martes, 19 de diciembre de 2017

Cien años de soledad. Gabriel García Márquez






La nostalgia y la soledad, elementos inevitables que siempre acompañan al hombre, se engarzan de forma admirable en el íncipit de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La soledad del que va a morir que se entrega a la nostalgia de sus recuerdos. 

Macondo era por aquel entonces, cuando José Arcadio Buendía llevó a su hijo a conocer el hielo, una aldea situada en las proximidades del Paraíso, recién expulsado el hombre y la mujer de su centro. Los fierros mágicos de Melquiades, un gitano con manos de gorrión alborotaban la aldea despertando el alma de las cosas. Aunque el que resultó de verdad alborotado fue José Arcadio Buendía. Probó con el imán y descubrió que no eran los primeros en habitar esa tierra; estudió el potencial bélico de la lupa, y descubrió la esfericidad  terrestre. Para entonces Melquíades era ya un gitano avejentado por tanta enfermedad viajera. Le regala un laboratorio de alquimia que desprendía un olor del demonio. 

En medio de ese pandemónium alquímico –cuyo mayor éxito ha sido reducir un puñado de doblones de oro a un “chicharrón carbonizado”- aparece Úrsula Iguarán “aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán”. Cierren, por favor, la novela durante un rato y continúen después respirando el tibio olor de albahaca. 

La culpa de que José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán se hubieran casado la tenía el pirata Francis Drake. El temor a engendrar iguanas, dada la proximidad familiar de los contrayentes, hizo que Úrsula durmiera protegida por un pantalón de lona de velero hasta cierta noche en la que Prudencio Aguilar perdió una pelea de gallos. Después José Arcadio, Úrsula y un puñado de vecinos fundó Macondo para darle al fantasma de Prudencio un poco de paz.  

El soplo de alivio de sus padres hizo que volara de su cabeza cuadrada cualquier resto de imaginación. José Arcadio Buendía había nacido antes de llegar a Macondo sin “ningún órgano de animal”. Su hermano, Aureliano, había llorado en el vientre de su madre y nacido con los ojos abiertos.

Cuando, un jueves de enero, nació Amaranta, sus dos hermanos gozaban ya de los encantos de Pilar Ternera. Fue aquel año en el que los gitanos volvieron trayendo consigo esteras voladoras. El anuncio de su futura paternidad devolvió al laboratorio al joven José Arcadio donde duró el tiempo justo que tardaron en marcharse los gitanos. Úrsula salió tras su hijo metido a gitano y José Arcadio tuvo que ocuparse de la niña Amaranta. No regresó sola: había descubierto la salida de la ciénaga.

Al hijo de Pilar Ternera lo llamaron Arcadio para evitar confusiones y de su crianza se encargó la india guajira Visitación. Animada por su gesta liberadora, Úrsula abrió, en un Macondo completamente transformado, un negocio de animalitos de caramelo ensartados en palo de balso. José Arcadio Buendía sustituye la materia del laboratorio por la de las calles y el joven Aureliano toma el relevo alquímico. La llegada de Rebeca con el saco de huesos de sus padres es anunciada con anticipación por Aureliano; se trata, al parecer, de una prima lejana de Úrsula y, por tanto, también de José Arcadio Buendía, de no más de once años que todavía se chupa el dedo. El salvajismo de Rebeca lo remedió Úrsula con ruibarbo y tollinas.

Rebeca fue la primera infectada de la peste de insomnio que destruía los recuerdos. A los forasteros durmientes les colgaron una campanilla del cuello y a las cosas les pegaron letreros por debajo para no olvidar sus nombres. El pasado no llegaba más allá del canto de la alondra en el laurel del martes. Fue entonces, en medio del tremedal del olvido cuando apareció Melquiades resucitado. ¿Quién mejor que un muerto para descubrir el remedio contra el mal macondino? El nuevo invento del gitano era el daguerrotipo. De esta época del daguerrotipo melquiadano data el aumento del negocio de dulces de Úrsula cuando ya Aureliano que se había convertido en un consagrado maestro de la platería. 

Unos años después, al descubrir la adolescencia en el patio de los bordados –más bella en Rebeca que en Amaranta-, Úrsula decidió ampliar la casa. Dos salas, una más formal que la otra. Un comedor para doce servicios. Y nueve dormitorios alrededor de un largo corredor protegido por un jardín de rosas. Úrsula no se olvidó de Melquiades para quien encargó una habitación propia al lado del taller donde trabajaba la plata Aureliano. Con las obras ya casi terminadas, llega a la casa la orden del corregidor Apolinar Moscote de pintar la fachada de azul. Nunca hasta entonces había habido en el pueblo otra autoridad que la de José Arcadio. Este lo declaró inmediatamente su enemigo y Aureliano se enamoró perdidamente de la hija menor del corregidor, Remedios Moscote con tal solo nueve añitos de edad.

Pero Úrsula pensó que la reforma no debía quedarse solo en cosa de albañiles y encargó para la inauguración de la casa nueva y blanca un montón de cosas: una pianola, muebles vieneses, cristales de Bohemia, vajilla de las Indias, manteles de Holanda… Con la pianola llegó Pietro Crespi que enseño a bailar a Amaranta y Rebeca. La súbita amistad entre Rebeca Buendía y Amparo Moscote dio esperanzas Aureliano. Le cupo a Melquiades el honor de inaugurar el cementerio de Macondo. 

Amaranta no está dispuesta a permitir que su “hermana” Rebeca tome estado en Pietro Crespi. Tampoco Prudencio Aguilar parecía estar dispuesto a dejar en paz a su asesino y tan pronto como los muertos señalaron el lugar de enterramiento de Melquiades, se personó ante José Arcadio Buendía. Y entonces el tiempo se paró en un lunes y José Arcadio Buendía tuvo que ser amarrado al tronco del castaño del patio.

Un domingo de marzo, Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron ante el padre Nicanor Reyna. El cura decidió quedarse para remediar tanto desorden religioso como encontró en el pueblo y a fin de recaudar fondos para una iglesia se dedicó a tomar chocolate y a levitar. Remedios muere, Rebeca posterga sine die su matrimonio con el italiano y el desaparecido José Arcadio regresa. A estas alturas los años que le quedan a Arcadio para comparecer frente al pelotón de fusilamiento son ya pocos y el último de sus recuerdos fue para Remedios.

José Arcadio y Rebeca se enamoran y abandonan la casa. Úrsula impone nuevo luto por la pérdida de dos hijos. Pietro Crespi ofrece a Amaranta, la cual enamorada desde hace muchos años del italiano responde con sorprendente pasividad. Aureliano se hace liberal, pero rechaza la brutalidad del matarife enfermo de sangre. Ese es un momento especial de la novela: Aureliano vigila a sus amigos con una pistola bajo la camisa, va por las tardes a tomar café con sus hermanos José Arcadio y Rebeca y a las siete juega una partida de dominó con su suegro. Tres meses después, estalló la guerra.
Con un rebenque alquitranado tuvo que poner Úrsula orden en Macondo después de que Aureliano se fuera a la guerra. En un acto de incompresible soberbia, Amaranta recha al amor de su vida, el italiano de la pianola que desesperado se quita vida entre lámparas iluminadas y cajas musicales abiertas. Una venda negra alrededor de su mano quemada en las brasas se convirtió en la seña de identidad de la Amaranta sobreviviente. Arcadio conoce a Santa Sofía de la Piedad y enseguida la hará viuda tras una insensata acción que le conduce al paradón: frente a la ventana que en el momento de la ejecución abría Rebeca, se despide Arcadio del mundo. Capturado también el coronel Aureliano no parecía que fue a correr mejor suerte. Rebeca tuvo buena culpa en la liberación del coronel.

Una tras otras las sublevaciones protagonizadas por Aureliano se sucedieron. Santa Sofía vivía en la casa familiar de los Buendía con tres nuevos retoños: la niña, a la que pusieron Remedios, la bella, y los dos gemelos, Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo. Pero la novedad más acusada cuando el coronel regresó a Macondo un año después, fue el suicidio inexplicable de su hermano José Arcadio. Rebeca se enterró en vida en el interior de su casa.

Por la época en que Amaranta estaba localmente enamorada del italiano de la pianola, el después coronel Gerineldo Márquez, el mejor hombre del coronel Buendía, le había declaro su amor. Se murió el patriarca José Arcadio Buendía y una lluvia de flores pequeñas y amarillas le despidió. Después Aureliano José, también hijo de Pilar Ternera, se unión a su padre, el coronel Aureliano. La leyenda de este comenzó a formarse después de que los liberales y conservadores llegaran a un acuerdo de reconciliación. Se le situó la coronel en infinidad de lugares promoviendo alzamientos con el fin de unificar las fuerzas federalista de la América Central. Hasta el nuevo alcalde de Macondo, el general conservador José Ramón Moncada, lo admiraba de veras.

La aventura aureliana duró muchos años. El padre Nicanor fue sustituido por el padre Coronel a quien llamaban El Cachorro. Bruno Crespi, el hermano de Pietro, se casó con Amparo Moscote y su almacén de juguetes no dejó de crecer. De la escuela se hizo cargo don Melchor Escalona, maestro viejo con métodos pedagógicos expeditivos. Vuelve Amaranta a ser protagonista del deseo. En este caso el de su propio sobrino, Aureliano José. Comienzan a aparecer los diecisiete Aurelianos. Al joven Aureliano José lo mata de un balazo el capitán Aquiles Ricardo, aunque es preciso notar que el capitán murió primero.

Cuando el coronel Aureliano regresó a Macondo tuvo primero que conquistársela al general Moncada. Un aire de extrañeza que era más de resistencia a la nostalgia, le pareció a Úrsula que emanaba de lo más hondo del ser de su hijo. Gerineldo Márquez, otra vez jefe civil y militar de Macondo, renovó sus visitas a Amaranta. Esta lo mantuvo cuatro años cerca de ella sin aceptarlo y sin rechazarlo, y cuando Remedios la bella tomó partido por el coronel, Amaranta la expulsó del costurero donde los encuentros tenían lugar. Después, decidió, borracha de soledad, encerrarse en su habitación y despedir definitivamente a su último pretendiente.

Esa misma soledad de podredumbre estaba ya plenamente desarrollada en el corazón del coronel Aureliano hasta tal punto que solo con dificultad podía reconocer el rostro de su madre. A veinte leguas de Macondo, el coronel firmó el armisticio de Neerlandia, bajo una ceiba gigantesca y después se pegó un tiro que no lo mató. El gobierno le puso vigilancia en la casa y fue entonces cuando la belleza de Remedios provocó el primer muerto: un joven comandante de la guardia que custodiaba a Aureliano. 

Un nuevo giro de la rueda del tiempo macondino nos lleva hasta el último recuerdo de Aureliano Segundo en su lecho de muerte: el nacimiento de su hijo José Arcadio, el cuarto y último de los José Arcadio de la saga.  La limpieza de ese espacio de construcción creativa que es el tiempo sin tiempo de Melquiades es ofrecida al siguiente continuador después del paréntesis de la guerra. Pero quien regresa no es el coronel, sino Aureliano Segundo. Los gemelos, hijos de Arcadio y Santa Sofía de la Piedad, único hilo que a punto estuvo de quebrarse y extinguir a los Buendía antes de tiempo, en algún momento de su adolescencia o juventud giraron sus nombres. Así Aureliano parece un José Arcadio y José Arcadio tiene el aspecto de un Aureliano. Aunque comparte mujer, Petra Cotes, será Aureliano quien la convierta en concubina.

Con Petra Cotes llegó la peste de la proliferación y fue tal la riqueza que Aureliano Segundo empapeló la casa familiar, por dentro y por fuera, con billetes de a peso. Úrsula ordenó retirar el papel moneda y sus ruegos de pobreza no fueron atendidos, antes al contrario, pues apareció un san José grande relleno de monedas de oro. Pero fue el dinero quien le buscó el destino a Aureliano Segundo. Tenía la suficiente para financiar el descabellado proyecto de su hermano de convertir en navegable el río. Y así resultó que en el único barco-balsa que llegó hasta Macondo viajaban las matronas francesas que dieron lugar al delirante carnaval en el que Aureliano Segundo conoció a su futura esposa, Fernanda del Carpio.

La reina de ese carnaval fue Remedios, la bella. Para entonces, el coronel Aureliano no era ya más que un hombre envejecido que fabricaba pescaditos de oro en el taller que luego cambiaba por monedas de oro con las cuales volvía a fabricar más pescaditos de oro. Hubo una segunda reina, Fernanda del Carpio cuyo príncipe hubo de atravesar un “páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios” para llegar a la ciudad de los treinta y dos campanarios. La familia Buendía le fue hostil y el marido le salió adúltero. 

El coronel se levantaba a las cinco de la mañana y junto con un tazón de café sin azúcar se encerraba todo el día en su taller hasta que a las cuatro de la tarde arrastraba una manta deshilachada y un taburete hacia el porche de la casa por si acaso llegaba a ver pasar su propio entierro. Los diecisiete Aurelianos comparecieron en Macondo para el jubileo del coronel y el padre Antonio Isabel los marcó con una cruz de ceniza en la frente. Uno de ellos, Aureliano Triste, fundón una fábrica de hielo y tuvo la ocurrencia de traer el tren hasta Macondo. Otro Aureliano, el Centeno, se quedó a cargo de la fábrica de hielo de su hermano inventando en su ausencia el helado. Una de las primeras cosas que trajo el tren fue una planta de electricidad. El cine, que llegó después de las manos de Bruno Crespi, encrespó los ánimos de los macondinos por considerarlo una estafa. 

Un miércoles llegó en el tren de la once a Macondo el señor Herbert, probó los bananos y la historia cambió. La historia se mueve por cosas tan banales como invitar a un gringo a comer guineo. Fue la peste del banano. Por entonces, Remedios, la bella, salió volando por el aire a las cuatro de la tarde agarrada a la punta de una sábana. A las dos de la tarde de un jueves, José Arcadio salió para el seminario con la ilusión de cumplir el deseo de su tatarabuela Úrsula de convertirse en Papa. Su hermana Meme, Renata Remedios, abandonó Macondo también para formarse. Por entonces, Amaranta comenzó a tejer su mortaja y la voracidad de Aureliano Segundo llegó a su cénit en un duelo sin precedentes con la Elefanta, Camila Sagastume. 

Fernanda del Carpio vivía entre tres fantasmas vivos, a saber, Úrsula, Amaranta y Santa Sofía de la Piedad; un fantasma muerto, José Arcadio Buendía, y una sombra, el coronel Aureliano. Hay, sin embargo, alguien más, un marido que va y viene a intervalos más bien irregulares de la casa de su concubina. Del coronel diremos que después de que el coronel Gerineldo Márquez se negara a secundarle en la última guerra, se encerró más aún en el interior del taller y en hueco de su soledad. Murió un martes, once de octubre, con la cabeza apoyada en el castaño del patio mientras orinaba.

Cuando Fernanda inició su correspondencia con los médicos invisibles ya había nacido la pequeña Amaranta Úrsula. Curiosamente el acercamiento de Aureliano Segundo a su hija Meme contrarió más a Petra Costes que a Fernanda. La muerte se le anunció a Amaranta en forma de cliente de sastrería. El lino lo pidió bayal y ella misma tejió la urdimbre durante cuatro años. Luego inició el bordado que primero retardo y luego aceleró. A las ocho de la mañana del cinco de febrero dio la última puntada y anunció a todos que moriría esa misma tarde declarándose dispuesta a llevarle a los muertos los avisos de los vivos.   

Las mariposas amarillas que acompañaban siempre a Mauricio Babilonia se colaron en los sueños de Meme. A escondidas en un baño lleno de alacranes y mariposas fue concebido Aureliano Babilonia y de esas misma forma lo crio su abuela Fernanda. Cuando un disparo de guardia nocturna derriba a Mauricio del tejado de la alberca, las mariposas amarillas cambian el objeto de su admiración. Y solo después de que la última muriera, madre e hija llegaron hasta el convento de la ciudad de los treinta y dos campanarios. Allí dejó Fernanda a Meme. No sabemos si regresó para verla, si fue así Meme no despegó nunca más lo labrios con intención comunicativa. 

La llegada a Macondo del ejército para poner fin a la huelga en la compañía bananera fue de los poco instantes que devolvieron la vida a Santa Sofía de la Piedad. En tres artículos de ochenta palabras el general Carlos Cortes Vargas declaró malhechores a los huelguistas y autorizó que se les balaceara. Un tren de doscientos vagones empujado por tres locomotoras llevó los tres mil cadáveres hacia el mar. Tres horas después no quedaba en Macondo rastro alguno de la masacre y el gobierno se había encargado de hacer circular un bando que informa del regreso de los huelguistas a su quehacer gracias a un acuerdo entre las partes en conflicto. Y para celebrarlo se decretaron tres días de fiesta que comenzarían una vez que dejara de llover.

Cuatro, once, dos. Años, meses, días. Ese fue el tiempo del diluvio sobre Macondo. Con la misma aplicación que José Arcadio Segundo solía poner en todos sus proyectos, se dedicó tras la matanza a leer los incomprensibles signos de los libros de Melquiades. El soliloquio de Fernanda es un monumental catálogo de los excesos de la autocompasión compuesto con una maestría de orfebre: las ojeras de violeta, las astromelias en el fondo de las bacinillas blasonadas, los lacres sellados con anillos, las palmas funerarias tejidas a mano y las damas de nación. Mientras Fernanda y Aureliano Segundo resolvían sus problemas de linaje y hambre, los pequeños, Úrsula Amaranta y Aureliano Babilonia, aceleraron sus pasos por el sendero del salvajismo. 

Úrsula olvidó su promesas de morir cuando escampara y a pesar de su ceguera se puso a recomponer una casa que se caída a pedazos. José Arcadio Segundo se negó a salir del cuarto de Melquiades en el que había encontrado la paz al lado de los libros. Un viento abrasador sustituyó a la lluvia, el dinero se hizo escurridizo y los animales estériles. Úrsula se murió un jueves santo de mucho calor con una edad tan extensa que no quedaba nadie para recordarla fuera de la familia. Ese mismo año le tocó el turno a Rebeca muerta enroscada como un camarón. El olvido se había apoderado de tal forma de Macondo que ya casi nadie recordaba al coronel Aureliano y los gitanos tuvieron que volver a empezar con la lupa y el fierro imantado. 

José Arcadio Segundo se convirtió en el macondino de mayor sabiduría y enseñó a leer a su sobrino Aureliano Babilonia. Algo había adelantado José Arcadio Segundo sobre la lengua de los pergaminos de Melquiades. En ese cuarto donde siempre era marzo y lunes los caracteres parecían piezas de ropa puestas a secar en un alambre. Meses después de que Úrsula Amaranta se marchara a Bruselas para estudiar, los gemelos perecieron a la vez: José Arcadio encima de los  pergaminos de Melquiades y Aureliano en la cama de Fernanda. Los enterraron en tumbas equivocadas para restablecer en la muerte el orden del nacimiento. 

A medida que Aureliano Babilonia iba avanzando en el conocimiento del sánscrito, el cuarto de Melquiades se fue tornando vulnerable al tiempo. Las hormigas coloradas, la maleza y los bordones de telarañas habían comenzado una colonización irremediable de la que solo Santa Sofía de la Piedad fue consciente. Fernanda y Aureliano se quedaron solos en la casa y hasta, diría uno, que en el pueblo. El ruido de la pluma rasgando el papel, el del interruptor y el de las oraciones era todo cuanto Aureliano sabía de la vida de Fernanda. Dos soledades yuxtapuestas se encontraban en el vértice de la cocina.

Aureliano conservó el cadáver de Fernanda durante los cuatro meses que tardó en llegar José Arcadio. Este pobre muchacho sirve de punto de intersección de toda las desacertadas locuras de los Buendía: guerras, muertes, gallos, fantasmas, monstruos… Cuando habían comenzado a entenderse, otra vez la muerte cruzó el camino y se llevó al más débil. Aureliano permaneció solo hasta la llegada de Amaranta Úrsula. Aunque no llega sola, sino acompañada de Gastón, su esposo belga. 

Amaranta Úrsula reformó toda la casa e infectada por el virus de los Buendía que hacen para deshacer, decidió esperar el plazo prometido a su esposo para tener hijos. Aureliano, aunque continuaba con las narices metidas en los pergaminos de Melquiades, había logrado hacer amigos. En la librería del catalán conoció a Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel. Hablaban los cinco del empeño del hombre de acabar con las cucarachas, de las putas ficticias de trajecitos floreados, de la realidad histórica del coronel Aureliano Buendía y de la compañía bananera. 

A punta del incestuoso revólver de los Buendía, la tía se entregó al sobrino. A Pilar Ternera la enterraron con más de ciento cuarenta años sentada en su mecedora. El librero catalán liquidó los libros y se volvió a su tierra envuelto en la misma añoranza que trajo. El estallido pasional que los dos últimos Buendía era lo único de verdad que ocurría en Macondo, la ciudad que se desintegraba poco a poco. Gastón pareció encantado de tener un pretexto para desaparecer. El último Aureliano, fruto de los amores incestuosos de tía y sobrino, nació con cola de cerdo: era el fin.

Criticó Cortazar la novela realista que se limitaba a “parafrasear la circunstancia”. Alejo Carpentier dejo dicho que en América lo maravilloso forma parte de la realidad cotidiana, habida cuenta de la fe de sus habitantes en el milagro, mientras que en Europa, donde los discursos han sustituido a los mitos, lo maravilloso es invocado de manera artificiosa, con trucos de prestidigitación. Es esta la corriente de lo real-maravilloso.

¿Sorprende o ya no sorprende que el agua hierva solo en los cazos, que un reguero de sangre avise de una muerte, que llueva cerca de cinco años seguidos, que hayas pestes de insomnio donde se pierden los recuerdos? Algunos niegan ya sorpresa alguna como viejos macondinos; otros siguen buscando algún atajo de caudillo liberal que explique por qué carajo guerreamos.








domingo, 16 de julio de 2017

Edipo rey. Edipo en Colono. Sófocles






Edipo rey

La peste asola Tebas y Edipo manda a su cuñado Creonte a Delfos (la morada Pítica de Febo) para que consulte el oráculo. La impunidad del asesino del rey Layo es la causante de la ira de Apolo que ha llevado la enfermedad y la muerte a la  ciudad cadmea. Edipo está dispuesto a dar con el criminal y publica un bando. Parece un poco sospechoso que Edipo, habiendo tomado trono y esposa de la mano del desaparecido Layo, no se haya preocupado de su venganza hasta el enojo de los dioses. (La genealogía de Tebas desde su fundación es la siguiente: Agenor, Cadmo, Polidoro, Lábdaco, Layo y Edipo). Tiresias, el ciego adivino, maldice su clarividencia y cree que es mejor dejar las cosas tal y como están. Pero la ceguera es del que quiere saber a toda costa. Tiresias se niega a hablar y Edipo fuerza su voluntad para encontrarse de frente con la verdad: tú eres el asesino que andas buscando. Discuten y Edipo le reprocha que haya urdido semejante traición para apartarlo del poder.

Tiresias hace el augurio de que el asesino, ese hombre que mató a su padre y es padre y hermano de sus hijos, saldrá de Tebas ciego y pobre.  Edipo supone una conspiración entre el adivino y su cuñado para arrebatarle el poder. El pueblo (coro) no sabe qué pensar. Creonte se defiende. Edipo le  acusa. Yocasta quiere saber qué es eso que enfrenta a su esposo y su hermano. Es en este querer saber a costa el que desencadena la tragedia.

Edipo clama a Zeus sobre sus planes después de conocer la ubicación de la encrucijada en la que Layo fue asesinado: los caminos de Delfos y Daulia en la Fócide. Sin embargo, no cae en la cuenta de toda la verdad, a pesar de  conocerla. La situación se torna cada vez más tensa hasta el punto de que el anuncio de la muerte de Polibio, el padre de Edipo, es recibido como un regalo de los dioses.  Pero el ansia de la verdad no tiene límites y pese a ser advertido por Yocasta, Edipo sigue y sigue, quiere y quiere, saber y saber. Y pregunta.

Edipo es el único hombre que tiene sobrados motivos para creer en la divinidad y, tal vez por eso, es el más miserable de todos los hombres. Pero al mismo tiempo esa resignación de hacer/dejar que el destino siga su curso, le convierte en digno de compasión.


Edipo en Colono

En su exilio y buscando un lugar donde morir llega Edipo acompañado de su hija Antígona hasta un lugar muy próximo a Atenas, concretamente un bosque sagrado que es la morada de las Euménides. Los lugareños le reciben con suspicacia y reproches: un extranjero en tierra extraña “abstente de todo lo que una ciudad tenga por malo, y aprende a venerar lo que ella considerada  venerable”. Le piden que salga del bosque sagrado. La espantosa historia de Edipo era ya plenamente conocida por todos, de ahí que en cuanto se identifica, el pueblo le pide que se vaya.

Ismene, la otra hija de Edipo, llega con malas noticias: Polinices y Eteocles están enfrentados por el trono de Tebas. Teseo, el rey de Atenas, escucha la petición de asilo de Edipo. Accede a ella e incluso le invita a su palacio. Pero Creonte llega para recordarle a Edipo que su lugar está en Tebas y le amenaza con secuestrar a sus hijas.  Interviene Teseo. La razón está de parte de Edipo: “En lo que de mí personalmente ha dependido no encontrarás ni una sola falta que echarme en cara”. Teseo rescata a las hijas retenidas, pero un nuevo suplicante se acerca a la ciudad. Se trata de Polinices, hijo de Edipo, que viene a pedir la intercesión de su padre en la guerra que mantiene contra su hermano, Eteocles, por el trono de Tebas. Edipo los maldice a ambos y les augura una muerte sin triunfo. Una tumba pide Polinices a sus hermanas antes de abandonar el lugar. Trata Antígona de remediar su propia tragedia apelando al buen sentido: que Polinices abandone una empresa que sabe con seguridad fallida y que regrese a Argos. El honor o el destino empuja irremediablemente a Policines hacia la hecatombe.

Queda la escena vacía después  de que Edipo ruegue a Teseo y sus hijas que le acompañen hasta lugar designado por los dioses para su desaparición. Así es como Edipo muere, de forma misteriosa y sin tumba. Ahora todas las desgracias se concentran en Tebas hasta donde Antígona e Ismenes vuelven sus ojos cuando las lágrimas se secan.

lunes, 19 de junio de 2017

Zorba el griego. Nikos Kazantzakis







¡Maldita sea la vida, no tiene fondo la muy infame!

Un titán llamado Zorba baila sobre los guijarros de la playa. La vida es de por vida, lo que no es cosa para olvidar. Cualquier cosa antes que un ratón de biblioteca, incluso… una mina de lignito frente al mar de Libia. Naturalmente que estamos hablando de una mina abandonada. Hay, qué duda cabe, un anhelo escondido. Puede ser Buda, pero también otra cosa. Tal vez, deja de oír la voz del capitán Lemonis. Una cara infeliz de palo. Alexis Zorba toca el santuri y luego pasa el plato, pero es capaz de hacer cualquier trabajo con las manos, con los pies o con la cabeza. Adornos de latón y de marfil con un bordón de seda roja en el extremo: el santuri. Dos rones para las buenas migas.

Navegar por el Egeo en un dulce otoño señalando con el dedo el nombre de cada isla. El sol se ponía ya en mitad del mar cuando Zorba dijo que si un dedo molesta para el trabajo es mejor cortarlo. Avistada Creta, a primera hora, aclaró que le cuesta mucho abrir la boca por la mañana para hablar. Casi es mejor que así sea porque cuando la abre, hace preguntas que no tienen respuesta, como la de los niños. A Zorba le encantan las viudas.

El mar de Creta viene de África. Durante siglos los piratas se proveyeron en sus playas de ganado, mujeres y niños. Dante sin carne y a escondidas es la dieta del amigo de Zorba. Hoy arroz, mañana lignito: esta es la dieta de Zorba. Mavrandonis, el notable del pueblo, les manda al hotelito de madame Hortense, una tinajita con pasas e higos secos, queso, granadas y rakí.

No es exactamente deseo en la mirada, es más bien una mirada que solicita permiso para mirar. ¡Ahí está el deseo! Pero es imprescindible guardar las distancias. Esa es la clave de los derechos humanos de aquellos que, como Zorba, en nada creen.

El milagroso nacimiento del viejo Anagnostis que cumplimenta a sus visitantes con cuentos y criadillas de cerdo.

Un día de dulce lluvia tras una noche de fuertes convulsiones budistas. Zorba está en el medio, ni pertenece a los que hacen de la comida grasa y excrementos, ni tampoco a los que la convierten en Dios. Zorba, simplemente, hace con ella trabajo y buen humor.

Sofinka, Nusa… La mujer, el tema eterno. El corazón de Zorba, una vela mil veces zurcida.

Es más fácil vivir así: todos abrazados. Piedras, flores, lluvia y seres humanos. Todos empapados. A Mimithós, el tonto de la aldea, el tifus lo salvo de la escuela.

Troncos amarillos, alas azules, barcos negros, marineros verdes, cintas rosadas: los dibujos de Zorba. Se imagina a Dios con una gran esponja en la mano, nada de balanza o espada.

Bajo las gruesas estrellas invernales, era navidad y el patrón de Zorba pensó que la verdadera felicidad es trabajar como un mulo, como si uno estuviera lleno de ambiciones, aunque en realidad no tenga ninguna. El deseo de Zorba es algo más modesto: nacer cada año, como Cristo.

Las fieras cavilaciones de Zorba le llevan a recordar el consejo de su abuelo: “¡Lejos de las mujeres!”.  Y a pesar de todo, todo es la misma cosa. Incluso el teleférico que está empeñado en construir.

El patrón tiene otros amigos. Como Karayannis, un griego que vive en Tanganica y posee una fábrica de cordajes. Karayannis odia a los europeos y habita una zona aislada de las montañas Usambara, cerca de la costa. Pero también dispone de discípulos, como los maestros budistas, dispuestos a convertirse en pastor de griegos esclavizados entre bolcheviques y kurdos.

De pronto a todos les da por escribir. También a Zorba. Cada uno tiene su paraíso. El de Zorba está lleno de mujeres y dinero. Ha ido a Megalo Kastro a comprar material para el teleférico y siete días después continúa allí gastando el dinero de su patrón con una jovencita que le llama abuelito. La viudita después del suicidio de Pavlís le manda una cesta de naranjas al patrón. Las aulagas (aquí piornos) ya había echado sus flores amarillas.

El trabajo de Zorba consiste en sacar del interior de la montaña el lignito. El trabajo del patrón es subir hasta la cumbre y asegurarse de que Zorba es siempre distinto y, pese a ello, no tiene dificultad alguna en reconocerse. El de la mina pone nombre a las vetas hasta que se agotan; el de fuera se reserva el puesto de portero en el monasterio imaginario del patrón.

Una Virgen arisca vigila el monasterio que está en la cumbre de la montaña. Los monjes recluidos preguntan por periódicos para saber del mundo. Han subido para que el higúmeno firme el contrato de explotación del bosque. El teleférico lo tiene Zorba en su cabeza. Los monjes no atienden. Por las noches un obispo y Zorba intercambian teorías.

La fragata de todas las Francias o la Bubulina, es decir, madame Hortense, se ha enamorado de Zorba-Zeus. Sopla el sucio lebeche. Ceremonia pagana porque después de todo ¿qué si no la fe es única explicación que en verdad entendemos?  El viejo marco se transforma en la Santa Cruz y la Santa Cruz en marco dependiendo de la fe.

En un solo acto, Zorba se liberó de todo: de la patria, de la religión y el dinero. Comprendió que para el mundo lo importante es tener sombrero, poco importa la cabeza sobre la que repose.

Que el alma también es carne, quizás sea la mejor enseñanza de Zorba. Él es el único que defiende a la viuda cuando la multitud quiere lapidarla. Su único pecado parece la supervivencia.  

Zorba se amonesta a sí mismo tras la muerte de madame Hortense: “A ver, Zorba, aguanta; ¡pórtate bien!”. Mimithós corría con los zapatitos desfondados de la muerta colgados del cuello. Poco después el diablo vuelve a actuar e incendia el monasterio disfrazado de arcángel Miguel que guía la mano del atolondrado Zajarías. Zorba le reclama al patrón una verdad que se pueda bailar o con la que sea posible construir una fábula.

El desastre del teleférico hizo que todos huyeran. A solas el patrón y Zorba comen el cordero asado y beben el vino de Yerápetra. Después Zorba le enseña a bailar. “Cuando todo sale mal, ¡qué alegría poner a prueba nuestra alma y medir su valor y su resistencia!”.

¿Qué palurdo es este que compara las palabras entre los dientes con el barro en los pies?