miércoles, 6 de julio de 2011

La crisis de la monarquía. Pablo Fernández Albaladejo. Premio Nacional de Historia 2010.

España, en realidad, no ha levantado cabeza desde la muerte de Felipe II, acaecida en las postrimerías del siglo XVI, el 13 de septiembre de 1598, de madrugada para ser más exactos. Incluso es posible adelantar esta fecha diez años antes, al momento del desastre de la Invencible. Entre medias, en 1596, la peste había asolado España. A pesar de todo Felipe II declaró la guerra a Enrique IV de Francia –el rey que pronunció la famosa frase “París bien vale una misa”-, hasta conseguir de este su conversión al catolicismo en 1593.

El duque de Lerma
Tan pronto como el 30 de septiembre de 1598, el Duque de Lerma controlaba ya todo el entramado real, tal como aseguraba en esa fecha el enviado papal. Cabe destacar que tal hecho era toda una declaración de intenciones por parte de Felipe III, pues su padre había alejado al de Lerma de la corte, nombrándole Virrey de Valencia. Se inauguraba, así, la “privanza de uno solo” donde el duque construye un subsistema o régimen en el cual una red de familiares, criados, confidentes y deudos le permite, gracias a la instauración del ceremonial cortesano borgoñón, mantenerse informado, intervenir y en la mayoría de los casos decidir sobre los asuntos que afectaban a la monarquía, hasta convertir al rey en invisible.

Tras una más que aceptable introducción, Fernández Albaladejo, imposta un tanto la prosa y se desliza hacia el “tecnicismo de los sobreentendidos” tan usual en los historiadores. Aunque no sirva de excusa, pues ellos –a los historiadores infectados por este virus, me refiero-, no sin razón, comentan que basta con un pequeño esfuerzo para centrarse en el debate, lo cierto es que ello obliga a interrumpir continuamente la lectura y documentarse, por ejemplo, sobre el tratado de Vervins, el de Oñate o la paz de Asti, cuando con un par de líneas le resultaría muy fácil al historiador “ayudar al lector”. Da la impresión de que se escribe para el iniciado, buscando un reconocimiento más profesional que humanista. 

Pero no todo ha de ser crítica, pues también el texto posee aciertos. Uno de los que más me ha llamado la atención son las buenas formas con las que Fernández trae a colación textos contemporáneos a los hechos. Así nos habla del Tratado de República y Policía Christiana obra del franciscano Juan de Santamaría, publicada entre 1615 y 1619 y por tanto inmediatamente anterior a la caída del valido Duque de Lerma; en ella el franciscano critica el papel del privado y alecciona sobre la necesidad de que la monarquía esté sujeta a las leyes y a los Consejos y quede el Rey oficial general y superintendente en todos los oficios. 

Vuelve a la carga el autor atiborrando al lector de los antecedentes, arbitristas incluidos, y de los pormenores que propiciaron la decisión del Conde-Duque de Olivares en la formación de su proyecto de Unión de Armas. Más allá del cambio político que supone la llegada del conde-duque en relación con el duque y la moderación del valimiento como entorno político, no se explica la razón de tanta importancia como se atribuye a la Unión dicha.

Pablo Fernández Albaladejo
A renglón seguido, el autor da un nuevo brinco y nos sitúa ante los problemas económicos de la monarquía. Para engarzar ambos temas, se refiere a la guerra de Mantua, pero sin dar ni una sola explicación del complejo posicionamiento español en Italia ni de la enrevesada situación de la península. Sin embargo da pelos y señales del impuesto de la sal y de los millones.

La mejoría es notable cuando aborda “las guerras de España”, aunque tiende a abusar del flash back, sobretodo porque cuando avanza lo hace extraordinariamente bien, el problema se plantea en el alcance que intenta dar a la acción retrospectiva. Es curioso lo que le sucede a muchos historiadores, que al fin y a la postre no son más que literatos con el argumento hecho, porque cuando deciden ponerse eruditos y darle vueltas a documentos recientemente hallados, testimonios contemporáneos e interpretaciones lúcidas, aburren soberanamente, mientras que cuando aprietan el acelerador y nos cuentan en veinte hojas un siglo y medio de historia, te quedas realmente conmocionado. Digamos que como necesitan espacio para contar sus “rollos”, aceleran la historia cual pilotos de competición. El problema es que si el lector acaba muchas veces atropellado.

Magnífico es, no obstante, el estudio que Fernández Albaladejo lleva a cabo sobre El reino enfermo. Trae a colación el trabajo de los arbitristas y ofrece un enjundioso estudio de los Gutiérrez de los Ríos, Cellorigo, Lope de Deza, etc. Son sorprendentes las soluciones que proporcionan abogados, clérigos y economistas para el periodo de crisis de principios del XVII y lo actual que resulta esa apelación al trabajo y el repudio de la ociosidad.  Observar esta perla de Sancho de Moncada (teólogo y economista de la escuela salmantica) que en 1619 publica su obra Restauración política de España, en ella dice “nada peor que gobernar con recetas”, por cierto un xenófobo convencido y, a veces, convincente.

Simplemente aceptable me parece el análisis del periodo de la regencia de la reina Mariana de Austria, sus validos Nithard y Valenzuela, la posterior interrupción de don Juan José de Austria, el hermanastro del rey Carlos II y el inicio de la restauración con Medinaceli y Oropesa.

Inteligente la puesta en relación de los arbitristas con los novatores, los antiguos y los modernos; el monarca francés Luis XIV se había convertido en “Restaurateur des Lettres”, Inglaterra de la mano de John Locke ponía las bases doctrinales para un imperio nuevo, fundamentalmente comercial y libre, y España comenzaba a forma parte de la “leyenda negra”. Sin embargo esta forma de postergar la importancia cultural de España en el período del Barroco como lugar de la historia donde la península ibérica decidió abandonar el pasaje hacia la modernidad, es fruto de la política de espejo que practicaba Francia. Es esta la parte más densa del trabajo de Fernández y creo que la mejor.

En fin, un ensayo con claroscuros pero que contiene aportaciones de indudable interés. Creo que el problema radica más en la forma en que el autor administra esos claroscuros, que en la propia gama de los colores.

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