lunes, 28 de febrero de 2011

Las mangas de la chaqueta (Cuento)

Luis Jesús Labrador, acuarela.
A Luis Jesús Labrador.

Lo que más le gustaba a Juan era comer bocadillos por la calle. Los preparaba cuidadosamente,  los envolvía después en papel y los introducía en una bolsa. Salía de casa cuando faltaban dos horas para que anocheciera. Naturalmente prefería las estaciones templadas. Muchas noches de invierno se veía obligado a consumirlos al resguardo de un portal y entonces regresaba a casa lanzando blasfemias, dormía mal y hasta acababa por sufrir de diarrea: la peor de las enfermedades para el mascador callejero. Por supuesto que Juan vivía solo, pues tan extraños hábitos alimenticios no aguantaban la convivencia familiar. Una pensión y los ahorros de su madre muerta, le bastaban. Durante el día, Juan  ingería pequeñas cosas: un vaso de zumo por la mañana, un yogur al mediodía y una manzana acompañada con dos galletas a las tres en punto de la tarde. Después, todo era esperar con el bocadillo dispuesto.

Adoraba esa hora, la hora de salir. Tiraba hacia el oeste y se introducía por el parque de la Rosaleda hasta toparse con el río. Allí se sentaba en un banco y miraba las sierras del otro lado del río. Tan pronto como veía que los picos disponían la mesa para la ingesta solar, Juan se levantaba de un brinco y desandaba el camino. Llegaba hasta muy cerca de su casa y, entonces, torcía al este, estiraba los brazos hacia delante y agarraba el bocadillo con las dos palmas de sus manos grandes y redondas, manos hechas para agarrar bocadillos.

El primer mordisco era siempre el mejor, el más sabroso y con él consumía la mayor parte de su placer. Las manos le sudaban y desde los pies le subía un cosquilleo hasta la espalda que le obligaba a caminar de puntillas. Los siguientes veinte o treinta pasos los daba Juan con la elegancia de una primorosa bailarina de ballet actuando en un espectáculo callejero. Después, cuando sentía que entre sus manos grandes y redondas se le escapaba el bulto esponjoso del bocadillo, su graso espíritu se entregaba a una lamentación tan desnuda que no podía apartar la vista de la punta de sus zapatos.

Aquel día el bocadillo de Juan era nutridamente apetitoso: dos huevos cocinados entre gruesas lonchas de jamón. Con las manchas del desaliento en la punta de los zapatos, Juan recorrió muchas calles y sólo cuando llegó a casa, se dio cuenta de que los estoques del aire le habían arrancado las mangas de su chaqueta.

jueves, 24 de febrero de 2011

!Qué tipos estos! (Cuento)


Aquello se me vino encima como si resbalara desde el cielo. Cuando lo vi caer sentí la alegría de estar seguro de poder esquivarlo. Apunto estuve de no conseguirlo. La madera me rasgó la piel de la pierna hasta casi dejar desnudo el hueso. Me sorprendió tanto que lo hiciera, que quise emprenderla a puntapiés. Casimiro, mi compañero de trabajo, me cogió y me sacó del agujero. Tenía los ojos apretados alrededor de su cara arrugada. Pensé en su hernia discal a punto de saltar como si fuera un muelle entre los cojinetes de sus vértebras. Se quitó el cinto y me lo anudó alrededor de la ingle. Tiraba como si fuera una mula. Le grité que me tapara el socavón de la pierna. No aguantaba el disco rojo de la sangre tan cerca de mi vista. Se quitó la camisa y la arrojó sobre mi pierna. No reparé en el dolor hasta que comencé a oír la algarabía de las sirenas. La ambulancia resbaló por la pista arenosa y un sanitario descendió con la boca abierta.

Me cargaron en un santiamén. Vi a Casimiro parado al borde de la zanja, echarse las manos a la espalda. “El muelle” pensé. El sanitario golpeó la cristalera y le dijo al conductor que acelerara, después se inclinó hacia mí y me preguntó si me encontraba bien. ¡Qué tipos estos! No quise contestarle.

Cuando salimos a la carretera la ambulancia bufaba. En los cristales el sol parecía un animal de zoológico, como aquellos que el fin de semana pasado habíamos visto en el acuario de… A Cristi le daba miedo que se salieran y Elvira se rio de su cara. Luego Cristi quiso volver a entrar pero ya era tarde y estaba cerrado. Elvira dijo que volveríamos otro día. La pierna me ardía como si tuviera una estufa pegada. No sé porqué acabamos comiendo patatas fritas en la barra de un bar que tenía la entrada cubierta de faroles de papel. Le dije a Cristi que tenía que estudiar, que era muy importante tener estudios y Elvira me miró con reproche. Ella sí tiene estudios, pero prefiere quedarse en casa cuidando de Cristi. No hizo bien arrimándose a un don nadie como yo. Nunca se lo he dicho, pero no hizo bien. Ella me dice que ahora Cristi tiene que crecer, que ya habrá tiempo para lo de los estudios. Quizás lleve razón. ¡Ese maldito animal tiene su boca clavada en mi pierna! Trato de llamarle la atención al sanitario, pero está ahí sentado con cara de bobo pensando en el almuerzo. Alzo la mano y le golpeo en la pierna. El sanitario se acerca a mi cara y le digo que haga algo. Inmediatamente el dolor cede. ¡Qué tipos estos!

A Cristi le compro libros todos los domingos en la librería del Rosi, allá al final de la avenida. Elvira nos dice adiós desde el balcón y se mete corriendo en el cuarto de baño. A Cristi le digo que tenemos por delante todo el tiempo del mundo para comprar un libro y leerlo. Me dice que ya lo sabe y desde abajo me viene a la nariz un olor a colonia y a piel nueva. Cristi es un chico muy listo y ya sabe leer casi mejor que yo. Después a la vuelta compramos un junco lleno de churros y nos los comemos sentados en el parque teniendo buen cuidado de no manchar el libro. Luego, cuando llegamos a casa, Elvira tiene una toalla en la cabeza y Cristi se ríe. Adoro los domingos. La ambulancia ha disminuido la mecha y está dando vueltas en las rotondas. Tumbado no veo más que el techo del furgón de donde cuelgan bolsas y tubos. Me gustaría que fuera sábado y estar tumbado en la cama oyendo el tic tac del despertador que no va a sonar y la respiración suave de Elvira a mi lado.

La ambulancia se ha detenido y el sanitario se pone en cuclillas. Cuando se abren las puertas una multitud tira de mí. Miro el sol a mi derecha y oigo el chirrido de las ruedas. Enseguida tubos fluorescentes y plafones. Tengo que preguntar a Cristi si conoce esa palabra: plafón suena a algo con mucho sentido. Me gusta que coleccione palabras. La última que tenemos apuntada es bolardo. De pronto todo el mundo ha desaparecido y tiro de mi cabeza hacia arriba. Veo un uniforme. Es un policía y me asusto. Insiste en que necesita un número de teléfono para avisar a la familia. No se lo doy. Él no comprende. No puede molestar a mi hijo: está estudiando una palabra nueva. ¡Qué tipos estos!

Bienvenidos

No encuentro una forma mejor de daros la bienvenida que animándoos a participar. El primer autor propuesto ha sido Hemingway, pero no cualquier Hemingway (al parecer hay muchos), sino el Hemingway cuentista, una gran idea de nuestro especialista en literatura norteamericana. Así que !hala! a elegir un cuento. Se recomienda hacer un par de lecturas antes de atreverse a pensar.