miércoles, 22 de febrero de 2012

El Quijote. Primera parte. Capítulos I a XX.


Su papel es malo y amarillento, sabemos que procedía de los molinos de los pinares de El Paular. Los tipos, redondos y grandes, estaban desgastados, las iniciales parecen emborronadas y toscas, las erratas menudean por el texto y hasta la foliación está equivocada. Las páginas más pomposas son las correspondientes a la portada y la dedicatoria. Todo parece indicar que la impresión se hizo deprisa y corriendo, sin ningún miramiento ni reposo. No resultan suficientes las razones que expuso Agustín G., de Amezúa en aquel famoso artículo publicado en el ABC en enero de 1949, para poner en tela de juicio que la edición de 1605 (en realidad hubo dos en Madrid, dos en Lisboa y dos en Valencia, lo que hace un total de seis tiradas el mismo año de su aparición), sea la princeps. Sigue siendo aventurado afirmar la existencia de un Quijote publicado en el año 1604.

Se ha señalado por los cervantistas, que el mayor acierto del Quijote fue abandonar definitivamente el espacio intermedio que los libros de caballerías ocupaban en la búsqueda de una nueva forma de hacer literatura. La ambigüedad del narrador y la complejidad de su estructura, permiten hablar de un acto inaugural de la novela moderna.

Nosotros poco, muy poco podemos aportar. Si acaso, la visión de quienes tratan de comprender por qué una obra con más de cuatro siglos de existencia, admite una lectura tan contemporánea.

PRÓLOGO.
Aún hoy en día, no deja de sorprendernos. Desde la primera frase con la que se dirige directamente al “desocupado lector”, Cervantes se muestra dispuesto a romper con las viejas formas. De ellas hace burla, hasta tal punto que vuelve la espada y la pluma contra sí mismo. Fijaos que el amigo que va guiando a Cervantes en el prólogo, después de invitarle a mentir sobre la procedencia de los elogios o epigramas que ha de incorporar a su obra, añade: “…, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes…” Que una mano fue perdida por la espada, que la otra quede al albur de la pluma.

CAPÍTULO I
Carnicero, Isidro y Antonio. Ibarra 1782.
La divergencia de las fuentes acerca del sobrenombre de don Quijote [Quijada, Quesada o Quijana], introduce la verosimilitud y rigor de quien acaba de comenzar a contar el cuento, y sirve para advertir que tal divergencia en las fuentes, en nada afecta a la veracidad de la narración.

La locura de don Quijote no es otra que aquella que da por cierto todo cuanto se narra en los libros de caballería. No debe causarnos tanta extrañeza esta circunstancia pues como se evidencia más tarde el propio ventero Palomeque tiene por históricos los libros de caballerías. Lo que sucede es que don Quijote toma el ejercicio de la caballería andante no sólo por veraz, sino también como necesario y actual.

Cuatro días tardó don Quijote en elegir nombre para su cabalgadura. El doble, es decir ocho, en el elegir el propio. Después buscó el de su señora, de quien ser vasallo, y Aldonza Lorenzo se convirtió en Dulcinea del Toboso. La celada la ató con cintas verdes, el color de Cervantes, sociólogo del color.

CAPÍTULO II

Don Quijote sale al campo por primera vez en un caluroso día del mes de julio [viernes para más señas según sabemos luego, cuando don Quijote está en la venta], con el pensamiento puesto en hacerse armar caballero por el primero que se topase [cabe entender que por aquel primer caballero que se encontrase], y no duda en dirigirse al supuesto cronista de sus aventuras en términos clásicos: “Dichosa edad y siglo dichoso, aquel adonde saldrán a la luz las famosas hazañas mías…”, como si directamente las estuviera poniendo en práctica en el futuro, es decir, en el mismo momento en que el sabio comienza a contar las hazañas quijotiles. Un lenguaje más arcaizante utiliza don Quijote para hablarle a su señora “… el riguroso afincamiento… Plegaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón…”

A punto estuvo don Quijote de sentirse absolutamente feliz en la venta que era castillo, con aquellas rameras que eran damas; castellano, el ventero; trucha el abadejo; música el silbato del castrapuercos; si no fuera…, por su fatiga de verse nombrado caballero. Sí, casi feliz, don Quijote a pesar de la celada y de la visera alzada, del bacallao mal remojado y peor cocido, del pan negro y mugriento, de las risas del ventero. No estamos sino en el segundo capítulo, y ya Cervantes ha conseguido (¿cómo diantre lo ha hecho?) sumergir al lector en el mundo quijotil. Esa inimitable forma de decir las cosas sin decirlas.

CAPÍTULO III

Anónimo. París 1725-1750. Estampas sueltas.
Don Quijote aguarda durante toda la noche “la armazón de caballería” que el ventero-castellano le ha prometido, allá en el patio de la venta, bajo el disco blanco de la luna llena, con las armas dispuestas sobre la pila del pozo que un ignorante arriero osa apartar para dar de beber a su recua. Este, y otro arriero que vendrá seguidamente, resultan descalabrados por su osadía.
Es la Tolosa, una de las dos doncellas que reciben a don Quijote en la entrada de la venta, la primera mujer que aparece en el Quijote con cierto protagonismo, pues será ella quien ceñirá la espada al recién nombrado caballero y expresará su deseo de “ventura en lides”. La otra doncella, la Molinera, le calzará las espuelas.

CAPÍTULO IV
Anónimo. México 1842.
“La del alba sería…” Don Quijote sale de la venta dispuesto a regresar a su aldea para prevenirse de dineros, camisas y un escudero, según el consejo que el castellano-ventero le ha dado. Ayer caballero, hoy esforzado defensor de pobres lacayos y castigador de tiranos labradores ricos. Pero que poco dura la realidad inventada de don Quijote. A salvo de que una nueva aventura aparezca tras cada encrucijada del camino. Y si no que se lo pregunten a los mercaderes … «Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que…, la sin par Dulcinea del Toboso», grita don Quijote parado en medio del camino. Díganme si no se les hace tan entrañable este loco que es capaz de parar el mundo, para obtener la razón de su dicho. Pues qué, sino a que a uno le den la razón, se llama justicia. Pero siempre hay quien ha de ver para creer y como cuerdamente afirma don Quijote: “La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender.” Ahí es nada, la sabiduría del manchego. Cautivos suyos somos ya.

CAPÍTULO V
“Yo sé quien soy”. Hidalgo molido, antes sosegado, que confunde a su vecino Pedro Alonso con el marqués de Mantua o don Rodrigo de Narváez. Tres días llevaba fuera don Quijote, según dice el ama, cuando Pedro Alonso lo devuelve a la aldea. Allí el cura, Pero Pérez, el barbero, maese Nicolás, el ama y la sobrina andan concluyendo auto de fe contra los malditos libros de caballerías. Un sueño profundo pone fin a la primera salida.

CAPÍTULO VI
“Cien cuerpos de libros grandes…”  El cura, curiosón, no admite la hoguera antes de leer los títulos, como querían el ama y la sobrina. El repaso por la biblioteca de don Quijote (apenas puede uno contener la emoción), comienza con los cuatro de Amadís de Gaula. El cura condena, el barbero absuelve: queda libre. Al corral fueron todos los demás de la serie de los Amadises. La misma suerte corrieron Olivantes, Florismartes, Platines y otros. Exento del fuego queda también Palmerín de Ingalaterra, obra que se dice fue autor el rey don Juan III de Portugal. El barbero se queda con Don Belianís con el plácet del eclesiástico. El contento de este está justificado al descubrir entre los infolios que estaban a punto de ser arrojados por la ventana, Tirante el Blanco, que para ser cura conoce los libros de caballerías mejor que los sagrados.

CAPÍTULO VII
“Que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero…” Segunda salida, primera en compañía de Sancho, pero como la primera se hace al amparo de la noche para no ser vistos. Las promesas de ínsulas, marquesados o reinos ocupa la primera conversación de ambos. Aparece el primer equívoco que se mantendrá durante toda la novela, sobre la identidad de la mujer de Sancho. Por cierto que no sabemos qué fue de la adarga, porque ahora don Quijote sale embrazando una rodela.

CAPÍTULO VIII
“Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.” Después de que el sabio Frestón transformara en molinos a los jayanes, Sancho le da tientos a la bota y don Quijote inicia una dieta de sabrosas memorias. Camino de Puerto Lápice, don Quijote advierte a Sancho que no puede usar de su espada para defenderlo. Da la impresión de que Sancho lleva espada. Esto de que el escudero porte o no espada nunca acaba de estar claro en la novela. Procuraremos poner atención a este extremo. Le sigue la aventura llamada “del vizcaíno” que no concluye hasta el capítulo siguiente con el que se inicia la “segunda parte”. Al final de este capítulo hay un corte propiciado por el narrador, el propio Cervantes, que se dice ser segundo autor. Cede por tanto el protagonismo en la narración a Cide Hamete Benengelí que sería el primer autor, dejando entre ambos a un traductor e incluso al propio don Quijote que en numerosas veces se dirige directamente al sabio que esta escribiendo sus hazañas. Más allá de las distintas posturas de los cervantistas, lleva toda la razón Francisco Rico cuando afirma que de esta forma, Cervantes crea una ambigüedad sobre la identidad de los narradores, lo cual enriquece extraordinariamente los puntos de vista desde los que se cuenta la historia. En todo caso conviene no perder de vista que la narración se hace en primera persona “…de cuyo nombre no quiero acordarme…”, la cual se retomará en el capítulo XI, lo que debe llevarnos a pensar que toda esta superposición de narradores no es más que un fingimiento cervantino para burlarse, también en la estructura, de los libros de caballerías.

CAPÍTULO IX
“Y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese…” ¡Victoria! ¡Victoria! Don Quijote derrota al vizcaíno, aunque pierde media oreja en la pendencia. El escudero vizcaíno vencido, ha cambio de su vida, promete acudir al Toboso y presentarse a la sin par Dulcinea. Tal vez sea esa la burla última de Cervantes: que la victoria concluya con una promesa de imposible cumplimiento, pues la tal Aldonza Lorenzo nada sabe de Dulcinea. Como bien dice don Quijote en el capítulo siguiente, pero refiriéndose a esta aventura, no es de ínsulas sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos.

CAPÍTULO X
“¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?”  La oreja y la celada rotas, para ambas encuentra remedio don Quijote: el bálsamo de Fierabrás para la primera y el yelmo de Mambrino para la segunda; entre uno y otro el recurrente y magnífico juramento del marqués de Mantua con inclusión de no folgar con su mujer que en boca del casto hidalgo suena de una ingenuidad enternecedora.  ¿Y qué decir de la espléndida réplica que a los juramentos quijotiles, da Sancho? No puede haber otro mejor fin para ente capítulo que el que amo y escudero acaben comiendo pan y cebolla.

CAPÍTULO XI
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados…” El discurso de la edad dorada que don Quijote pronuncia ante los cabreros y Sancho con un puñado de bellotas en la mano.

CAPÍTULOS XII a  XIV
Anónimo. Amsterdam 1715.
Recogen la novela pastoril [novela interlacada], que relata la historia de Grisóstomo y Marcela. Quien cuenta la historia es un cabrero llamado Pedro y, pese a las interrupciones de don Quijote corrigiendo alguna palabra, este mismo acaba por admitir que cuenta muy bien el cuento. Grisóstomo se ha suicidado, eso al menos se da a entender sin afirmarse categóricamente, debido a su amor hacia Marcela. Esta se hizo pastora para huir de la multitud de pretendientes que su belleza reclamaba, y Grisóstomo la siguió en esa condición pastoril para intentar ganar su amor. Por sierras y valles se oyen los clamores de los desengañados por la altiva Marcela. Al entierro del “muerto pastor” y a algo así como a un enjuiciamiento de la “pastora homicida”, asistimos seguidamente. Entre un episodio y otro don Quijote tiene la oportunidad de hacer gala de la profesión de su ejercicio (las armas como caballero andante) y aún más, dar protección a Marcela tras el magnífico discurso cargado de sensatez que ella misma dirá en su defensa. Y Cervantes deja alguna de esas perlas que más de cuatro siglo después expresan la razón de la universalidad de su obra: “El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes…” Que maravilloso mundo ese, hecho de blandos cortesanos y caballeros andantes.

CAPÍTULO XV
Nanteuil. Madrid 1855.
“La furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.”  Los yangüeses apalean a Rocinante, don Quijote y Sancho. Da la impresión que Sancho en esta ocasión portaba espada, pues don Quijote “echó mano a su espada” y “lo mesmo hizo Sancho”. Hecho que parece corroborado en la conversación que sobre el incidente mantienen después amo y escudero. Hay aquí en este diálogo uno de esos juegos cervantinos con las palabras: el jumento de Sancho ha quedado absuelto y sin costas y los otros tres salen sin costillas.

CAPÍTULO XVI
“El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote…, en mitad de aquel estrellado establo…” Sancho en la venta echa unas mentiras que espantan. Que no fue apaleamiento, sino caída, la causa de tanto cardenal en el cuerpo de don Quijote. Que su adolorimiento es fruto del sobresalto al ver a su señor por el suelo. Que hace un mes que llevan buscando aventuras (y encontrando desventuras), cuando el realidad han transcurrido tres o cuatro días desde que salieron de Argamasilla. Las tres mujeres, la mujer del ventero, la hija de esta y la Maritornes, la cual propiciará la tremenda trifulca, auténtica riña de gatos, entre el arriero de Arévalo, don Quijote, Sancho, la propia Maritrones, el ventero y un cuadrillero de la Santa Hermandad.

CAPÍTULO XVII
“Pero dígame, señor, cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos.” Y es el cuadrillero que ha de regresar para rematar a don Quijote a fuerza de candilazos. Don Quijote da en elaborar el bálsamo de Fierabrás que alivia al caballero y revienta al escudero, al cual aguarda aún la sorpresa del manteamiento ante la insolencia de no abonar la posada. Vaya día que tuvo Sancho: apaleado tarde y noche y manteado de mañana.

CAPÍTULO XVIII
Longe, Janet. París 1845.
“En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda…” Y aunque no eran otra cosa de dos rebaños de ovejas y carneros, tanto insistía don Quijote en que se trataba de ejércitos, que hasta el propio Sancho acabó por preguntar: “Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?” Estos eran los ejércitos: el del grande emperador Alifanfaron, señor de la grande isla Trapobana (Ceilán o Sumatra, según Francisco Rico), y el otro estaba capitaneado por el rey de los garamantas (Libia), Pentapolín del Arremangado Brazo. Y estos otros, los caballeros: el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias (la Feliz o Sabea, la Desierta y la Pétrea), que llevaba por escudo una puerta del templo que derribó Sansón; el siempre vencedor y jamás vencido, timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya; el caballero novel llamado Pierres Papín; el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque... Dos costillas rotas y tres o cuatro dientes menos para don Quijote, una vomitona recíproca quijotil-sanchesca y siete ovejas muertas, fue el resultado de la batalla. Es entonces, junto después de la vomitona, cuando Sancho descubre que no tiene las alforjas, que se quedo con ellas Juan Palomeque,  “el zurdo”, el ventero, y que, por tanto, nada hay con que reponerse. Y curiosamente es don Quijote quien a continuación comienza con una retahíla de refranes: “Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo…, y nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza…” Hasta ese momento no hay recuerdo de que de Sancho hubiera pronunciado refrán alguno. 

CAPÍTULO XIX
“Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres…” La aventura de los encamisados: veinte de ellos a caballo con sus hachas encendidas en las manos y detrás una litera cubierta de luto (algunos comentaristas del Quijote, en especial Rodríguez Marín, afirman que este episodio se inspira en el traslado del cuerpo de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia. El hecho de que Cervantes sitúe en Baeza el origen de la comitiva, se explica por su intención “deshistorizante” según manifiesta Salvador Munoz Iglesias). A la luz de las hachas encendidas contemplará Sancho la figura de su amo y le pondrá el nombre de “Caballero de la Triste Figura”.

CAPÍTULO XX
David, Jérôme. Paris 1850-1852
“Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos…” Palabras que don Quijote pronuncia en mitad de la  noche ante la “peligrosa” aventura de los batanes, las mismas que después le recordará Sancho en tono de burla y chanza y que hará que don Quijote le propine dos lanzazos en la espalda. ¿Pero es que acaso está obligado don Quijote, como él mismo dice sabiamente, a “conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de batán o no”, siendo como es hidalgo? Claro que, no que ese es oficio de villano, no de señor, y siendo ello así Sancho era el obligado a reconocerlo, que don Quijote, ni de oídas. Pero el astuto de Sancho no para la lengua y se mofa diciendo “si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas, o reinos en tierra firme.” Y es que Sancho pese a sus ansias de ínsulas, es más un escudero de salario que de merced.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Los preliminares del Quijote.

Resulta conveniente, por respeto a la edición princeps, comprobar que el texto elegido para la lectura contiene todos y cada uno de los preliminares que se incluyeron en la de Juan de la Cuesta de 1605.


LOS PRELIMINARES DE LA PRINCEPS SEGÚN GIVANEL SON:

  • Portada.
  • Tasa firmada por Juan Gallo de Andrada (Valladolid, 20 de diciembre de 1604)
  • Testimonio de las erratas por el licenciado Francisco Murcia de la Llana (En el Colegio de la Madre de Dios de los Teologos de la Universidad de Alcala, en primero de Diziembre, de 1604 Años)
  • Licencia dada por el Rey, y en su nombre firmada por Juan de Amezqueta (Valladolid, 26 de septiembre de 1604)
  • Dedicatoria de Cervantes al Duque de Béjar.
  • Prólogo (INTERESANTÍSIMO Y DE IMPRESCINDIBLE LECTURA).
  • Versos-elogios que son:
  1. Al libro de Don Quixote de la Marcha.Urganda la desconocida.
  2. Amadis de Gaula, a Don Quixote de la Mancha.
  3. Don Belianis de Grecia a Don Quixote de la Mancha.
  4. La Señora Oriana a Dulcinea del Toboso.
  5. Gandalin, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Pança, escudero de Don Quixote.
  6. Del Donoso poeta entreverado, a Sancho Pança y Rozinante.
  7. Orlando furioso, a Don Quixote de la Mancha.
  8. El Cavallero del Febo, a Don Quixote de la Mancha.
  9. De Solisdan, a Don Quixote de la Mancha.
  10. Dialago (sic) entre Babieca y Rozinante.

lunes, 6 de febrero de 2012

Empezar a leer "Sinfonía para Sonia"


UNO

No podía creer que aquel rostro fuera el de ella, ninguno de sus rasgos la recordaba, ni aun la frente prominente y saltarina en otros tiempos, ofrecía ahora algo más que una tira de papel acartonado y macilento. No parecía posible que en tan poco tiempo, la enfermedad hubiera reducido su cuerpo hasta un estado que hacía difícil reconocerla. Sentí una lástima inmensa, un vacío redondo que me empujó hacia atrás. Giré la cabeza y lo vi mirándome, los brazos cruzados sobre el pecho, de pie, con un traje oscuro y una camisa blanca, sin corbata. Inspiró profundamente y se aproximó. Era él, Ernesto, el marido de Milagros. «¿Qué diablos hace aquí?» pensé extendiéndole la mano.
-Lo…, siento tanto que… -dije.
Tiró de mí. Me abrazó con fuerza, casi con rabia. Noté sus lágrimas mojándome el cuello y su aliento en la nuca. Mis manos en sus hombros esperaban. Después levantó la cabeza y me miró con la boca abierta. Él, sin embargo, no había cambiado nada, al menos en los tres últimos años, justo el tiempo que llevaban separados. Su aspecto era el de siempre, el mismo de aquel día en mi despacho cuando llegó para firmar el convenio de separación con un traje oscuro, una camisa blanca y sin corbata. Como ahora, casi igual que entonces. Le expliqué los términos del acuerdo: disponía de tres meses para abandonar la casa y recoger sus cosas, tiempo suficiente para encontrar algo en alquiler o compra; los chicos se quedaban con Milagros pero eran libres de convivir con cualquiera de los progenitores o hacerlo por su cuenta: su edad, veintiuno y veintitrés años, lo hacía aconsejable; no había pensiones, reproches y ni siquiera liquidación que realizar dado el régimen de separación de bienes. Le pregunté si tenía alguna duda. «No», me dijo, «sólo que me gustaría saber por qué se separa Milagros, no lo entiendo”. Naturalmente que no le contesté, esa no era cuestión mía, al menos no lo era como letrada. Me limité a indicarle dónde debía de firmar. En realidad yo tampoco sabía las razones que tenía Milagros para la separación. Lo que me había dicho era poca cosa. Que Ernesto era una molestia constante para ella y sus hijos, que cada uno llevaba mucho tiempo haciendo lo que quería y que de esta forma ella dispondría de más tiempo para los chicos. No pude evitar indicarle, que sus hijos tenían una edad en la que ya no necesitaban más que una palmadita en la espalda para animarlos a dejar el cobijo familiar. Pero Milagros lo negó. Seguían dependiendo de ella para casi todo. Continuaba lavándole la ropa al mayor, Domingo, que convivía con una mujer diez años mayor que él y, aunque hacía años que trabajaba en una empresa de embalajes, era Milagros quien atendía todas sus necesidades económicas. El pequeño, Jesús, haraganeaba en su habitación con el pretexto de unos estudios muy detallados sobre el arte culinario. Milagros me hablaba de un nuevo programa informático de platos virtuales que acabaría por convertir a su Jesús en un gran chef, y Milagros sonreía feliz, o casi feliz, porque, decía, «siempre hay algo que me preocupa y no me deja disfrutar». Eso de preocuparse en exceso era una de sus constantes quejas, y no le faltaban razones. Además de malcriar a sus dos desarrollados hijos, debía de atender a su madre, una anciana devorada por la diabetes que ocupaba el piso de abajo, viuda y ciega. El de arriba lo utilizaba Milagros y su hijo Jesús. Doña Mercedes vivía con Inés que la atendía y cuidaba. Tenían la misma edad y siempre habían estado juntas, era decía Milagros refiriéndose a Inés, «una reminiscencia del pasado, pero muy útil, porque mi madre, como esas damas antiguas, no soporta la soledad».
Ernesto cogió una de mis manos y se la aproximó a la boca. Sabía que no llegaría a besarla. Que en estas circunstancias no prescindiera de su engolada caballerosidad me indignó y alejé mi mano de sus pretensiones. Sus añejas normas de urbanidad movían primero a la sorpresa, luego a la hilaridad y más tarde a la incomodidad. Esa grandilocuencia ernestina obligaba a Milagros a disculparse continuamente utilizando pequeñas chanzas, coletillas aprendidas con los años y las situaciones. Muchas veces Milagros se quejaba de los problemas que la soberbia de Ernesto le causaba. Él no entendía que su mujer tuviera que disculparse por utilizar las más pulcras y honestas reglas de educación en sus relaciones con los demás. Solía Ernesto al tiempo de ser, siempre debidamente, presentado, inclinar levemente la frente y recitar unos agudos versos de no sé qué capitán español de los medalleros siglos. Imagino la turbación del recién presentado que tras alabar el conocimiento de los clásicos, emprendía una huída tan veloz como las circunstancias le permitían. En cualquier caso, las llamadas de atención que le dirigía Milagros caían en el saco roto de las enfermedades espirituales. Pasada esa primera impresión que Milagros llamaba «el sombrerazo», sobrevenía un escrutador silencio por parte de Ernesto, durante el cual sus diminutos ojos claros capturaban las palabras de los demás como objetos que giraran en el aire. Milagros lo miraba y buscaba una salida mordiéndose los labios. Ernesto necesitaba tiempo, un tiempo muy prolongado para que todo le llegara al pensamiento, por eso recurría a lo aprendido.
Temí que se molestara por mi gesto, pero no pareció notarlo. Se inclinó y me habló quedamente.
-Ha sido un caso de verdadera mala suerte, Sonia. Una de esas bacterias contra las que no hay nada que hacer.
-Entonces… ¿Nada tiene que ver con la leucemia?
-Estuve hablando con los médicos y, en su opinión, la leucemia no estaba curada y sus defensas no eran las de una persona normal, pero la causa de la muerte nada tiene que ver con la enfermedad de la sangre, ha sido una infección la que se la ha llevado.
-¿Una infección? Pero eso, eso es muy raro ¿no?
-Menos de lo que se piensa, querida Sonia. Sus constantes visitas al hospital, el transplante de médula ósea, las pruebas…
-Pero entonces se trata de una bacteria hospitalaria.
-Sí, eso creen los doctores. Al parecer, esas son las más peligrosas por su resistencia a los antibióticos.
-Ya…, comprendo. ¿Has hablado con los chicos?
-Sí, han salido fuera un momento; enseguida vuelven. Confío en que lo superarán.
-Claro, son jóvenes… ¿Y doña Mercedes?
-No sabe nada. Nadie se ha atrevido a decírselo. A mí no puede ni verme y los chicos… No sé si ellos… Quizás tú…
-¡¿Yo?!
-Sí, habíamos pensado que eso era lo mejor.
Negué con la cabeza mientras mis manos rompían a sudar. Arriba, allá en todo lo alto de la carpa, desnuda y a punto de dar el triple salto mortal desde un trapecio que oscilara de un lado al otro, no hubiera sentido tanto vértigo y desamparo. Miré a mi alrededor buscando algo a lo que aferrarme, un empleado del tanatorio entró por la puerta y Ernesto se disculpó. Hubiera dado cualquier cosa por cambiar mi identidad. Busqué una silla y me dejé caer. Desde allí los miré hablar. La desesperación de esa mujer cuando recibiera la noticia me sobrecogió. Y yo, precisamente yo, era la persona que debía comunicárselo. Era cierto que Ernesto no parecía una buena opción, Milagros había cargado las tintas contra él y doña Mercedes le reprochaba la poca atención que siempre le había dispensado a su hija. Sus nietos, los chicos de Milagros, ¿cómo iban a afrontar tan difícil situación?, carecían de habilidades para dar consuelo, para transmitirle un mínimo de entereza. Quedaba Sebastián, el hermano de Milagros, pero no cabía contar con él, muy probablemente ni siquiera lo hubieran avisado de la muerte de su hermana. Entonces caí en la cuenta de que yo misma disponía de su teléfono: había hablado con él varias veces después  del transplante de médula. Se prestó a ello con tanta naturalidad, que hasta me dio coraje la frialdad con la que Milagros lo recibió. Después de veinte años de ausencia deliberada, de haberse convertido en dos perfectos desconocidos, hasta el punto de que si se hubieran cruzado por la calle no se hubieran reconocido, resultó que la enfermedad del uno sólo encontraba curación en la sangre del otro, la misma sangre que recoloca la vida lastimando orgullos. Le pedí perdón no sé muy bien en nombre de quién ni para qué. Todo lo que me dijo fue que le acompañara a tomar un café. Y allí, de pie, en la barra de un bar de hospital se echó a llorar como un niño. Nunca he sabido consolar y me limité a esperar a que la emoción pasara. Pensé que se trataba de un sentimental y que, tal vez, yo me había excedido con las palabras. Removí el café e hice sonar la cucharilla contra la taza. Él pareció entender la llamada de atención y se disculpó. Me confesó que hacía tres meses había perdido a su esposa después de una dura lucha contra un cáncer y que los hospitales le causaban una profunda impresión. Eso estaba mejor, me dije, con el propósito de corregir mi pensamiento que había iniciado una búsqueda insidiosa. Lo acompañé hasta el coche, me pareció que realmente estaba afectado y le dije adiós con la mano desde la punta de las escaleras de acceso al hospital. Esa fue la primera y la única vez que lo vi. Después me telefoneó varias veces para saber la evolución de su hermana. Nunca se lo comenté a Milagros, temía su reacción. Y ahora ambos, doña Mercedes y Sebastián, madre e hijo, que no saben de la muerte de Milagros, reunidos los tres en mi pensamiento. Qué extraña la muerte, que une y separa; qué extraños los humanos que nada saben de las pretensiones de aquélla.
Salí y oí llorar a un niño, a un niño que pasaba junto a la fachada del tanatorio y pensé que Milagros ya no podía verlo pasar llorando, que tampoco doña Mercedes ni Sebastián lo verían pasar llorando. Entonces caí en la cuenta de que ni siquiera yo lo hubiera visto pasar llorando si Milagros no estuviera ahí dentro. Crucé la calle y entré en un bar. Me senté en una mesa y le indiqué al camarero que me trajera un café y un culín de güisqui en una copa grande. Por la ventana miré la calle vacía. Lo llamé cuando el camarero acabó de servir. No pareció sorprenderse por la noticia, pero su silencio me resultó dolido, sincero; dijo que haría todo lo posible por asistir al sepelio. Después me dio las gracias y se despidió. Removí el café y golpeé la cucharilla contra la taza y rompí a llorar.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Rayuela. La lectura/2

26.- Tal vez sea por instinto, pero da la impresión de que este es un capítulo importante dentro de la novela. Gregorovius cuenta a la Maga que cuando era niño jugaba en un enorme salón lleno de tapices y alfombras (“que hubiera hecho las delicias de Malte Laurids Brigge”, el protagonista que da título a la única novela de Rilke), una de las alfombras representa un plano de la ciudad de Ofir (ciudad mítica, de la cual según la Biblia Salomón recibía anualmente un cargamento de riquezas). De rodillas Gregorovius empujaba su pelota siguiendo el curso del río Shan-Ten (¿), atravesaba las murallas y después de muchos peligros llevaba al centro donde estaba los aposentos de la reina de Saba (aparentemente nada tiene que ver con la ciudad de Ofir), quedándose allí dormido como una oruga. No es la primera vez que en el texto cortazariano, aparecen las alfombras. Gregorovius cuenta esta vivencia infantil después de que la Maga le pregunte por qué Paris es una enorme metáfora. La alfombra se comporta como un tablero por el que el pequeño Gregorovius mueve el balón como si fuera una ficha hasta llegar a la meta. Es la alfombra, por tanto, un rectángulo de encasillamiento, de juego, y sirve de elemento comparativo con ese otro gran tablero que es la propia ciudad de París. Tal vez sea Horacio la ficha más significativa que recorre los casilleros parisinos.

109.- Morelliana. Morelli siempre pensó que los fragmentos, las instantáneas fotográficas, cristalizarían por sí mismos.

27.- La Maga habla con Gregorovius de Pola, la amante de Horacio.

28.- Horacio regresa y se da cuenta de que Rocamadour está muerto. Le reprocha a Gregorovius que se haya acostado con la Maga mientras el niño se moría. El viejo de arriba golpea una y otra vez el suelo, harto del ruido. Llegan Babs y Ronald, el paraguas que no atinan a cerrar, el paraguas figura geométrica que los hombres colocan sobre su cabeza, tan fácil de abrir y tan difícil de cerrar. Los recién llegados cuentan que Guy, otro de los miembros del club, ha intentado suicidarse. La reunión se anima y hay que preparar café. Nadie salvo Horacio y Gregorovius saben de la muerte de Rocamadour, allí mismo, en el centro de la reunión. La muerte es el centro de la tertulia. Budismo. Filosofía. Y claro, teatro. Que salga Shakespeare es revelador de que a Cortázar se le agotaba el discurso. En fin el niño muerto en medio de estos tíos que no dicen más que pavadas.

130.- La cremallera y el prepucio. Y justo después de relatar la muerte de Rocamadour. Parece pura provocación.

151.- Morelliana muy vacía.

152.- Un girado sobre sí mismo del poeta y dramaturgo francés Jean Tardieu.

143.- Los sueños de Talita y Traveler (¿la Maga y Horacio?), viven juntos, duermen juntos y pretenden que algún día acaben por tener el mismo sueño.

100.- ¡Va de sueños! En este caso los de Horacio que se los cuenta a Etienne por teléfono. Y eso es lo relevante, ya se trate de sueño o realidad,  Horacio habla con Etienne desde la casilla representada por la cabina de teléfonos, una casilla en la que no se puede estar más de seis minutos, pues ese es el tiempo máximo que se permite utilizar la línea telefónica.

76.- Las manos de Pola.

101.- Pola amante de Horacio.

144.- Horacio amante de la Maga.

92.- El paso de la Maga a Pola, Pola París como da en llamarla Horacio desde el segundo encuentro. Horacio lleva a su nueva amante al mismo hotel en que estuvo con la Maga, que se relata en 5. Hotel de inauguraciones y de comparaciones. O quizás, no. Tal vez no sea más que el simple onanismo de las diferencias. Informe en papel cuadriculado con remisión de muestras para su análisis.

103.- Horario espía a Pola mientras esta duerme. Seguro que teme verla convertirse en otra cosa, en la Maga tal vez.

108.- Aparece, creo que por primera vez, una referencia a Juan Filloy, el escritor argentino de Caterva. Es curioso que Filloy naciera veinte años antes que Cortázar y que muriera dieciséis años después. El cordobés  vivió ciento seis años y visitó tres siglos. Los sesudos cortazarianos hablan de la mucha influencia que Filloy tuvo en Rayuela. Caterva, por si a alguien le interesa, está publicada en Siruela. Por lo demás no sé qué es. A ratos me parece un sueño, ¿pero de quién de Horacio, de la Maga, de Pola, o de uno de esos autorretratos de Ensor.

64.- Unas monedas para comprar tizas de colores con las que maquillar la realidad. Triste, me pareció.

155.- Retoma la historia de la cabina telefónica vista en 100 y como si fuera un caminito que necesariamente ha de ser recorrido, Horacio y Étienne acuden hasta el hospital donde suponen internado al viejo que fue atropellado en 22, esto es Morelli.

123.-  Pura esencia cortarzariana. Hay mucho en ese único párrafo. Pero lo mejor es la soberbia forma en que se ajusta la realidad al sueño o el sueño a la realidad, que eso poco importa. Lo decisivo es el guante, no la mano. El guante con sus cinco dedos: el despertar, cruzar el corredor, mear, apagar la luz y volver al lecho a soñar el lugar de la infancia, que es el único que de verdad existe.

145.- Una cita del Ferdydurke del escritor polaco Witold Gombrowicz. Es el texto de un adolescente que quiere cambiar el mundo. Nada que ver con los de hoy en día. La exacta respuesta que un sabio adulto, daría a su lejano paso por la inmadurez.

122.- Retorno a la casilla abandonada en 155 con adición de lo obtenido en 123. Esto se anima, la aguja entra en la tela con más soltura.

112.- Morelli se explica.

154.- Seguimos con 122. El viejo atropellado resulta ser Morelli que está escribiendo, claro que sí, Rayuela. Morellí le deja la llave de su apartamento a Oliveira.

85.- Vidas que terminan…, tubos de dentífrico.

150.- The Sunday Times. La duquesa viuda de Grafton pasó ayer un día bastante bueno. La pobre tiene una pierna rota.

95- Morelli y las articulaciones lógicas de su discurso.

146.- Pocas mariposas.

29.- La Maga tras la muerte de Rocamadour, deja la pieza. Horacio y Gregorovius hablan.

107.- Morelli quiere ser estatua.

113.- Voces. Horacio. Gregorovius. Étienne.

30.- Sigue diálogo de 29. Gregorovius le cuenta a Horacio el velatorio del niño Rocadamour. Gregorovius anuncia la llegada de su madre Adgalle, de su madre de Herzegovina.

57.- Continúa la conversación de 30. Sabemos que Horacio ha llegado a la pieza de la Maga después de dejar a Etienne en 154. Horacio dice ser un buzo de lavabos.

70.- Cita de uno de los sermones del dominico alemán Maestro Eckhart, que vivió entre los siglos XIII y XIV, místico, teólogo y heterodoxo. No hace muchos años que el actual Papa, Ratzinger, habló de él en términos elogiosos.

147.- Texto de una ingenuidad sobrecogedora. En fin, en todo caso, hoy en día de nada serviría entrar en la fiesta y poner el sapo verde sobre la cabeza de la anfitriona.

31.- Continúa conversación Gregorovius y Horario dejada en 30.  Anotá, che, esta palabra que tan bien parecen conocer los dos platicadores, nefelibata, dicho de una persona, soñadora, que anda por las nubes. Cuplés, farmacias, números de teléfono y una novela de Galdós. Todo eso después de que ambos se cruzaran reproches de agudeza intelectual.

32.- Podrían emplearse una docena de adjetivos para describir esta carta de amor, de ternura, de desesperación que la Maga escribe a su hijo Rocamadour, y, aún así, no habíamos hecho más que arañar la profundidad y excelencia de un texto como este. Sólo por llegar hasta allí, Rayuela es grande.

132.-  Aunque al inicio da la impresión, desde luego subjetiva, de que la voz que habla pudiera ser la de la Maga (¡qué ganas de escucharla!), la referencia a los sueños parece indicar que es la de Horacio. Inquietante la cita de Hart Crane.

61.- Morelliana de difícil interpretación. Puerta de luz, trascendencia…

33.- Volvemos a 32. Gregorovius se ha marchado y en la pieza de la Maga se queda solo Horacio. Riquísimo texto donde Horacio navega desde la mosca azul a la que le sangra la nariz, a la zarza ardiente que se convierte en jarrito de agua en el pescuezo.

67.- Horacio, metafísica del amanecer con unas gotas de “me cago en mi vida”.