miércoles, 23 de noviembre de 2011

La serie Carvalho de Manuel Vázquez Montalván.

Manuel Vázquez Montalván, barcelonés y culé, nació un 27 de julio de 1939 en el barrio del Raval y murió de un paro cardíaco en el aeropuerto de Bangkok, Tailandia, el 18 de octubre de 2003. Pertenecía a una familia humilde y republicana. Tanto su padre, como él mismo, pasaron por la cárcel, debido a sus inclinaciones políticas antifranquistas. Cultivó todo los géneros: desde la poesía y el teatro, hasta la más personal de las misceláneas literarias. Su obra se integra por más de un centenar de títulos y recibió un notable número de premios, entre otros: el Ciudad de Barcelona, el Nacional de Literatura y el Nacional de la Crítica, además del Planeta o el Premio Grinzane-Cavour por el conjunto de su obra.

Su prosa se mueve con trazos rápidos, Tatuaje la escribió en quince días,  que ofrecen una visión renovada del mundo por el que trata de orientarse su personaje estrella, Carvalho. Así, las piernas de las peluqueras aparecen “concluidas en chancletas de plástico rojo”, el rostro del limpiabotas (el Bromuro) “acoge escasas arrugas”, los hombres muestran un “empaque desmesurado” y las mujeres  exhiben “un carnoso y agradable frente”. Como un buen caricaturista, Vázquez Montalbán, describe con la punta del lápiz. 

Mercado de la Boquería.
Lo culinario aparece en todas y cada una de sus novelas, incluso dedicó varios libros al tema gastronómico. A Carvalho, el personaje de MVM., de conducta y hábitos absolutamente desordenados, no le importa comer el guiso que él mismo ha preparado en la cazuela donde ha cocido, pero es estricto en la necesidad de que cada vino tenga su copa peculiar. Y aunque le molesta comer “cualquier cosa”, es capaz de disfrutar de un buen bocadillo de salchichas. Cuando Carvalho se dispone a degustar el rijsttafel (mesa de arroces), en un restaurante de Ámsterdam, paladea el ceremonioso encendido de las velas bajo los platillos que lo componen y expresa “el característico bajón de tono que a uno le sacude cuando se dispone a comer solo”, claro que, inmediatamente, sacará la única conclusión posible: “Comer mucho y bien”. Es, desde luego, solo un ejemplo de las innumerables referencias gastronómicas que MVM pone en los labios carvalhianos. Cabe preguntarse si acaso no estaremos en presencia de un autor que era mejor gourmet que escritor, interrogante que no surge con afán crítico, sino más bien con un propósito conciliador.

Pero Carvalho no es simplemente un tipo al que le gusta comer bien, ni se agota tampoco en la solución técnica de la que hablaba MVM, es un hombre que somete la realidad en la que vive a una crítica feroz. Es llamativo que Pepe Carvalhol sea un “quemalibros”, en Tatuaje prende fuego nada menos que al Quijote, el máximo icono cultural de este país, y, precisamente, como tal baluarte lo incendia. No es que minusvalore la grandeza literaria de la obra de Cervantes, sino que lo elige como símbolo de la crueldad con la que la cultura está maniatando la conducta del hombre contemporáneo. Tal vez esa lucha de poder, en la que la cultura no es más que uno de sus resortes, sea la razón que convierta a Carvalho en un defensor del muerto, de aquel que ya no puede actuar, del auténtico perdedor.   

La serie Carvalho se inicia en 1972 con Yo maté a Kennedy y termina con la publicación póstuma de Milenio Carvalho en el 2004.  

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El sueño americano. La torre del orgullo. 1890-1914. Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial. Barbara W. Tuchman.

En enero de 1890, Thomas B. Reed es elegido para ocupar la presidencia de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Se trataba del mejor polemista de su tiempo, consumado orador -hasta el punto de que se dice que nunca cometió un error de sintaxis-, rápido en la respuesta e inmejorable artífice del sarcasmo. Su astucia le permitió acabar con el llamado quórum silencioso, mediante el cual la minoría bloqueaba todas aquellas votaciones que no eran de su interés en la Cámara. Para ello bastaba con que alguien pidiera que se comprobara si existía mayoría suficiente para decidir, y que aquellos a quienes no interesaba la aprobación, guardaran silencio al escuchar sus nombres, lo cual implicaba su ausencia legal y, consecuentemente, la inexistencia de quórum.

En ese mismo año de 1890, la Oficina de Censos declaró oficialmente que no existían ya zonas de colonización y el capitán de la marina de guerra, Alfred Thayer Mahan, presidente del Colegio de Guerra Naval, anunció que “quieran o no, los norteamericanos tendrán que empezar a mirar al exterior.” Inmediatamente el Congreso autorizó la construcción de tres acorazados, el Oregón, el Indiana y el Massachussets, y dos años después, un cuarto, el Iowa. Así, cuando en 1895 el pueblo cubano se alza contra la dominación española y los Estados Unidos obtienen del apresamiento del mercante Alliance, la excusa que necesitaban, el senador por Alabama, Morgan, pudo exclamar: “Cuba debe convertirse en colonia americana”. El expansionismo americano había nacido y, con él, también el militarismo. Contra ambos protestó Charles Eliot Norton, profesor de bellas artes de Harvard, considerado como el hombre más culto de América y árbitro de la cultura en los medios intelectuales americanos. A semejanza de lord Salisbury, Norton creía en el dominio de una clase, la cual, para él, se fundaba, no en la posesión de tierras, sino en un patrimonio de cultura, refinamiento, educación y modas. Observó que esta clase iba desapareciendo, y protestó en sus conferencias contra el aumento de la vulgaridad. Más adelante en un alarde de pensamiento globalizador, llegó a sospechar si acaso la pérdida de lo valores que amaba no podía ser un precio por el aumento de bienestar material; sin embargo no alcanzó a establecer un total paralelismo entre cultura y bienestar social.

Thomas B. Reed
El 3 de julio de 1898 la flota estadounidense derrotaba a España en la batalla naval de Santiago de Cuba y tan sólo cuatro días después el Congreso aprobaba la anexión de Hawai. Concluye Estados Unidos el año con la firma del Tratado de París por el que España “transfiere” las Filipinas a cambio de veinte millones de dólares (sarcásticamente Reed dirá: “Hemos comprado diez millones de malayos surtidos a dos dólares por cabeza…”) El imperialismo acabó por ganarle la batalla al sueño americano de libertad para todos los pueblos, el colonialismo europeo tuvo mayor capacidad de sugestión. El 1901 el binomio Mckinley/Roosevelt (decididos partidarios de la expansión territorial) volvió a ganar las elecciones, lo que venía a ratificar esta nueva visión imperialista de los Estados Unidos. Naturalmente que quedaron víctimas por el camino, no sólo las múltiples que generó el levantamiento de los filipinos contra la nueva potencia, sino también ilustres hijos de la tradición americana. Buen ejemplo de ello fue la retirada política del más conspicuo speaker de la Cámara, Thomas B. Reed. Dicen que en una ocasión Reed le ganó a Mark Twain veintitrés manos seguidas de póquer. ¡Cuánto ingenio escondido entre aquellas cartas!

viernes, 11 de noviembre de 2011

El último encuentro.

El autor.
Sándor Márai nace con el siglo, en 1900, en una localidad del imperio austro-húngaro, Kassa, hoy perteneciente a la actual Eslovaquia.
Su familia pertenecía a la burguesía de la época (su padre era un abogado importante de Budapest). Ya de niño observará con minuciosidad la vida y costumbres de su época, que quedarán reflejadas en muchas de sus obras, donde muestra con detalle la decadencia de la burguesía húngara de entreguerras.
Alumno inteligente pero inquieto e inquisitivo con las normas y con el entorno, estos hábitos le llevaron a ser un mal estudiante, por lo cual estuvo varios años en un internado religioso. Es muy probable que estas vivencias le sirvieran para describir con maestría el capítulo 4 de su novela “Divorcio en Buda”, dedicado a los sentimientos del juez Komives en el internado, los de su influyente tutor el padre Norbert, y las duras sensaciones que muchos compañeros vivían al regresar a casa en los periodos vacacionales, pues “veían las vacaciones como un deber pesado y penoso; llegaban a sus casas con la cara larga para pasar la Navidad o las vacaciones de verano, y se apresuraban a volver antes de tiempo, contentos y felices”.
Más tarde su padre le financió sus estudios en Europa, que él dedicó a la vida bohemia, subsistiendo después con colaboraciones literarias y artículos periodísticos.
Vio rápidamente los peligros que acechaba el nazismo, al que atacó desde sus inicios, granjeándose por ello el apoyo y la fama de sus compatriotas, agrandada por sus artículos periodísticos y sus obras de teatro. Liberados los húngaros de ese yugo por el régimen soviético, Márai ve que la única hazaña de los rusos había consistido en cambiar de adjetivo al yugo: antes era fascista y a partir de entonces sería comunista, pero seguía siendo un yugo. Mal visto por el nuevo régimen (como “burgués decadente”), su reputación le libró de la represalias, pero sus libros fueron prohibidos y se exilia, primeramente en Europa (Italia, Suiza, París) hasta instalarse definitivamente en Estados Unidos. Al exiliarse se queda sin patria y sin lectores, dedicándose a escribir para su esposa.
Se casó a los 23 años con Lola Matzner, una joven judía de familia acaudalada, a la que amó profundamente hasta su muerte, sesenta y dos años más tarde. Al morir ella nada le aferra a la vida. Su hermano menor, su hijo natural, y su hijo adoptivo han muerto también. Todo le da asco: considera la literatura, incluida la suya, vanidad y presunción. La vida sin Lola le da asco.
Unos años después de esta muerte, y aún afectado por ello, el autor se suicida pegándose un tiro a los 89 años, al saber que está enfermo, casi ciego y que ha de vivir hospitalizado el resto de su vida. Un mes antes ya lo anuncia en sus diarios, llegando al extremo de ir a practicar a una academia de tiro para evitar que un error le dejara inválido; lo último que escribe es: “Ha llegado la hora”.


Su obra.
Márai escribió novelas, poesía y teatro, pero lo que le dio fama universal fueron sus novelas. Tras un éxito inicial en su juventud, el exilio y la dictadura comunista ocultaron su brillo, que no ha sido recuperado de nuevo hasta después de su muerte, tras la progresiva y sorpresiva aparición de sus novelas por una editorial italiana.
Hay críticos que ven similitudes en aspectos biográficos y de contenidos (la vida burguesa) con escritores de éxito de su época.  Era un humanista como Thomas Mann, Hesse, Zweig, Huxley, entendiendo el humanismo como una creencia laica en la virtud de la literatura y del saber en motivar conductas y develar misterios de la condición humana.
Otros críticos ven las obras de Márai como fuegos de artificio, bellos de contemplar, pero que se evaporan sin dejar rastro; Javier Marías las ve como “literatura de sonajeros”, o sea, que agrada su sonido pero no produce una melodía. Para los contertulios claramente se queda a distancia de Stefan Zweig o Thomas Mann. Sin embargo parece ser que desconocemos gran parte de su obra, ya que en su época de éxito publicó más de 40 novelas, hoy casi todas desconocidas, que ahora se están reeditando poco a poco.
La vida del imperio austro-húngaro ha desparecido. Una sociedad derrotada, un imperio desmembrado, un población diezmada, unos territorios perdidos, se intentan disimular con la recomposición formal. Pero Márai siente que en esa misma sociedad decadente se encuentran los valores que dignifican al hombre: la confianza en la palabra, la dignidad, la respuesta a la llamada de la vida, la inclinación al dolor ajeno… Márai no encuentra heroísmo en las grandes batallas, sino en el modo en que se sobrelleva la soledad. El nazismo y el comunismo, todo lo que arrasaron y el modo en que lo hicieron, le hicieron vea a Márai que aquello que parecía una sociedad de cartón encerraba un tesoro. Pero Márai no trata de justificar o censurar la vida burguesa, sino que reivindica la vida burguesa entendida como una vocación ligada al esfuerzo, a controlar el día de mañana, a la vida familiar y su ceremonial.

“El último encuentro”.
El título original de esta novela, puesto por el autor, inicialmente fue “A la luz de los candelabros”. Con ese título y en esa época apenas consiguió los elogios y tirajes que ha conseguido hoy en día. Es sin duda su obra más famosa, y en mi opinión, su obra más conseguida de las que conocemos.
Hay dos protagonistas principales, el general y su amigo Konrad, con una relación de amistad de 22 años. Y dos secundarios: Krisztina, la amada de los dos protagonistas y causa de sus desencuentros, y Nini, la criada del general, que es el testigo fiel de su mundo exterior e interior desde que nace hasta el final de la obra (75 años) “lo sabían todo el uno del otro, más de lo que una madre puede saber de su hijo, más de lo que un marido puede saber de su mujer…”.

La novela es una larga y madurada reflexión sobre la amistad. Un análisis minucioso sobre las pasiones y los sentimientos humanos, con una trama creciente en torno a todo lo que, aparentemente de manera inexplicable, llevó a huir a su íntimo amigo de tantos años. 

El estilo en teoría es un diálogo entre dos amigos, que se reencuentran 41 años y 43 días después (hasta ese extremo de contabilidad lleva el afán de venganza del general). Pero más que diálogos son monólogos de Henrik, a los que Konrad contesta con breves palabras o silencios, por lo que, el lector parece ser también a la vez el destinatario de las reflexiones del anfitrión, para que saque sus conclusiones.

 En la primera mitad expone hechos que de manera progresiva van generando la urdimbre de esa amistad sin límites. En la 2ª mitad repasa las causas que la pusieron fin, hurgando en la profundidad de sus almas buscando “la verdad”, explorando hasta sus últimas consecuencias:
 “Y si uno entrega a alguien toda la confianza de su juventud, toda la disposición al sacrificio de su edad madura, y finalmente le regala lo máximo que un ser humano puede dar a otro, si le regala toda su confianza ciega, sin condiciones, su confianza apasionada, y después se da cuenta de que el otro le es infiel y se comporta como un canalla, ¿tiene derecho a enfadarse, a exigir venganza? Y si se enfada y pide venganza, ha sido un amigo él mismo, el engañado y abandonado? (Pág. 100)
“Sientes en tus manos un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición para matar, la atracción cargada de prohibiciones, la pasión más fuerte, un impulso que no es ni bueno ni malo, el impulso secreto, el más poderoso de todos: ser más fuerte que el otro, más hábil, ser un maestro, no fallar… Esto mismo sentiste tú, quizás por primera vez en tu vida, cuando en aquel bosque, en aquel punto de acecho, levantaste el arma y apuntaste para matarme”. (Pág. 114)
“Y ahora, cuarenta y un años después, tengo que darte una sorpresa terrible, tengo que hacerte una revelación: tú y yo seguimos siendo amigos”. (Pág. 125)

A la vez analiza algunas emociones y valores humanos de todo hombre, como el perdón, el honor, la venganza, la envidia, el orgullo, la soledad, la vejez, y hace evolucionar el contenido de éstas a lo largo de la novela, que es lo mismo que decir a lo largo de la vida.
“Él llevaba mucho tiempo esperando. Ya no se acordaba ni siquiera del momento en que el enfado y el deseo de venganza habían dado paso a la espera.”(Pág. 19)
“Sin embargo, cuando todo ha acabado ya, como ahora, pues para nosotros todo ha acabado ya, no podemos llegar muy lejos con palabras así. Engaño, infidelidad, traición: son simples palabras, sólo son palabras, mientras la persona a quien nos referimos está muerta ya”. (Pág. 170)

De vez en cuando nos describe algunos paisajes para situarnos, como pinceladas de claroscuros flamencos, así cuando describe el viaje de la madre de Konrad, la joven extranjera, junto a su marido, atravesando las montañas de Suiza y de Austria (“Aquella llanura vacía donde ya habían recolectado todo, donde no se vfeía el final de los caminos”). O la descripción, como una pintura de bodegón, del salón en el que van a cenar (“La larga mesa cubierta con un mantel blanco, y en el centro hay un jarrón de cristal de roca, con orquídeas”); o cuando en el capítulo 7 describe la Viena majestuosa y sus bailes diarios (“Toda Viena bailaba bajo la nieve”). O esa descripción paisajística, más minuciosa, con la que comienza el capítulo 14, y que sirve de contexto al punto álgido de la novela: “Era el momento exacto en el que la noche se separa del día, el mundo inferior del mundo superior. …Todavía están unidos lo bajo con lo alto, la luz con las tinieblas. A los cazadores y los animales les gusta ése instante. Ya no es de noche pero tampoco es de día. …Como si todos los seres vivos exhalaran sus secretos y sus maldades. …Es un instante misterioso. Los antiguos paganos lo celebraban en medio de los bosques… anhelando la llegada de la luz, o sea, de la razón y del conocimiento. …Porque todas las pasiones anidan en la noche del alma humana.”

Ya en las últimas páginas describe la llegada de la vejez con precisión de cirujano, con frases terribles para el ser humano: “Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma… Cuando se acaba el deseo del placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente.  Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado. Lo que el nuevo día te traiga, ya lo conoces de antemano…Ya no puede ocurrirte nada imprevisto.”(Pág. 171)

La novela expone también la visión de dos mundos contrapuestos, uno el de Henrik, el del boato, el de las cacerías, el de los carruajes y los grandes bailes, el de las comidas de gala y las clases altas. El otro el de Konrad, de casas oscuras de aire viciado, de miserias de clase baja: ”Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne durante tres meses. Si...” Y termina con una frase demoledora, como habiendo descubierto un secreto vergonzoso, su pobreza: “Ahora ya los conoces. …Cuando partieron, sintieron por primera vez que algo había ocurrido entre los dos”. Es más, en la tertulia se coincidía con el razonamiento del general en que “quienes te habían obligado a hacer la carrera militar, simplemente por amor y por deseo de que estuvieras por encima de ellos, habían cometido un crimen”, hasta el punto de que Konrad en algún momento deseara la muerte de sus padres para alcanzar la liberación.

El mismo general esa noche ve que, aparte de en lo material, en su entorno había dos mundos contrapuestos en los ideales. Uno al que pertenecían él y su padre, apegados a las tradiciones, al cumplimiento de la normativa sin vacilaciones, al disfrute de los placeres de la vida que le son permitidos a su clase social, a mantener el honor por encima de todo. Luego estaba el otro mundo, el de Krsiztina y de Konrad, que era también el de su madre, que era el del arte, el de la música, el de los valores propios por encima de las normas, el de las pasiones.
“Los oyentes disciplinados comprendieron que la música podía ser peligrosa. Los otros dos, la madre y Konrad, sentados al piano, no hacían caso de los peligros… la música era tan sólo un pretexto para desatar en el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que la disciplina y el orden humanos intentan ocultar.” (Pág. 49)
 “Sabíamos que soportabas todo con mayor dificultad que nosotros, los soldados de verdad. Lo que para ti era un estado para nosotros era una vocación. Lo que para ti era una máscara para nosotros era un destino. No nos extrañamos cuando te quitaste la máscara.” (Pág. 85)
“Entre mi madre, Krisztina y tú, estaba la música como aglutinante. Probablemente la música os decía algo, algo imposible de expresar con palabras o acciones., y probablemente os decíais algo con la música, y ese algo que la música expresaba para vosotros de manera absoluto, nosotros, los diferentes, mi padre y yo, no lo comprendíamos”. (Pág. 157)

Algunos contertulios señalábamos que Márai parece no dominar el cierre de sus novelas. Así en “Divorcio en Buda”, tras una primera mitad de la novela ágil y con contenidos, se enfrasca durante casi la 2ª mitad de la novela en un monólogo (o sea, esos “diálogos” de Márai en los que uno habla y otro escucha) y que aporta demasiado poco a la estructura y contenido de esta novela: “No puedo irme de aquí hasta que me dés una respuesta. ¿Has soñado con Anna durante estos últimos años?”.

 Está mucho mejor resuelto el final de “El último encuentro” donde el general va desgranando con maestría y con todo lujo de detalles los hechos acaecidos en esos años de juventud, las emociones vividas y las causas que las motivaron, pero quedan en el aire las argumentaciones de Konrad, que opta por guardar silencio. Las dos famosas preguntas que tenía planteadas desde hace décadas (“Tuviste intención de matarme o fue imaginación mía? y ¿Fuiste amante de Krisztina?”) ya no le interesan. A esas alturas de su vida y de la larga conversación de madrugada, esas respuestas no son importantes. El tiempo las ha respondido. La pregunta que le hace ahora es terrible para los dos: “¿Sabía Krisztina que tú ibas a matarme aquella mañana, en la cacería?” La respuesta indudablemente estaba en el revelador Diario de Krisztina. Es curioso que el título de esta obra en inglés sea “Embers” (“Ascuas”), aludiendo a este final de la obra cuando el anfitrión, con el acuerdo de su invitado, decide quemar el diario de Krsiztina, la amada de ambos, sin conocer la respuesta que tanto le angustiaba.

Cuando se está preparando para irse, Konrad le recuerda al general: “Dijiste dos preguntas. ¿Cuál era la otra?...”  Y Henrik le responde avergonzado de su vileza común con Krisztina: “Quien sobrevive al otro es siempre el traidor. Porque ella sí que murió. Murió porque tú te marchaste, murió porque yo me quedé pero no me acerqué a ella, murió porque nosotros dos, los hombres a quienes ella pertenecía, fuimos más viles, más orgullosos y cobardes, más ruidosos y silenciosos de lo que una mujer puede soportar, porque huimos de ella, porque la traicionamos, porque la sobrevivimos. Es la pura verdad.
 …Quisiera que me dijeras ¿si hemos vivido esa pasión quizá no hayamos vivido en vano? ¿Que así de profunda, así de malvada, así de grandiosa, así de inhumana es una pasión? ¿Y que quizás no se concentre en una persona en concreto, sino en el deseo mismo?” (Pág. 183-4) Pregunta a la que de nuevo Konrad responde con el silencio.

A modo de conclusión diremos que es una obra excepcional, donde describe magistralmente las emociones/sensaciones/relaciones/pasiones humanas. Sin embargo para algunos contertulios, las expectativas de gran escritor que genera en esta novela no se ven reflejadas en el resto de sus obras publicadas últimamente.


COMENTARIOS: Efrén ARROYO ESGUEVA

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Lord Salisbury. La torre del orgullo. 1890-1914. Una semblanza del mundo antes de la Primera Guerra Mundial. Barbara W. Tuchman.

Lord Salisbury
Robert Arthur Talbot Gascoyne-Cecil, tercer marqués de Salisbury, más conocido como lord Salisbury, es nombrado primer ministro por tercera vez en 1895. Ser un “Salisbury” era sinónimo de descomedimiento político. En una ocasión comparó a los irlandeses con los hotentotes por su incapacidad para gobernarse y, en otra, para referirse a un candidato hindú al parlamento, empleó el término “negro”. Disponía de una casa en Arlington Street, otra de campo en Hatfield y una mansión en Beaulieu, en la Riviera francesa. Lord Salisbury pertenecía a esa clase de políticos que no se creían responsables ante el pueblo, sino que el pueblo es precisamente su responsabilidad; su admiración siempre recorría un camino ascendente en la escala social y llegaba a la cúspide con la reina Victoria, a la que tenía gran respecto y consideración. Se oponía a las corrientes democráticas y a extender el derecho del voto, porque con ello “los ricos pagarían los impuestos y los pobres harían las leyes”, lo que conllevaba separar el poder de la responsabilidad. (Tal vez no estaba diciendo tonterías lord Salisbury).
En esa época, 1895, el caballo era aún tan inseparable en la vida de las clases elevadas como el criado, aunque mucho más querido que éste. Estos “patricios” como los denomina Barbara W. Truchman, vivían en casas con más de cien habitaciones y una media de mil quinientas hectáreas de terreno, que les proporcionaban un renta que variaba entre tres y cien mil libras esterlinas al año (un maestro por ejemplo ganaba setenta y cinco anules), se dedicaban a la caza y a la política, viajaban en trenes privados y vivían el doble de la media.
Poco después de hacerse cargo del gobierno, lord Salisbury tuvo el primer problema con quien menos hubiera imaginado, a saber, con Estados Unidos, a cuenta de la frontera entre la Guayana Británica y Venezuela. La plenitud energética en la que ambos países vivían, hizo subir el tono de los desafíos. Sin embargo, el incidente de diciembre de 1895 conocido como la incursión de Jameson en la República de Transvaal, provocó que la opinión pública inglesa girara la cabeza hacia Alemania, toda vez que el kaiser había enviado un telegrama de felicitación al presidente de la república bóer por su triunfo sobre los ingleses de la colonia del Cabo.    
Lord Salisbury esperó al término de la guerra con los bóeres para ceder su influencia política a su sobrino Balfour. Antes se había visto obligado a despedir a la vieja reina Victoria. Cuentan que ésta un año antes morir, por tanto hacia 1900, al regresar en su yate después de una visita a Irlanda, se vio importunada por un mar tormentoso y, tras el embate de una ola especialmente violenta, hizo llamar a su médico y le dijo: “Vaya arriba, sir James, salude de mi parte al almirante, y dígale que el hecho no debe volver a repetirse.”