miércoles, 16 de noviembre de 2011

El sueño americano. La torre del orgullo. 1890-1914. Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial. Barbara W. Tuchman.

En enero de 1890, Thomas B. Reed es elegido para ocupar la presidencia de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Se trataba del mejor polemista de su tiempo, consumado orador -hasta el punto de que se dice que nunca cometió un error de sintaxis-, rápido en la respuesta e inmejorable artífice del sarcasmo. Su astucia le permitió acabar con el llamado quórum silencioso, mediante el cual la minoría bloqueaba todas aquellas votaciones que no eran de su interés en la Cámara. Para ello bastaba con que alguien pidiera que se comprobara si existía mayoría suficiente para decidir, y que aquellos a quienes no interesaba la aprobación, guardaran silencio al escuchar sus nombres, lo cual implicaba su ausencia legal y, consecuentemente, la inexistencia de quórum.

En ese mismo año de 1890, la Oficina de Censos declaró oficialmente que no existían ya zonas de colonización y el capitán de la marina de guerra, Alfred Thayer Mahan, presidente del Colegio de Guerra Naval, anunció que “quieran o no, los norteamericanos tendrán que empezar a mirar al exterior.” Inmediatamente el Congreso autorizó la construcción de tres acorazados, el Oregón, el Indiana y el Massachussets, y dos años después, un cuarto, el Iowa. Así, cuando en 1895 el pueblo cubano se alza contra la dominación española y los Estados Unidos obtienen del apresamiento del mercante Alliance, la excusa que necesitaban, el senador por Alabama, Morgan, pudo exclamar: “Cuba debe convertirse en colonia americana”. El expansionismo americano había nacido y, con él, también el militarismo. Contra ambos protestó Charles Eliot Norton, profesor de bellas artes de Harvard, considerado como el hombre más culto de América y árbitro de la cultura en los medios intelectuales americanos. A semejanza de lord Salisbury, Norton creía en el dominio de una clase, la cual, para él, se fundaba, no en la posesión de tierras, sino en un patrimonio de cultura, refinamiento, educación y modas. Observó que esta clase iba desapareciendo, y protestó en sus conferencias contra el aumento de la vulgaridad. Más adelante en un alarde de pensamiento globalizador, llegó a sospechar si acaso la pérdida de lo valores que amaba no podía ser un precio por el aumento de bienestar material; sin embargo no alcanzó a establecer un total paralelismo entre cultura y bienestar social.

Thomas B. Reed
El 3 de julio de 1898 la flota estadounidense derrotaba a España en la batalla naval de Santiago de Cuba y tan sólo cuatro días después el Congreso aprobaba la anexión de Hawai. Concluye Estados Unidos el año con la firma del Tratado de París por el que España “transfiere” las Filipinas a cambio de veinte millones de dólares (sarcásticamente Reed dirá: “Hemos comprado diez millones de malayos surtidos a dos dólares por cabeza…”) El imperialismo acabó por ganarle la batalla al sueño americano de libertad para todos los pueblos, el colonialismo europeo tuvo mayor capacidad de sugestión. El 1901 el binomio Mckinley/Roosevelt (decididos partidarios de la expansión territorial) volvió a ganar las elecciones, lo que venía a ratificar esta nueva visión imperialista de los Estados Unidos. Naturalmente que quedaron víctimas por el camino, no sólo las múltiples que generó el levantamiento de los filipinos contra la nueva potencia, sino también ilustres hijos de la tradición americana. Buen ejemplo de ello fue la retirada política del más conspicuo speaker de la Cámara, Thomas B. Reed. Dicen que en una ocasión Reed le ganó a Mark Twain veintitrés manos seguidas de póquer. ¡Cuánto ingenio escondido entre aquellas cartas!

No hay comentarios:

Publicar un comentario