miércoles, 27 de julio de 2011

Cuentos reunidos. Bernard Malamud.

Bernard Malamud nace y muere en Nueva York (1914-1986). Hijo de inmigrantes judíos que huyeron de Rusia durante la época zarista, su padre tuvo una tienda de ultramarinos en Brooklyn durante más de treinta años y su  madre falleció cuando Bernard tenía quince años. Más tarde su padre contraerá nuevo matrimonio y deja que Bernard se haga cargo de su hermano menor que padecía un trastorno mental. Trabajó en la oficina del centro de Washington y después como profesor. Comenzó a publicar cuentos en revistas a partir de 1942. En 1967 gana el premio Pulitzer con su novela El hombre de Kiev.
 
La inmensa mayoría de los cuentos merecería un comentario individualizado. Y tentado estoy de emprender semejante tarea. Acaso lo único que me disuade es mi propia incapacidad para comprender cuánta sabiduría contienen. Digo sabiduría porque eso es lo que todos ellos me transmiten, aunque no sé de qué maldita forma lo consigue. Malamud dice cosas que tienen sentido. Y eso, hoy en día, no es poco.

El primero se titula Armisticio está fechado en 1940 y se refiere al armisticio francés. Comienza con el recuerdo de un pogromo en Rusia del que el protagonista, Morris Lieberman, fue testigo cuando era un muchacho. Morris se pasa el día pendiente de las noticias de la guerra y preocupado por la caída de Francia. Su amigo Gus Wagner (la intencionalidad en la elección de los nombre es evidente), es un norteamericano que muestra simpatía por los nazis. Discuten. Gus se muestra antisemita y acaba por empujan al hijo de Morris. Comprende que ha ido demasiado lejos y se marcha, pero enseguida se ofrece a sí mismo una explicación: en realidad –se dice- “los judíos siempre son así. Lágrimas y abrazos. ¿Por qué compadecerlos?” Y se entrega ya libre de remordimientos a su ensoñación: se imagina alemán conduciendo un tanque por las calles del París ocupado. En aquella época, 1940, aún no se había iniciado la “solución final”, pero B. Malamud como judío ya sabía que tenía motivos para estar preocupado aunque viviera en N. York, porque también allí había personas como Gus Wagner que no moverían un solo músculo de la cara para salvar a los judíos. Así sucedió.

En La tienda de ultramarinos, Malamud es un consumado conocedor de las tiendas judías pues su padre regentó una tienda de ultramarinos en Brooklyn, hay un enigma que no logro resolver ¿por qué Ida cambia de opinión en el último párrafo del cuento? ¿Qué misterio de la vida se encierra ahí? Esa misma estructura es utilizada por Malamud en otro cuento, Pantalones de montar, y la pregunta vuelve a surgir ¿qué es lo que ve Herm (que yo ni siquiera vislumbro) para que en el último párrafo del cuento, haga justo lo contrario de aquello que había decidido hacer? ¿Es acaso lo mismo que vio Ida? ¿Qué tienen en común una mujer anciana y un chico de dieciséis años?

En Ahora el lugar es diferente, el neoyorquino crea una prodigiosa pieza de brutalidad y ternura. 

La vida literaria de Laban Goldman es una espléndida muestra de lo que la vida es capaz de mostrarnos si, de verdad, nosotros, los vivientes quisiéramos verlo.

Los primeros siete años, es una readaptación del relato bíblico de Jacob que llega hasta Mesopotamia para tomar esposa (Raquel) y trabaja para su suegro (Labán) durante siete años. No sé nada de la religiosidad de Malamud, pero creo percibir en el cuento una cierta vuelta de tuerca: las promesas que el pueblo judío vería cumplidas en Israel, son aquí las aspiraciones frustradas del padre de la chica.

En 1953 aparece publicado el relato La chica de mis sueños. Se aprecia aquí un cambio de registro muy interesante. El narrador se convierte en el auténtico personaje del cuento, pero Malamud lo hace con un estilo tan personal y eficiente que el lector se deja llevar a lomos de la culebrilla de ese relatador omnisciente. Ved este párrafo: “Se quedaron sentados un rato más. Olga le habló de su infancia y de cuando era una jovencita.  Le habría gustado hablar más, pero Mitka estaba inquieto. No dejaba de preguntarse [es Mitka quien se dirige la pregunta a sí mismo]: y después de esto, ¿qué? ¿Adónde arrastraría ahora a ese gato muerto, su alma?” La culebrilla del narrador primero aparece objetiva, después se cuela dentro de Olga y de ahí pasa a Mitka, todo en un pequeño párrafo. El escritor pega tres brincos y si el lector no está atento ni se entera. A eso se llama estilo. Por cierto, el relato contiene un valioso consejo para escritores.

Al año siguiente, esto es en 1954, publica El tonel mágico. Es su relato más conocido y el que ha dado título a alguna de las recopilaciones (creo que la primera la publicó en España Seix Barral en 1962 en la emblemática Biblioteca Formentor). Un casamentero, persona que convierte lo necesario en práctico sin el estorbo del placer, tal y como lo define Malamud, es llamado por un joven rabino que quiere contraer matrimonio. Una pieza inteligente, hasta tal punto que cuando lo concluyes de das cuenta de que Malamud te ha llevado “al huerto”, lo mismo que el casamentero al rabino. Excelente.

Los dolientes es un cuento plagado de matizaciones, por esa razón la traducción es esencial. Tengo la impresión de que Malamud pretendía referirse más a los plañideros que a los dolientes.

En El ascensor publicado en 1957 hay una carga profundamente irónica contra esa forma de colonización que puso en marcha Estados Unidos en la posguerra. Naturalmente por eso el cuento no puede estar ambientado en New York. Un judío nacido en el Bronx llega a Roma para sentir la historia bajo sus pies. En un portafolio de piel de cerdo lleva el primer capítulo de su libro sobre Giotto. Otro judío harto del pasado y sus limitaciones, recalará en Stressa al norte de Italia en busca de aventuras. El último mohicano y La dama del lago, pondrán de manifiesto la continuidad de la diáspora hebrea. Quizás sea el primero a través del personaje que crea el autor, Fidelman y que volverá a aparecer en Naturaleza muerta,  Desnudo desnudo y La venganza de un macarra, el más cercano a una visión muy personal y cargada de burla de ese nuevo judío nacido en New York que regresa a Europa blandiendo la enseña del arte. ¡El arte! Si el arte vive del accidente, este personaje es, desde luego, un puro accidente del arte que sobrevive confiando en el milagro de crear una obra maestra. Claro que lo más difícil de todo es saber reconocerlo cuando se produce. Tal vez en eso consista el talento.

En medio del volumen hay una obra de teatro, hacia la mitad de la obra de teatro un personaje cuenta un cuento de rabinos, justo en el centro de ese cuento aparece un espejo y allí estás tú. Conviene que no te apresures y llegues demasiado temprano, pues, entonces, acabarás por poner en un aprieto a la pobre Adele. Adele es una chica judía cuyo padre cree que un hombre vale tanto como aquello de lo que se ocupa, sin embargo la muchacha…, bueno lo dejo aquí. No te lo pierdas.

Creo que no me equivoco si aseguro que el relato El negro es mi color favorito, publicado en 1963, es el primero en el que Malamud utiliza la primera persona. ¡Y de qué forma! A estas alturas de la lectura he observado que en muchas ocasiones el autor tira del lector para que este retorne al principio del cuento. Para ello el autor se vale del mensaje subliminal presente en el protagonista que ha de responder a la pregunta ¿pero cómo hemos llegado a esto?, y deja en el aire esta otra ¿será posible volver al principio de todo como el lector está haciendo?

Escuchen esto, señoras y caballeros: “…eso es lo que le pasa a la gente cuando hay una crisis mundial, que se instruye”, pertenece al cuento El refugiado alemán. Ciertamente a veces no basta con la instrucción.

Elección de profesión, publicado en 1963, es una excelente muestra de los escrúpulos humanos. El acierto del relato se halla en el punto de vista que adopta el escritor, una tercera persona tan próxima a la primera que sugestivamente implica al lector en el posicionamiento de los personajes. Admirable la valentía y el coraje de ella. Vulgar y egoísta la actitud de él. Salvo que…,  siempre es posible una lectura alternativa.

En algunos relatos publicados en los años setenta, Malamud trata de adelgazar la línea narrativa, se vuelve más experimental con continuos saltos de narrador o “mudas”, alternando un yo parcial con un narrador ambiguo. Así sucede en El caballo que habla. El resultado no me parece satisfactorio. De la misma época es, sin embargo, La corona de plata, un espléndido relato en el que la mano certera de Malamud nos muestra que detrás de la necesidad de creer en los milagros, se esconde la verdad de la hipocresía humana.  

Peligroso, aunque no sabría explicar la razón, es Notas de una dama en una cena. Decepcionante El sombrero de Rembrandt que evidencia las limitaciones del autor para abordar la introspección y una cierta torpeza en el manejo de la técnica de la realidad interna del relato. La ironía y un profundo conocimiento de la naturaleza humana, recorre el relato Una peluca, publicado ya en los años ochenta.

En fin, aquí me quedo. A lo largo de casi ochocientas páginas he seguido el recorrido literario de uno de los mejores escritores neoyorquinos, sin duda el mejor cuentista; tengo para mí que Malamud se nutre de la sustancia más elemental de la vida: el tiempo. Si el alma humana se resiste a ver pasar las cosas, tal vez el único remedio sea que cada lector tome de sus relatos aquello que reconozca como propio.

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