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jueves, 6 de abril de 2017

Josué, Jueces y Rut






El libro de Josué
Ordena Jehová a Josué, después de nombrarle sucesor de Moisés, que tome posesión de la tierra prometida atravesando el Jordán. El Éufrates, el monte Líbano, el desierto de Arabia y el mar delimitan el nuevo hogar de los hebreos. Exhorta Jehová a su nuevo ministro a ser esforzado y valiente y a que no se aparte de la ley mosaica.  
Envía Josué dos espías a Jericó, los cuales al verse sorprendidos se refugian en casa de una prostituta llamada Rahab, a la que los enviados de Josué entregan un cordón grana como señal de misericordia y verdad. Precedidos del arca, el pueblo de Dios atravesó el Jordán cuyas aguas se separaron. Pasó el pueblo y pasó el arca, pero Josué colocó doce piedras en medio del Jordán, allí donde los sacerdotes se habían detenido y cada una de las tribus tomó otra piedra más, en recuerdo de que el Señor secó el Jordán para que pasara su pueblo.
Frente a Jericó acamparon los israelitas y allí colocaron las piedras del Jordán. Después el Señor ordenó una segunda circuncisión, porque todos los que había salido de Egipto había ya  muerto y los nacidos en el desierto no habían sido circuncidados. Celebraron la pascua, el maná cesó y comenzaron a comer de los frutos de la tierra. Un ángel del Señor se le apareció a Josué para indicarle que la tierra que pisaba era santa y debía descalzarse.
Los gritos del pueblo de Dios y los siete cuernos de carnero que hicieron sonar los sacerdotes, provocaron la caída de las murallas de Jericó. La ciudad fue destruida, pasada a sangre y fuego, y solo Rahab y su familia se salvaron. Josué prohibió ocupar la ciudad y la declaró anatema. Sin embargo, Achán de la tribu de Judá cometió anatema al hurtar de los despojos de la ciudad. Por esta razón, Jehová volvió la espalda a su pueblo y este fue derrotado por los de Hai. Tras el castigo de Achán, Jehová ordena emboscar a los hainitas. La ciudad fue tomada y doce mil de sus habitantes fueron pasados a cuchillo. En esta ocasión, Jehová permitió a los israelitas tomar para sí el botín. Levantó altar Josué en el monte Ebal y recitó la ley de Moisés al pueblo.
Las conquistas de los israelitas obligaron a los demás pueblos a unirse para luchar contra ellos. Sin embargo, los gabaonitas decidieron usar la  astucia. Se presentaron ante Josué y simularon venir de muy lejos mostrando el pan mohoso y viejo que portaban. Piden alianza y se muestran siervos. Josué la concede y posteriormente cuando se entera de que ha sido engañado los convierte en lo que dijeron que eran, es decir, siervos: aguadores y leñadores del altar de Jehová.  
Los reyes de los amorreos se unieron contra Gabaón que había pactado con los israelitas y los gabaonitas pidieron auxilio a Josué. Jehová detuvo el sol en su cenit durante todo un día, parece que a petición de Josué, hasta que la victoria fue de los hebreos. Los cinco reyes que formaban la coalición se escondieron en una  cueva. Josué ordenó sacarlos y que los principales príncipes de su gente pusiera un pie sobre el cuello de las reyes. Después los mató y colgó de un madero. Muchos reinos cayeron bajo el poder y la espada del pueblo de Israel hasta conquistar toda la tierra prometida.
Josué reparte las tierras entre las nueve tribus y media porque las otras dos y media quedaron al otro lado del Jordán. Los levitas no entran en el reparto, sino por la parte de sus ganados y rebaños de la tierra en que morasen como sacerdotes. Pero a pesar de ello siguen siendo doce tribus pues la de José se dividió en dos: la de Manasés y la de Ephraim. Se designan después las ciudades de refugio para los homicidas sin yerro y se indican las ciudades donde han de vivir los levitas conforme a lo ordenado.
Concluida la conquista y el reparto, Josué manda a los rubenitas, los gaditas y la media tribu de los manaseitas a sus tierras al otro lado del Jordán, según lo mandado por Moisés. Sin embargo, al salir de Canaán edificaron un altar notorio y las otras nueve tribus y media interpretaron el acto como un sacrilegio. El hijo del sacerdote Eleazar y diez más fueron a pedirles explicaciones. Aclarado que el altar no es más que testimonio de un mismo Dios para mostrar a las generaciones venideras, vuelve satisfecha la expedición al otro lado del Jordán.
Antes de morir Josué exhorta al pueblo a persistir en el cumplimiento de sus deberes para con Jehová. Temedle y servirle. Josué insiste y del compromiso del pueblo pone por testigo a una enorme piedra. Muere Josué y Eleazar, hijo de Aarón, y los huesos de José traídos desde Egipto son también enterrados.

Libro de los jueces
Prosigue la conquista de la tierra prometida encabezada por la tribu de Judá. Sin embargo, estas nuevas acciones se realizan con menos agresividad y los hebreos pactan con los habitantes de las ciudades conquistadas, permitiéndoles permanecer en ellas. Esto provoca el enfado de Jehová, muy probablemente porque los viejos altares no fueron destruidos. El pueblo llora, pero Jehová da una vuelta de tuerca a la situación y  permite la convivencia con otros pueblos para probar al suyo. Así los hijos de Israel habitaban entre los cananeos, heteos, amorreos, fereceos, heveos y jesubeos. Tomaron por esposas a sus hijas e hicieron suyos sus dioses. Jehová los castiga con ocho años de esclavitud en manos del rey de Mesopotamia (es posible que el rey al que alude el texto pudiera corresponder al reino de Mitani, aproximadamente el siglo XIV). Otoniel, de la tribu de Juda, los liberó por lo que estaríamos ante el  primer juez.
El pueblo volvió a tropezar en la misma piedra y el castigo fue dieciocho años de esclavitud en poder del rey de los moabitas. Los liberó Aod matando al rey. Samgar sucedió a Aod,  tercer juez. Reincide por tercera vez y son veinte años los que Jehová somete a su pueblo al yugo del rey de Canaán. La liberación le corresponde a Débora, cuarto juez, que habitaba bajo una palmera. La profetisa manda llamar a Barac para combatir a Sísara, el general de los cananeos. Jehová le dio la victoria, pero Sísara escapó y fue Jael, mujer de Heber Cineo, quien le dio muerte en su tienda. Tras la victoria, se alaba a Jehová en la famosa canción de Debora.  
Mandó Jehová a los madianitas y los amalecitas contra el pueblo de Israel porque tornó a pecar. Gedeón, el quinto juez, es el libertador en esta ocasión. Gedeón derribó el altar de Baal y levantó un nuevo altar a Jehová donde hizo el sacrificio. Pero la gente no estaba contenta y le presionó a Joas, el padre de Gedeón, para que fuera expulsado. Joas no hizo caso y el pueblo se reunió en torno a Gedeón cuando vieron a Jehová empapar de rocío primero el vellón de lana y luego el campo. Jehová seleccionó a trescientos, aquellos que lamieron el agua, para que acompañaran a Gedeón contra los madianitas. Después de la victoria castigo Gedeón a los pueblos que no prestaron su auxilio en la persecución de los  reyes Zeba y Zalmunna.
A la muerte de Gedeón, su hijo Abimelech mató a sus setenta hermanos varones y se hijo coronar rey, pero las gentes de Sichem se levantaron para vengar a los asesinados. Aunque Abimelech arrasó la ciudad y sus habitantes, una mujer de Thebes acabó con su vida arrojándole desde la torre de la ciudad un trozo de una rueda de molino.
Tola sustituyó a Abimelech y Jair a  Tola. El pueblo torna de nuevo a abandonar el servicio de Dios y este lo entrega en esclavitud a los filisteos y amonitas. Jefté el Galaadita es el héroe que vence fácilmente a los amonitas, pero cuando regresa a su casa ve salir a su única hija para recibirlo. Jefté se rasga las vestiduras porque había jurado antes de partir a combatir a los amonitas que ofrecería en holocausto a cualquiera viera salir a recibirle de las puertas  de su casa cuando regresara. La interpretación de la frase “será de Jehová” que acompaña al ofrecimiento en holocausto, ha permitido a los expertos dar sentido al final de la narración al afirmar que la hija de Jefté se entregó al servicio de Dios.
Después de Ibzan, Elón y Abdón, tornó el pueblo de Israel a hacer lo malo a los ojos de Jehová, quien los entregó a los filisteos por cuarenta años. Un ángel se aparece a la mujer de Manoa para anunciarle que a pesar de que es estéril, le nacerá un hijo que libertará al pueblo de Dios. El niño se llamó Sansón. Bajó a la población de Thimnah y se enamoró de una mujer filistea. La mujer lo traicionará rebelando a sus familiares el acertijo planteado por Sansón. Los filisteos fueron a buscarlo a la cueva de Etam para matarlo, pero fue Sansón quien con una simple quijada de burro mató a mil filisteos. Todos sabemos que Sansón se enamora de Dalila en el torrente de Sorekh y le revelará la fuente de su fuerza. Sansón muere ciego, pero se lleva por delante a un buen número de filisteos al derribar la casa de su dios Dagón.
Tras la desaparición de Sansón hay un periodo de confusión en el que no hay líder espiritual. La tribu de Dan emigra hacia Sidón y recoge a su paso los ídolos hechos por Mikhá y un sacerdote levita que estaba a su servicio. Los israelitas atacaron la ciudad de Laisa y mataron a todos sus tranquilos y confiados moradores. Allí instalaron los ídolos de Mikhá. El pueblo de Benjamín quebrantó el sagrado deber de la hospitalidad y después violó y dio muerte a la mujer del viajero. Este dividió su cuerpo en doce trozos y los mando a cada una de las tribus de Israel. El pueblo de Israel inicia una guerra civil para castigar a la tribu de Benjamín. No quedaron más seiscientos benjamitas refugiados en la roca de Remmón. Después de jurar las restantes tribus de Israel que no entregarían sus hijas a los benjamitas sobrevivientes, cayeron en la  cuenta de que ello provocaría la desaparición de una de las tribus de Dios y se buscaron soluciones para proporcionarlos cuatrocientas mujeres.
No había por aquel entonces rey en Israel y cada uno hacía lo que le parecía a sus ojos.

Libro de Rut
El relato transcurre en tiempo de los jueces. Una mujer, Noemín, regresa a Judá en compañía  de sus dos nueras moabitas. Una de ella, Orfá, decide volver con su pueblo; la otra, Rut, continúa el camino con su suegra. En Judá, Rut acude a espigar al campo de Boos, un conocido del marido de Noemín, y allí obtiene consuelo y servicio de la bondad de quien “no ha abandonado su piedad con los vivos ni con los muertos”. Rut subió a la era y durmió a los pies de Boos. Después de que este consiguiera la cesión de los derechos de parentesco tomó a Rut por esposa y de ella nació Obed que engendró a Iessaí (Jesé) que engendró a David.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Deuteronomio


En las llanuras de Moab, frente a la tierra prometida, Moisés antes de morir transmite al pueblo un resumen de lo acontecido en varios discursos en los que es difícil saber si la voz es la del profeta, la de Dios o la del autor del texto. “Estas son las palabras que dirigió Moisés a todo Israel…” en el primer día del mes decimoprimero en el año cuadragésimo desde la salida de Egipto. Ni siquiera Moisés entrará en la tierra prometida, la irritación de Dios con los hijos de Israel por su desobediencia solo admite dos excepciones: Khaleb, hijo de Iefonné y el Iesoús, hijo de Naué. Recuerda Moisés el paso por las tierras de Esaú. Primero fue Seón, rey de los amorreos, el que vive en Hesebón. Después Dios entregó a Og, el rey de Basán, con todo su pueblo. Hizo contemplar desde el monte Pisgá la tierra prometida a Moisés, porque este no cruzará el Jordán.


Este pueblo que hace “imagen tallada de cualquier cosa” a pesar de la prohibición divina revelada en el monte Khoreb, será dispersado entre todas las naciones y en su aflicción hallará al Señor. “El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras estarán en tu corazón y en tu espíritu, y se las enseñarás a tus hijos hablando sobre ellas cuando estés sentado en casa, cuando vayas por un camino, cuando estés acostado y estés levantado. Y las atarás a tu mano como señal, y serán inquebrantables ante tus ojos. Y escribidlas en las jambas de vuestras casa y de vuestras puertas.” El Shemá que es recordado. Porque no solo de pan vive el hombre, sino que tan necesario como este le es la palabra “que salga de la boca de Dios”. Pueblo de cerviz dura y flaco de memoria con el que Dios ha de emplearse a fondo.



Moisés tiene ciento veinte años y no va a cruzar el Jordán, será Iesoús quien encabece la marcha del pueblo. Y en el monte Nabaú en la tierra de Moab frente a Jericó, Moisés murió. Y no hubo más un profeta en Israel como Moisés.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Números



«Que te bendiga el Señor y te proteja, que te muestre el Señor su cara y se  apiade de ti, que levante el Señor su cara sobre ti y te dé paz»

Un censo con los que salen de Egipto y otro con los que están a punto de entrar en la tierra prometida. Números y desierto. Tal vez por eso el texto hebreo titule el libro Bemidbar, en el desierto, porque lo que se narra es la travesía del pueblo de Dios hasta alcanzar la tierra prometida.

Dios manda a Moisés, dos años después de la salida de Egipto, que forme el censo por familias designando a un representante por cada una de las doce tribus de Israel. Los descendientes de Rubén (46 500), los de Simeón (59 300), Judá (74 600), Isácar (54 400), Zabulón (57 400), los de José son la suma de los descendientes de sus dos hijos, Efraim (40 500) y Manassé (30 200), Benjamín (35 400), Gad (45 650), Dan (62 700), Aser (41 500), Neftalí (53 400). Pero a los levitas, a los hijos de Leví, no se les pasa revista al mismo tiempo que a los demás, porque ellos son los que encargados de la tienda del testimonio. Veintidós mil fue el recuento de los levitas. Es evidente: el libro nada más empezar está lleno de números.


El pueblo anda harto de maná y echa de menos la comida de Egipto. Moisés pide un alivio de su carga. Dios decide conceder aquello que se le pide y da carne al pueblo durante un mes seguido hasta el hastío. La ira del Señor cae luego sobre Mariam y Aarón por murmurar contra Moisés y solo la intercesión de este logra calmar la cólera divina. Llega así el pueblo hasta el desierto de Farán, próximo a la tierra de los khananeos y los espías enviados por Moisés describen una tierra rica que “mana leche y miel” habitada por los hijos de Enak (los gigantes). El pueblo acogió la noticia con inmensa desesperación y fueron muchos los que pidieron regresar a Egipto. Naturalmente que Dios torna a irritarse con gente tan falta de fe y el castigo es conocido: cuarenta años de vagar por el desierto, lo que asegura un cambio generacional. Pero la rebelión continúa. Kore, un levita, la encabeza. Dios abre las entrañas de la tierra y extermina a catorce mil seiscientos. A fin de convencer a su pueblo obra Dios el  milagro de hacer brotar la vara de Aarón como representante de la casa de Leví que, en razón de los diezmos de los hijos de Israel que Dios asigna a los levitas, no tomarán parte en la herencia.



Tras la muerte de Aarón se inician los primero combates por desalojar de la tierra prometida a sus actuales ocupantes y como el pueblo continua murmurando y quejándose, el Señor manda el castigo de las serpientes asesinas, cuyo punto y final viene con la construcción de algo así como un ídolo. Retornada la confianza pueblo-Dios, Israel conquista las ciudades de los amorreos y se sitúa frente a Moab, cuyo rey, Balak, manda a buscar al gran mago y adivino de la época, Balaam, para que le ayude a expulsar a los invasores. Dios le niega el permiso, para concedérselo después y arrepentirse a continuación. Un Dios contradictorio que envía a un ángel para que confunda al pobre Balaam que termina hablando con la burra que monta. Poco después, cuando el díscolo pueblo de Israel, se entregó a la lujuria con las moabitas (se cita a Beelfegor, un demonio que toma a la lujuria, la pereza y la discordia como sus más fieles acompañantes), de nuevo el castigo divino cae como el rayo y se lleva a veinticuatro mil. No es de extrañar que Dios, después de tantas muertes, pidiera un nuevo censo. Entre los seiscientos un mil setecientos treinta resultantes (mil ochocientos veinte menos que los que salieron de Egipto), excluidos los levitas, se repartirá por lotes la tierra prometida. Solo dos vivieron los dos recuentos además de Moisés, uno de ellos, Iesoús (Josué), fue bendecido por Dios y Moisés le invistió del sacerdocio. Los límites de la tierra prometida son confusos para nosotros, pero parecen estar a ambos lados del Jordán. 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Levítico


Aunque el contenido del libro es fundamentalmente normativo hay junto a la autoridad propia de quien impone las leyes, una cierta naturalidad que rebasa la mera obediencia y se interna en la puesta en común de unas bases mínimas sobre las que asentar la convivencia.

La impureza alcanza a los animales y las prescripciones se cuelan en la cocina. Pero el texto ni es obsoleto ni está pasado de moda, es el reflejo cabal de la cultura de un pueblo antiguo.

Para ser quemado, el macho sin defecto.

Para ser degolladas, tórtolas o palomas.

La levadura y la miel prohibidas, si la ofrenda es de flor de harina.

Si el asunto concierne al prójimo, además de al Señor, a la restitución hay que sumarle un quinto y al Señor un carnero sin defecto. Ofrenda esta de perjuicio, distinta de las de salvación y pecado.

Solo los puros pueden comer del sacrificio de salvación.

Las prohibiciones comienzan por las grasas (las del abdomen fundamentalmente) y la sangre.

La paletilla derecha es para el sacerdote.


Moisés consagró a Aarón y los hijos de Aarón tocando con la sangre del segundo carnero las puntas de sus orejas, manos y pies derechos. Los hizo esperar a la puerta de la tienda del testimonio durante siete días. El octavo, Aarón y sus hijos cubrieron el altar del Señor de sacrificios y holocaustos y el Señor lo devoró todo bajo el fuego. El pueblo quedó en éxtasis por haberse manifestado el Señor. Los hijos de Aarón, Nadab y Abioud también fueron devorados por el fuego divino por poner en el incensario un fuego extraño, no ordenado por el Señor. A los hijos que quedaron vivos, Eleazar e Ithamar, Moisés les prohibió que pasaran de la puerta de la tienda del testimonio.


Y las leyes continúan: la de la lepra y la tiña, la del vestido y la casa, la impureza del espermatorreico paralela en cierto sentido a la de la menstruación, el día del a expiación y del perdón (el Yom Kipur judío). Hay normas para casi todo: la recolección, el extranjero, el fruto de los árboles, los pelos de cabezas y barbas, los juicios de pesas y medias, los salarios, el prójimo, los ganados, las telas, las criadas… porque Yo soy el Señor Dios vuestro: un dios que trata de convencer, que conoce los recovecos del miedo humano y por eso sus advertencias no suenan a amenazas.

martes, 13 de enero de 2015

El libro del Éxodo.


Dios, Moisés y el pueblo de Israel. Tres fuerzas extraordinarias: el primero ha decidido cumplir la promesa dada a los patriarcas, el segundo ha de servir de instrumento a la acción divina y el tercero al salir de la esclavitud se hace responsable de su propia libertad ante Dios y los hombres. Ningún texto en la historia humana posee tanta universalidad como este.


Aquellos setenta y cinco descendientes de Jacob que en unión de sus once hijos entraron en Egipto, José ya estaba allí, se multiplicaron y la tierra se llenó de ellos. Y cuando subió al trono un faraón que ya no conocía a José, desconfió de los hijos de Israel y los esclavizó. Como pese al duro trabajo al que los hebreos eran sometidos continuaban en aumento, se ordenó que los varones recién nacidos fueran arrojados al río y solo a las hembras se las dejara con vida. Uno de estos recién nacidos fue abandonado en el río sobre una cesta embreada, la cual fue a parar a un juncal donde se bañaba la hija del faraón. Sabiendo que era un hebreo abandonado se compadeció de él y lo dio a criar para ella a la madre del niño. Cuando creció y la hija del faraón pudo disfrutar del niño le puso por nombre: Moisés, diciendo: “Del agua lo he recogido”. El niño creció y hasta los oídos del faraón llegó la noticia de la muerte de un egipcio a manos del hebreo Moisés que ha de exilarse a la región de Madián para evitar el castigo. Allí conoció a Sepfora con la que tuvo un hijo, Gersam. Un día en el monte Khoreb (el monte Sinaí) Moisés observa una zarza o arbusto que arde sin consumirse y se acerca para admirar el prodigio. Es Dios que se manifiesta bajo esta poética forma. Moisés es el instrumento divino para liberar al pueblo hebreo de la opresión egipcia. Pero Moisés pregunta a Dios una y otra vez, le pone mil y una pegas, hasta de forma velada le pregunta: ¿Pero, bueno, tú quién eres? Y entonces Dios da la famosa respuesta: “Yo soy el que soy”, el único, por tanto, que tiene existencia por sí mismo. La igualdad antigua de un Dios que trata primero de convencer y se enfada ante las reticencias continuas de un Moisés pusilánime.


El faraón suprime la entrega de la paja sin aminorar el número de ladrillos; esa es la respuesta a la demanda de libertad: “Vayan ellos y cojan la paja”. Los hijos de Israel son ahora más esclavos que antes porque han de procurarse la paja. Lleva razón Moisés: en tales condiciones cómo van a escucharle. Tan importante es la genealogía que se nos da cuenta de la procedencia de Moisés y su hermano Aarón: Leví, Kaath y Amram serían respectivamente bisabuelo, abuelo y padre. Y el duro corazón del faraón hizo que el Señor mandara las sucesivas plagas sobre el pueblo de Egipto: la sangre, las ranas, los mosquitos (Casiodoro de Reina habla de piojos), el tábano (“mosca de perro” aclara la Septuaginta), la mortandad del ganado, las llagas, el granizo… ¿Hasta cuándo el faraón va a negarse a dejar que Dios lo conmueva? ¿Por qué Dios no se decide a actuar directamente en el corazón del faraón en lugar de obrar prodigios en el exterior? Hizo subir la langosta, la octava plaga, para que devorara cuanto había dejado tras de sí el granizo y después que descendiera la oscuridad durante tres días el faraón continuaba negándose a dejar salir a los hebreos. La última de las plagas enlaza la pascua, la fiesta de los ázimos y la muerte de los primogénitos, preludios de la salida definitiva de la esclavitud. El Pésaj judío. “Guardaréis los días de los ácimos, porque en aquel mismo días saqué vuestros ejércitos de la tierra de Egipto; por tanto guardaréis este día por todas vuestras edades, por costumbre perpetua. En el primero, a los catorce días del mes, a la tarde, comeréis los panes sin levadura, hasta el veintiuno del mes, a la tarde”. (Versión de Casiodoro de Reina).   


Pero no bien los hebreos se hubieron adentrado en el desierto (la enorme distancia entre la esclavitud y la libertad exige de un aprendizaje), corrió el faraón en pos de ellos al mando de seiscientos carros y frente al mar Rojo los encontró. Al ver al faraón, los hijos de Israel dudaron: mejor esclavos en Egipto que muertos en el desierto. Por mandato del Señor, Moisés separó las aguas, abrió el camino de la libertad para los hebreos y cerró el féretro del faraón. Y Moisés arrojó un palo y el agua amarga de Merra (Mará) en el desierto se endulzó. Pero como el pueblo continuaba dirigiendo sus quejas contra Moisés y Aarón, el Señor envió el maná y el precepto del descanso sabático. Al llegar a Rafidín, de nuevo la sed hizo a los israelitas quejarse e injuriaron a Moisés que se preguntaba: “¿Qué voy a hacer con este pueblo?”. El Señor le dijo que se pusiera delante del pueblo y con el mismo cayado que Moisés apartó el mar, hizo brotar agua de la piedra. Puso como nombre a aquel lugar Massah y Meribah, prueba e injuria. Allí, en Rafidín, Amalek, que el Génesis presenta como hijo de Elifaz, esto es nieto de Esaú, combate a los hijos de Israel y es derrotado por Iesoús (Josué). Moisés, aconsejado por su suegro, elige hombres capaces que pone al frente de diez, de cincuenta, de cien y de mil. Y estando en el Sinaí, Dios llamó a Moisés y este subió al monte. El pueblo elegido, la nación santa, aceptó la alianza con Dios. Tres días después Dios bajó del monte Sinaí y habló directamente al pueblo mostrándole las leyes del Decálogo. Con sangre de novillos que Moisés asperjó sobre el pueblo quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Regresó Moisés al monte Sinaí a recoger las tablas de piedra y allí estuvo en lo alto cuarenta días y cuarenta noches. Ordena el Señor a Moisés la construcción de un arca para guardar el Decálogo con un propiciatorio adornado de querubines y a continuación le da normas muy precisas para la construcción del santuario (tienda del testimonio donde guardar las tablas de piedra escritas por el dedo de Dios) y el altar. Los preceptos se extienden a las vestiduras de Aarón y sus hijos que han de ejercer el sacerdocio para Dios. Y tan pormenorizadas fueron las instrucciones del Señor que mucho fue el tiempo que Moisés tardó en volver con su pueblo y se encontró con que este había fundido un becerro de oro y se había postrado ante él. Hizo Moisés pedazos las tablas y redujo a polvo el becerro. Después hizo que tres mil cayeran a mano de los levitas y volvió a suplicar a Dios, quien lo escuchó y le mandó regresar al monte Sinaí con nuevas tablas donde volver a imprimir el Decálogo. Tan pronto como Moisés descendió se comenzaron los trabajos para la construcción de la tienda del testimonio, del arca donde guardar las tablas, del altar, de las vestiduras, del candelabro, las lámparas, la mesa de la presentación, de los pilares, cortinas, pieles y aparejos. Y cuando el santuario estuvo terminado el espíritu de Dios descendió sobre él y los israelitas avanzaban por el desierto siguiendo la nube divina.


Por la Pascua, los judíos aún hoy recuerdan la necesidad de sentirse como recién salidos de la esclavitud egipcia, porque solo así cabe preguntarse por la identidad de un pueblo elegido que vagó durante cuarenta años por el desierto de la mano de un Dios que parecía perdido.


martes, 19 de agosto de 2014

Libro del Génesis.


Los orígenes del mundo y de la humanidad, los primeros antepasados del pueblo de Israel a través de la historia de los patriarcas, los ciclos correspondientes a Abrahán, a Isaac, a Esaú y Jacob, a José y sus hermanos, modelos de conducta y de virtud propiciados por una convivencia tribal y una explicación integradora de la realidad humana. Eso es lo que está en el Génesis.

Hay un firmamento creado para separar las aguas de arriba de las de abajo y un brote de hierba que siempre semilla según su especie y semejanza. “Un hálito de Dios se deslizaba por encima del agua”. En el Edén puso Dios al hombre bajo la advertencia del árbol de la ciencia del bien y del mal y Adán fue dando nombre a los animales. Luego, tras la expulsión, Dios le puso guardianes al paraíso “no vaya ahora a extender la mano, tomar del árbol de la vida, comer y vivir para siempre”. El mismo Dios que dio preferencia a las ofrendas de Abel sobre las de Caín, maldijo al fratricida. Quedaron vivos Caín y Set, el tercer hijo de Adán. Noé, un descendiente de Set, estaba destinado a dar reposo al hombre y tras su nacimiento Dios recapacitó y decidió borrar a sus propias criaturas. Hizo Dios una alianza con Noé: mando construir un arca y poner a salvo una pareja de cada especie para preservarla del diluvio y Noé obedeció al Señor. Sobre las montañas de Ararat posó Dios el arca. Después de un año la tierra se secó y del arca salieron Noé y sus hijos Sem, Kham y Iáfeth y la mujer de Noé y las mujeres de sus hijos y las bestias por parejas. Dios selló con Noé el pacto de no retorno del diluvio y colocó un arco sobre la nube para que sirviera de recordatorio. Noé cubrió su desnudez inducida por el vino con la inocencia de Khanaan, el hijo de Kham, al que maldijo y dejó bajo la servidumbre de su tío Sem. Los hijos de Noé poblaron la tierra de nuevo después de que Dios los dispersara confundiendo sus lenguas en la torre de Babel.


Abram, semita por descender de Sem, llegó a Kharrán (Jarán, noroeste de Babilonia siguiendo el curso del río Éufrates), en compañía de su padre, Thara, de su mujer, Sara, y de su sobrino, Lot. Allí el Señor le dijo a Abram que debía dirigirse a Khanaan y partió después de la muerte de su padre, Thara. Dios promete a Abram dar la tierra de Khanaan a su descendencia. Abram con su mujer Sara y su sobrino Lot fueron a Egipto a causa del hambre que asolaba la zona y allí Sara se hizo pasar por hermana de Abram. El faraón tomó a Sara y Dios lo castigó. Para evitar las disputas, Abram y Lot se separaron después de salir ricos de Egipto. Lot se quedó con el valle del Jordán y se instaló en Sodoma y Abram levantó un altar a Dios en Hebrón, junto a la encina de Mambré. Las promesas de Dios tardaban en llegar porque Sara seguía sin dar hijos. Dejó Abram encinta a la esclava de su mujer Sara, llamada Hagar, y esta dio a luz a un niño que se llamó Ismael. Trece años después Dios instituye con Abram la alianza de la circuncisión. Abram, como padre de multitudes y naciones, cambia su nombre por el de Abraam y Sara por el de Sarra. Después junto a la encina de Mambré se apareció el Señor a Abraam y le anunció el embarazo de Sarra que hizo reír a esta porque era ya muy vieja para tener hijos. Dios escuchó a Abraam y prometió no destruir Sodoma si en su interior había diez sabios. Pero los dos ángeles no descubrieron más sabio que Lot al que sacaron con sus dos hijas y su mujer, la cual por volverse a mirar quedó transformada en estatua de sal. Tras la destrucción de Sodoma y Gomorra las hijas de Lot se acostaron con su padre ante la creencia de haber quedado como únicos habitantes de la tierra. La mayor concibió a Moab y sus descendientes fueron los moabitas y la menor parió a Ammán y sus descendientes son llamados ammanitas. Abraam circuncidó a Isaac, el hijo nacido de su mujer Sarra, al octavo día conforme le había ordenado Dios. Tenía entonces Abraam cien años. Quiso Sarra que su hijo no se rozara con el de la esclava Hagar y pidió a su marido que expulsara a ambos. Aunque Abraam se negó en principio, Dios le dijo que debía escuchar a su esposa y fueron expulsados. Dios salvo a Ismael de morir de sed en el desierto, pues le estaba reservado hacer con él una gran nación. Cuando murió Sarra quiso Abraam enterrar a su mujer y los hijos de Khet (los hititas) le permitieron que compraba la tierra situada frente a Mambré, en Khebrón, en Khanaan. Antes de morir Abraam hizo jurar a su criado más antiguo que iría a la tierra de donde salió para buscarle esposa a su hijo a Isaac. Que fuera Rebeca la elegida significaba una unión directa con la casa del padre porque Rebeca e Isaac eran primos, colaterales en quinto grado de parentesco. La muerte del patriarca común de las tres religiones del Libro, es narrada con admirable plenitud: “Abraam se consumió y murió en una hermosa vejez, anciano y lleno de días, y fue añadido a su pueblo”. Sus hijos lo enterraron junto a Sarra, en una cueva frente a Mambré.


Rebeca concibió y dio a luz a Esaú, el primogénito, y a Jacob que salió agarrado al talón de su hermano. Esaú menospreció la primogenitura y se la vendió a Jacob por un trozo de pan y un guiso de lentejas. Isaac se estableció en territorio de los filisteos, en Gérara. También Isaac, como su padre, tuvo miedo y presentó a Rebeca como su hermana hasta que el rey Abimélekh lo descubrió y dio la orden de que nadie tocara a Isaac y a Rebeca. La familia prosperó hasta suscitar la envidia de los filisteos, quienes fueron cegando los pozos que los criados de Isaac abrían. Hasta Berseba, el último de los pozos, fue el rey Abimélekh para pedir perdón a Isaac después de saber que el Señor estaba con él. Isaac, viejo y casi ciego, manda a Esaú, por el que siente inclinación, “a cazar una pieza de caza” con la que obtener su bendición. Rebeca, cuyas preferencias recaen en Jacob, logra que el bendecido sea este en lugar de su hermano. Esaú lleno de cólera solo piensa en “que se acerquen los días del duelo” y Jacob por consejo de su madre se marcha a la casa de Labán, el hermano de Rebeca, en Mesopotamia con el pretexto de buscar esposa. Y así “Isaac despidió a Jacob que se fue a Mesopotamia junto a Labán, el hijo de Bathuel, el sirio, hermano de Rebeca, la madre de Jacob y Esaú”. Un magnífico ejemplo de la yuxtaposición propia del lenguaje bíblico. Cansado del camino Jacob se recuesta, duerme y sueña: el famoso sueño de la escalera de Jacob. Al lugar lo llamó la Casa de Dios y puso como estela la piedra sobre la que había reposado. Como es bien sabido Labán tenía dos hijas: la mayor, Lea, y la hermosa Raquel. Jacob sirvió a Labán siete años a cambio de que Raquel fuera su esposa, sin embargo el día de la boda la entregada fue Lea y Jacob se quejó del engaño. Otros siete años de trabajo le exigió Labán entregándole por anticipado a su hija Raquel. Así Jacob tuvo dos esposas, hermanas, las hijas de Labán, las sobrinas de Rebeca, la madre de Jacob. Lea tuvo cuatros hijos: Rubén, Simeón, Leví y Judá. Los dos siguientes, Dan y Neftalí, los concibió Balla, la esclava de Raquel. Gad y Aser los parió Zelfa, la criada de Lea. Volvió Lea a ser fecunda y le dio a Jacob dos hijos más: Isacar y Zabulón. Dios atendió las súplicas de la estéril Raquel y le dio un hijo: José. Después quiso Jacob volver a la tierra de su padre en Khanaan y como su suegro le regateaba la entrega del ganado propio, Jacob se marchó llevando consigo cuanto le pertenecía. Al tercer día Labán conoció la huida y salió tras Jacob, cuyo encuentro termina con un pacto tras erigir una estela que señalaba el territorio de cada uno. A medida que se aproxima a la tierra de su padre Isaac, aumenta el temor de Jacob por el recibimiento de su hermano Esaú y le envía regalos. Una noche antes del encuentro entre los hermanos, Jacob se ve envuelto en una lucha con un misterioso personaje que dura hasta el alba y donde resulta Jacob con una lesión en el nervio ciático que le deja cojo. Esta sombra que se identifica con Dios le cambia el nombre a Jacob por el de Israel. Llegó este más tarde a la ciudad de los sikimos (Siquem) y después de comprar un terreno donde erigir un altar al Dios de Israel sucedió que Dina, la hija de Jacob y Lea, fue violada por Sukhem, el hijo del jefe del país, el cual más tarde, arrepentido y enamorado, pide unirse a ella en matrimonio. Aunque la condición impuesta por Jacob es cumplida, la circuncisión de todos los hombres de Siquem, Simeón y Leví, los hermanos de Dina, reaccionan con brutalidad y asesinan a todos los hombres de la ciudad.      


Murió Isaac en Khebrón, en tierra de Kahnaan, donde había vivido Abraam y lo enterraron sus hijos Esaú y Jacob. Antes había muerto Raquel al dar a luz al último de los hijos de Jacob: Benjamín. Los doce hijos de Israel: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín. Jacob se estableció en la tierra de su padre, es decir, en Khanaan y sucedió que todos los hermanos de José le tomaron rencor por ser el favorito de su padre. Los sueños de grandeza de José no ayudaban a que el cariño retornarse al corazón de sus hermanos. Y así un día en que Israel envió a José hasta Sukhem, sus hermanos decidieron acabar con su vida, pero Judá propuso venderlo a unos mercaderes ismaelitas que iban camino de Egipto y para justificar la ausencia de José mancharon su túnica con sangre de una cabritilla y se la presentaron a Israel. José fue vendido en Egipto a Petefrés, el eunuco del faraón. Hay un paréntesis antes de proseguir con la historia de José. En él se da cuenta de la descendencia de Judá que tanta trascendencia tiene por ser la genealogía de Jesús, de los escrúpulos de Aunán (Onán) por cumplir con la ley del levirato y de las consecuencias de su inobservación. José encontró el favor del faraón y se puso al frente de su casa porque Dios estaba con él. Después la ira de la despechada esposa del faraón condujo a José hasta la prisión. Volvió allí a ganarse el afecto del jefe y la cárcel quedo en sus manos. El copero mayor y el pandero mayor del faraón tuvieron un sueño y acudieron a José para conocer su significado. Y lo mismo hizo dos años después el faraón para desvelar el misterio que se encerraba en las siete vacas gordas y las siete vacas flacas con las que soñaba. Convencido el faraón de que Dios estaba con José le puso al frente del país para hacer frente a los años de hambre que se avecinaban. Jacob enterado de que en Egipto se vendía grano, envió a sus diez hijos a proveerse, quedando Benjamín con él. Cuando se presentaron ante José, este los reconoció, pero no ellos a él. Los retuvo tres días y después los mandó de vuelta a casa con el grano. En su poder quedaba Simeón hasta que el más pequeño acudiera a dar seguridad de que no era un espía. Jacob no quiso arriesgar la vida de Benjamín, único hijo que de su esposa Raquel le quedaba, tras la supuesta muerte de José. Pero una vez acabado el grano fue de necesidad volver a Egipto y entonces Jacob aceptó que Benjamín acompañara a sus hermanos. Después de que la copa de plata que José había ordenado esconder entre las pertenencias de Bejamín, fuera descubierta y ordenado aquel que este quedara a su lado como siervo por su falta, Judá explica a José pormenorizadamente lo que significaría para su padre Jacob la pérdida de Benjamín y José revela su identidad. Lejos de dirigirles reproche alguno, afirma José: “Dios me ha enviado por delante de vosotros para preservar la vida. Porque este es el segundo año de hambre sobre la tierra y todavía quedan cinco años en los que no habrá labranza ni cosecha”. Setenta y cinco fueron las personas que de la casa de Jacob entraron en Egipto. El hambre continuó años tras año y José adquirió para el faraón todo el dinero disponible, luego los ganados, más tarde las heredades y por último los convirtió a todos en esclavos del faraón. Jacob bendijo a los hijos de José, Efraim y Manassé, antes de morir y pidió a sus hijos que la tierra de Kahnaan y no la de Egipto cubriera su cuerpo. José ordenó que embalsamaran el cadáver de su padre y Egipto hizo duelo por él durante setenta días. Después lo sepultaron en la cueva de Abraam frente a Mambré, en Khanaan. Vivieron José y sus hermanos en Egipto y después toda su descendencia y cuando José murió lo enterraron y colocaron en un féretro para llevar sus huesos con ellos en el día en que Dios los visite y les haga “subir de esta tierra a la tierra que juró Dios a nuestros padres Abraam, Isaac y Jacob”.

Como muy atinadamente señala Rogerson la muy diferente forma en que se tratan en el Génesis las figuras de Abraam, Isaac y Jacob de una parte y, de otra, la de José y sus respectivas historias, muy episódicas las primeras y muy rica en detalles y desarrollo, la segunda, muy bien puede indicar que estemos ante ciclos de redacción temporal no coincidentes. Además el indudable hieratismo de las figuras del primer ciclo, desaparece en con la de José.


No por evidente debemos dejar de señalar la legitimación genealógica que recorre todo el Génesis. Adán-Set, Noé-Sem, Abraam-Isaac-Jacob-José, en una línea recta descendente que permite invocar a Dios en unión del ascendiente. Ese tiempo en el que Dios comparecía cuantas veces era invocado y con el cual el hombre podía dialogar, nos causa una profunda nostalgia. Bien mirado si ese tiempo existió, bien puede volver. Alguna sorpresa depara la Septuaginta, como el tratamiento de animal sagaz y sensato que el texto da a la serpiente. 

martes, 10 de junio de 2014

Una introducción a la Biblia. J.W. Rogerson.


Más que de la Biblia debemos hablar de las Biblias. La Biblia protestante, la católica, la ortodoxa o la judía, presentan diferencias no solo en relación al canon, es decir, los libros que las integran, sino también por el contenido mismo en que son vertidas a la pluralidad de idiomas que se manejan en todo el orbe terrestre. Naturalmente que las posturas dogmáticas de las distintas iglesias nos dejan también su impronta. La Biblia oficial de la Iglesia ortodoxa oriental es la septuaginta que se comenzó a traducir en el siglo III a. de C. Ni la Biblia hebrea o Tanaj ni la Biblia protestante contienen los llamados Deuterocanónicos, siete libros que forman parte del Antiguo Testamento para los cristianos. El simple hecho de abordar la lectura de este fundamental texto de la historia humana, nos obliga a tomar postura. Las primeras Biblias cristianas completas se corresponden con los códices unciales (es decir, texto manuscrito en letras mayúsculas) Sinaítico y Alejandrino de los siglos IV y V d. de C.

La tradición asigna a Moisés como el autor del Pentateuco, a Josué como autor del libro que lleva su nombre, a Samuel como el autor de Jueces y Rut, a David como autor de muchos de los salmos, a Salomón como el autor de la mayor parte del libro de los Proverbios, así como Eclesiástico y del Cantar de los Cantares y a los profetas como autores de los libros que llevan sus nombres. En la actualidad la mayoría de los expertos están de acuerdo en que la redacción de la Biblia se debe a sucesivas formas de adición y ampliación realizadas a los largo de los siglos por una pluralidad de autores. Este mismo hecho ha dado lugar a los llamados libros apócrifos. Muchos indicios apuntan a que este autor plural utilizaría la técnica del corta-pega para elaborar el texto a partir de varias fuentes. Los exegetas modernos, por ejemplo, aseguran que el libro de Isaías se debe a una escuela fundada por los discípulos del profeta que trabajó a lo largo de más de dos siglos para elaborar una sola obra literaria que recoge una experiencia plural. Como acertadamente dice Rogerson la Biblia no fue durante cientos de años más que una “colección de rollos separados”. Conviene tenerlo en cuenta.

A medida que nos vayan ocurriendo cosas mientras progresamos en la lectura, las iremos añadiendo en este apartado de la mano del estupendo libro Una introducción a la Biblia de J.W. Rogerson que puede tomarse como guía.

De momento abordaremos la lectura siguiendo los libros históricos comenzando por el llamado Tetrateuco: Génesis, Éxodo y Números. El Levítico, que también forma parte del Tetrateuco, lo dejaremos de momento al margen por las razones que apunta nuestro guía.