lunes, 14 de marzo de 2011

Oriana (relato)


Se abrieron al mismo tiempo. Los ojos en busca de luz, de aire la boca. Y un instante después me desperté; un despertar como un chasquido, como el trueno que surge de la oscuridad en que lo ha dejado el rayo. Me estaba ahogando. Tosí un par de veces, aunque me tapé la boca con el embozo para no despertar a Marga. Ella estaba dormida, y apenas se acomodó entre las sábanas, mientras emitía un leve suspiro en señal de protesta. Cuando se calmó de nuevo, pude escuchar el silbo dulzón del aire entrando y saliendo, suave y rítmico, por los orificios de su estrecha nariz; eso me tranquilizó un poco. La angustia me había llevado a pensar en despertarla, como otras tantas veces había hecho cuando algo en medio de la noche me sobresaltaba, o como en aquella época en la que solíamos abrazarnos de madrugada, colmados de deseo, para amarnos medio dormidos y enajenados. Era ese un amor era tan irreal que, luego, durante el día, su recuerdo parecía el caer en una afable hipnosis. Y la vergüenza que sentíamos hacía que no nos mirásemos a los ojos por si, en verdad, todo aquello no había ocurrido, o por no reconocer que el deseo nos podía llevar tan lejos. Ahora ya no recordábamos la última vez que ocurrió.

    Pero no lo hice, no la desperté. No habría sabido qué decirle, de haberme preguntado: “¡qué te pasa, qué ocurre!”  En absoluto sabía qué me había ocurrido. Un sueño sí, había sido un sueño… mas no, no había sido un sueño. No como otros sueños. En los sueños se ven cosas, se oyen cosas, se habla, se vive; siquiera de un modo absurdo, pero se vive; uno se reconoce a sí mismo y a quienes lo rodean. Se hablan idiomas inexistentes, la gravedad desaparece, la risa es de agua. Esto no había sido un sueño; allí no había nadie, no era algo imaginario: había sido real… otra cosa, una sensación difícil pero real; una aporía, un cortarse los hilos sobre los que se sustenta el espacio… un acabarse algo por dentro, tan pequeño y diminuto que apenas si se pudiera decir que existía, pero cuyo vacío pesaba más que el propio mundo.

   ¿Tendría que ver con el diagnóstico? ¿Habría empezado ya? El médico me advirtió de que podía ocurrir en cualquier momento, de que era necesario estar prevenido. Pero jamás pensé que pudiese doler. No de este modo. Era un dolor sin origen ni destino; horizontal, lo colmaba todo. Y me sentí triste, muy triste, y los ojos comenzaron a inundarse. No pude contener la pena que ahora me asfixiaba e irritaba la garganta hasta hacerme imposible respirar. ¿Por qué me ocurría todo esto? ¿Por qué veía y sentía estas cosas tan raras, desde el día en que recordé a Oriana después de tantos años?

   Intenté serenarme de nuevo. Primero mediante la respiración, y comprendí que no tenía nada que ver con eso. Luego repasé mentalmente todo mi cuerpo para convencerme de que no había de qué preocuparse; no dejaba de repetirme que sólo había sido un sueño muy raro, y nada más que eso: un sueño. Pensé mis pies y mis piernas, el vientre. Recorrí mentalmente las manos, los fuertes brazos… pero al llegar al pecho, ¡oh, Dios!, lo reconocí de inmediato: ¡allí había ocurrido, había sido precisamente allí, bajo la capa coriácea, en algún remoto lugar cerca del corazón! Sentí que el pulso se aceleraba y que la sangre bullía en mis venas. Me faltaba otra vez el aire; miré de reojo a Marga: dormía. ¡Tenía que intentar serenarme, o me iba a dar un infarto! Quizá a causa del diagnóstico se podían sentir esa clase de cosas, quizá fuese un efecto propio del proceso que ya había comenzado. Sí, seguro que se trataba de eso, de un efecto secundario, de un síntoma. ¡Pero lo sentía con tal intensidad y convencimiento!

   Deque supe su cobijo acabé por encontrarlo, o él me encontró a mí. Volvió como en el sueño, aunque esta vez despacio, lentamente, como un dolor viejo que ya no asusta tanto. Fue entonces cuando lo supe, cuando comprendí que había sido una pequeña muerte, un deslizar hacia un talud inexorable. Pude ver que un labrador terminaba su huebra para siempre y que al caer la tarde, viejo y rendido, había mirado a los ojos duros de sus mulas y les había dicho: ¡mañana ya no volveremos! Volvía a mí como un final que ya no admitía principio. Algo había muerto en mí, y sin embargo estaba fuera de mí… Había muerto un pájaro. Un gorrión de ojos llenos de abriles, uno que siempre reía. Sus plumas sobre la tierra, y su pecho volteado hacia el orbe cristalino e inmenso en el que volaban miríadas de pájaros. Desde su frío sentí que me llamaba. ¡Un solo pájaro es tan poca cosa entre millones de ellos! Pero yo estaba muriendo, en soledad, su única e inmensa muerte.
 
 Autor: David Lentisco.

4 comentarios:

  1. Mi más sincera bienvenida David. Ojalá otros, otras, y el fa de una voz de soprano ligera nos vendría muy bien, sigan el ejemplo de David. Magnífico debut. David nos llevas de la mano, por territorios de meticulosa exploración a través de "los hilos sobre los que se sustenta el espacio" del corazón humano que siente como propia, la pequeña muerte de un gorrión "de ojos llenos de abriles". La prosa poética de David nos acerca al ojo de Oriana. Gracias.

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  2. ! Que poetico y que triste ! precioso el cuento, enhorabuena David

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  3. La sensibilidad llevada al límite. Un cuento opresivo como una crisis de ansiedad. Me conmueve y me inquieta. Por cierto, hay muertes que anuncian la muerte.

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  4. Muchas gracias a los tres. No hay mayor reconpensa que conseguir ese "reconocimiento mutuo" al que toda obra aspira, y mucho más si se consigue con quien se comparte el afecto. Gracias una vez más.

    David.

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