sábado, 31 de diciembre de 2016

Mil y una noches. Volumen I




“Traerme tintero, papel y pluma de cobre”


De orígenes persa e indio, de originales árabes, de fuentes talmúdicas y del antiguo Egipto, las historias o cuentos incluidos en las Mil y una noches deben su existencia para Occidente al viajero francés Jean Antoine Galland (1646-1715), quien las conoció, tradujo y público a principios del siglo XVIII. Pero, como afirma Vernet –suya es la versión que seguimos-, allí no estaban más que una cuarta parte, aproximadamente, de las mil noches. Su éxito fue enorme, pues antes de terminar de editar los últimos volúmenes fue preciso reeditar los primeros.


Mucho éxito tuvo también en España la versión francesa del médico cairota J.C. Mardrus (1868-1949), traducida por Blasco Ibáñez, aunque es objeto de algunas  críticas por contener ampliaciones caprichosas y apartarse del original árabe.


El esquema o cuadro de rescate que  siguen muchos cuentos no se entiende sin el de aplazamiento que es donde radica el secreto del entretenimiento. Es sorprende lo que la repetición puede conseguir en la mente humana pues lejos de saciar la curiosidad la incrementa acumulativamente.



Los sasánidas eran persas y Sahriyar era un rey persa que dominaba parte de la India y de China. Su hermano Sah Zamán, era el rey de Samarcanda. El amor fraternal provoca, a veces, descubrimientos de alcoba. La libertina esposa de Zamán sucumbió. Pero la desgracia propia cede ante la ajena y es conjurada por esta. Sahriyar regresa ejecuta a su esposa adúltera y se venga con el resto: una mujer cada noche que termina en el cadalso. La hija del visir, Sahrazad, se ofrece para pagar el rescate de las hijas de los musulmanes. Una historia tras otra como una infinita hilera de hormigas que no sabemos si salen del hormiguero o vuelven a él.


El comerciante y el efrit es el primer relato de Sahrazad. El hueso de un dátil mata al hijo de un efrit. Nadie se pregunta cómo es posible que esto sea cierto, ni siquiera los familiares del comerciante al que el efrit ha permitido arreglar sus asuntos antes de ser ajusticiado. Tres jeques que hasta el lugar se han aproximado tratan de comprar la sangre del comerciante al efrit con tres narraciones. Así cada uno de ellos le cuenta una historia para salvar la vida del comerciante, de la misma forma que Sharazad le cuenta la historia al rey para salvar su propia vida. El primer jeque que está acompañado por una  gacela cuenta quién es esta y lo que hizo. El jeque de los lebreles y el de la mula hacen lo propio. Las historias satisficieron al efrit que accede a libertar al comerciante.



La tercera noche Sahrazad comienza el cuento del pescador y el genio. Un pescador pobre que echaba la red cuatro veces al día. En el último intento extrajo un jarrón de cobre del que liberó a un genio rebelde, un marid, el cual había sido encerrado en los tiempos de Salomón. El pescador consigue que el genio regrese al jarrón para volver a encerrarlo y librarse así de la muerte anunciada por el marid.  Sin embargo, el pescador se pone a contarle al genio el ①cuento del rey Yunán cuya lepra fue curada por el sabio Ruyán. El visir envidioso de los favores que el rey prodigaba al sabio quiso enemistarlos. El rey Yunán relata al visir envidioso el ❶cuento del halcón del rey Sindabad. A su vez el visir, como en un duelo de refranes, narra al rey Yunán el ❷cuento del príncipe y la rusalca. El rey quedó convencido de la razón del visir y mando llamar al sabio Ruyán para ejecutarlo y cuando el verdugo estaba a punto de cortarle la cabeza, el sabio, harto de que el rey no atendiera a sus ruegos, le pidió un tiempo para arreglar sus asuntos. Entre estos se encontraba el destino que habría de dar a un libro maravilloso. Al día siguiente el sabio llevó el libro al rey y pidió una bandeja donde habría de colocarse su cabeza después de cortada, la cual con ayuda de unos polvos y del libro hablaría a pesar de estar separada del tronco. El verdugo actuó y también la cabeza del sabio que ordenó al rey pasar las páginas del libro. Poco después el rey murió envenenado por la acción de la sustancia adherida a las páginas.


En la sexta noche el pescador está ya dispuesto a devolver al mar el jarrón, pero en el último instante el genio lo convence para que lo libere. En un lago con peces de colores podrá el pescador echar sus redes una vez al día. Este es el regalo del genio liberado. El pescador lleva los peces al sultán que lo recompensó con generosidad. Pero cada vez que la cocinera intenta cocinar los peces, una aparición frustraba el intento convirtiendo los pescados en negros tizones. Buscando el secreto de los peces, el sultán llega en solitario a un castillo donde una adolescente, mitad humano y mitad piedra, le cuenta la ② historia del joven de piedra. Conocemos que  cada uno de los colores de los peces representa a las cuatro religiones: los blancos son los musulmanes; los azules, los cristianos; los amarillos, los judíos y los rojos son los parsis (zoroástricos). Historia de encantamiento y descubrimiento.



En mitad de la novena noche Sahrazad termina un cuento y da comienzo al siguiente: Historia del faquín con las jóvenes. He aquí lo que la bella mujer carga en la espuerta del faquín: manzanas sirias, membrillo osmanlí, melocotones de Amán, jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, velas de Alejandría… Una escena un tanto obscena da entrada a tres monjes tuertos que tocan tres instrumentos: un tambor de Mosul, un laúd iraquí y un címbalo persa. En esto estaban los  siete, la compradora tiene dos hermanas, cuando se presenta en la casa, disfrazado de  comerciante, el mismísimo califa de Bagdad, Harún al-Rasid. Masrur, el verdugo, y Chafar, el ministro, acompañan al califa. La atmósfera y los sucesos son de los más extraños, pero todo tienen obligación de guardar silencio: “Nada diréis de lo que no os importa, pues si no oiréis lo que no os ha de agradar”.  Naturalmente que la promesa es quebrantada por la curiosidad y para salva el cuello se recurre, esta es una constante en la serie de Las mil y una noches, a la narrativa. La ① historia del primer saaluk (monje) antecede a la del ②segundo saaluk y esta a la del ③tercer saaluk. Hay en las tres historias una pluralidad de elementos comunes, pero quizás la pérdida del poder en un instante y el paso al exilio y la soledad sea la nota más significativa. 


Salvados todos por las historias de los saaluk, el califa ordena al día siguiente que las tres jóvenes comparezcan a su presencia. Naturalmente que ahora son ellas quienes han de contar: la historia de la primera ① joven y de las dos perras y la de la ② segunda joven y del misterio de los cintarazos. La tercera joven, la compradora que llevó al faquín a la casa, no tiene historia y tal vez por eso termina por casarse con el califa. Es inevitable pensar si no está Sahrazad haciendo un guiño a su señor. 



La historia de la mujer descuartizada la comienza Sahrazad en mitad de la décimo octava noche. Nos quedamos en compañía del califa Harún al-Rasid, de su ministro Chafar y Masrur, el verdugo, que salen por Bagdad para conocer lo que sucede. La aparición de una mujer descuartizada entre las redes de un pescador hace que el califa presione a su visir. Salvar vidas a cambio de historias es ya, a estas alturas, algo habitual. Con el ① cuento de Nur al-Din y su hermano Sams al –Dim, rescata el visir la sangre de su esclavo. ¿Basora, El Cairo, Damasco? ¿Y todo el mismo día? ¿Qué es esto? ¿Acaso Las mil y una noches? ¡Exacto! ¡Pobres mortales! La confusión es mayúscula cuando genios y sílfides se burlan de los hombres. Pero hay, sin embargo, una cierta coherencia. Está la viuda que espera en soledad la llegada de la familia del difunto, la víctima que encuentra consuelo en comer junto a su agresor y una escudilla llena de granada, almizcle y agua de rosas y, en especial, el que marca con una piedra la frente de su padre.


Refiere Sahrazad en la vigésima quinta noche la historia del jorobado, el judío, el superintendente y el cristiano que se anuncia más portentosa que la anterior. Una espina de pescado mata a un jorobado en la casa de un sastre. Pero el jorobado está dispuesto a morir las veces que sean necesarias para que el verdugo vaya pasando la cuerda por el cuello de un judío, un cristiano, un superintendente y, naturalmente, un sastre. Como todos comparecieron ante el sultán de la China y a este le gustaban las historias, preguntó a cada uno de ellos si habían oído una historia más prodigiosa. El primero en contar su relato es ① el cristiano, un copto egipcio. Un joven bellísimo natural de Bagdad hace ganar al cristiano mil dirhemes, pero cuando le invita a comer descubre que le falta la mano derecha. El ❶ bagdadí cuenta al copto cómo perdió la extremidad. No sabemos si es que la historia no le gustó al sultán o es que trataba de animar a los siguientes narradores. En todo caso el grito real fue: “¡Os voy a ahorcar a todos!”. El turno es ahora del ② superintendente que cuenta una historia oída a un hombre al que le  faltaban los pulgares de las manos y de los pies. Le toca el turno al ③ judío que cuenta una historia sin mucha garra, por ello no extraña que el sultán se enfade y reafirme su voluntad de colgarlos a todos a no ser que el sastre… Refiere el ④sastre lo que le ocurrió a un joven comerciante muy rico cuando decidió llamar a un barbero antes de ir acudir a un encuentro amoroso. El barbero, conocido como el Taciturno, parece un tipo inteligente y generoso y el sultán de la China lo hace llamar antes de resolver. No solamente les salva la vida a todos, sino que incluso se la devuelve al jorobado.



El relato de los dos visires en el que se habla de Anis al-Chalis comienza en mitad de la trigésima segunda noche. El rey, parece que de Basora, Sulaymán al-Zayní tenía dos visires, uno bueno, al-Fadl Jaqán, y otro malo, al-Muin Sawí. Después de que el primero comprara una esclava para el rey que nunca salió de la casa del visir, este murió y su hijo, Nur al-Din dilapidó la fortuna de su padre entregándose a una generosidad excesiva. Cuando se vio en la más absoluta pecunia sus amigos le dieron la espalda y se vio en la necesidad de llevar al mercado a su esclava, Anis al-Chalis, para venderla. Sin embargo, la aparición del malvado al-Muin ibn Sawi hizo que el sultán se volviera con ira hacia Nur al-Din. El acierto de este fue huir a la ciudad de la paz donde gobierna el emir de los creyentes, Harún al-Rasid ibn al-Mahdí. 


Pero esta historia no es nada comparada con la gran historia de Ayyub, el comerciante, de su hijo Ganim y de su hija Fitna. A punto de concluir la trigésima sexta noche, Sharazad da comienzo a esta historia. En una situación incómoda, escondido en la copa de una palmera, Ganim escucha el relato de tres ladrones negros y castrados. Después escondieron una caja entre la tumbas. La curiosidad era imposible de contener y Ganim desesterro la caja. En su interior había una adolescente narcotizada cubierta de ricos vestidos. Ganim la llevó a su casa y allí se enamoró de ella y ella de él. La muchacha es la favorita del emir de los creyentes, esto es, Harún al-Rasid. La esposa de este, Zubayda, ha sido quien la narcotizado.  Muy natural parece que Ganim se niegue a mantener relaciones con la favorita del califa porque las cosas que son para el señor no son para el esclavo. De nada sirvió el intento de engaño de Zubayda. El emir recuperó a Qut al-Qulub, pero ordenó encerrarla como castigo y mandó capturar a Ganim que se había  fugado a Damasco.   



Apuró mucho Sharazad, pues poco antes de que llegara la aurora de la cuadragésima cuarta noche dio comienzo a la historia del rey Umar al-Numán y de sus dos hijos, Sarkán y Daw al-Makán. Cuatro esposas, trescientas sesenta concubinas, doce palacios, pero un solo hijo, Sarkán, hasta que la esclava griega llamada Sofía concibe y alumbra a Daw al-Makán y su hermana Nuzhar al-Zamán. Sale Sarkán a guerrear y perdido en un bosque tiene una extraña visión con una mujer muy bella que en combate singular lo derrota. La joven, una cristiana griega, emborracha el corazón del príncipe con vino y amor. Poco después ambos sellan su unión enfrentándose a los patricios griegos que el padre de la muchacha ha enviado después de conocer la presencia del príncipe Sarkán. Ella es Ibriza, la hija del rey de los griegos Hardub, y sabe que Sofía es en realidad la hija del rey de Consantinopla, Afridún. El conflicto aparente entre cristianos y musulmanes esconde una traición que convertirá en víctima al rey Umar al-Numán. Esta será la razón por la que Sarkán abandone a Ibriza y corra hacia su reino. Cien caballeros cristianos frente a otros cien musulmanes, entre los primeros destaca un jinete imberbe y vestido de raso azul que lucha durante dos días en combate singular con Sarkán. Se trata de la mismísima princesa Ibriza y sus cien vírgenes. El rey Umar al-Numán no tardó en enamorarse de la reina Ibriza. Poseída contra su voluntad, embarazada, sin familia, sin patria y sin una verdadera morada… un esclavo negro acaba con su vida, pero antes la reina Ibriza consigue dar a luz. El rey padre clama venganza. Pasan los años, al Makán y al-Zamán han crecido y Sarkán está en Damasco a petición propia a causa de los celos que siente por sus hermanos. Los adolescentes escapan para unirse a los peregrinos que van a La Meca, de aquí fueron a Jerusalén, pero un golpe de fortuna los convierte en enfermos mendigos hambrientos.


Hay seis días de viaje entre Jerusalén y Damasco. Un fogonero acompañó a Daw al-Makán y un beduino salteador de caminos a Nuzhat al-Zamán hasta la ciudad de Siria. La sabiduría y juicio de Nuzhat deja asombrados a los sabios que acompañan al gobernador de Damasco que no es otro que Sarkán, el cual no reconoce a su hermana paterna. Cuenta Nuzhat que Umar ibn al-Jattab tenía por costumbre, cuando cogía a un criado nuevo, imponerle cuatro condiciones: no montar en bestias de carga, no llevar vestidos de lujo, no comer del botín y no retrasar la hora de la oración. Cuenta Nuzhat al-Zamán que al-Hasán al-Basri aseguraba que el alma del hombre no abandona este mundo sin antes haberse lamentado de tres cosas: de no haber disfrutado lo que esperaba, de no haber alcanzado lo que se proponía y de no haber hecho suficiente provisión de buenas acciones para la vida futura.  En medio de la más viva admiración se celebró la boda y Nuzhat al-Zamán concibió esa misma noche. Contento de su buena dicha, Sarkán expresa su alegría a su padre, pero este le devuelve una contestación triste por la pérdida de sus dos hijos. Pero poco después del nacimiento de su hija, Sarkán descubre con quién se ha casado. El pecado es gravísimo y ambos lloran abofeteados por el cruel destino. La niña recibe el nombre de Qúdiya Fa-Kan y la madre es casada con el gran chambelán de Sarkán.



El gran chambelán acompañando de su esposa viaja a Bagdad para entregar el tributo de Damasco al califa Umar al-Numán. En el transcurso del viaje los hermanos se vuelven a reunir y muy poco después llega la noticia de la muerte del emir. Daw al-Makán será el nuevo sultán de Bagdad y Sarkán lo será de Damasco. El visir Dandán cuenta cómo murió Umar al-Numán. Cinco hermosas jóvenes expusieron su sabiduría ante el padre de al-Makán. Hablaron de las virtudes de los cadíes, de las dos únicas reglas por las que se regía el sabio Muhammad ibn Abd Allah: no asociar nada a Dios y no perjudicar nunca a las criaturas de Dios, del ejemplo del imán al-Safii que  dividía la noche en tres partes: una para estudiar, otra para rezar y la tercera para dormir. Pero todo no era más que un trampa para vengar la muerte de la reina Ibriza y el secuestro de la reina Sofía. Umar al-Numán es asesinado y la guerra contra los infieles, aquí los cristianos asesinos, es inevitable. Entre las noches ochenta y ocho y la noventa y cuatro se narra la guerra entre musulmanes y cristianos. La bruja Dat al-Dawait, hija del rey cristiano griego, interviene para quebrar las sucesivas victorias de los islamitas. Su astucia es tan poderosa que consigue con sus tretas apresar al sultán y a su visir. Poco después cae Sarkán que es hecho prisionero con un puñado de hombres. Los tres ilustres son conducidos ante el rey de Constantinopla, Afridún. Sin embargo, los cristianos son tan tontos que después del esfuerzo dejan que los musulmanes se escapen. Prosigue entonces la guerra con Dat al-Dawait intentando sacarle partido a sus poderes de manipulación. En un momento de la batalla, cuando ambos ejércitos están uno frente al otro, de pronto hay un acuerdo en reducirlo todo a singular combate: Sarkán contra Afridún. Aunque no resultó este concluyente, las heridas de Sarkán hicieron entrar en liza al sultán Daw al-Makán quien acabó con la vida del de Constantinopla. Dat al-Dawait cobra venganza y asesina a Sarkán mientras este duerme. Los musulmanes sitian la ciudad cristiana y el visir Dandán trata de entretener a su rey contándole ①la historia del amante y del amado: Tach al-Muluk y Dunya. El visir del gran rey Sulaymán, señor de la Tierra verde y de las Dos Columnas, es un hombre muy valioso, sabe tranquilizar su corazón, dar suelta a la lengua y hablar con elocuencia. Su misión es delicada: solicitar la mano de la bella hija del rey Zahr Sah para su señor. Años después de la unión, un joven mercader relata al hijo del rey Sulaymán, Tach al-Muluk, ❶ la historia de Aziz y Aziza. El encuentro es providencial porque Azziz, el protagonista, acompañará al joven heredero hasta la isla donde habita Dunya. 



Cuatro años duró el asedio de Constantinopla. Al cabo de los cuales el rey Daw al-Makán. El regreso a Bagdad es celebrado por todos. Allí, Kan Ma Kan, el hijo del rey, ha cumplido ya siete años. El fogonero es recompensado con el título de Zabalukán, rey de Damasco con el nombre de al-Muchahid. El emir de Daylam, Bahram; el emir de los turcos, Rustem; y el emir de los árabes, Tarkas, acompañan al Zabalukán durante tres días en su camino a Damasco. El rey Daw al-Makán enfermó y abdicó en favor de su hijo, haciéndose cargo del reino el visir Dandán al tratarse de un niño. Tras la muerte del sultán, el chambelán se hizo con el poder bajo el nombre de rey Sasán. Kan Ma kan se enamoró de su prima Qúdiya y el nuevo rey prohibió la relación. El exilio duró poco. Kan Ma Kan da muerte al bandido Kahardas, Sasán se asusta de la popularidad de su enemigo y planea asesinarlo. Nuestro héroe escapa, pero es capturado por el rey Rumzán, soberano de los griegos. Este rey Rumzán es el hijo de Ibriza y de Umar al-Numán, aquel que nació ante un esclavo negro que mató a la reina Ibriza. La reconciliación va seguida de unos años de paz, solo alterados por una venganza aquí y otra allá.


En la noche ciento cuarenta y seis, Sharazad inicia las historias que hacen referencia a los pájaros y a los animales. Un pájaro acuático que pensaba sobre la rama de un árbol en que el mundo es la casa de aquel que no la tiene, ve aproximarse a una tortuga cuyos consejos no sirven para detener al halcón. Una zorra hostigada por un lobo egoísta se las ingenia para hacer que este caía a un pozo. La comadreja hace culpable al ratón ansioso. Un cuervo listo salva a su amigo el gato de morir entre las fauces de un tigre. Resulta que la zorra y el cuervo son vecinos y, a falta de otro acuerdo, se cuentan cuentos. También son vecinos el puercoespín y una pareja de palomas.  


Unas pocas noches más tarde, Sharazad cuenta la historia de Alí ibn Bakkar y Sams al-Nahar. La favorita del sultán Harún al-Rasid, esto es, Sams al-Nahar, se enamora de un joven de origen persa llamado Alí ibn Bakkar. El flechazo es tan brutal por ambas partes que los desmayos se suceden. Abul Hasán, el amigo de Alí, se ve comprometido en los amoríos y decide marchase a Basora. Amín, un joyero, toma el relevo de Abul Hasán ofreciendo su casa para el encuentro de los amantes. Hay por el medio una banda de ladrones cuyo poco atinado actuar da lugar a que la guardia del califa sorprenda a su favorita con nuestros dos hombres: Amín y Alí. La huida es obligada y, también, la muerte.


La historia del durmiente y del despierto pertenece a las añadidas al texto original por Galland  y no aparece en todas las ediciones. Naturalmente que estas noches no cuentan o por mejor decir los cuentos que contienen han de quedar en las noches pasadas, llenando el hueco del sueño entre los cuentos. Es sabida la costumbre que tenía el califa Harún al-Rasid de disfrazarse y recorrer por las noches las calles de Bagdad acompañado de su fiel Masrur, el portador del sable de la venganza. El joven Abul Hasán ha tomado buena nota de la falta de gratitud de sus conciudadanos y vive apartado. Elige a un forastero cada noche, lo invita a su casa y charla con él. Después le advierte que no volverán a encontrarse. Es el marco donde insertar el cuento del sueño y el que convertir a la muerte en un juego disoluto.


Retomamos el discurrir de las noches originales con la historia de Qamar al-Zamán, hijo del rey Sahramán. La negativa de Qamar a tomar esposa hace que su padre el rey Sahramán no tenga más remedio que castigar semejante desobediencia. Recluido en la torre, el príncipe Qamar se queda dormido. Muy pronto la efrita llamada Maymuna se fija en la belleza del joven y conoce por otro efrit que la reina Budur está viviendo una situación muy parecida a la de Qamar. Su padre, Gayur, rey y señor de las islas y de los mares de China, la ha recluido en su habitación ante su negativa a contraer matrimonio. Los dos efrit reúnen a los jóvenes, pero discuten sobre quién de los dos es más hermoso. Despiertan a los jóvenes por turnos para ver sus respectivas reacciones y después los regresan al sueño.  Otra vez el sueño y la realidad. Un náufrago salvado por los pelos une a los amantes y un pájaro los  separa. La reina Budur ha perdido a su esposo Qamar y abandonada en mitad de los reinos que ha de atravesar hasta llegar a las islas de Jalidán donde reina su suegro, se disfraza de hombre. La piedad hace girar la rueda de la fortuna de Qamar hacia la soledad y la desesperación. La astucia, que promueve una fe absoluta, conduce los pasos de la reina Budur hasta llegar a las islas del Ébano. Allí se reunirán de nuevo y Qamar se convertirá en sultán. 


Al sultán le nacieron dos hijos: al-Amchad, hijo de la reina Budur y al-Asad, hijo de la reina Hayat al-Nufus. La prodigiosa belleza de los muchachos trastornó los sentidos de sus madrastas que se enamoraron de sus hijastros. La concupiscencia y la traición es cosa de las mujeres para los autores de la historia. Por eso, las  reinas reaccionan al rechazo con la venganza y acusan a sus hijastros de haber intentado seducirlas. La huida, única salida posible, llevó a al-Asad hasta un oscuro agujero donde eran torturado y mantenido vivo para el sacrificio. A la ciudad de los mazdeos (zoroastrismo) llegó al-Amchad buscando a su hermano y se convirtió en visir. Por su parte al-Asad quedó bajo la protección de la reina Marchana quien lo liberó de los mazdeos. Aunque su alegría duró poco. Un nuevo instante de abandono rápidamente neutralizado da paso a la reunificación y a la captura del culpable. Bahram, que así se llama el secuestrador y hereje, salva su cabeza convirtiéndose al Islam y contando la ①historia de Nima y Num. Terminada la narración un aluvión de ejércitos rodeó la ciudad como si fueran anillos concéntricos: el ejército de la reina Marchana, el del rey al-Gayur (el padre de la reina Budur), el ejército de Qamar al-Zamán, el del rey Sahramán, señor de las islas de Jalidán y padre de Qamar al-Zamán. Entre desmayos y abrazos se pone punto y final a la historia del hijo del rey Sahramán.


Doscientas cincuenta noches después se cuenta la historia de Alá al-Din Abu al-Samat. Por temor a que lo embrujaran, al-Din fue criado en habitaciones subterráneas hasta que le nació la barba. Pero como es sabido, el destino ha de cumplirse. Solo la misericordia de Dios, ¡ensalzado sea!, le permitió salir vivo del bosque del León. Una inesperado propuesta de matrimonio nada más llegar a Bagdad conduce a nuestro joven a la presencia del emir de los  creyentes que lo convierte en su protegido. Tuvo un hijo llamado Aslán que llegó a ser jefe de los Sesenta, igual que su padre.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Libro de la vida. Santa Teresa de Jesús.

Parece que sueño lo que veo, y no querría ver sino enfermos de este mal que estoy yo”.  16, 6

“¿Qué se me da, Señor, a mí de mí, sino de Vos?”. Libro de la vida. 39, 21

“Hija, la obediencia da fuerza”. Fundaciones. Prólogo.


Muy cerca de nosotros, en el monasterio de San José y entre 1563 y 1565, redactó Teresa de Ahumada su libro grande, como a ella le gustaba llamar al Libro de la vida. A decir verdad la empresa se había iniciado el año anterior en Toledo, mientras Teresa hacia compañía a la viudez de doña Luisa de la Cerda, a instancias del dominico García de Toledo. El manuscrito fue secuestrado por la princesa de Éboli que lo denunció a la Inquisición. No se publicó hasta 1588 por conducto de fray Luis de León. La edición que utilizamos es la de Fidel Sebastián Mediavilla y a él se deben la mayoría de los comentarios y aclaraciones. Tiene esta edición, que era de mucha necesidad, la virtud de aproximar el texto de la santa, de difícil abordaje, a una mejor comprensión. Con todo, no debe ser sino la primera de una serie de ediciones que vengan a poner el texto en el lugar que debe ocupar en la mística y la literatura del XVI. Nos resistimos a pensar que pueda ser de otra manera. La resistencia es el último de los refugio que nos quedan.


Comienza hablando de sus padres, Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada, de los libros de santas y de los juegos de ermitas en el jardín y de monasterios y monjas con otras niñas. La afición a la lectura de los libros de caballería abre el capítulo segundo, cuyo primer párrafo termina con la frase que se ha hecho famosa en los marcapáginas: “Si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”. Viene luego ese exagerar las faltas tan propio de la autora y que nos parece hoy poco razonable. Esconde ciertas trastadas bajo la influencia de una pariente que los estudiosos identifican con una prima, para al fin celebrar su entrada en el monasterio de Santa María de Gracia. Apuntemos dos cosas. La una, que Teresa se muestra ya preocupada por guardarse de “descontentaros a Vos”; y la otra, que el Señor le había dado ya la gracia de “dar contento adondequiera que estuviese”. Pero no tenía por ello Teresa mucha gana de hacerse monja.


La monja agustina que tanta influencia tuvo sobre Teresa y a la que se refiere en el tercer capítulo ha sido identificada como María Briceño. Año y medio estuvo Teresa en el convento, tiempo durante el cual las ganas de ser monja se le iban y venían. Mas una enfermedad la llevó al lado de su hermana, María de Cepeda, ya casada y al de su tío paterno, don Pedro de Cepeda, hombre de mucha virtud y penitencia, aficionado a los libros de devoción. Fingía por aquel tiempo Teresa el gusto por los libros espirituales, aunque era los otros, los profanos, los que en verdad disfrutaba. No puede el lector evitar que un cierto pensamiento muy convencional llevo a Teresa a tomar estado. Ella misma lo explica, dice que fue por temor servil.


Tomó el hábito Teresa en el capítulo cuarto y lo hizo allí donde mejor le pareció, en el monasterio de la Encarnación el 2 de noviembre de 1536 a los veintiún años y tras un año de postulación. Comenzó pronto la santa a espantarse, cómo nos gusta esta expresión, de pasar barriendo las horas que antes dedicaba a su regalo, pero antes de que el sosiego llegara a su alma, los desmayos y “un mal de corazón tan grande” quebrantaron su salud, enfermedad que los expertos atribuyen a la brucelosis. No siendo monjas de clausura, don Alonso llevó a su hija a un curandero para que la sanara. Fue por entonces cuando Pedro de Cepeda entregó a su sobrina uno de los libros que más honda influencia tuvo en su vida: Tercera parte del libro llamado abecedario espiritual del franciscano Francisco de Osuno, ejemplar que se conserva en el monasterio de San José de Ávila. Habla por primera vez  de una oración de quietud y otra de unión, muy breve esta último, pero solo posible gracias a que “me parece traía el mundo debajo de los pies”, frase con la que abre un fuerte distanciamiento hacia las cosas mundanas.


Trató Teresa con su primer confesor, el cura de Becedas a donde había ido a curarse, el cual parece que tenía barragana. Si ella no curó, al menos por su intercesión lo hizo el clérigo poco antes de morir. Aparece la santa en este capítulo quinto muy quebrantada de salud, pero con empeño de lecturas: la historia de Job en los Morales de san Gregorio. Directamente de la Biblia no podía hacerlo porque no sabía latín la santa y las traducciones estaban prohibidas. Corre el año de 1539 cuando Teresa recibe la extremaunción e incluso se la da por muerta durante horas.


El capítulo sexto se abre con la mención a los cuatro días de paroxismo (coma) que sufrió la santa. Los eruditos aclaran las fechas, del 15 al 18 de agosto de 1539, y el padecimiento, una meningoencefalitis. La convalecencia fue larga, una primera fase llega hasta la Pascua Florida, unos nueve meses, momento en que se reincorpora al monasterio, y otra más larga que abraza los dos años siguientes de 1541 y 1542. No atinamos a comprender qué comportamiento se reprochaba la santa a sí misma y que decía ser la causa de la ofensa a Dios. Más parece acto de mortificación que otra cosa. La devoción por san José está espléndidamente presentada por una escritora que comienza a cobrar fuste. Es su san José un santo de tanta diligencia que endereza las peticiones torcidas, lo cual tiene bastante sentido si tenemos en cuenta que la veneración por este santo era muy reciente y que fue la santa la verdadera impulsora.


“De los daños que hay en no ser muy encerrados los monasterios de monjas” es el subtítulo del capítulo séptimo. No se muerde la lengua la santa al tratar un tema de tanta importancia como el que sigue: “Y no sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia, pues los que habían de ser los dechados para que todos sacasen virtudes tienen tan borrada la labor que el espíritu de los  santos pasados dejaron en las religiones”. No sé si a la perplejidad, pero con seguridad sí al resoplido lectorio mueve el peculiar estilo de la santa que junta cuatro verbos huérfanos de sujeto: “como veía pensaba que era la que solía”. El empeño de la santa de reconciliar las cosas de Dios con las del mundo duró muchos años y, en buena medida, de él surgió la idea de darle a Dios los méritos de su prestigio. Salvo error es en este capítulo donde por primera vez la santa se dirige directamente al destinatario de su manuscrito: el padre García de Toledo. No parece tener la santa aprecio por los que buscan “irse a los desiertos” por ser un “género de humildad no fiar de sí”, es más de su preferencia ver crecer la caridad “con ser comunicada”. A estas alturas de su vida ya sabe que muchos son los que te ayudan a caer, pero pocos los que te levantan.


Veinte años estuvo la santa faltándole a Dios en su interior con el único auxilio de la oración. En el capítulo octavo se anuncia con claridad el combate entre el mundo y Dios, y también un arma que no era muy bien vista por las jerarquías eclesiásticas: la oración mental. Sin duda sonaba muy luterano eso de que orar no era otra cosa que estar con Dios en intimidad. Pero la oración no va sola que siempre gustó la santa de buenas lecturas y provechosos sermones.


Relata la santa en el capítulo noveno el incidente de la imagen del  Cristo muy llagado y que los estudiosos sitúan en 1554. Pero más que estos arrebatos de exposición, nos enternece la simplicidad de la santa cuando busca la soledad de Cristo por parecerle que entonces será mejor aceptada. Su falta de imaginación le hacía ser muy amiga de imágenes. No deja de sorprendernos que muy poco tiempo después de la publicación de las Confesiones de san Agustín ya estuviera el libro en poder de la madre.


El inicio de las mercedes que la santa recibe del Señor es el tema del capítulo décimo. La experiencia mística del alma fuera del cuerpo, toda voluntad, sin memoria ni entendimiento, pero plenamente consciente. Muy bien supo la santa buscar a quienes pudieran darle luz: san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Francisco de Borja, Juan de Ávila, Domingo Báñez, Pedro Alcántara…   




Comienzan en el capítulo once los tratados sobre las cuatro clases de oración. Si “no acabamos de disponernos” es porque queremos retener las cosas del mundo y darle a Dios solo los frutos o las rentas. Un discurso lleno de disculpas por ser mujer que nos revela mucho de los pies de plomo con los que la santa había de transitar por ese mundo de hombres. Vemos las puntas de sus pies esquivar con humildades los reparos sociales de ser mujer y escribir, y es que hasta por la metáfora de las cuatro aguas del huerto de la oración pide disculpas. Los principiantes son aquellos que riegan sacando el agua del pozo. Y como tales nos trata la santa flagelándonos con elipsis imposibles: los verbos secos como el pozo del que intentamos sacar el agua. “Porque ya se ve que, si el pozo no mana, que nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que, cuando la haya, sacarla”.

Hay en el capítulo doce un cierto dormitar hasta que de pronto la santa nos despierta con una advertencia: “No se suban sin que Dios los suba”. Vano parece todo esfuerzo en ascender por las potencias del alma si Dios no los quiere.

Con la recomendación de alegría y libertad inicia la santa el capítulo trece. Hay personas que parece que llevan la devoción atada de tanto como temen perderla al menor descuido. Le gustan a Dios “las ánimas animosas” con un pizca de humildad y algo de confianza en Él. La santa compara el alma con una avecita de pelo malo que hace vuelos cortos. El deseo, siempre grande de la santa, le hace rechazar la torpeza del sapo, el solaz de la lagartija y el paso corto de la gallina. Las tretas del demonio son muchas: disfraza de salud la comodidad y de poca virtud, la humildad, y no les deja domingo a los “que discurren mucho”. Experiencia, letras y virtud ha de tener el maestro que se tome para orar.

Los capítulos catorce y quince tratan de la oración de quietud, “un recogerse las potencias dentro de sí”. Cárcel de amor divino hecha con los barrotes de la voluntad, la memoria y el entendimiento. Espera uno que el misticismo de la santa sea tan audaz como su leísmo y verla rezar de oído en latines. Su experiencia en esta clase de oración es que el alma queda boba, desnuda de conocimientos, llana ante Dios. Da luz al entendimiento y firmeza a la verdad procurando “traer a la memoria lo poco que dura todo”.


Ascendiendo hacia la cumbre del éxtasis nos tropezamos con el tercer grado de oración. A él dedica la santa el capítulo dieciséis y el siguiente. Si en el anterior las potencias se recogían, aquí es su grado de consciencia el que queda afectado por una especie de sueño. Un juego de términos contradictorios con los que acercase a una experiencia extraordinariamente personal: desasosiego sabroso, sabrosa pena, desatinos santos, locura celestial… y concluir con “parece que sueño lo que veo”.

En los capítulos dieciocho al veintiuno trata la santa de la cuarta agua, el cuarto grado de oración, es decir, el estado extático. Cuando el alma reúne en su interior todos los bienes no hay más que gozar, aun “sin entender lo que se goza”. Muchas letras dedica la santa a poner de manifiesto su poco valer, el inmerecido don que Dios le concede. Es difícil interpretar la experiencia que relata: el levitar del cuerpo que el alma arrastra tras de sí, la pena sabrosa que le sigue, el desierto y soledad que resulta mejor que cualquier compañía… “Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios”. Encadenada el alma a “gastar el tiempo en cumplir con el cuerpo durmiendo y comiendo” corre el riesgo de convertirse en “memoria de telaraña”.

Se suele afirmar que el capítulo veintidós hace de puente entre la vida contemplativa y la terrenal de la santa. Sin embargo, ofrece la santa aquí páginas llenas de un rico colorido lírico y espiritual. Tal es el caso del Cristo limpio de sangre y renovado de gloria con el que la santa nos presenta la Eucarística o el asnillo atado a la noria que hace por el huerto más que el entendimiento del hortelano. Posee la santa esa extrañísima potencia que puede describirse  como el calor que transforma en pan la masa de las palabras. Así por ejemplo con la masa de las “mercedes, rendida el alma”, nos cuece la santa el pan de la esperanza.

Dejamos las experiencias interiores y volvemos al relato de las vivencias externas en el capítulo veintitrés. Temía la santa que los arrobamientos de que el Señor le hacía gala pudieran confundirse con las experiencias de los iluminados o alumbrados que habían llamado la atención de la inquisición o ser obra del demonio. Esta necesidad de apagar toda duda la llevó a consultar “qué era la oración que yo tenía”. Aparece aquí el famoso “caballero santo” que la doctrina teresiana concreta en don Francisco de Salcedo, quien no supo despejar las dudas de la santa. El dictamen de Salcedo y del maestro Daza, a quienes la santa había dado un primer manuscrito de su experiencia mística, el cual no ha llegado hasta nosotros, no pudo ser peor: parecía demonio. Al joven padre Diego de Cetina de la Compañía de Jesús que la escuchó en confesión general y leyó un nuevo manuscrito, no le cupo duda de que el espíritu que se manifestaba en la santa era el de Dios.


Con una mención al nuevo confesor y consejo de esto de resistirse a los regalos de Dios, comienza el capítulo veinticuatro. Durante la visita a Ávila del Comisario para las provincias de la Compañía de Jesús, Francisco de Borja, IV duque de Gandía y luego santo, en 1554, aprovecha el confesor de la santa a exponerle al comisario el caso de madre Teresa de Jesús y leerle algunos fragmentos de su manuscrito. Interesado, san Francisco de Borja visita a la santa y confirma “que era espíritu de Dios y que le parecía que no era bien ya resistirle más”. La marcha de su confesor a Salamanca para continuar con sus estudios teologales, conduce a la santa a iniciar amistad con doña Guiomar de Ulloa quien le recomienda a su confesor, el padre jesuita Juan de Prádanos.


De “las hablas que hace Dios al alma” se ocupa el capítulo veinticinco retomando la santa la parte doctrinal de su relato. Lo que más llama la atención es la entereza y el coraje con el que la santa toma decidido partido por sí misma. Y no está de más recordar que estamos ante una simple monja de convento en la Castilla del siglo XVI. Con esta valentía se dirige a sus demonios: “Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor yo, quiero ver qué me podéis hacer”. Resultó que estos demonios no eran otra cosa que los “asimientos de honras y haciendas y deleites”. Pero hay cinco o seis letrados que rodean a la santa que persisten en sus sospechas, son algo así como los consejeros espirituales que irán apareciendo sucesivamente en los capítulos siguientes, pero siempre permaneciendo en el anonimato.

El capítulo veintiséis es muy breve, pero de una fuerte intensidad expositiva. La santa es muy clara en su elección y defensa, “que, contento Su Majestad, no hay quien sea contra nosotros que no lleve las manos en la cabeza”. La época no es fácil y a la santa el confesor la confunde y el inquisidor la retira los libros en romance, único lenguaje que ella entiende. ¿Cuál es su reacción? A la santa le gustaron siempre mucho los libros, así que de la manera más natural convierte a “Su Majestad en el libro verdadero”. Libro vivo.

Relata la santa en el capítulo veintisiete la aparición de Cristo, muy cerca, “siempre al lado derecho, sentíalo muy claro”, el día de San Pedro. Los expertos concretan el año en 1560 y entienden que se trata de una visión intelectual de Jesucristo, justamente aquella que se define por las notas negativas expresadas por la santa: ni con los ojos del cuerpo ni con los del alma. “Acá… está… Jesucristo”.  Comenta después la santa el recuerdo de su querido amigo y consejero San Pedro de Alcántara, fallecido en Arenas de San Pedro en 1562. Estremecen la rigurosidad de las penitencias del santo: hora y media de sueño, una comida cada tres días, un sayal por toda ropa y tres años sin levantar la vista del suelo. Tuvo la santa la premoción de su muerte y dice que en ese instante se le apareció diciendo que se iba a descansar y de ahí en ocho días llegó desde Arenas el aviso de su muerte.

Retorna a hablar de la visión en el capítulo veintiocho. Son las manos la parte divina que primero se le hace presente. Después el rostro y más tarde el cuerpo entero. La visión falsa, aquella que es sustentada por el demonio, deja el alma desvanecida, cansada y disgustada; la verdadera, enriquece hasta el cuerpo. A pesar de la seguridad con la que la santa se expresa, los temores no le abandonan por las cosas de los hombres que le dan tantos trabajos a ella y a su confesor, el jesuita Baltasar Álvarez. Sus visiones van de boca en boca y las falsas visiones que la Inquisición perseguía, sobrevuelan toda relación. Son los años más duros de la santa según afirman los expertos en su quehacer literario y místico: los que van de 1558 a 1562. Con todo, es la “contradicción de los buenos” la que provoca mayores sufrimientos a la santa.

Un trabajo inmenso le cuesta a la santa decir que Jesús se presenta, casi siempre, resucitado. Los consejeros espirituales pensaron en el exorcismo por estar en la continua sospecha de ser cosa del diablo. Incluso alguno de ellos le recomendó santiguarse y hacerle higas a la visión. Semejante despropósito hizo que le sobrevinieran a la santa los “ímpetus grandes” de amor hacia Jesús. Que un ángel desde la izquierda le traspasaba el corazón con una flecha de oro y fuego quedando abrasada de amor divino. Es la famosa transverberación del capítulo veintinueve.

La aparición hacia mediados de agosto de 1560, según los eruditos, de san Pedro de Alcántara en Ávila resulta providencial, pues es el único poseedor de experiencias similares a las de la santa. No solo la consuela, sino que trata de mediar con don Francisco de Salcedo, uno de los que mayor amedrentamiento causaba a la santa con sus dudas de si era demonio. Con todo, el mal de la santa tiene mal remedio porque o bien recibe el regaño de sus consejeros espirituales o bien el tormento de si acaso es fruto del engaño el consuelo que ha obtenido de aquellos. Menciona aquí la santa su especial predilección por el pasaje evangélico de la samaritana y todos recordamos el cuadro que dicen llevó al monasterio de la Encarnación donde aún se conserva.


Se inicia el treinta y uno con la descripción de una de las apariciones del demonio: la boca espantable y la gran llama del cuerpo, y la eficacia con la que el agua bendita lo espanta: el poder de la palabra puesta en el agua. La anécdota es muy conocida, pero merece la pena contarla. Estando la santa acompañada volvió a presentarse el demonio y para no atemorizar a sus compañeras dijo: “Si no se riesen, pediría agua bendita”, a por ella fueron y se la echaron encima. Hay combates de ángeles y diablos y también un grupo de demonios despeñándose. Le preocupa a la santa lo mucho que se habla de ella y sus visiones. El Señor le da una respuesta al parecer extraída de Los Morales de san Gregorio, algo así como de qué te preocupabas, hija, si te creen, me alaban a Mí y si no, te condenan sin culpa. Se queja la santa de la poca comprensión de los tiempos para almas como la suya: “porque hay mil ojos para un alma de estas [almas místicas], adonde para mil almas de otra hechura [las no místicas] no hay ninguno”.

Se abre el capítulo treinta y dos con una visita al infierno. Esa fue una de las mayores mercedes que el Señor le hizo, según su propia confesión, pues “me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida”. Aparece aquí el célebre encuentro en la celda de la santa con su prima María de Ocampo y doña Guiomar de Ulloa, prestándose ambas a facilitar la ayuda necesaria para fundar un monasterio pequeño, más dado al recogimiento que el de la Encarnación. San José debía de llamarse el nuevo convento, le dijo el Señor en un habla.  Sorprendentemente la santa se muestra triste por el mandato divino de fundar y el Señor tuvo que insistir. Después de tratar doña Guiomar con el Provincial, y probablemente asegurar aquella la renta precisa, dio su aquiescencia. Enseguida comenzaron las habladurías, “las risas, el decir que era disparate” y “yo no sabía qué hacer. En parte me parecía que tenían razón”. Tal debió de ser la oposición a las pretensiones de la santa que el Provincial cambió de opinión. “Dijo que la renta no era segura y que era poca, y que era mucha la contradicción”. Sin embargo, el apoyo de fray Pedro Ibañez, “gran letrado, muy gran siervo de Dios, de la Orden de Santo Domingo” revitaliza el proyecto.


No cayó bien en el monasterio de la Encarnación el proyecto fundacional de la santa. Las criticas eran muchas y rigurosas, aunque algunas “tornaban algo de mí”. Estamos en el capítulo treinta y tres. Le duele a la santa la retirada de su confesor del proyector fundador, pero la confesión a fray Ibañez de sus hablas divinas hace que este redoble sus oraciones y se retire a un convento de mucha soledad. Sea o no consecuencia de ello, quiso el Señor poner fin a la zozobra de la santa, resultado providencial la llegada del padre Gaspar de Salazar como rector del colegio de San Gil (creo que estaba ubicado en donde ahora están las ruinas de los Jerónimos), el cual logró que el padre Baltasar Álvarez, el confesor, mudara de opinión. La casa fue comprada por doña Juana, la hermana de la santa, a escondidas no fuera que el Provincial volviera a cambiar de opinión tan pronto como supiera de los pasos dados. Tuvo el Señor que insistirle a la santa, “ya te he dicho que entres como pudieres”, empeñada como estaba esta en ampliar el monasterio antes de empezarlo. Parece que fue la aparición de Santa Clara la que determinó a la santa a fundar sin renta, al fin y al cabo las clarisas de las Gordillas quedaban a tiro de piedra del recién fundado de San José. Por intercesión de fray Pedro de Alcántara quedó el convento bajo la jurisdicción del obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza, ante el rechazo del Provincial de la orden de los carmelitas, fray Ángel de Salazar.


Viaja la santa a Toledo para consolar a una mujer muy afligida: doña Luisa de la Cerda. El encuentro es materia del capítulo treinta y cuatro. La mano de fray Pedro de Alcántara no debía de estar lejos, pues resultaba conveniente apartar a la santa del proyecto fundacional y tramitar mientras tanto la documentación a nombre de doña Guiomar de Ulloa y su madre como promotoras. Iba la santa confusa a Toledo, pues no ignoraba que había sido elegida para confortar a aquella noble señora por su fama de santa. Es comprensible que la certeza que en ocasiones tenía la santa de estar en gracia de Dios, escandalizara a los letrados que al mismo tiempo que miraba de reojo al de Trento, la disculpaban por su ignorancia de mujer. Y es que la santa no se anda por las ramas, y así tras mostrar su alegría por la muerte de su hermana María de Cepeda, aclara a quien quiera  escucharla los apenas ocho días que estuvo en el purgatorio y la visión de cómo el Señor la llevaba a la gloria. No hay pérdida posible. “¿Y qué más perdición, y qué más ceguedad, qué más desventura que tener en mucho lo que no es nada?”.

El  encuentro de la santa con otra reformadora, María de Jesús Yepes, abre el capítulo treinta y cinco. Fue esta quien le reveló a la santa la Regla primitiva de pobreza absoluta y la idea de fundar sin renta. Pero aclara inmediatamente que la pobreza para ser recogida tiene que ser voluntaria. Las elecciones a priora la hacen abandonar Toledo, es un empeño del Señor y de su confesor, el padre Doménech. Volvía a Ávila para “pasar gran cruz”, tal y como Dios le había advertido, tal vez para ponerle esfuerzo en su flaqueza.

Vemos a la santa partir de Toledo en el capítulo treinta y seis durante los primeros días del verano de 1562. En Ávila le esperan la autorización de Roma para fundar (naturalmente que no a su nombre, sino al de doña Guiomar de Ulloa), el obispo, don Álvaro de Mendoza y fray Pedro de Alcántara que ese mismo otoño moriría en Arenas de San Pedro. Enseguida se puso la santa manos a la obra, aunque en secreto porque el pueblo no lo tenía a bien. La enfermedad de su cuñado le permitía salir de la Encarnación para atenderlo y disponer las cosas. El día de san Bartolomé quedó inaugurado, con misa y toma de hábitos, el convento de san José. Lo curioso del caso, obra de Dios le pareció a la santa, es que la casa donde se fundó el convento era propiedad de don Juan de Ovalle, el cuñado de la  santa, que con esa finalidad la había comprado para encubrir la fundación y, aquí está lo sorprendente, enfermado, de manera que la santa al tiempo que fundaba, curaba. Con que elegancia y plasticidad cuenta la santa la astucia con la que el demonio trata de sofocar el alma tan solo tres o cuatro horas después de haber concluido la ceremonia de la primera fundación. Y la valentía y destreza con la que sale de las tentaciones: los trabajos para merecer y los descontentos para servir a Dios. Tan pronto como la noticia llego a la Encarnación la priora llamó a la monja rebelde a capítulo en presencia del provincial: “gran reprensión, aunque no con tanto rigor como merecía el delito”. Sin embargo, el alboroto no era tanto de las monjas como de la ciudad. Parece ser que se alegaba la pobreza de la ciudad, la del lugar elegido, el perjuicio a los demás conventos que vivían de las limosnas (al fin y al cabo, otro más a pedir) y algo sobre las fuentes y el agua. Aunque la razón no esté muy clara, lo cierto es que la ciudad se opuso al convento y que tuvo que intervenir el Consejo Real. La santa le pidió ayuda al Señor con la naturalidad de quien nada tiene que esconder: “Señor, esta casa no es mía”. El problema parecía ser la falta de rentas del convento, pero la santa persistió en su empeño guiada por el consejo de fray Pedro de Alcántara que aunque fallecido se le aparecía con habitualidad. La protesta fue diluyéndose poco a poco, en especial después de comprobar que aun sin rentas, el convento parecía subsistir sin penurias. La verdad es que mucho no consumían las trece monjas con la abstinencia de carne y ayuno de ocho meses, las primeras reglas instauradas en el monasterio de san José. Los aparejos del alma de los que termina hablando la santa son, probablemente, la soledad para rezar, la comunidad en la que hacer realidad la comunión, el silencio que aproxima a Dios, la pobreza que esconde tesoros…

Regresamos con el capítulo treinta y siete a las experiencias interiores y con ellas continúa el capítulo siguiente. No quiere la santa “perder un tantito de más gozar” de esa luz tan especial con la que el Señor ilumina sus secretos revelados. La llegada del Espíritu Santo en la pascua de Pentecostés de 1563 se manifiesta de manera especial para la santa: una paloma con alas de concha posada por encima de su cabeza. No deja Dios de estar en la sagrada forma por muy manchada que esté el alma del sacerdote que la consagra, tal es la fuerza de la palabra. Cosa de mucho peligro le parecía a la santa “tener cargo de almas”, razón por la cual pide con especial encomienda por el alma del provincial fray Gregorio Fernández y ve su alma ascender al cielo.

Relata la santa en el penúltimo capítulo, el milagro del Señor que por su intercesión devuelve la vista a una persona cuya identidad no conocemos. En comparación con las grandes mercedes que recibe, “las cositas menudas como sal” de la santa quedan en naderías que consuelan. Y es que la idea es muy sencilla: lo bueno, del Señor; lo malo, de mí, porque hasta las  virtudes, si las hubiera, son dones de Dios.

En el último capítulo, el cuarenta, trata la santa de señalar aquello que “yo no sé cómo… fue, porque no vi nada; más quedé de una suerte que tampoco sé decir”. Atinará al final con su estado de “grandísima fortaleza, y muy de veras”. Las grandísimas verdades que la santa dice entender solo aparecen cuando el alma camina desnuda, es decir, humilde “delante de la Verdad misma”. Lo que no sabemos y nos hubiera gustado conocer es dónde está esa mentira a la que la santa dice haber “trata[do] en muchas cosas”. Sabe también la santa ser discreta, al menos esa es la sensación que uno tiene cuando habla de la importancia que el Señor le ha dicho que en el futuro tendrá una orden en el seno de la Iglesia. Carmelitas, jesuitas y dominicos se disputan el puesto. El valimiento de la santa era ya notorio pues persona cuya identidad se discute le consultó si servía para prelado, mas ella se siente “fatigada de verme para tan poco en su servicio”. No hay en este momento de poner fin al relato de su vida, ansias fundadoras en la santa recluida “en este rinconcito tan encerrado… [el de san José] ya fuera de mundo y entre poca y santa compañía”. Aunque a la santa le da “consuelo oír el reloj, porque me parece me allego un poquito más para ver a Dios de que veo ser pasada aquella hora de la vida”, el Señor se inclina por hacer realidad la segunda de las peticiones que le dirige al padre García de Toledo: “Suplique vuestra merced a Dios o me lleve consigo, o me dé cómo le sirva”.


Ocho años después de su muerte, el jesuita Francisco de Ribera ya está biografiando a la santa. ¡Ocho años! ¡Y a una monja! La fascinación que esta mujer causó en sus contemporáneas debió ser extraordinaria. Durante tres años fue priora por imposición de sus superiores del monasterio de la Encarnación. Cabe imaginar cómo fue recibida por cuanto su nombramiento suponía de interferencia en los privilegios de la orden que siempre había elegido priora por votación. La reforma que llevó a cabo en su casa fue profundísima (expulsión de las mujeres seglares, rejas en el locutorio, prohibición de alborotos y desmayos…) y colocó en el exterior, en una casita, a fray Juan de la Cruz con otro fraile como confesores de las monjas de la Encarnación. Cuando la santa salió de la Encarnación en 1574 muchas la siguieron. En Sevilla las grandes penalidades que pasaría acabaron de una manera sorprendente: el arzobispo pidiendo de rodillas ante la santa su bendición.  

Los tiempos eran de un rigor extraordinario para la reforma. La santa, enviada a Toledo para cumplir reclusión; fray Juan de la Cruz, encarcelado por los calzados y Jerónimo Gracián, el otro baluarte de la santa, difamado. El nuncio Felipe Sega llega a España en 1577 y se muestra enemigo acérrimo de los descalzos. Para colmo la santa se precipita por unas escaleras y se rompe el brazo izquierdo. A su lado permanecerá desde entonces Ana de San Bartolomé, la misma que después difundirá la reforma por Francia y los Países Bajos. En 1579 se consigue la separación de los calzados, Gracián es injustamente condenado con su consentimiento para facilitar la transición y el nuncio afloja el nudo que tiene puesto en el cuello de los reformadores. La santa es tan popular que la gente sale a esperar su paso por los caminos y le pide su bendición. Pero las cosas mudan en un abrir y cerrar de ojos y sucesivamente los días previos a su muerte tuvo la santa que vivir las humillaciones y desprecios de sus monjas descalzas, primero en Valladolid y luego en Medina. De allí hasta Alba de Tormes por el capricho de los duques que ni siquiera la recibieron. Allí, en el convento, expiró el 4 de octubre de 1582 (el día siguiente fue el fijado para el cambio del calendario por lo que se transformó en 15 de octubre) en brazos de Ana de San Bartolomé: “No llores, hija, que esto quiere Dios ahora”.

Tiraba la santa más hacia la orden de los franciscanos que a la de los teólogos  dominicos, para quienes la santidad era cosa de los profesionales de la fe. El Índice de libros prohibidos de Valdés tuvo que llenar a la santa de confusión cuando se publicó en1559. Autores que hasta entonces había iluminado su espíritu, tales como fray Luis de Granada, Pedro de Alcántara,  Juan de Ávila o incluso Francisco de Borja, habían quedado  prohibidos. Sin embargo, no duda en someterse a la más estricta ortodoxia y entregarse a la obediencia. El contacto directo con Dios vino a suplir la carencia de libros.

Fidel Sebastián lo explica realmente bien. La oración de quietud, el primero de los estados místicos, es la oración mental, el recogimiento que inclina hacia la meditación. Se aferra la santa a lo narrativo como camino de lo discursivo, en especial a las imágenes de la pasión de Jesús. Lo contemplativo y ascético predomina en la segunda oración, la voluntad se adhiere al alma y la eleva hasta el éxtasis.


A pesar de que no eran precisamente buenos los tiempos de la santa para el  iluminismo, lo cierto es  que nunca se vio envuelta en serios apuros por parte de la Inquisición. Todos los procedimientos fueron sobreseídos, incluso el iniciado por la mismísima princesa de Éboli. Y no deja de sorprender que a Iglesia tuviera siempre a la santa por mujer de irreprochable ortodoxia. En 1589, muerta por tanto ya la santa, el dominico y gran perseguidor de alumbrados, fray Alonso de la Fuente, inquisidor de Llerena, dirigió denuncia contra los libros escritos por la madre Teresa ante la Inquisición por ser “portadores de doctrinas sospechosas”. La causa fue archivada.

La crítica no ha hecho más que elevar el valor de la santa hasta los altares de la literatura. De escritora santa que no de santa escritora es el uso que se entiende más correcto desde don Vicente de la Fuente. Para el maestrísimo Menéndez Pidal, Teresa de Ávila da un paso decisivo en la conformación de la lengua y literatura castellana; Américo Castro la considera la iniciadora de la literatura de introspección; Azorín se deja impresionar hasta lo más hondo por un libro como el de la Vida. La línea que en la segunda mitad del siglo XX se inició a partir de ciertos comentarios de M. Pidal, según la cual se reprochaba al estilo de la santa una relativa rusticidad y aspereza, ha quedado, creo que definitivamente, abandonada en los últimos tiempos.

La obra teresiana, como la mística en general, está tejida de las contradicciones inseparables de lo innombrable. Sin embargo, en el caso de Teresa de Jesús el encaramiento adquiere unos tintes muy personales que van más allá de ver sin ver, de decir sin decir. Corre su obra mayores riesgos que la de san Juan de la Cruz.

La necesidad de renovar las ediciones de las obras de santa Teresa es ahora mucho más urgente que nunca. Hay que decirlo con claridad: a la santa no se la lee, señores, no se la lee; se la invoca mucho, pero no se la lee. Sigue, la santa, secuestrada por los especialistas que se resisten a compartir su experiencia literaria y mística.