sábado, 27 de mayo de 2017

Los Maia. Eça de Queiroz






“…los días felices… la hora triste…”

El Ramalhete, en la Rua de Sao Francisco de Paula, es el nombre con el que era conocida la casa que en el otoño de 1875 ocupan los Maia. Muchos años llevaba la casa deshabitada, cuando Afonso da Maia, hombre ya mayor, decidió regresar. El arquitecto inglés llevado por Carlos, el nieto de Afonso, hizo buen trabajo con mármoles blancos y rojos, cerámicas de Quimper y bancos catedralicios de España.  De su estancia en Inglaterra le  había quedado a Afonso el gusto por los ocios juntos al fuego. El gusto por la vista y el sonido del agua se lo debía, sin duda, a Lisboa.

Afonso da Maia había sido lo suficientemente jacobino como para enfadar a su padre y enmendarse en Inglaterra de la mano de la aristocracia tory. Pero, ironías del destino, a su regreso y ya con el puño lleno de moderación política, le sobrevino el registro domiciliario. Se exilió en Inglaterra, ese remanso isleño de paz y orden bajo cielo encapotado que poco a poco fue hundiéndose como una espada en el alma de la condesa de Runa, su esposa. El regreso a Benfica se imponía. El hijo, Pedro, no daba muestras de colmar los deseos paternos y tras la muerte de su madre alternaba períodos de misal y de farra. La aparición del viejo Monforte y su rubia hija puso término a la chirriante conducta del Maia. El ducado de oro nuevo, según la expresión del poeta Alencar, habitaba en el palacete de Arroios.

Sin embargo, aquella relación no era del agrado de Afonso. Matrimonio y separación en el mismo acto. Los novios se fueron a Nápoles y a Paris, el viejo don Fuas, tal fue el apelativo que Maria puso a su suegro, a su retiro en Santa Olávia. El abuelo se negó en redondo a conocer a su nieta. Las fiestas se sucedían con rapidez en el palacete completamente renovado, lleno ahora de espejos de cuatrocientos mil reis y de admiradores alrededor de los hombros desnudos de Maria. Con uno de ellos, con un napolitano, huye llevándose consigo a la pequeña y dejando el niño recién nacido con el padre. El suicidio de Pedro dejó a Carlos a solas con su abuelo, el Maia.

“El primer deber del hombre es vivir… Y el alma no es más que un lujo”. Así, bajo esta modernísima visión de la educación es instruido el joven Carlos.  Las Silveiras muy pronto le consideraron un libertino. Este krausismo educacional llevó a Carlos a inclinarse por la anatomía en lugar de por la retórica. El rumbo que enseguida tomó nuestro protagonista no puede ser más nostálgico: “uno de esos médicos literarios que se inventan enfermedades de las que la crédula humanidad  se apresta a morir”.  El famoso ayuda de cámara de Carlos, de nombre Baptista, y su primera entretenida, una exiliada política de la Primera República española, confirmarían ese refinamiento que tan bien le sienta a la cultura. A nosotros, los lectores, nos queda una nostalgia infinita.

Y ahí, en el Ramalhete, está Afonso da Maia, esperando en el otoño de 1875 a que su nieto regrese de su viaje por Europa. El riesgo del diletantismo se corta en el aire de tantos bultos como Carlos ha atraído del extranjero. Y Vilaça, el administrador, comienza a murmurar que a los Maia el dinero se les derrite. El conde de Gouvarinho, uno de los pilares del Centro Progresista, ha tomado el palco vecino al de los Maia en el Sao Carlos. Ega, muy ocupado en destruir la paz familiar del banquero judío Cohen, se ausentaba cada vez con más frecuencia de las reuniones en el Ramalhete. El marqués de Souselas amenizaba el resopón, pollo frito y lonchas de salami, con música religiosa y triste. Víctima de un bric-à-brac espiritual, Carlos no lograba centrar su atención en nada concreto.  

Regresemos al refinamiento: frac de botones amarillos sobre chaleco de satén blanco, calesa azul con caballos negros, ojos caedizos con un toque de quebranto, guantes negros de doce botones, una herradura de diamantes en el satén negro de la corbata, sedas anaranjadas de la India y terciopelos blancos de Génova, intentos de suicidio con la ingesta de una caja de fósforos, arreglarse las uñas usando un canivete de madreperla. Ega le había puesto a su casa en las afueras de Penha de França el nombre de Villa Balzac, humilde tugurio de filósofo donde el poeta se encierra a escribir. Alencar reaparece para explicarle a Carlos cómo era la vida en los tiempos de su padre. Craft, un gentleman de pura raza inglesa que sentía finamente y pensaba con rectitud, se hizo íntimo de los habitantes del Ramalhete. Menos querido resultó el pelmazo de Dámaso Cándido de Salcede en cuyas camisas una ese enorme se cobijaba bajo la corona de conde. Ega, socialmente triturado a cuenta de su affaire con Raquel Cohen. ¡Qué elegancia la de esta sociedad! Da gusto observar con qué delicadeza se  deja  a salvo el honor de una mujer casada. No es hipocresía. No, no lo es; es elegancia. ¡¿Quién diablos quiere una verdad de letrina?! Tampoco Queirós, aunque no duda en utilizarla para exhalar sobre sus personajes una bocanada de nihilismo.

Es absurdo renunciar. El boudoir color de rosa de madame Cohen. Sintra en abril. Carlos y Cruges recorren las calles buscando a una mujer bella y enigmática, la esposa de Castro Gomes. Más tarde se les une Alencar, pero de ella no hay rastro. En lugar de pasar la página, Carlos cambia de libro y tres semanas después el hartazgo: la condesa de Gouvarinho quiere huir con el Maia. En el país de los fados, las navajas salen hasta en el hipódromo, pero la toilette inglesa de la Gouvarinho devuelve las cosas a su estado civilizatorio.

¿Herencia o aventura? ¡Ah, las cartas! La cena a las siete y media. Al día siguiente, en la casa de María Eduarda, la señora de Castro Gomes, un sello de ágata sobre un viejo libro de cuentas, un abrecartas de marfil con monograma de plata, un poco de bronquitis en la institutriz inglesa y un florero amarillo de la India. Un mundo donde las cosas todavía poseían un valor y un significado. Es allí donde vemos a nuestro querido Carlos charlando con la bella María Eduarda. En realidad, nadie hace otra cosa distinta, lo que hace exclamar a Afonso: “Por el amor de Dios, ¡Haced algo!”. No hay por qué mientras uno se disponga a comer en una mesa con un espléndido centro de rosas entre dos candelabros dorados.

La declaración de su amor por María Eduarda, convierte a esta en un objeto mucho más siniestro de lo que pudiera parecer. Carlos alquila la quinta de su amigo Craft y allí instala a su adorada María Eduarda. Esta, que duda en aceptar semejante ofrecimiento, muy pronto comienza a disponer cretonas, muros y muebles a su gusto y comodidad. 

No es cuestión de que las personas separadas por desavenencias no puedan vivir en la misma ciudad, pues entonces las sociedades estaban abocadas a su disolución. Contrariamente a lo anunciado por Alencar, el tiempo ha ido vigorizando la corporeidad de la desavenencia y justificando lo que parecía locura. Pero aún quedan resquicios de decencia en la persona de Afonso y justamente eso es lo que le causa pesadumbre a Carlos, cuya pretensión es huir llevándose consigo a María Eduarda, lejos del Ramalhete. Est modus in rebus, todas las cosas tiene un límite. Un límite que cuando se traspasa le obliga a uno a arrojar su alma al sumiero.

Pero si de irresponsabilidad se trata, la de Dámaso Salcede sobresale por encima del resto, pues no duda en tildarse sobre hoja de “gran papel, monograma de oro y corona de conde” de cobarde y borracho con tal de conservar su muelle vida. No hay moral ni carácter. Y la ausencia de ideas parece tan absoluta que se necesitan cinco días para escribir cinco líneas sobre un libro nuevo. En los colegios se pretende sustituir la cruz por los trapecios y los periódicos se han convertido en “hojas rastreras de información doméstica”. Todo es un parlotear sin sentido, es decir, sin ideas. Hay, sin embargo, una cierta compostura que tira más hacia el salvajismo que a la sofisticación.

Andamos descuidados en medio de un sarao cuando de pronto la sospecha que desde hace muchas páginas llevamos pegada a nuestro paciente costado, cobra certeza, aunque la realidad es, quizás, demasiado corpórea. Tanto, que inmediatamente nos unimos a Carlos en su absurda petición. La muerte, como casi siempre, viene a poner una cierto orden en medio del caos y la desesperación. Luego, claro está, hay que distraerse y qué hay mejor para eso que viajar. ¿Qué otra cosa le queda al hombre rico por hacer con su tristeza? Volver, claro, para sentir que el tiempo en verdad ha pasado.

El decadentismo de una familia de la burguesía portuguesa, como Mann hiciera en los Buddenbrooks, hace que la novela se lea con una mezcla de emociones que es propia de la novela del modernismo. Hay una estética y una moral indefinible, incoherente, contradictoria. La elegancia, las buenas maneras, el diletantismo, el elitismo inoperante encubren la ansiedad del fracaso personal, el absurdo de la existencia. No hay más salida que el abandono de una realidad que se ha tornado incomprensible.