Fue una noche de abril a unos kilómetros de Sierra Nevada. Había ido hasta allí acompañando a unos amigos que tenían la intención de comprar una casa. Eran cerca de las siete de la tarde cuando la mujer de la inmobiliaria nos señaló un pequeño chalet con aspecto canadiense. Nos dejó las llaves.
-No puedo quedarme, ¿saben? Mi hijo…, tengo que ir a recogerlo. Como siempre mi ex…, y ustedes parecen de fiar. En una hora estoy de vuelta.
-¡Claro, ningún problema!
Caminamos despacio los ochocientos metros que nos separaban de la casa. Había un camino de grava suelta y a ambos lados de la cuneta crecían chumberas con las paletas ovales cubiertas de polvo. Llamaba la atención las dos grandes mansardas que reposaban sobre el tejado, cubierto de losas de pizarra negra. Un penacho de sol brillaba sobre el valle que se extendía más abajo. La verja de acceso estaba abierta y avanzamos entre un bardo de plantas arizónicas hasta el porche de entrada. Todo estaba muy limpio, como dispuesto para una visita. Daba la impresión de que allí no había vivido nunca nadie: los colchones mantenían sus fundas de plástico transparente, la cocina olía a baldosín y en el salón los sofás y las sillas estaban cubiertos por grandes lonas azules. Había en el aire una carga desmesurada, algo que se agitaba como si fuera un enorme insecto y que nos obligó a bajar la voz. Subimos hasta la buhardilla; arrimados a las paredes, una inesperada cantidad de juguetes dejaban en el centro un espacio que invitaba al juego. Estefanía y Vicente sonrieron cogiéndose de la mano. Yo me adelanté hasta el centro y me senté en el suelo. En el aparente caos, los juguetes guardaban una predisposición a la exhibición. Las muñecas estiraban sus brazos, los triciclos conservaban el instante de la desaceleración, las cajas de colores poseían siluetas llenas de sorpresas, los trenes pedían cielos estrellados y las pizarras ganas de pintar. Faltaban escopetas y libros. “¿Por qué?” me pregunté y miré a mis amigos esperando una respuesta. Ellos acentuaron la sonrisa y la presión de sus manos entrelazadas.
-Pareces una cría –dijo Vicente extendiendo el brazo libre.
-Me encantaría pasar aquí la noche, en medio de todos estos juguetes con la luz de la luna entrando por los ventanos.
-¡Uf! Ni por pienso. No hay cosa que me dé más grima que un montón de juguetes en la oscuridad. Están infectados de vida. No, gracias –dijo Estefanía arrugando la cara.
-Pues a mí me haría una tremenda ilusión, ¡ya ves! –respondí pasando la mirada por encima de los juguetes.
Descendieron por las escaleras enlazados por la cintura, los oí cuchichear y reírse. Me levanté de un salto y una muñeca se inclinó hasta caer de bruces. Apenas hizo ruido, un blando y suave ¡paf! La recogí y la puse de pie. Me fijé en su cara sonrosada y sus pestañas castañas. Saqué un pañuelo y me lo llevé a la boca para humedecerlo. Le limpié el rostro. Sus ojillos grises brillaron en señal de agradecimiento. Era una muñeca pequeña y vieja. Miré el bolso, lo abrí y la guarde en el interior. Antes de bajar eché un último vistazo y me encogí de hombros.
Cuando llegué al salón Estefanía y Vicente estaban enredados en el sofá, así que decidí salir al jardín. En la parte de atrás había columpios y un pequeño arenal que conservaban tres o cuatro cubos y palas infantiles. Monté en el columpio y tomé impulso con las piernas, estirándolas al subir y encogiéndolas al bajar. No se oía ni un ruido, solo el leve chillido de los goznes del columpio, allá arriba, sobre mi cabeza. El sol se ponía por detrás de las montañas y no se veía a nadie pasar por la carretera que daba la vuelta alrededor de la casa. Descendí del columpio y miré mi bolso sobre el banco de piedra. No recordaba haberlo dejado allí. Lo cogí, tiré de la cremallera y miré en el interior. Allí estaba la pequeña muñeca en el fondo, con sus ojillos grises abiertos de par en par. Me pareció descubrir en ellos un reproche agrio, asentí con la cabeza. Me colgué el bolso al hombro, entré en la casa y subí hasta la buhardilla. Dejé el bolso en el suelo y saqué la muñeca. Ahora sus ojos estaban cerrados y volqué la cabeza sin obtener respuesta; la agité con obstinación pero los párpados no se abrieron. Me humedecí los labios antes de acercar el dedo al rostro, noté un espasmo en su cuerpo de goma y como giraban las cuencas de los ojos. Las pupilas me golpearon directamente y al fondo, como si fuera una puerta, distinguí la imagen de una niña dormida con una muñeca entre sus brazos. En mi garganta el sable del grito me hizo caer de espaldas. Descendí golpeándome contra las paredes. Abajo mis amigos y la señora de la inmobiliaria me esperaban.
-Hace un rato que te estamos buscando. ¿Dónde estabas? ¿Qué te pasa? –dijo Estefanía.
Apunté con el dedo hacia arriba y tragué con dificultad la saliva de mi boca.
-¡Vamos que se hace tarde! –dijo Vicente.
En el viaje de vuelta mis amigos se mostraron muy interesados por la casa. Discutieron el precio y las condiciones, dijeron que era un sitio ideal para criar niños.
-Sí, eso es seguro –dijo la señora de la inmobiliaria-. Antes de construir la casa, los antiguos dueños recogieron todos los juguetes del inmueble que derribaron, seguramente los habrán visto. Era un orfanato.
-¡¿Un orfanato?! –exclamó Estefanía-. ¡Qué coincidencia! Yo me crie los primeros años en un orfanato…
-¡¿De verás?! –dijo sorprendido Vicente, volviéndose desde el asiento del copiloto a mirarla-. Nunca me lo habías dicho.
-Bueno sólo hasta los ocho años…
Y Estefanía giró la cabeza hacia mí, y yo levanté los ojos y los posé nerviosa en sus pupilas grises y, detrás, como si fuera una puerta, la vi dormida con una muñeca entre los brazos, y entonces abrí el bolso y allí, en el fondo, estaban los ojos grises de la muñeca, totalmente infectados de vida.
Me gusta el misterio pero me asustan los ojos inmóviles de muñecas que miran llenos de vida.
ResponderEliminar¡ Bravo por el cuento !
¡Me gusta! Creo que es el mejor de los que has publicado hasta ahora, al menos para mí. Esos ojillos grises de la muñeca... son conmovedores.
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