Luis Jesús Labrador, acuarela |
Don Miguel se acercó hasta la cabecera de la cama y poniendo sus delicadas manos en mi frente me despertó. Al principio no lo reconocí, la áspera luz que entraba por la ventana no me dejaba ver sino un pequeño bulto vestido de oscuro, de facciones suaves y barba blanca. Me incorporé despacio y él hizo un gesto con la cabeza. “Vamos”, dijo muy quedamente. Lo seguí atravesando el salón hasta la cocina. Entramos y cerró despacio la puerta. “¡Chis!”, dijo colocando su dedo en la boca, enseguida añadió “¡mira!”, y me di cuenta de que sobre la encimera había una torre de libros atados con una cuerda basta. En el lomo de todos ellos se leía “Gabriela Mistral”. Me volví para mirarlo y lo interrogué con la expresión. “Sí”, me dijo, “esa mujer me atormenta, no me deja pensar, tienes que librarme de ella y también de este pertinaz animal”. Y fue hasta el armario donde guardo las cazuelas, lo abrió y de él salió un burro blanco y peludo que enseguida identifiqué con Platero. “Tampoco este me deja en paz”, dijo juntando las manos y elevándolas por encima de su cabeza. “¿Y qué quiere que haga con ellos, don Miguel?”, le pregunté más asombrado de mi naturalidad que de su pretensión. “Haz lo que quieras pero quítamelos de encima”, me contestó subiendo el tono de la voz. Con los libros no veía problema alguno, bastaba con enterrarlos en la biblioteca, ponerlos atrás del todo, hundidos entre aquellos que más odiaba: los edulcorados poetas barrocos, los ininteligibles inspectores del solipsismo y los pretenciosos autores de lo inmediato. Pero Platero era un enigma de imposible resolución. Por un instante pensé si bajarlo al garaje y atarlo a una columna, pero imaginé la cara de mis vecinos y desistí. Quise explicárselo a don Miguel que se había sentado y tenía la cabeza hundida entre sus escuetos hombros, pero me acordé del río y de los perros y me dije “seguro que Pepe estará encantado de quedarse con él”. Me acerqué hasta don Miguel y le cuchicheé al oído unas palabras. Levantó la cabeza y dijo “¡Vamos, pues!” Abrí la puerta de la casa con cuidado, no quería despertar a nadie, cogí las llaves del coche y bajamos los tres en el ascensor. Rogué a Dios que me ayudara y apartara de mi camino embarazosos encuentros. Don Miguel sonrió y su rostro se animó. Platero se portó tan dócilmente que hasta cruzó las piernas sentado en el asiento de atrás del coche.
Al pasar por Olmedo, por un instante temí la presencia de la pareja de la guardia civil en la bifurcación, los miré de reojo con las manos en el volante. Don Miguel los saludó al pasar: “siempre me han gustado las gentes de uniforme”, dijo alzando la mano a este lado de la ventanilla. Llegamos a la casa de Pepe cuando ya amanecía. Lo encontré a la puerta de su verja con la Martina y el Lucas alborotando a su alrededor. Me bajé y le expliqué la situación. “Por don Miguel lo que sea” me dijo. “Mira, yo me voy con estos a dar un paseo, en cuanto veas que estoy en la ribera del río entras y lo dejas en el jardín que luego ya me ocupo yo de él” añadió dándome la mano.
Al salir de Alcarazén vimos a los guardias que volvían y don Miguel repitió el saludo. Dejé el coche afuera pues apenas me quedaba tiempo para llegar al trabajo. Don Miguel se bajó, me abrazó y antes de despedirse dijo: “me voy, tengo prisa, he de llegar a Valverde de Lucerna a tiempo de verlos a todos entrar en la iglesia” Fue entonces cuando me di cuenta de que entre su traje negro sobresalía un alzacuellos blanco.
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