viernes, 28 de junio de 2013

Epístolas morales a Lucilio (7). Séneca.





Cuadragésima tercera.-
La buena fama de Lucilio viaja desde Siracusa hasta Roma y eso le obliga a una mayor responsabilidad, a “vivir con la puerta abierta”. Solo cuando el hombre se oculta a sí mismo sus propias acciones, cobra importancia que éstas también permanezcan en secreto para los demás. “Si son honestas tus acciones todos deben saberlo; si son torpes, ¿qué importa que nadie lo sepa, puesto que tú lo sabes?”.

Cuadragésima cuarta.-
Todos pueden llegar hasta la sabiduría, “es accesible a todo; todos, en este aspecto, somos nobles”. Nada sabe la filosofía de insignificancias ni mezquindades, de reyes ni esclavos, que sólo “es el alma la que ennoblece… por encima de la fortuna”. A los humanos se les escapa la vida feliz mientras la buscan. La misma inquietud que lleva a los hombres a acumular seguridades y a rodear de inquebrantable confianza su vida, la convierte en infeliz. En el laberinto de la vida, avanzar despacio es imprescindible para evitar el desconcierto.   

Cuadragésima quinta.-
Siracusa sufre una penuria de libros, Séneca ofrece los suyos a Lucilio y le aconseja que busque en ellos la verdad con independencia. Debes huir de “sutilezas verbales”, que no son las palabras de lo que ha de ocuparse el hombre, sino de la vida. Y así no basta hablar de la felicidad, hay que señalar al hombre feliz “aquel que todo el bien lo tiene en su alma”. La vida se nos adelanta siempre y por eso yerran quienes buscan lo superfluo, “porque no viven, sino que se aprestan a vivir”. Una de mis favoritas, aunque me inquieta que esa penuria de libros pueda llegar a hacerse presente en un futuro no demasiado lejano.

Cuadragésima sexta.-
Séneca parece haber disfrutado mucho con el libro compuesto por Lucilio. Este habrá de esperar a una segunda lectura más reposada para obtener de Séneca un juicio más consistente y próximo a la verdad.

Cuadragésima séptima.-
Lucilio vive “familiarmente con [sus] esclavos” y Séneca le felicita por ello. El estoico se queda al borde del abolicionismo cuando afirma “también compañeros de esclavitud, si consideras que la fortuna tiene los mismo derechos sobre ellos que sobre nosotros.”  El esclavo que trincha las aves en la mesa, el que escancia el vino o el encargado de seleccionar los comensales, puede convertirse el día de mañana en señor, como sucedió con Calixto, esclavo manumitido por el emperador Calígula y que gozó de gran prestigio en la corte. La “regla de oro” de Mateo (7, 12) “todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos”, tiene una descriptiva versión senequista: “Siempre que recuerdes la gran cantidad de derechos que tienes respecto de tu esclavo, recuerda que otros tantos tiene tu dueño respecto de ti”. A tu mesa debes aceptar a los esclavos como a los libres, los unos comerán contigo “porque son dignos, otros para que se hagan dignos”.


Cuadragésima octava.-
“Has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti”. La extraordinaria importancia que para Séneca tiene la amistad le impone afilar el carboncillo de sus pensamientos hasta convertirlos en auténticas máximas. Al filósofo, al sabio, se le ha llamado no para que haga silogismos, sino “en defensa de los desgraciados”: “A uno la muerte le reclama, a otro la pobreza le consume, a otro es el dinero ajeno o el suyo propio el que le tortura; aquél ante la mala fortuna se horroriza, éste desea sustraerse a su propia felicidad; a éste le tratan mal los hombres, a aquél los dioses”. Es preciso alejarse de lo superfluo, porque siendo el tiempo escaso y grandes las necesidades, la bondad debe ser bien administrada. ¿Qué otra cosa puede necesitar el hombre que una cuadragésima octava para el espíritu y un plato de garbanzos para el cuerpo?




Cuadragésima nona.-
Séneca viaja por Nápoles y Pompeya (antes de ser “conservada” por el Vesubio para posteridad), y la visita de estos lugares le provoca añoranza del amigo ausente, Lucilio, nacido en Pompeya. La vejez ha hecho que Séneca ya no esté absorto en el presente y que el pasado se muestre amontonado como si estuviera depositado en un mismo lugar. La niñez, la juventud, la madurez y la vejez. “¡Cuántos peldaños para una escalada tan corta!” Se indigna Séneca ante quienes consumen el corto tiempo de la vida en bagatelas. Si “la muerte me acecha, la vida se me escapa”, no hay otro remedio para esta situación que atender a “que el bien de la vida no se halla en la duración de esta, sino en su aprovechamiento” que para los hombres no puede consistir sino en perfeccionar su razón, adelgazando el lenguaje para acerca la palabra a la sencillez de la verdad. Carta ejecutoria de hidalguía espiritual.

domingo, 23 de junio de 2013

Pálida luz en las colinas. Kazuo Ishiguro.




Niki visita a su madre, Etsuko, después del suicidio de su hermana, Keiko. Pero el pensamiento de Etsuko parece estar en otra parte, en Nagasaki, en la época posterior a la devastación atómica, en un momento que se sitúa durante la guerra de Corea (1951-1953). Por aquella época el gusto occidental, al menos en cocinas y cuartos de baño, ya imperaba en Japón. Etsuko recuerda su primer encuentro con Sachiko y la forma tan extraña en que esta le encomendó el cuidado de su hija, Mariko, durante unas horas. Mariko debería estar en el colegio, tiene edad para ir al colegio, pero ella no va al colegio; a Etsuko le parece demasiado pequeña para quedarse sola, pero su edad es incierta. Etsuko no logra la confianza de Mariko. La segunda vez que se ven, Mariko le ofrece uno de los gatitos que están a punto de nacer y le habla de una enigmática mujer que la visita y que vive más allá del río [debe tratarse del río Urakami donde es tradicional depositar lámparas de papel en homenaje a las víctimas de la bomba atómica]. Gracias a Etsuko, Sachiko comienza a trabajar en la casa de comidas de la señora Fujiwara.




Ogata, el suegro de Etsuko, viene a ver a su hijo Jiro. Etsuko que ya está embarazada de Keiko, sabe lo distintos que son padre e hijo; da la impresión que Jiro soporta con dificultad la presencia de Ogata y que este, a quien en realidad ha venido a ver es a Etsuko. Keiko era el nombre de la esposa de Ogata y Etsuko recoge la sugerencia de su suegro de vincular el nombre del futuro hijo a la familia paterna. Mariko desparece y la encuentran al otro lado del río, allí donde vive la mujer de las visitas y que según Sachiko no puede existir porque está muerta. La actitud y el comportamiento de Sachiko son tan enigmáticos que probablemente sea esa la razón por la cual Etsuko se siente tan inclinada hacia ella. Y la extrañeza que genera el comportamiento de Mariko no se disipa con las explicaciones de su madre. Ninguna de las dos son unas palurdas: el padre de Mariko “era un hombre muy fino” y Sachiko ha “tenido familiares del más alto rango”, entonces ¿de qué o de quién se esconden?, ¿por qué ese empeño de poner más tierra de por medio marchándose a América?,  ¿de qué se avergüenza Sachiko?, ¿qué oportunidades son esas que ella no ha tenido y quiere para su hija?

 Aunque Keiko nunca fue parte de la vida de Niki y de su padre y hacía seis años que Keiko se había “ido”, tanto Niki como Etsuko sentían una cierta inquietud al aproximarse a la habitación de Keiko. Durante mucho tiempo Keiko vivió allí retirada y la familia pasaba semanas enteras sin verla. La comida y la ropa se dejaban a su alcance y su presencia causaba inquietud. Quizás una inquietud similar a la que lo americano y su democracia causaba en Japón en el tiempo en que Etsuko estaba embarazada de Keiko, aquel en el que Ogata visita a Etsuko y esta se mantenía pendiente de Sachiko. Juntas las dos mujeres en unión de Mariko pasan un feliz día de excursión, tal vez porque por primera vez Mariko se comporta exactamente como debe de hacerlo un niño, incluida toda la ilusión que cabe poner en un terceto de boletos tomboleros.



 Antes de marcharse a Fukuoka, Ogata vivía en Nagasaki y Etsuko pasa con frecuencia por la casa que fue de su suegro. Ogata y su hijo Jiro tienen una discusión por el ajedrez, aunque en realidad se trata de algo distinto, un cambio de mentalidad. Ogata piensa que los americanos han traído la democracia y que esta es egoísta y solo sirve para encubrir el olvido de las obligaciones. Con todo, la falta de respecto de Jiro hacia su padre ha sido importante. Ogata ha decidido dar por concluidas las vacaciones y regresar a Fukuoka, dice que su hija Kikuko tiene la intención de visitarlo este otoño y la casa necesita reparaciones. Las cosas han cambiado mucho tras el final de la guerra, tanto que incluso de aquello de los que Ogata estaba más orgulloso, su dedicación a la educación de los jóvenes, se ha visto sacudida tras un artículo publicado por un antiguo alumno, compañero, a la sazón, de Jiro. El encuentro buscado por Ogata con el otrora discípulo, no hace sino confirmar el abandono de la tradición nipona y la inclinación hacia la democracia americana. También la señora Fujiwara opina que cosas han cambiado mucho en los últimos años. Ogata siente por la señora Fujiwara un poco de lástima, que después de haber sido la esposa de una persona importante, se ve obligada a regentar un restaurante.



También Sachiko se va, primero a Kobe y después a América. Ella sabe que todo eso no es sino pura quimera, pero también conoce que en Japon, no tiene más que habitaciones vacías o casuchas desechas atestadas de insectos. Mariko, la niña, no quiere acompañar a su madre y eso le hace recordar a Etsuko que tampoco su hija Keiko quería venir a Inglaterra.


Incluso Niki se marcha, ha de volver a Londres. Etsuko se queda en su casa de Inglaterra junto al abismo que separa esta soledad actual de sus recuerdos en Japón. Todos han terminado por marcharse sin su consentimiento: Ogata, Jiro, el señor Sheringham –el segundo marido de Etsuko-, Sachiko y su hija Mariko, Keiko y, al final, también Niki, un nombre que tiene “ciertas resonancias orientales”, como una serie interminable de reverencias.

jueves, 6 de junio de 2013

Cristo se detuvo en Éboli. Carlo Levi.

“Me parecía haber caído del cielo, como una piedra en un estanque”.
                        Carlo Levi.

Grassano, Accettura, Stigliano. Pueblos con paludismo. Estamos en la provincia italiana de Matera, en la antigua región de Lucania, al sur, en la planta de la bota. A veinticinco kilómetros de Stigliano está Gagliano, un pueblo nacido entre barrancos de arcilla blanca. A Levi lo han trasladado hasta allí dos representantes del Estado. Lleva las manos atadas. Es la muerte quien lo recibe: la de los crespones negros en las puertas de las casas, la de la viuda en cuya casa ha de vivir y la del campesino que agoniza en el suelo, sobre una camilla, con los zapatos y el sombrero puestos. El alcalde, el profesor Luigi Magalone, hace una excepción con Levi que es hombre culto, médico y pintor, y se acerca hasta él para informarle de la presencia de otros desterrados en el pueblo, con quienes, por cierto, tiene prohibido tratar, pues sobre ellos pesa la rigurosa carga de la seguridad del Estado. En Gagliano hay dos médicos, Milillo y Gibilisco, con tan poco ciencia que resultaban inofensivos, incluso para el paciente. En la plaza está también el sargento de los carabineros, el abogado S –el más rico del pueblo y sus dos hermosas hijas: Concetta y Maria-, Poerio -el cartero jubilado-, el abogado P…

Aquí como allá, en Grassano de donde había llegado Levi, no había sino señores y bandidos, aburrimiento y avidez, odios y venganzas, y solo algunos, como Decunto, el teniente de la Milicia de Grassano, poseían algo que se parecía a una “funesta lucecita de conciencia”. Don Guiseppe Trejella es el arcipreste de Gagliano, un hombre bueno e inteligente que el mundo ha devorado entre sus fauces, y que en este rincón de Matera consume sus últimos días escribiendo “epigramas latinos contra el alcalde, los carabineros, las autoridades y los campesinos”.

Pero Gagliano no es Grassano. Allí, campanillas de rebaños y prados, aquí, pezuñas de asnos y balar de cabras. En la plaza un cojo hincha la piel de una cabra sacrificada, porque el gobierno ha creado un nuevo impuesto sobre el ganado caprino y hay que deshacerse de las cabras antes de que sea demasiado tarde. Doña Caterina Magalone Cuscianna, hermana del alcalde, que se creía en trance de ser envenenada por su marido, Nicola Cuiscianna, maestro de escuela y secretario del fascio de Gagliano, recibe como caído del cielo a Levi, pues piensa que su presencia es la última esperanza de que el crimen no quede impune.


Los alrededores del cementerio, el límite geográfico por donde Levi puede moverse, es el primer motivo pictórico elegido por Carlo. Luisa, la hermana de Levi, emplea tres días para llegar desde Turín a este pueblo perdido de la comarca de Matera, trae libros, medicinas, noticias. En Matera los niños pobres mendigan quinina en lugar de monedas. Carlo ocupa la única casa del pueblo con retrete. Tiene, además, tres habitaciones, una higuera en el centro del patio y un balconcito en la alcoba. Pero le falta una mujer para que lo cuide, y es que el pueblo es de las mujeres porque la mayoría de los hombres están en América. Las mujeres los esperaban uno o dos años, luego, cuando ya los hombres han dejado de escribir, hacían hijos. Y es que en Gagliano el sentimiento del honor nada tiene que ver con la paternidad de los hijos, el paraíso americano no deja de serlo después de haber pasado por él y la picaresca hace de la burla a la ciencia un acto de justicia.

La guerra de Abisinia (1935-1936), no interesaba a los campesinos, ignorantes de que la guerra se hacía por ellos. Igual de míseros los de Grassano que los de Gagliano, los primeros porque “vivían de anticipos sobre la cosecha” y los segundos porque aún siendo propietarios de la tierra, “nunca cosechaban lo suficiente para alimentarse y pagar al agente recaudador”. Hay un sanador de cerdas, un recaudador que lleva las letras A.R. impresas en rojo sobre su gorra,  cabras paradas al sol, una eterna ociosidad de pueblo construido sobre los huesos de los muertos y el gris de las nubes sobre las arcillas silenciosas y los campesino en los campos y…, una tarde de verano llega el telegrama que anuncia la toma de Addis Abeba y con ella la liberación de los desterrados.

La prosa de Carlo Levi atrapa enseguida, la frescura con la que describe y cuenta posee un paralelismo muy evidente con la pintura. El turinés es un pincritor, rara avis que escribe utilizando la misma técnica que del acuarelista. Agua, pigmentos y palabras. Carlo Levi llega a Gagliano, de mala gana, como él mismo dice, una tarde de agosto procedente de Grassano. Un año después, cuando ya libre abandona el pueblo, Carlo no es el mismo porque en ese tiempo ha sido desterrado, campesino, médico, señor y, finalmente, repatriado; porque se lleva entre las uñas la tierra muerta del primitivismo animal; porque tiene en la cabeza impreso el mapa de la miseria. Pero tampoco, a estas alturas, el lector es el mismo, sabe ya que si “Cristo se detuvo en Éboli”, es porque prefirió quedarse a orillas del mar, en la provincia de Salerno.