sábado, 12 de julio de 2025

El afuera. Margarita García Robayo

 


Encara uno la lectura preguntándose quién será esta que comienza confesando que lo que entrega a la imprenta no es más que un puñado de notas recogidas en un cuaderno con el que se tropieza en una mudanza. Y terminas ciento setenta y dos páginas después abrazando el libro. Emocionadamente agradecido por las horas que has pasado conversando con una persona inteligente, sensible y profundamente humana. Y eso por menos de veinte euros.

Escribir es siempre elegir y, por tanto, fragmentar la realidad desde la perspectiva absolutamente subjetiva de quien afronta la tarea de decir algo, y acepta el fracaso de “pensar en todo lo que no podía decir porque no sabía cómo”. Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980) es mujer, madre y escritora, y se muestra en esta triple condición con una honestidad envidiable.

El tema elegido para hablar es el afuera. El afuera es el problema porque no es amable ni almidonado. Es “todo aquello que no está contenido en el perímetro en el que un individuo erige su familia”. Algo que se torna especialmente doloroso cuando se es madre. Espera a sus hijos a la salida del colegio y lo hace con paciencia, circunstancia que conduce a que la tomen por una niñera, no por una madre, porque estas apresuran la recogida de sus hijos. Ahí, afuera, uno está solo. Ella se calzaba audífonos para espiar lo que otras madres decían y luego seguía escuchando en el chat del grupo de madres del colegio. Una médica hablaba de vacunas y una psicóloga de la conveniencia de “repetir las rutinas paliativas”.

Llega luego el período de confinamiento por la pandemia.  “En estas primeras semanas de encierro me sentaba a mirar a mis hijos cando dormían. Me preguntaba qué escenas horribles de ese día se habrían llevado pegadas al sueño y quería limpiárselas, fregarlos con algo que hiciera desaparecer lo tóxico, lo impropio, lo malo”. El lenguaje es el antídoto. Lee a sus hijos, les transmite la riqueza de las palabras, de las palabras maternas, no las de las pantallas.  Confiesa “quiero atiborrarlos de palabras hasta que queden apretados. Armados hasta los dientes. Un lenguaje para defenderse allá afuera: es todo lo que tengo para darles”.

La soledad del ahí afuera, esa circunferencia que trazamos a nuestro alrededor de la que nos habla Margarita García Robayo cuando adquirimos conciencia y en la que entran muy pocas personas, un halo de soledad en el que es difícil construir y caminar. Mientras leía este libro apareció en las noticias las declaraciones del tenista A. Zverev tras su participación en Wimbledon que me sobrecogieron: “A veces me siento muy solo ahí fuera. Sufro mentalmente. Lo llevo diciendo desde después del Abierto de Australia. Sí, simplemente no lo sé. Estoy intentando encontrar maneras, intentando encontrar maneras de salir de este embrollo. De alguna manera, sigo volviendo a caer en él. En general, me siento bastante solo en la vida ahora mismo, lo cual no es muy agradable”. Ahí, en el afuera del que nos habla la escritora colombiana.


sábado, 5 de julio de 2025

La familia Martin. David Foenkinos

 


Leo a David Foenkinos (París, 1974) para tomarme un respiro. Y la afirmación tiene intenciones halagadoras. Sus historias siempre resultan interesantes y están construidas con una prosa vivaz y cercana. Admiro su capacidad para atrapar al lector desde el inicio mismo de la novela. No tardas en identificarte con personajes, situaciones y emociones.

Esta que comentamos hoy data de 2021 y nos habla de la extraña ambigüedad que aparece entre ficción y realidad. Un escritor sale a la calle dispuesto a meter las narices en la vida de los demás, como último recurso para aliviar su pobreza narrativa. Es entonces cuando la ficción se inmiscuye en la realidad para cambiarla radicalmente. Pero no pensemos que estamos ante un ejercicio de metaliteratura ni frente a una alambicada forma de crítica literaria. Nada de eso. Los personajes están ahí, a la espera de que el autor llegue para cambiar sus vidas y dispuestos instrumentalizar al escritor para transformarlo a su vez.

Superada la primera sorpresa, Madeleine Tricot está encantada de que un escritor quiera contar su vida. A la gente le gusta hablar de sí misma. Nos encanta que alguien se preste a escuchar nuestra historia, que lo haga con interés y se muestre dispuesto a dejar constancia de nuestro paso por el mundo en un libro. Juega con ventaja Foenkinos, pero como el mismo nos advierte “seamos sinceros, la felicidad no le interesa a nadie”, así que hay que indagar un poco para que aflore a la superficie aquello que permita alimentar el interés del lector.

Cada uno de los miembros de la familia Martin tiene sus propios problemas. Unos tienen su origen fuera y cristalizan en la convivencia, otros son los propios del paso del tiempo que araña la superficie del amor y hace que todo pierda el lustre, luego están aquellos que se mueven con algo más de holgura en la cadena de acontecimientos que precipita la llegada del extraño a la familia. Mi personaje favorito es Patrick, el marido de Valérie (la hija de Madeleine) que víctima de un acoso laboral toma una decisión deliciosamente atrevida cuya originalidad lo reintegra al núcleo familia con trazas heroicas.

Lo mejor de todo es que Foenkinos es dueño pleno de su relato y de sus personajes, y no le duele en prendas convertirse a sí mismo en catalizador que permite a los Martin recuperar la plenitud de su vida familiar. Seres humanos sedientos de lazos afectivos y conexiones verbales.

La última novela publicada por el autor parisino es La vida feliz en la que el protagonista acaba poniendo en marcha una empresa de pompas fúnebres muy peculiar. 


martes, 1 de julio de 2025

Los hombres no son islas. Nuccio Ordine

 



La carta que Albert Camus escribe el 19 de noviembre de 1957 a su maestro, Louis Germain, se ha convertido en uno de los más altos testimonios de cómo un magnífico y apasionado docente había podido cambiar la vida de un estudiante nacido en una familia pobre de Argelia, sin padre (muerto en la guerra) y criado con los sacrificios de la madre (casi sorda y analfabeta) y de la abuela. En contra de la opinión de los familiares que empujaban a Albert a encontrar enseguida un trabajo para ganarse la vida. Germain lo prepara gratuitamente para el concurso de una beca de estudios en el liceo Bugeaud. Camus tenía apenas once años. Treinta y tres años más tarde, al recibir el reconocimiento más prestigioso que se destina a un literato, Albert expresa su gratitud al educador que le había ofrecido la oportunidad de ser cuanto había llegado a ser. El 19 de diciembre, Camus dedica al mismo Germain el discurso que pronuncia en la ceremonia de Estocolmo.

 

«Querido señor Germain:

He esperado a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto.

No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero me ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerzas».

Albert Camus

 

Todos reconocemos en esa carta una verdad que nos traspasa. Hay verdad en ella porque es valiosa. Está repleta de significación y de sentido. Camus se expresa desde la gratitud y la modestia. El ejemplo del profesor ha infectado al alumno. Sobre esta verdad una sociedad puede levantar palacios. 

Postdata: El texto está extraído del libro de Nuccio Ordine titulado Los hombres no son islas, publicado por El Acantilado.

 


sábado, 28 de junio de 2025

Elogio de las virtudes minúsculas o la excelencia en clave menor. Marina van Zuylen

 


El ensayo de Marina van Zuylen nos habla de la mediocridad, pero no en el sentido peyorativo que posee en la sociedad actual, sino en el “muy honorable sentido de la palabra”, es decir en lo que los antiguos llamaban “aurea mediocritas”, ese territorio que guardaba las distancias entre los excesos, y convertía la mesura y el equilibrio en signo de virtud. La autora es consciente del peligro que conlleva optar por el término medio porque semejante planteamiento supone haber alcanzado cierto éxito, sin el cual “es muy difícil detenerse a pensar en los pros y contras de la vida suficiente”. Este concepto de “vida suficiente” es el que quiere la autora convertir en referente de una vida que sabe salir del engreído yo y presta atención al punto de convergencia con el otro.

    El anuncio del fracaso relaja la lectura. Conscientes del “síndrome de la insuficiencia” al que en buena medida se refería Schopenhauer (es decir, el ciclo carencia-gratificación-hastío que se repite continuamente), la autora busca potenciar cualidades más discretas, como la honestidad y la dignidad. Tarea nada sencilla porque exige suspender los juicios de valor “y observar la vida mientras sucede, atentos al proceso más que al resultado”.   Comenta a este respecto Marina la sutileza del artista belga Jacques Lizène (1946-2021) que practicaba una estética de la mediocridad, un arte en el que el talento carecía de relevancia, actitud fundamental para la búsqueda de la importancia de lo que no tiene importancia. Algo así como el arte sin arrogancia.

    La vida suficiente abre los ojos a la belleza y la brillantez, y relega la envidia y la rivalidad. Se centra en las menudencias, en los comentarios pasajeros, en las emociones sencillas para acercarse a otra forma posible de pensamiento que no es el que emana de nuestra interioridad, siempre solipsista y etiquetadora, sino el que pone de manifiesto la opacidad que preside las interacciones con los demás. Aceptar la opacidad, dice Marina, “es una forma de interpretación íntima”. La filósofa canadiense E. Manning, que dirige un laboratorio de pensamiento en movimiento relacionado con el espectro autista, dice: “La suspensión del juicio… es un estado infinitamente más difícil de mantener y de trasladar a un activo. Si no convertimos a alguien en un tipo, en un símbolo, entonces no tendremos la capacidad de valorar su actuación y por extensión, la nuestra. Esta suspensión deshace el nudo competitivo que obstaculiza el diálogo… menospreciar a personalidades en apariencia nada excepcionales (ya formen parte de la ficción o de la vida real) podría indicar que solo sabemos relacionarnos con ellos si ya se encuentran dentro de nuestras preexistentes categorías de éxito y fracaso”. La opacidad es concepto clave de transformación que fuerza a desproteger aquello que nos separa para, como dijo, Judit Butler “ser reconfigurados por la existencia de los otros”.

    Comparto las dificultades de las pretensiones que persigue la ensayista, pero admiro su trabajado intento de hacernos comprender algo que puede ser revolucionario: “Qué diferentes serían nuestras interacciones con los otros si tuviéramos la paciencia de esperar a que se manifieste lo que no resulta enseguida evidente y, sin embargo, está a punto de aparecer”. Lectura exigente, pero iluminadora porque nos muestra la invisibilidad de lo evidente.

    La información que tenemos de esta profesora de Filología Francesa y Literatura Comparada en el Bard College (universidad privada de las artes liberales) en el estado de Nueva York, es escasa. En una entrevista para una revista francesa dijo: “Dejemos de buscar a las personas que nos hacen quedar bien”.


sábado, 21 de junio de 2025

Los cachorros. Mario Vargas Llosa

 


Esta obra se publicó en 1967, se trata de un hecho real que ocurrió en Perú y que Vargas Llosa había leído en un recorte de periódico hacía años: la emasculación de un muchacho por el ataque de un perro.

El término “cachorro” alude al adolescente inmaduro que se conforma con las reglas del grupo. Cuéllar que así se llama el adolescente que sufrió la castración ve como la actitud hacia él, de sus padres, de los profesores y de sus compañeros cambia totalmente y va a ser conocido con el apodo de “Pichulita”. Cuéllar intenta demostrar su virilidad a través de los deportes,especialmente el futbol que nunca había practicado y creyendo que al ser la afición preferida de sus amigos podría integrarse en el barrio.

Poco a poco el protagonista asume su castración irreversible y las consecuencias que esto le va a acarrear en su vida adulta. A la vez que va pasando el tiempo va alejándose del grupo y reaccionando con manifestaciones violentas e impropias que terminan en un desgraciado final.

Lo más destacable en la lectura de esta obra es la velocidad narrativa y su viveza.  Nunca sabemos quién es el narrador, hay un juego continuo entre la primera persona narrativa y la narración:

                Lo vieron pasar uno, dos, y al tercer tumbo lo vieron, lo adivinamos meter la cabeza,

               Impulsarse con un brazo para pescar la corriente, poner el cuerpo duro y patalear.

              Entonces volvíamos a nuestra casa, y se duchaban y acicalábamos.

La primera persona representa la voz de uno de los cachorros, pero sin saber cuál porque todos ellos forman una unidad. El nosotros puede incluir al lector. Cuèllar va pasando por todas las fases de la vida: infancia, adolescencia, juventud y madurez a la que nunca llega psicológicamente.

A Los Cachorros se la relaciona con otras dos de sus obras: La ciudad y los perros y La casa verde, pues ambas tratan sobre la adolescencia y la juventud.

Como queda patente en esta obra, así como es sus primeros libros, los dos citados anteriormente junto con Conversaciones en la Catedral (una de sus grandes obras), La guerra del fin del mundo… el premio Nobel utiliza una jerga típica de su Perú natal, con una narración dinámica, diálogos coloquiales y frescos, donde sus personajes hablan de forma natural y espontánea, lo que da a las conversaciones un tono realista y auténtico y un estilo trasparente y claro.

Ore-Mari

sábado, 7 de junio de 2025

Simios apóstoles. Juan Bonilla

 


Juan Bonilla (Jerez, 1966) es poeta, narrador, periodista, ensayista, editor, articulista y traductor. Dirige la revista Calle del Aire que publica la editorial Renacimiento. Recoge en este volumen “reflexiones y ocurrencias muy al tuntún de los días”. Algo que es muy de mi gusto.

En Simios apóstoles, Bonilla nos habla en primer lugar de ese deporte al que ha dedicado la mayor parte de su vida intelectual: el periodismo cultural. Su extraordinaria capacidad para cambiar las cosas de sitio le permite aprovechar las citas de Gómez de Serna, de Francisco Rico o incluso de Harry el Sucio para poner de manifiesto que lo importante es la capacidad que el crítico tenga de emocionar, “entendiendo emocionar como movernos hacia alguna parte distinta al punto donde estamos”. Rechaza la crítica destructiva y nos advierte del peligro constante de una clase de periodismo que busca procesos de verificación a partir de filtraciones interesadas.

Completa Bonilla unas estupendas páginas dedicadas a la fotografía en el apartado de Fotogenia. En especial las que dedica a Chema Madoz y a Frances Woodman. Quien tenga interés en este arte puede muy bien comprar el libro leer estas páginas y cerrarlo. Habrá amortizado de sobra el precio. No menos atractivas resultan aquellas en las que el jerezano nos entretiene con amenidad hablando de Borges y Bioy. Pareja que gozaba “repitiendo las desdichas [y debilidades] de todo el mundo”.

Antes que nada, el lector, dice Bonilla, es un elector. Alguien que de alguna forma libera la vida contenida en el libro “y al abrirlo le diga: levántate y habla”. Leer “es ocuparse, o sea, llenarse de algo, encargarse de algo”. Usando a Don Quijote como señor “de los lectores activos”, indica Bonilla que forman estos una especie capaz de “agrandar la propia literatura, aquellos que se diría impelidos para utilizar lo leído con afán de llegar a un sitio distinto que, estrictamente, no estaba en el texto utilizado de trampolín”.

En el marco de la cultura de la cancelación, Bonilla hace referencia no solo a aquellos que pretenden que confundamos vida y obra de escritores y artistas, sino especialmente al impacto que la misma provoca sobre determinados aspectos humanísticos. En este sentido cuenta Bonilla la experiencia que tuvo cuando pretendió hacer una exposición sobre la figura de Lolita, el personaje de la novela de Nabokov. La institución después de estudiar el proyecto admitió que la exposición parecía necesaria, pero “no vemos razón alguna para que seamos nosotros quienes corramos el riesgo de hacerla y generar una polémica que mancharía nuestro prestigio”.

Se muestra Juan Bonilla espléndido al ceder a la tentación de decirnos que la Cultura es sobre todo una tarea que genera entusiasmo. “Me acordaba de instantes importantes, si importar significa traer de fuera lo que uno no produce por sí mismo…, de cuando yo tenía 18 años y [Borges en Sevilla] hablaba de la filosofía como una rama de la literatura fantástica… de una tarde en la Universidad Autónoma de Barcelona [donde un historiador enseñaba] que los sumerios al verbo escribir le llamaban ‘hacer surcos’, o sea, sembrar, y al verbo leer le llamaban ‘recoger el fruto’… Y recuerdo una conferencia de Carmen Martín Gaite acerca de que… en el mismo momento en que está siendo escrito [cada texto] ya está inventando de algún modo a su interlocutor futuro”.