viernes, 7 de octubre de 2011

EL LEÓN QUE HABITO (Relato)


   
 ¿Cómo podría librarme de ti, león que me cansa y que me abruma? Las costuras del cuerpo que nos mantiene unidos no resisten por más tiempo. Habremos de tomar una determinación: o tú o yo. Uno de los dos deberá marcharse y no volver jamás. Me agota tu energía incontrolada, el hambre voraz que muestras constantemente; tu alma de animal. Y tiras de mí como un buey lo hace del arado, y de nada sirve mi voluntad, pues podrías devorarme de un solo bocado. Ese instinto brutal que destilas se me hace insoportable, porque yo pretendo guiar mis pasos con cautela, meditadamente. En cambio tú…  Sólo consigo mantenerte callado en el momento del acecho; pero enseguida abres la bocaza y emites ese rugido que puede oírse a kilómetros de distancia. Es entonces cuando más te odio, porque das al traste con todas mis delicadezas, con las formas sutiles con las que intento adornar mi vida. El arte, la bondad, la elegancia, la inteligencia… ¿de qué me sirven si te tengo a mi lado rugiendo y destrozándolo todo? ¿De qué me sirven los libros si tú te los comes? Luego, cuando estás satisfecho por haberte impuesto y haber demostrado que eres más fuerte, te echas sobre la hierba, majestuoso y henchido, y me dejas a mí solo ante el desastre que acabas de preparar.


-         Hola, ¿es aquí donde hacen las pruebas para domador? –pregunté.
-         Sí, aquí es. ¿Qué tipo de fiera es la que usted domina?
-         Bueno, en verdad aún no he sido capaz de dominarla.
-         Ya imagino; me refiero a su especialidad: ¿tigres, leopardos?
-         Pues verá… se trata de mí mismo.
-         ¿Cómo?, ¡eso es una cosa muy seria, caballero! Aquí buscamos algo más sencillo, otra clase de domadores, de esos que meten el flequillo en la boca de la fiera… No veo cómo va usted a meter la cabeza en sí mismo.
-         Eso no puedo hacerlo, pero espere a ver salir la fiera de mi boca; en mi caso el espectáculo sucede al contrario.
-         No insista, esa clase de show no interesa al público. Lo que más les gusta es el morbo de ver si, finalmente, la fiera se come la cabeza del domador, como si fuese la de una gamba.
-         Bueno, está bien; me voy –dije al entrevistador de los domadores. Y así fue como descubrí que mi fiera no me iba a traer ninguna ventaja en el mundo del circo y de los espectáculos itinerantes.


   Aprovecho ahora que estás dormido para hablarte, porque sé que me podrías deshacer de un zarpazo. Pero también sé que tienes miedo de hacerme daño porque, a pesar de los pesares, yo soy lo único que tienes. Eres un león, pero no eres tonto. El territorio que arrebatas y mantienes, tu propio reino, soy yo. Yo soy la hierba sobre la que te echas a contemplar la puesta de sol, cuando cae la tarde; yo, fiera aborrecida, soy tu rincón de la sabana, por donde se extiende tu imperio de colmillos y zarpas; yo tu cauce en el que abrevan los antílopes de que te alimentas.

   Encima eres un vago y no te molestas en cazar. Como león, como rey de todas las criaturas, pones el ojo en la presa y yo tengo que hacer todo el trabajo. Cazo para ti, y nunca me has dejado comer el primero. ¡Oh, como te detesto, mata de pelo y zarpas asesinas! Todo me lo robas: la voluntad, las presas, la reflexión. Quisiera librarme de ti para siempre; quisiera no necesitarte, abrir la jaula para que te marchases libérrimo y no verte nunca más… ¿Pero qué haría sin ti?

   Porque tú, felino inmenso, siempre me has sacado de todos los apuros. Cuando las cosas se ponían feas, bastaba que aparecieses para que todo volviese a su ser. Las leonas te han amado y respetado siempre; te han seguido y, hasta cuando les decíamos adiós, han mantenido por ti un resto de amor verdadero. Nadie ha osado nunca desafiarte; tus colmillos, afilados y ocultos, han salido cuando más los he necesitado. Si me he sentido abatido, si algo se torció, si parecía que no había salida… venías sigiloso y delicado como un gatito, merodeando a mi alrededor, y me ponías la enorme zarpa sobre el hombro y, con lo que tú entiendes por cariño, me pasabas la lengua áspera por la cara. ¡No sabes cómo adoro verte sentado sobre tus posaderas, con la cabeza erguida y esa mirada que todo lo traspasa! En ese momento, cuando así te veo, sé que todo está ganado. Nada ni nadie se resistirá a tu fuerza sin límites, fiera de mi corazón. Te lo debo todo.

-         ¿Por qué me haces esto? –preguntó ella, pálida y exangüe.
-         No puedo evitarlo: es mi forma de amar.
-         Pero me quitarás la vida si sigues así.
-         Entonces, ve: ¡corre, huye, antes de que él se dé cuenta! –le grité de pronto. Y  ella corrió despavorida; se iba un pedazo de mi vida, pero habría de perderlo de cualquier modo. Un ojo la lloraba amargamente, viéndola marchar. El otro la miraba con cálculo preciso y exacto de la distancia existente, y el momento en que debía comenzar la carrera para darle caza y final.


   ¿Pena, desconfianza, rencor, dudas? Nunca a tu lado. Siempre has sabido como salir adelante, como seguir siendo el rey de tu pedazo de selva. Has luchado hasta la extenuación, y tu hocico está lleno de cicatrices y te falta un pedazo de oreja. Sé que morirás algún día, pero tú, león admirado, no te achantas por ello. Y sé que tú lo sabes, porque a veces puedo ver en tus ojos, a la caída de la tarde, cuando el sol tiñe tu pelo de púrpura, un brillo parecido a la melancolía. Sé que miras la extensión del mundo y que comprendes que seguirá allí por siempre, mientras que tú, con todo tu orgullo, desaparecerás algún día y te convertirás en polvo; en el polvo que levantan las pezuñas de los ñus en la migración del estío. ¡Pero qué dignidad hay en ti cuando, de nuevo, ya cansado, te yergues sobre tus patas y sacudes la cabeza para que tu melena se erice con la brisa!

   Lo cierto es que, a pesar de todo, admiro esa certeza que tienen tus instintos, el que no padezcas de remordimientos, ni te plantees a cada instante si lo que hiciste es correcto o no. Yo, como hombre, malgasto mi tiempo y mis energías en cosas que quizá no sirvan para nada. En cambio yo, como león, dedico mi tiempo a hacer lo que debo: devorar, marcar mi territorio y luchar por mantenerlo. Ambos somos tan diferentes y tan semejantes, que a veces se me hace insoportable tenerte cerca, y otras voy a echarme junto a ti, y paso mi brazo desnudo sobre tu enorme cabezota, y me abrazo a tu cuello y apoyo mi frente junto a tu cara curtida. La felicidad me inunda cuando consigo mantenerte así, junto a mí, tranquilo, mientras contemplamos ambos el horizonte que tanto nos enamora. Es entonces cuando creo que lo somos todo; mi ser se inunda de confianza. Qué pena, porque al cabo siempre te levantas, me miras como avergonzado y te marchas junto a tu manada de deseos intempestivos.

    ¡Oh, león de mi vida, no me hagas caso! ¡Vive en tu poderío, come hasta saciarte, e impón siempre tu regia voluntad! Porque haces lo que debes. Mil veces he pretendido que le pidas perdón a la gacela, pero comprendo, aunque me pese y me dé tanta lástima, que no lo harás nunca. Eres despiadado, bruto, pero eres verdadero. En cambio yo, como cualquier hombre, dime: ¿qué soy, sino un puro invento? Siempre he querido amaestrarte, tenerte controlado, porque suponía que un hombre nunca debe dejarse  conducir por el animal que lleva dentro, y sin embargo no me he dado cuenta de que mi animal es un rey; ¡qué suerte la mía!

    - ¿Y esto qué es? –le pregunté al Director General de la Gran Compañía en la que todos querían trabajar.
    - Es el contrato. Usted firme donde está indicado y nosotros nos ocuparemos del resto.
    - Pero este es el contrato definitivo, el que no puede firmarse sin perder la identidad y la misma alma –repuse al Director General, después de haber leído todas las cláusulas ocultas.
    - ¿Usted quiere ser alguien de provecho, o no? En tal caso, firme como se le indica y desde ese momento no tendrá que preocuparse más que de cumplir bien su cometido. ¿Sabe que tenemos créditos muy ventajosos para nuestros empleados que permiten pagar la deuda eterna casi sin enterarse?
    - Espere un momento –dije-, tengo un pequeño conflicto interno. Y en efecto, desde un rincón profundo de mi ser, vino él rugiendo, desbocado, a la carrera y con los dientes de sable en disposición de ser clavados. El león se había despertado al olor de las hienas y de la carroña, y traía el contrato leonino de las Grandes Fieras para dárselo al Director General en un solo mordisco.
    -¡Aaaaarrrrrrggggggggg! –fue lo único que alcancé a decir cuando él se hizo cargo de la situación, y lo último que oyó el Director General de los Grandes Carroñeros, antes de iniciar una estampida olímpica que lo mantiene en veloz carrera desde entonces. Poco después me vi saliendo por la puerta de la Gran Compañía en la que todos quieren trabajar, expulsado y rechazado para siempre de la vida de los mejores créditos, de las deudas perpetuas, y de la felicidad asegurada a todo riesgo.   

   Ahora que te he dicho todo esto es como si me hubiese quitado un peso de encima. Sé que en todos estos años, como hombre, he adquirido una ironía cargante porque la mentira se me muestra ya demasiado confiada, sin necesidad de cubrir sus vergüenzas, como la mujer que ha accedido a desnudarse ante nuestros ojos, y una vez lo ha hecho no siente ya pudor alguno en hacerlo constantemente. Sin embargo, en todos estos años como león sigo siendo el mismo que era. Nada me ha cambiado, nada me ha impresionado; tan sólo siento que transcurrió el tiempo. No hay rencor en el corazón de mi fiera, ni la mentira le importa, porque para un león la mentira no es más que un parásito que intenta molestar con sus picaduras. En esta dualidad hemos convivido, y a veces he tenido la impresión de que iba a volverme loco de remate; sin embargo, tú me lo muestras, es precisamente en esta duplicación, en este tú que soy yo, donde encuentro la cordura en la que, como hombre, me siento libre y confiado dentro del león que habito.

    Anda, despierta y ruge un poco, que la llanura está en silencio…

 
Autor: David Lentisco

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