jueves, 8 de noviembre de 2012

Don Juan Tenorio. José Zorrilla.

PRIMERA PARTE.-
ACTO PRIMERO.-
Hostería de Cristófano Butarelli. Sevilla. Don Juan escribe una carta, a una mujer será. Buttarelli y Cuitti, el criado de don Juan, hablan de dinero. Los primeros versos: “¡Cuán gritan esos malditos!...”, se han hecho famosos por mucho que a Pérez de Ayala de parecieran de muy dudoso gusto estético.  Estamos a martes, de carnaval por más señas, aunque inmediatamente Ciutti hable de agosto, provocando así una evidente dislocación temporal que en el último acto llega a su cénit. Muy mentiroso parece el criado Ciutti que afirma no conocer el nombre de su amo y ser el padre a quien escribe.
Don Juan pregunta por don Luis Mejía. No es un día cualquiera, es “el fin del plazo”. Butarelli parece solazarse con la inminente reunión. Llega don Gonzalo y pregunta al tabernero por la cita, tiene en interés en asistir a la entrevista. Butarelli le señala la mesa donde les servirá la cena y le indica a don Gonzalo “esotra… [desde donde ver la] escena”, pero don Gonzalo quiere mirar sin ser visto. A falta de aposento (contiguo), antifaz al momento. Don Gonzalo murmura y Butarelli trajina. Se “cierra el plazo”. Aparece otro embozado, don Diego, que también se sienta a esperar la aparición de Tenorio. Ambos, don Gonzalo y don Diego, son guardadores de altos linajes. Llegan más: el capitán Centellas, un tal Avellaneda y otros dos caballeros; en este caso nada tienen que ocultar pues ni se embozan ni usan antifaz; vienen al amor de la apuesta que se dice cruzada entre Mejía y Tenorio. Apuestan encomiando empresas, fortunas y amistades. Comparecen por fin los esperados.
Todos arriman sillas, don Diego y don Gonzalo quedan retirados. ¿Por quién estarán allí, por don Luis o por don Juan? La apuesta versaba sobre “quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna”. Don Juan se definirá como “gallardo y calavera” y relata sus aventuras de espadas y haldas por Nápoles y Roma. Flandes y París para don Luis. Guarismos pide don Juan, y cuentan conquistas y muertos. La victoria exalta a don Juan que arriesga el resto: la conquista será esta vez doña Ana de Pantoja, prometida de don Luis, y el muerto uno u otro. Inmediatamente conocemos la identidad de los dos enmascarados que han presenciado la escena: don Gonzalo es el padre de doña Inés, prometida de don Juan,  y don Diego no es sino el padre del mismo Tenorio. Ambos repudian el comportamiento de yerno e hijo. Repudio por repudio y siga la fiesta que siendo tan alta la nueva apuesta, todo vale. Presos son don Juan y don Luis. Es evidente, y así lo ha puesto de manifiesto la crítica, la simetría que Zorrilla establece entre don Juan y don Luis, da la impresión de que Tenorio necesita de un doble como única posibilidad que tiene a su alcance para trascenderse.

ACTO SEGUNDO.-
Don Luis, libertado por las influencias de un primo, sale en libertad y acude presuroso a guardar la casa de doña Ana de Pantoja. Allí encuentra a Pascual, criado de confianza de la familia Pantoja, con quien sostiene un enjundioso diálogo. Merece la pena detenerse en dos puntos que, muy posiblemente, guardan conexión. Aparece la alusión al ingrediente satánico de la figura donjuanesca con una adjetivación ciertamente ambigua: “Mas lleve ese hombre [Tenorio] consigo/algún diablo familiar” (versos 906 y 907). Y, en segundo lugar, la desesperada situación en la que queda don Luis que se ve forzado a deshonrarse para defender su honor, pues no ve otra salida para proteger a doña Ana que pasar la noche dentro de su casa: “Que de esta casa, Pascual,/quede yo esta noche dentro/Mirad que así de doña Ana/tenéis el honor vendido” (versos 966 a 969). La misoginia es la levadura de tan ardiente masa: “Mas yo fío en las mujeres/mucho menos que en don Juan” (versos 986 y 987). El monólogo de don Juan después de haber neutralizado, de forma muy poco caballeresca, la presencia de don Luis en la ventana de doña Ana, es prelación de intereses o deseos donde la fama va antes que la dama. Llega Brígida, en celestina dación de cuenta, poniendo a don Juan “el alma ardiente”, fuego que “me quema el corazón” y reta a continuación a Satanás (“¡al mismo infierno bajara,/y a estocadas la arrancara/de los brazos de Satán!” Versos 1315 a 1317): es el principio del fin. Pero todavía no, que el tiempo en manos de Tenorio da mucho de sí: “A las nueve en el convento/a las diez en esta calle”. ¿Cómo diablos supo don Juan que don Luis y doña Ana para las diez habían fijado su encuentro?

ACTO TERCERO.-
Tampoco sabemos cómo, pero la abadesa ya conoce la decisión de don Gonzalo de la ruptura del compromiso matrimonial, y así se lo dice a doña Inés, la cual responde con un “no sé qué tengo…” aún antes de leer la carta de don Juan, introducida por Brígida en el interior de su libro de oraciones. En la carta don Juan se confiesa enamorado de doña Inés a la que muy probablemente no ha visto nunca y comienza por invocar a “nuestros padres de consuno/nuestra bodas acordaron”. Conviene advertir que aquel compromiso que era cierto en el momento de escribir la carta, es la única verdad que contiene la misiva, el resto no son más que dulces palabras cuya finalidad es “enamorar de oídas”.
Pero nada más concluida la lectura de la carta, suenan las ánimas, e inmediatamente don Juan aparece como si se tratara de un fantasma, de un demonio, aunque “con llave”. La aparición precipita el desmayo que antecede al rapto. El comendador de la orden de Calatrava, que no es otro que don Gonzalo, llega tarde para proteger su honor y la clausura del convento.

ACTO CUARTO.-
“Desde un convento de monjas/a una quinta de don Juan”. Brígida inventa un incendio que doña Inés toma como real, sin captar el sentido figurado con el que la dueña se expresa. Viene a continuación la famosa escena del sofá, que arranca con la mentira de don Juan sobre el aviso que a don Gonzalo ha enviado y culmina con su transformación brusca: de burlador a enamorado. Don Juan se humaniza tras la apelación que doña Inés hace a la “hidalga compasión”. Sea así o no lo sea, parece todo un acierto la llamada de atención que la crítica actual hace a que en el Tenorio todo ocurre en un instante: los personajes son apariciones instantáneas y sus cambios también lo son. Llega don Luis a batirse y, al punto, don Gonzalo acompañado de gente armada. Don Juan logra aplazar el duelo y captar la atención de don Gonzalo al que recibe de rodillas. “¿Qué puede en tu lengua haber/que borre lo que tu mano/escribió en este papel?” (2451-2453), pregunta el comendador seguro de que nada puede cambiar los hechos. Pero Tenorio insiste y saca de su chistera de embaucador la flor de la virtud. Todos dudamos. Parece excesiva esa ofrenda de inocencia celestial de la que reviste a doña Inés: “que el cielo/nos la quiso conceder/para enderezar mis pasos.” Dudamos aún más. ¿Es este un Tenorio nuevo en el que la virtud ha sustituido al vicio, o es el mismísimo Satán quien se ha colado bajo su piel?, “os mofáis de mi virtud […] venza el infierno, pues” (2595, 2603). Don Gonzalo recibe un pistoletazo y don Luis una estocada.
“Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo.” (2623).

PARTE SEGUNDA.-
ESCENA PRIMERA.-
Don Juan regresa años después y encuentra “el palacio [de don Diego] hecho panteón”. La historia que le cuenta el escultor a don Juan no puede ser más triste. Muertos todos: don Gonzalo y don Luis por la mano de quien ahora regresa y las de su padre don Diego y su prometida doña Inés, por los disgustos de sus acciones. Pero don Juan parece el mismo que se fue y al escultor le exige la llave del panteón con graves apercibimientos: “Y si no me satisfaces,/compañía juro que haces/ a tus estatuas desde hoy” (2889-2691) El soliloquio de don Juan ha sido muy comentado por la crítica. Da la impresión de que es la hermosura de doña Inés la que le ha hecho regresar, “y hoy que en pos de su hermosura/vuelve el infeliz don Juan”. Pero al hacerlo recuerda la inocencia y la virtud que en ella amó, “por ti pensé en la virtud,/ adoré su excelsitud” (2955-2956). Y sin embargo, queda la esperanza, “mi esperanza se asegura,/que oigo una voz que murmura”: don Juan hablando con las estatuas. La de doña Inés se disuelve en el aire y le advierte a don Juan que su alma tiene su “purgatorio/en este mármol mortuorio” (2996). Lo sorprendente es que sea el mismo Dios quien ponga a don Juan ante su última aventura, en este caso de ultratumba: la suerte del alma de doña Inés depende de la de don Juan. Pero ni en esta ocasión le falta el descaro que a los muertos les dice: “No os podéis quejar de mí,/vosotros a quien maté;/si buena vida os quité,/buena sepultura os di” (2900-2903). Máximo cinismo, pues fue don Diego y don Juan quien así obró en la buena sepultura. Y a las sombras o espíritus, inmediatamente después de oír a doña Inés, les lanza fanfarrón: “¡Hasta los muertos así/dejan sus tumbas por mí¡” (3035-3036). Es de resaltar que en el monólogo que sigue a la aparición, don Juan pasa del descaro a la razón y de esta a la desazón hasta bordear la locura de desafiar a las sombras de las piedras. Pero la llegada del capitán Centellas hace a don Juan volver por sus fueros: “Si volvieran a salir/de las tumbas en que están/a las manos de don Juan/volverían a morir” (3157-3160). Siempre don Juan.

ACTO SEGUNDO.-
Cenan el capitán Centellas, Avellaneda, don Juan y…, el mismísimo comendador a cuyo espíritu don Juan invitó en el final del acto anterior. Se burlan de las galanterías que don Juan brinda al sitio vacío y que simulan estar ocupado por el comendador. A base de burlas y desafíos la estatua del comendador acaba por entrar en la estancia y poner a don Juan en antecedentes de que un día de vida sólo le aguarda. Poco plazo parece veinticuatro horas para alma cubierta de tantas culpas. El desatino, cruel destino, le lleva a don Juan a porfiar con el capitán Centellas y Avellaneda que durante la aparición han quedado privados de sentido. Se retan y marchan hacia el exterior.

ACTO TERCERO.-
Este último acto transcurre en un tiempo que parece confuso, entre el humano y el ultramundano. En una especie de antesala donde se decide el futuro de los que agonizan, cual es el caso de don Juan Tenorio. Y no es hasta el último instante cuando don Juan se decide por pedir piedad a Dios y abandonar la mano del Comendador por la de doña Inés. Pero no sin antes conocer todas y cada una de las cartas que sobre la mesa, o balanza, están repartidas. Si el Dios de la clemencia es el Dios de don Juan Tenorio, más merece aquel la alabanza por la paciencia que este por el jolgorio. No me fío de este Tenorio.
                                                             

No hay comentarios:

Publicar un comentario