Luis Jesús Labrador, acuarela |
—¡Buenas tardes! Tengo por aquí unos libros que dejé apartados…, el otro día. Había una chica que no recuerdo cómo se llamaba…
—Mónica, puede ser Mónica. ¿Alta y rubia?
—Sí, sí… Esa, esa. El caso es que…, bueno yo vengo por aquí a menudo. Tú, tú eres… Adolfo.
—No, Adolfo suele estar los domingos, yo soy Alberto, pero sí me suena tu cara de verte por aquí.
—Pues eso… Oye, tú sabes si… ¿hemos cobrado ya la pensión? Disculpa, lo digo porque como te veo que cojeas y aquí estáis como voluntarios.
—Ya, ya… No, aún no. Hasta el veintiséis o veintisiete nada.
—Y… ¿a qué estamos hoy? Porque yo ando bastante despistado.
—A veintiuno.
—Pues ese es el caso que hasta que no cobremos la pensión…
—Llévatelos si quieres, me das tu nombre y yo lo dejo apuntado. Cuando cobres te pasas y liquidas.
—¡Muchas gracias! Alberto me dijiste ¿no?
—Sí, Alberto.
—Yo soy Francisco, Paco no, ¡eh!, Francisco. Mira a ver si los encuentras, son libros que hablan de la madre Teresa de Calcuta que me gusta mucho.
—¡Hombre! Pues yo a la madre esa, la verdad, no la sigo.
—¡Vaya! No creas que por eso yo soy un meapilas, pero a la madre Teresa de Calcuta la tengo mucho respeto. ¿Tú crees en Dios?
—No sé… Verlo no lo he visto.
—¡Ahí está! ¡Que yo tampoco! Y entonces…
—Mira, cuando lo de la pierna estuve en coma un buen montón de días, y yo no vi nada, ni luces, ni ángeles, ni leches. Así que…
—¡Verlo no lo has visto! ¿Verdad? Igual que yo.
Fuera llovía. Desde la librería se veían pasar manadas de turistas cubiertos de plásticos de colores y paraguas abiertos camino de la catedral. Enfrente, una fuente lanzaba con fuerza un chorro de agua sobre el pilón de granito gastado.
—¿Adónde irán esos con lo que cae? –dijo Francisco.
—A rezar a la catedral seguro que no.
—El caso es que yo sí que rezo, pero a mi modo. Mira, por ejemplo, cojo un libro de la madre Teresa de Calcuta y me la imagino tan poquita cosa en medio de los pobres y luego me digo ¡qué mujer! Y le echo un pedazo de padre nuestro, lo que me salga. ¿Qué te parece?
—Bien, hombre, bien ¿Qué quieres que me parezca? Si a ti te sirve –respondió Alberto.
—Me sirve. Me sirve. Bueno eso y las pastillas, claro. Lo mío es cosa de la cabeza, ¿sabes? Pero no te vayas a creer que estoy loco, sólo que las obsesiones si no las controlas no te dejan vivir.
—Ya, ya, ya… Bueno, es como todo ¿no?
—Sí, como todo –concluyó Francisco.
—¿Entonces, qué? ¿Te llevas los libros?
—Claro, pero ya sabes que no te los pago ahora.
—No hay problema. Mira apunto aquí en esta agenda tu nombre y la cantidad que dejas a deber y cuando cobres te pasas. ¿Estamos, Francisco?
—Sí. Estamos, Alberto.
—A ver dame tu nombre completo.
—Francisco Franco Bahamonde.
Fuera llovía. Desde la librería se veían pasar manadas de turistas cubiertos de plásticos de colores y paraguas abiertos camino de la catedral. Enfrente, una fuente lanzaba con fuerza un chorro de agua sobre el pilón de granito gastado.
Bonito cuento con final sorprendente.
ResponderEliminar!Fantástico! !Vaya vena humorística! Me hiciste reír con ganas.
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