ( I )



Todo el mundo sabe que el Gordo Curt es el mejor captador en la esquina de Fayette con Monroe. Hay ruidos lejanos, pero persistentes, de disparos a los que nadie hace caso, ni siquiera los coche patrulla que pasan en silencio. Eggy Daddy, Hungry, Bryan, Bread y Dennis (el hermano de Curt) se hacinan en la casa de Blue esperando a que llegue Rita, la médica de la esquina, que es capaz de encontrar venas todavía palpitantes en cuerpos moribundos. Estamos en Baltimore oeste y allí se recibe al año nuevo  con una salva de balazos. Curtis Davis, Curt, lleva veinticinco años en la esquina entre Fayette y Monroe y lo sabe bien.


Gary McCullough y Tony Boice (alias Mo) son compañeros de picos. El 1717 oeste de Fayette es un buen sitio para chutarse: una vieja casa victoriana, mil veces esquilmada y que apesta a orines. Hasta no hacía mucho Gary era un empresario que conducía un Mercedes y leía el Daily Investor. Ahora todo queda reducido a los treinta centímetros cúbicos de la jeringuilla que contiene la heroína diluida. La moral de Gary sigue siendo la de un constructor y, en consecuencia, sabe distinguir perfectamente entre una escapada y un delito. La escapada provoca la alegría de obtener algo a cambio de nada; el delito, la desolación del daño causado. DeAndre, el hijo de Gary, vende ya heroína en la calle Gilmor, tiene quince años y a veces se cruza con su padre sin que se dirijan la palabra: hay mucha vergüenza acumulada. Desde la ventana del 1717 oeste, Gary contempla cómo varios policías de paisano registran y desnudas a los dos únicos chicos de toda la manzana que no llevan encima droga. Gary ve subir por Fayette a Ronnie, la prima de Tony, y trata de escabullirse.


El chico McCullough, DeAndre, junto con los Tae, R.C (Richard Carter), Boo, Manny Man, Dinky, Brian, Dorian, Brooks y otros se hacen llamar los HMC (Hermanos de la Mafia de Crenshaw) y dominan el callejón de Fairmount, entre Fayette y Baltimore. DeAndre vive junto con su madre, Fran, su hermano DeRodd, y sus tres tíos maternos, los Boyd en dos pisos del 1625 de la Fayette. A la casa, DeAndre le ha puesto el sobrenombre de Dew Drop por asimilación con un picadero distante unas pocas manzanas. La mierda de DeAndre es de buena calidad y aunque la mayoría de las ganancias son para Bugsy, una buena noche puede dejarle al chico hasta 800 dólares. En su esquina, DeAndre es legal: no corta la droga, no ensucia el producto y no es avaricioso. También da muestras de una inteligencia no despreciable: sabe mantener un pie en cada uno de los campos de batalla: la esquina y el colegio. La apariencia dura es una parte esencial de Denise Francine Boyd, Fran, la madre de DeAndre y DeRodd. Esa fachada es una necesidad que la vida le impone a un espíritu en el que todavía quedan vestigios de moralidad. 




Ella Thompson vive en el 1806 de la calle Fayette, a pocos metros de la calle Fulton, para ella que cree en el trabajo, el respeto, el amor, la responsabilidad, la escuela y el deber, la esquina no tiene sentido. Por eso hay cierto orgullo en el funeral de hoy, el de un muchacho que no ha muerto en las calles de Baltimore de un tiro o con una aguja enganchada en la vena. Ella trabaja en el centro cívico Martin Luther King Jr., un viejo edificio entre las calles Fayette, Mount y Vincent. Sabe que apenas tiene sentido lo que hace, su preocupación porque todo esté bien ordenado y limpio se deshace en cuanto pisa la calle.


La teoría general de la esquina es sencilla, todo está en dejar que los absolutamente prescindibles, aquellos que no cuentan para nada ni para nadie, puedan formar parte de algo, aunque sea por poco tiempo, con eso basta, porque la esquina les hace saber cada día que allí hay una posición y un prestigio que espera ser ocupado.  Para una sociedad de sucesivos y audaces avances tecnológicos, los esquineros son “incomprensiblemente inútiles”. Sin embargo, hay cierto orden. El puesto de corredor o correo es el más prometedor. Si el chico es capaz de respetar la mercancía muy pronto el puesto de lugarteniente estará a su alcance. En caso contrario, es decir, cuando acaba por consumir aquello que transporta su degradación a captador es inevitable. El captador es un temporero que cobra en droga. Pero el más expuesto al bate de aluminio del empleador es el vigilante. El simple descuido puede resultar fatal. Sin embargo, hay, también, bastante anarquía. Aquella que provoca el asaltador de alijos, el estafador que intenta hacer pasar por cocaína una bola de detergente, los dueños de los picaderos que venden un trozo de suelo, una ristra de tapones y una jeringuilla por dos o tres dólares, el cazador de arterias… En realidad, todos tienen una oportunidad en la esquina, lo mismo el que pretende hacer pasar orégano por marihuana, que el rastreador de alijos; aquel que alquila un trozo de suelo tranquilo para el chute, que el que vende hipodérmicas; todos pasan por la esquina porque esa es la realidad del barrio.
  

La esquina de Fayette con Monroe es un hormiguero. El Gordo Curt que duerme en la vieja casona de Blue junto con Pimp, y Hurgry y Eggy Daddy y Bread y Bryan y Dennys, el hermano de Curt, y Smitty, todos esperando la llegado de los traficantes, de Gee, de Shamrock, de Dred, de Nitty, de Tiny. Hoy a Curt le toca ser captador de Dred. Pero antes está el chute. “Los que son capaces de pincharse solos se buscan un rincón y […] el resto esperan su turno en la mesa de Rita”, la médica de picadero. Todas las historias se parecen bastante: la de Rita, como la de Curt y la de este, como la de Gary. Todas terminan en el mismo sitio y, también, arrancan de lugares parecidos. En el centro de cada una de ellas está la ola perfecta y algo de suerte para no quedar rematado por el camino.


La furia, la santa y justa furia de un hombre bueno y honesto. William Mccullough, el padre de otros catorce hijos, Gary entre ellos. Ha trabajado todos los días de los últimos cincuenta años porque cree en el trabajo duro y en la necesidad de ser fiel a sí mismo. Y por primera vez en su vida, después de tanto esfuerzo y sacrificio, se tiene que enfrentar a la furia que le devora por dentro. Mira como sus hijos y sus nietos vagabundean de un callejón a otro con la droga dentro del bolsillo o de las venas. Este hombre que nunca le ha pedido un centavo al Estado, que tras toda la vida trabajando recibe la miserable pensión de 37 dólares al mes, se ve obligado a conducir un taxi durante 7 días a la semana y fingir que no pasa nada, que “América sigue siendo la tierra de las oportunidad, la última esperanza de todas las razas y religiones, un país en el que un hombre que es fiel a sí mismo y trabaja duro puede y debe tener éxito en la vida”.


Gary está en cárcel del condado por culpa de la serpiente que lleva dentro. Solo la fe ciega de una madre puede pagar la fianza y a continuación entregarle a su hijo un billete de diez dólares con el encargo de que traiga alguna cosa de la tienda. Es un pequeña victoria, nada definitivo. También a DeAndre le llega el turno por culpa del piloto automático con el que desde hace tiempo actúa: la droga en un bolsillo y los billetes en el otro. Los cargos son por posesión con ánimo de tráfico. Los padres no aparecen y el chico acaba en el reformatorio del condado, muy lejos de las calles que conoce. Fran, la madre de DeAndre, fuerza su salida de la Ciudad de los Muchachos en libertad vigilada condicional, sujeta a dos obligaciones inviolables: asistir al colegio y permanecer después en casa.

El tesón con el que Ella cierra los ojos le hace conseguir cosas increíbles en el centro cívico. Se ha gastado doscientos pavos de su bolsillo para uniformar a los muchachos del equipo de baloncesto MLK y por primera vez los muchachos han sentido lo que es luchar y enfadarse por la consecución de algo común. Además ha logrado convencer a Blue para que dirija un taller de pintura orientado hacia los más pequeños. Un baile para San Valentín es su próxima idea.



Para desgracia de los MacCullough, el picadero de Blue se ha traslado a la casa de Annie y dada la proximidad con la de los MacCullough estos se ven forzados a soportar las idas y venidas, los peligros y la inseguridad de vivir al lado de un picadero. Pero un mejor diagnóstico obligaría a afirmar que la desgracia es el barrio mismo que se ha convertido en un enorme mercado de droga al aire libre. Solo quedan algunos ciudadanos en la plaza Franklin capaces de ceder su ventana para que policías de inquebrante fe, como Bob Brown, vigilen desde ellas las entregas. Si una ampolla de cocaína mata a un viejo adicto, todos corren a la esquina donde la compró sin que a nadie le importe el funeral.