lunes, 4 de abril de 2011

EL sueño de Tanako (relato)

Juan Miguel Gómez Cortés. Fotografía
… Japón, cúrate pronto
 
   Esa noche lo había soñado azul. Fue un sueño claro y luminoso, como una mañana de mayo. Y lo primero que hizo, tras despertarse, fue correr hasta la ventana para verlo de nuevo. Tanako casi no alcanzaba al alféizar de la ventana, pero con un poco de esfuerzo, alzada sobre sus pies extendidos, lanzó sus ojos por encima de los tejados de las casas vecinas. Apenas vio el horizonte dibujado, Tanako lo encontró en su inmovilidad misteriosa; ¿cómo podría parecer tan quieto y tranquilo en la distancia? Una peculiar alegría se apoderó de ella, porque pensó que él también la había visto asomarse a la ventana.

   Miró entonces hacia el tejado negro de la casa más próxima a la suya, y se preguntó por la señora Hamatsu ¿cómo estaría hoy?, ¿qué vestido se pondría? Sopló por encima de su labio superior para apartarse el pelo despeinado de la cara, cuando Sakura, su madre, la llamó una vez más:

    -¡Tanako, ven a desayunar, se hace tarde!
    - Voy haha –gritó Tanako desde la ventana.

   Se vistió deprisa y tomaron arroz y un poco de sopa del día anterior. Sakura, su madre, entraba a trabajar en apenas una hora y antes debía dejar a Tanako en la escuela. Era preciso apurar, porque quedaba poco tiempo.

  Ya en la escuela, aquel día, como otros muchos, Tanako no dejó de pensar en él. Estaba contenta porque el día siguiente era kin.ioobi (viernes): el día en que Sakura, su madre, libraba y podían ir juntas a verlo y a pasar allí toda la mañana. No había nada que gustase más a Tanako que jugar junto a él, correr sobre sus húmedas manos, sentir su olor y en la cara la frescura de su aliento espumoso. En verano era mejor todavía, por que lo podía acariciar con los pies. ¿Cómo podía ser tan grande y tan pequeño a la vez? Podía cogerlo en su mano, apenas ocupando la pequeña cuenca de la palma, y sin embargo sus ojos no alcanzaban a abarcarlo todo…

    Al terminar la escuela, Tanako se marchó hacia casa con los niños Miyashi, unos niños altos y espigados, con un absurdo bigote ralo, que vivían en su misma calle. Los señores Miyatsi eran amigos de Sakura, su madre, y por eso confiaba en ellos para que llevasen a Tanako de vuelta a casa. Pero a Tanako esos niños no le gustaban. Especialmente por lo mal que se portaban con la señora Hamatsu, de la que se reían sin parar, y a la que llamaban “hibakusha”, “loca” y otras cosas horribles a grandes gritos. Tanako era amiga de la señora Hamatsu y sufría con las burlas.

   Sí, le gustaba la señora Hamatsu: no le importaba que tuviese la cara enrojecida y la piel brillante y muy arrugada, como cuando se pasa mucho tiempo en la bañera, ni que no tuviese orejas ni pestañas. Además, le encantaban sus vestidos de vivos colores, llenos de estampados; especialmente uno que tenía dibujos de pequeños caballos en un verde muy claro, y entre los caballos unos globos en los que se veía la cara sonriente de un niño reflejada.
   En su escaso pelo, ya encanecido, la señora Hamatsu solía llevar prendidas pajaritas o mariposas que ella misma hacía con papel de colores. Algunas veces les dibujaba un rostro infantil, apenas unos pocos trazos, en los que siempre destacaba una sonrisa. Iba por la calle musitando extrañas canciones y sus ojos parecían mirar hacia otra parte, como si recordase algo constantemente. Pero cuando la señora Hamatsu se encontraba con Tanako, sonreía con amplitud y, como con miedo, guardando la distancia, le decía cosas agradables. Casi siempre la señora Hamatsu terminaba por quitarse, con mucho cuidado, las mariposas o las pajaritas del pelo y se las entregaba a Tanako con gestos muy graciosos, como los de una niña tímida.

    -¿Ves, haha? Esta mariposa me la ha regalado la señora Hamatsu.
    - Sí, es muy bonita. ¿Por qué te la ha dado?
    - Porque soy su amiga; dice que soy una niña buena y que no me río de ella.
    - No está bien reírse de las personas mayores, Tanako –dijo Sakura, su madre.
    - Los niños Miyashi siempre la insultan. Y a veces le tiran piedras.
    - Pues tú no debes hacerlo nunca.
    - Haha…
    - ¿Sí, Tanako?
    - ¿Qué le ha pasado a la señora Hamatsu?
    - Le ocurrió algo terrible cuando era muy pequeña, como tú ahora. Entonces vivía en otra ciudad, muy lejos de aquí.
    -¿Cómo se llamaba esa ciudad, haha?
    - Nagasaki.

   Al llegar a casa tuvo que esperar bastante hasta que Sakura, su madre, llegase también. Pasó el tiempo jugando con el ordenador y haciendo algunas tareas del colegio. De vez en cuando acudió a la ventana. Cuando, al cabo, llegó su madre venía tan cansada que no hicieron más que cruzar alguna palabra, y cenar pescado frío antes de irse a dormir. Pero mañana todo sería distinto. Mañana irían juntas a jugar, a pasar la mañana junto a él. Era el mejor día de la semana para Tanako. El día en que podía hacerle todas sus confidencias, el día en que le pedía todos sus deseos, especialmente uno; el mismo de siempre: “quiero que vuelva Nobu”, le pedía cerrando los ojos.
   Sakura, su madre, la ayudó a acostarse y le acarició el rostro. Tenía los ojos muy enrojecidos y aspecto de estar enferma. Tanako se la quedó mirando con fijeza. En su mirada se contenían pequeñas interrogaciones.

    - ¿Qué piensas, Tanako?
    - ¿Por qué no puede volver Nobu?
    - Papá no puede volver Tanako, ya lo sabes.
    - ¿De donde él está no puede volverse?
    - Así es; y ahora, duérmete, mañana iremos a jugar, como tanto te gusta.

   Pero Tanako no conseguía dormirse. Por su cabeza pasaron muchas cosas. Recordó a los Miyashi insultando a la señora Hamatsu, recordó la cara de Nobu que habría olvidado de no ser por las fotografías. Y lo recordó a él. Pensó en que sólo él podía concederle aquello que más deseaba; volver a ver a su padre, a Nobu. Y también le pediría por la señora Hamatsu, para que los niños del bigote ralo la dejasen de una vez en paz.

   Se quedó dormida, y en el sueño soñó con que él le hablaba, le decía, con su rumor inconfundible: “Tanako, qué es lo que más deseas”, y ella contestaba: “quiero que Nobu vuelva”. Entonces él rugía con furia, y se levantaba un fuerte viento que hacía inclinarse a los árboles del parque. Entre aquella furia, entre todo el ruido, Tanako vio agigantarse una pequeña figura humana que parecía dirigirse hacia ella. ¡Era Nobu, su padre, y había venido a buscarla para llevarla con él!
   
    - ¿Dónde vamos, chichi? –preguntó Tanako.
    - Vamos a un lugar muy profundo; no temas.
    - ¿Y podrá venir haha?
    - Claro, haha vendrá también…, pero no debes temer.


    Se despertó temprano, y enseguida quiso salir. Pero Sakura, su madre, insistió en que tomara un desayuno que, esta vez, sí había podido preparar con un poco más de tiempo. Cogieron el coche, y al cabo de un rato se encontraron con él. Parecía más tranquilo que de costumbre, y aunque la mañana se había despertado fría, el aire se templaba en su presencia. Tanako corrió de un lado a otro. Reía y saltaba intentando que él no la atrapase con su larga lengua, que sacaba una y otra vez. Sakura, su madre, se había sentado en una pequeña silla plegable y trabajaba sobre un ordenador portátil. De vez en cuando alzaba la vista para comprobar qué hacía la pequeña Tanako.

   Así pasó la mañana y llegó la hora de volver a casa para comer. Comieron pasta y sopa de arroz. Se sentaron sobre una esterilla tras la comida, y Tanako comenzó a quedarse un poco dormida, como si los párpados le pesaran mucho más de lo normal.

   Entonces ocurrió de pronto. La tierra tembló con fuerza, y la casa entera se estremeció como si fuese zarandeada por un gigante. Sakura, su madre, chillaba y se llevaba las manos a la cabeza. Se refugiaron bajo una mesa en la que estaba el ordenador, y ambas se abrazaron con fuerza. Entonces Tanako quiso tranquilizar a su madre, decirle que no debía temer, porque Nobu ya le había dicho que todo saldría bien.

   Al cabo, la tierra volvió a dormirse. La gente gritaba por las calles. Tanako recordó a la señora Hamatsu, que a esas horas solía deambular de un lado a otro. Ese debía de ser el único día en el que todo el mundo parecía más loco que ella, y se alegró, porque los niños como los Miyatsi no se fijarían en ella. Sakura, su madre, corrió al teléfono para interesarse por el estado de algunos amigos y de su hermana, la tía Mifune. Tanako estaba nerviosa. Se asomó a la ventana y entonces lo vio: tenía un color raro, lo vio acrecentarse, hinchar su pecho como si tomase aire. Parecía agigantarse por momentos; el cielo se había hecho más pequeño allí donde él terminaba.

  Quiso avisar a su madre, pero hablaba sin cesar por teléfono, dando pequeños gritos de desahogo, y llorando de nerviosismo cuando contaba a sus amigos de Tokio lo que había pasado. Quiso advertirla de que él se acercaba, de que venía a buscarlas, para ir junto a Nobu. “No pienso ir a trabajar mañana” –gritaba Sakura, su madre-, mientras Tanako no se separaba de la ventana y abría sus pequeños ojos rasgados.
   Lo vio acercarse, llegar hasta el parque. Lo vio arrastrar a su paso cuanto encontraba. Vio los coches y las casas flotar, como cuando solía jugar en la bañera con todos sus juguetes de colores; así flotaban las cosas a su paso. Lo vio engullir algunas casas pequeñas, y cómo desaparecía bajo su fuerza, ahora teñida de un extraño color negro, el tejado de la señora Hamatsu. Ya estaba aquí, venía a buscarlas; recordó entonces las palabras de Nobu, su padre, cuando le decía:

-         No temas, ahora vamos a un lugar muy profundo.
-         ¿Y que lugar es ese, chichi?
-         Allí donde todas las cosas nacen.
   

Autor: David Lentisco.
  

  

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