jueves, 10 de marzo de 2016

Memorias de África. Isak Dinesen




Al pie de las colinas de Ngong el paisaje tiene un aspecto de cerámica que el viento borra y cuece varias veces al día. Allí el verde brillante de un cafetal es algo más que un trozo de tierra cultivada. Pero eso importa poco porque en un cafetal siempre hay trabajo atrasado. Los barrios y las calles de Nairobi, tan cerca que basta una motocicleta para llegar, son grandes. Los kikuyus cuidan la plantación y el criado somalí Farah Aden hace compañía a la Sayyida. Algunas veces los masai le piden que termine con algún león que esquilma sus rebaños. Durante muchos años la Sayyida fue cazadora. Ahora ya no lo es, se ha convertido en granjera. El reposo que exige la cosecha le hace detenerse en los nativos, tomarlos en cuenta y apreciar las diferencias con el ruidoso e inquieto hombre blanco. Los kikuyus están “acostumbrados a lo inesperado” y les molesta la aburrida sistematización de la pedantería blanca.


Msabu, que se ha convertido en doctora de los nativos, se sobresaltó al observar las llagas que presenta el niño Kamante, un duro sufridor que espera un poco de alivio del poder de la mujer blanca. Después, cuando Kamante se recuperó, una extraña mezcla de condescendencia y gratitud le hizo quedarse junto a Msabu, primero como cuidador de perros y más tarde como cocinero. También el viejo Knudsen apuró en la granja sus último días de vida, pero antes de morir alumbró el proyecto de enriquecerse con el guano depositado en el fondo del lago Naivasha. Lo encontró Kamante tirado en mitad de un sendero una tarde de abril, el mes de las grandes lluvias en Kenia. Los tiempos de felicidad en África están ligados a los caminos nocturnos de las estrellas, a la campanilla de Lulú, la antílope huérfana, a la alegría de ser el primero en contemplar el arco tenso de la luna nueva y, también, al anunciador disparo único en la noche. 


Kikuyus o somalíes, para todos los africanos los crímenes son igual a los desastres o las desgracias, y han de compensarse en ovejas, cabras, vacas, novillos o camellos. Msabu frente a la kyama, una especie de junta de ancianos, debía decidir sobre la desgracia de Kaninu. Su hijo, Kabero, había desparecido después de disparar accidentalmente contra otros dos muchachos. Uno de ellos, Wanyangerri, había perdido la mandíbula inferior que milagrosamente un cirujano de guerra había logrado reconstruir. Le cuesta tanto entender a los nativos, una mezcla de hipocresía e interés desnudo, que Msabu posa su mirada en las mujeres masai. Hace años que las mujeres masai no conciben y los niños kikuyus acaban en sus poblados


Denys Finch-Hatton frecuenta la granja de la baronesa después de sus largas expediciones de caza. Los blancos que viven en África a solas con los nativos adquieren la costumbre de decir siempre lo que piensan. Las mujeres somalíes acompañan a la desposada durante los primeros meses de su matrimonio. El marido somalí no conoce nada que sea tan valioso como su mujer, a ella consagra todo su patrimonio y cada uno de sus esfuerzos. La mujer somalí no puede “comprar un par de zapatillas como no sea a través de un hombre”. Y sin embargo, ella busca con afán al hombre para extorsionarlo y él a la mujer para cubrirla de oro.


Es el viejo Knudsen quien le propone a la baronesa la obtención de los recursos que necesita mediante la producción de carbón de leña. Aunque la idea resultó un completo fracaso dio lugar a otra de mucho mayor alcance: la construcción de tres estanques escalonados que muy pronto se llenaron de vida. La sorpresa, en África la sorpresa bebe en las charcas, fue la aparición de un cocodrilo en el estanque mayor que distaba doce millas del río Athi.

Los leones se muestran agresivos por la sequía en el territorio de los masai. Justamente el que se propone atravesar a pie Emmanuelson, un actor que podía reconocer un Chambertin 1906, camino de Tanganyka. La baronesa le acompaña las primeras diez millas, después confía en que los masai dejen al león hambriento.

Denys Finch-Hatton y su amigo Berkeley Cole disfrutan jugando a las construcciones con la cristalería de la baronesa. Le traían de Europa libros, vinos y discos de gramófono. Tenía Berkeley tan importante ascendencia sobre los masai que el gobierno británico le encargó la entrega de medallas a sus jefes después de la Gran Guerra.


Después las cosechas fueron malas y poco a poco las cosas se fueron torciendo más y más hasta desembocar en una pérdida irremediable. El paisaje, África misma, dio un paso atrás y la baronesa supo que había llegado el momento de despedirse. Ocurrió entonces uno de esos sucesos extraordinarios que consisten en la transformación de la incapacidad en necesidad, de manera que cuanto más evidente es aquélla, más se acentúa esta. El clerical funeral del jefe de los kikuyus, Kinanjui, y la negativa de la baronesa a acoger en su casa los últimos instantes de vida de aquel, guardan esa misma y extraña proporción.  

Una pareja de leones custodia la tumba de Denys Finch-Hatton. Desde Samburu, la baronesa contempla por última vez la noble ondulación de las colinas de Ngong. “La silueta de la montaña fue borrada y nivelada lentamente por la mano en la distancia”. Nunca regresó. No se puede.