jueves, 12 de mayo de 2011

El gran Gatsby. Tertulia

El conjunto de la obra de Francis Scott Fitzgerald no es más que un pálido reflejo, un tímido acercamiento a lo que fue su vida. No tuvo suerte (o no supo tenerla) en prácticamente nada. Nació en Saint Paul (Minnesota) en 1896 y murió en Hollywood en 1940. Es decir, se extinguió a esa edad en que la mayoría de los grandes escritores comienzan a madurar. Su empeño por participar en la Primera Guerra Mundial se vio reiteradamente frustrado y, aunque finalmente fue llamado a filas, nunca salió de los campos de instrucción de los Estados Unidos, lo que generó en él un inconfesable complejo (y, cómo no, las burlas de Hemingway). Contrajo matrimonio con Zelda Sayre, típica rica sureña que, al principio (cuando él era pobre), lo rechazó y que sentía unos devastadores celos motivados por el talento de su marido, ya que ella también presumía (no se sabe bien por qué) de ser escritora. Por si esto fuera poco, la aristocrática dama del sur era esquizofrénica y alcohólica (si bien esto último gracias, en gran medida, al propio Scott). Su historial de ingresos psiquiátricos marcó inevitablemente el devenir de la pareja y configuró el final de Zelda como ni el más truculento guionista de Hollywood hubiera podido imaginar: murió abrasada en el incendio del sanatorio psiquiátrico donde estaba ingresada. A todo esto hay que añadir que las infidelidades entre ambos parece que eran el pan nuestro de cada día. Incluso, Zelda llegó a sospechar que Scott mantenía una relación sentimental… ¡con Hemingway! Este cóctel de complejos, celos, infidelidades, enfermedad mental y alcoholismo determinó que, aunque el escritor conociera pronto el éxito, la fama y la riqueza, su vida fuera un lento pero imparable descenso hacia los infiernos de la ruina, la degradación y, finalmente, la soledad y el olvido.

Fitzgerald fue encuadrado en la llamada Lost Generation (Generación Perdida), junto a Hemingway, Dos Passos, Thomas Wolfe, e. e. cummings y Hart Crane. Como recordó algún tertuliano, a veces también se incluye a Faulkner dentro del grupo, si bien no parece guardar demasiadas afinidades ni literarias ni existenciales con los demás.  Entre sus principales obras cabe destacar: A este lado del Paraíso (1920), su primera y exitosa novela; Hermosos y Malditos (1922); Suave es la noche (1934); El último magnate (1941), novela inconclusa, así como numerosos relatos cortos, recogidos, entre otros, en los títulos Flappers y filósofos; Cuentos de la edad del Jazz; Todos los hombres tristes y Toque de diana.   Y, por supuesto, la que para muchos es su obra maestra y para algunos una de las mejores novelas de la literatura norteamericana de todos los tiempos: El gran Gatsby (1925).

El argumento de la novela es, en apariencia, bastante simple: Jay Gatsby, joven de procedencia humilde, conoce a Daisy, una chica de la alta sociedad, y se enamoran. La guerra los separa y Daisy decide no esperar: entre la aventura del amor romántico, con sus riesgos e incomodidades,  o  su conocido y amable mundo de lujo y esplendor opta por este último, encarnado en el matrimonio con el inmensamente rico Tom Buchanan. Por su parte, Gatsby, obsesionado por el amor de Daisy, logra reunir una gran fortuna (por medios algo más que dudosos) y se lanza a la reconquista de aquella, tratando de deslumbrarla con su recientemente adquirida opulencia. Cuando parece que lo va a conseguir, una jugarreta del destino modificará el curso de los acontecimientos, derribando de manera violenta el castillo de naipes creado por Gatsby.

La obra admite diversos niveles de lectura y en la tertulia nos permitimos poner de manifiesto los múltiples y aparentemente heterogéneos perfiles que ofrece. Para unos es una historia de amor. Para otros,  una reflexión sobre el idealismo. Es también una brillante crónica de la era del Jazz. Es una crítica social, una acerada diatriba contra la frívola y amoral aristocracia del dinero.  Es una tragedia con celos, traiciones y violencia . Es la epopeya de una generación desencantada. Es igualmente un retrato del propio Fitzgerald. Es una premonición: el catastrófico final de casi todos los personajes parece estar presagiando el hundimiento de los felices 20. Hay quien piensa que es (¿por qué no?) un cuento de hadas. Pero eso sí, un cuento de hadas amargo y despiadado, donde las ranas son ranas y no hay varita mágica que las convierta en príncipes.  Y así podríamos seguir hasta cansarnos. Ahora bien,  ninguno de estos aspectos debería tener entidad suficiente para justificar la inmortalidad alcanzada por la novela. Ha de haber algo más: algo que, siendo la suma de todo lo expuesto, integre una categoría autónoma,  superior y distinta que otorgue a El Gran Gatsby esa singularidad de la que gozan las obras que perduran. Cuál sea ese factor de excepcionalidad es algo que no resulta fácil de determinar. En cualquier caso, el simple hecho de la presencia de una figura literaria tan deslumbrante como la de Gatsby y la recreación de un escenario igual de fascinante para las andanzas de esa criatura, es ya motivo más que suficiente para comprender  por qué esta breve novela, y no otras, ha salido vencedora y fortalecida de su enfrentamiento con el transcurso del tiempo.

Aun cuando hay autores que consideran a Nick Carraway el auténtico protagonista del relato, parece fuera de toda duda, y en este punto todos los contertulios estuvimos de acuerdo,  que la historia gira en torno al complejo, poliédrico e inolvidable personaje de Jay Gatsby sin desconocer, naturalmente,  el papel fundamental de Nick que, como narrador que es, define el punto de vista desde el que vamos a conocer los acontecimientos. De la misma forma, trascendentales son los personajes de  Daisy y Tom Buchanan que encarnan ese mundo próspero y despreocupado en que se desarrolla la acción. Pero, sea como fuere,  el alma de la novela es Gatsby. Jay Gatsby es un idealista. No importa que sea un tramposo o, incluso, un gangster. Su esencia, el rasgo que lo define y lo identifica, es el idealismo. No acepta la realidad: esa realidad gris, triste y fea. Por eso, decide modificarla. Y, como descubre Vargas Llosa,  lo hace al estilo de los grandes personajes literarios (Don Quijote, por ejemplo): sustituye la vida de verdad por la vida de ficción. Si a Don Quijote le sorbieron los sesos los Libros de Caballerías, Gatsby pierde el juicio por Daisy. Si Don Alonso Quijada o Quesada, cambió su prosaico nombre por el más aventurero de Don Quijote,  James Gatz hace lo propio, repudiando esa identidad con resabio a pobreza e inmigración y adoptando la de Jay Gatsby, con un inconfundible aroma a juventud, dinero y poder. Tanto el uno como el otro cabalgan por la vida a lomos de una utopía. Y ambos pagan con la muerte  el precio de su locura. De este modo, nuestro protagonista se reinventa a sí mismo y transforma todo lo que le rodea con la pretensión de alcanzar su ideal. Y crea un personaje que, según los parámetros de la sociedad en que se va a mover,  se aproxima bastante a la perfección. Así, dice Nick Carraway que Gatsby  “surgió de la idea platónica que se hacía de si mismo”. Cree posible una relación sensible y apasionada en un mundo de brillantes, fastos, fortunas incalculables, frivolidad sin límite y ausencia de valores morales. Y cree también que la única forma de conseguirla es entrando a formar parte de ese mundo y sometiéndolo desde arriba. Es decir, si lo que impide a un muchacho pobre conseguir a una chica rica es el dinero, se trata simplemente de tener más dinero que nadie.  Por eso, sus fiestas son las más ostentosas; su casa la más grande; sus coches los más elegantes; su ropa  la más cara. Pero, a diferencia de la gente que pulula por la novela, Gatsby no siente el más mínimo apego por todos esos bienes materiales, cuya única finalidad es la de estar al servicio de su quimera.  Sin embargo, la realidad, tozuda y prosaica, le atropella sin compasión: no sólo destruye sus sueños sino que, además, se cobra su vida. El ideal sucumbe una vez más ante la objetiva frialdad de los hechos: Daisy, que fuera de la imaginación de su amante no es más que una flapper voluble y superficial,  es incapaz de estar a la altura del amor que Gatsby le propone y el espejismo queda en evidencia (las ranas son ranas).  A pesar de todo, como le recuerda en alguna ocasión Nick, Gatsby es mejor que los demás. Y es mejor por que es el único que cree en la integridad como pauta de comportamiento; es el único capaz de tratar de cambiar el mundo con sus deseos, frente a todos esos hombres y mujeres convencionales que, ricos o no, se limitan a dejarse llevar por la corriente de la existencia que les ha correspondido en suerte, despreciando íntimamente a Gatsby porque saben que no es uno de los suyos (y por eso mismo le olvidan en el instante mismo en que deja de servirles). Es el único que despliega una actitud moral frente a la ausencia de valores que caracteriza a cuantos le rodean. Es el único que cree en la posibilidad del amor en una sociedad que solo cree en el dinero. Y esa capacidad de fantasía, esa aptitud para la ilusión,  patética en parte pero sublime en todo caso, hace pensar que tal vez, a fin de cuentas, Gatsby no fue derrotado; y no lo fue porque se mantuvo fiel a su código ético y supo asumir un final coherente, distinguido y honesto para una vida que, aun siendo una ficción dentro de la ficción, encierra verdades eternas.  

Autor: Javier Rojo.

1 comentario:

  1. Vaya por delante la felicitación a la magnífica crónica de Javier, es todo un lujo para nuestra humilde tertulia contar con su participación.
    Creo que esta mítica novela tiene mucho de novela de iniciación, ya sabéis esas historias en la que el personaje va aprendiendo a vivir, a sentir la vida en su interior y lleva al lector de la mano hasta un final cargado de sentido; son novelas en las que se manejan conceptos y percepciones universales. Pues bien nuestro narrador, Nick es también uno de esos personajes, llega a NY con la pretensión de hacer de dinero, de especular con valores, alquila un bungalow de cartón en el barrio West Egg, en Long Island y muy pronto conoce a personas con horizontes del tipo “sólo hacía un rato que había hecho excitantes y divertidas cosas, y de que se anunciaban excitantes y divertidas cosas para la próxima hora”, transita por “terrazas color de rosa, que se abría a la puesta del sol”, absorbe una filosofía que consiste en aguardar el día más largo del año y sentarse a la mesa como si uno se estuviera metiendo en la cama y las mujeres hablan “con alegre inconsecuencia”, visten “indiferentes vestidos blancos” y miran “con pupilas inexpresivas”. Pero poco a poco Nick, se da cuenta de la existencia de otras personas completamente ignoradas por los demás, como el mayordomo que se ocupaba día tras día de pulir las doscientas piezas de plata de que se componía el servicio, como si se trata de un nuevo Sísifo. Y aprende a mirarlo todo desde otra perspectiva, y así en la estival tarde de domingo caminando por la Quinta Avenida, dice que no se hubiera extrañado de “ver un rebaño de ovejas blancas dando la vuelta a una esquina”, las chicas rubias se convierten en dinámicos insectos amarillos, la casa y las fiestas de Gatsby son un parque de diversiones y su capacidad de percepción se eleva hasta ser capaz de aportar imágenes tan absolutas como esta: “aquello era semejante a hojear apresuradamente una docena de revistas” o la famosa frase “la promesa de que la roca del mundo está fuertemente asentada en las alas de un hada” (de ahí la referencia al cuento de hadas).
    Al final se da cuenta, como muy bien lo indica Javier en su crónica, que está lidiando con cáscaras vacías. Nick lo expresa con crudeza: “es invariablemente triste mirar a través de nuevo ojos las cosas a la que uno ha extendido su capacidad de adaptación” o “esta misma gente me había divertido sólo dos semanas antes; sin embargo, lo que entonces me divirtió, ahora se pudría en el aire.” Es, creo no equivocarme, una novela de aprendizaje y eso le otorga un valor añadido.

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