“En este lugar de placer, robándole a una la
vida”
“Ni me mata ni me deja
vivir”
Ciertamente el viaje es inmenso
desde Hamburgo hasta Davos, hay que atravesar toda Alemania de norte a sur y
cuando uno cree que ya está, resulta que le queda lo peor: la subida desde
Landquart a Davos. Hans Castorp llega para una visita de tres semanas. Es joven,
todavía parece tener tutor: su tío, el cónsul Tienappel; y se manifiesta un
poco delicado y timorato. Está preocupado por su nuevo trabajo en la Tunder
& Wilms e impresionado por el viaje y el lugar. Ciertamente no parece una
excursioncita, hay un cielo gris, abetos obscuros, infinidad de túneles, una
máquina que extiende humo negro y verdoso, desfiladeros con resto de nieve en
las grietas que los hace mucho más amenazadores. Compartimos tu idea de
empobrecimiento, querido Hans. Sin duda, debió fastidiarle encontrar a su primo
Joachim Ziemssen con un aspecto mejor que el propio.
En el Sanatorio Internacional
Berghof en Davos tres semanas no son prácticamente nada. Joachim lleva ya seis
meses y dice que, como poco, le quedan otros seis. Hans se escandaliza: nadie
dispone de semejante tiempo. En Davos, el crepúsculo transpira una tristeza
descolorida. Son mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Una altura
considerable para los que están acostumbrados a vivir a nivel del mar, lo que
les hace proclives al cinismo. Behrens es el cirujano, Krokovski el psicólogo
aficionado a la disección mental. En la 34, la habitación asignada al recién
llegado, dos días antes había fallecido una americana. Behrens se apresuró a
tenerla lista.
El ingeniero Castorp durmió toda
la noche, aunque soñó mucho. La intensa palidez del doctor Krokovski y la
extraña tos de un ilustre caballero le habían impresionado mucho como
consecuencia del cansancio del viaje y la debilidad de la llegada. Huérfano
desde niño, su abuelo Hans Lorenz Castorp acogió al nieto durante breve tiempo.
Confiaba el viejo Hans en la existencia de una afinidad tan necesaria como buscada,
que en numerosas ocasiones se divierte saltándose una generación. De costumbres
culinarias refinadas, Hans era por lo demás de una mediocridad honrosa.
Descansar tres semanas en compañía de su primo era lo mejor que podía hacer el
ingeniero Castorp antes de entrar a trabajar en la casa Tunder & Wilms.
La señora Stöhr, famosa por su
ignorancia y sus disparates, fue la primera residente que conoció Hans. Antes
le habían llamado la atención los ruidosos vecinos rusos y una mujer de luto
que tenía a sus dos hijos enfermos, la conocida como tous-les-deux. La
descripción en el comedor durante el desayuno es minuciosa: lo que se ingiere,
se lleva puesto, el aspecto, las emociones, la distribución de las mesas, los
aparadores, criados, actitudes... El doctor Behrens le baja el párpado a Hans y
le diagnostica una anemia verdosa, le recomienda el régimen de vida del
sanatorio y una estricta vigilancia de la columna de mercurio. Cualquier otro
hubiera mandado a paseo al matasanos, pero Hans…
Hay un grupo de pacientes conocidos como la sociedad medio pulmón o los
neumotórax por la incisión que el doctor practica en un costado para insuflar
un gas entre la pleura y el pulmón. La señorita Kleefeld es la más singular
pues es capaz de silbar con su neumotórax. El paseo no le sienta nada bien a
Hans Castorp, en realidad nada le sienta bien desde que llegó al Berghof. La
aparición de Settembrini resulta inicialmente festiva, pues Hans le confiere el
aspecto de un organillero. Sin embargo, esta especie de Virgilio dantesco
define el sentido del tiempo berghofiano que nos conduce hasta la gráfica de la
temperatura que cada residente ha de tomarse cuatro veces al día.
Le dio a Hans por almorzar
cerveza y el alcohol le disipó las ideas filosóficas sobre el tiempo
sustituyéndolas por las, mucho más peligrosas, cuestiones fisiológicas. En tan
solo 24 horas el microcosmos sanatorial convierte a nuestro ingeniero en una
columna de mercurio sin números. Settembrini se enfurece cada vez que recuerda
a su compañero de mesa, un cervecero de
Halle llamado Magnus, el cual considera que la literatura no es más que un
ramillete de bellos personajes. Hay algo peor para Hans, quien nos aclara a
continuación que uno no sabe cómo debe tratar a un estúpido enfermo por ser
términos contradictorios; nuestro ingeniero considera proverbial la salud del
estúpido y la inteligencia del enfermo.
El médico jefe, el doctor Behrems
mantenía con el sanatorio Berghof una relación muy compleja. Allí había muerto
su esposa, él mismo había contraído la enfermedad y, había criado a sus hijos. También
compleja, aunque ciertamente mucho más extraña, era la relación que nuestro
ingeniero mantenía con la rusa de los portazos, madame Chauchat. No llevaba Hans dos semanas haciendo compañía
a su primo y ya le parecía que el régimen de vida de los de allá abajo era
extraño. Hans escuchaba a Settembrini hablar de su abuelo revolucionado y su padre
humanista, de Carducci y de Dante, de la belleza y la razón; y aunque alguna de
las opiniones del italiano le indignaba, como la sospecha política que se
esconde tras la música, no podía negar su inclinación hacía sus bien expresadas
ideas.
El catarro de
Hans le permitió conocer a la enfermera Mylendonk y adquirir un termómetro de
cinco francos. Treinta y siete con seis es una temperatura digna de ser tenida
en cuenta a primera hora de la mañana. Allí, en Berghof, nadie tiene tanta
fiebre, salvo los encamados y los moribundos. El dictamen del doctor no alberga
duda alguna y Hans se incorpora como residente fijo al sanatorio. Poco después
de la siete de la mañana, los primos intercambian temperaturas. Es Joachim
quien acude a visitar a su primo, encamado por orden facultativa. Comida,
paseo, reposo, ese es el camino que se transita cinco veces al día. La central
de mediodía incluye seis platos y la del domingo se convierte en comida de gala
preparada por un cocinero de postín.
La levita gruesa
de anchas solapas y el pantalón de cuadros aparecieron a los pies de la cama de
Hans Castorp. Settembrini se muestra interesado por la salud física y
espiritual de nuestro ingeniero: parece haberle tomado afecto. Flemáticos y
enérgicos los de allá abajo y escépticos e ingenuos los de aquí arriba. Estos
últimos, en seis meses han perdido todo contacto con la vida; y lo que es más
llamativo, han quedado imposibilitados de volver allá abajo a vivir entre la
gente corriente “esa que anda de acá para allá, ríe, gana dinero y se atiborra.
Al menos, eso es lo que opina Lodovico Settembrini. Lo que sí es cierto es lo
que dice Hans, a saber, que allá abajo
los Settembrinis pasan completamente inadvertidos.
Aunque Hans
solía añadir alguna décima de más en un intento de ascender en la jerarquía del
Berghof, la paciencia y la discreción presidían todo su comportamiento, y,
naturalmente, el orden. Joachim jamás hablaba de la risueña Marusja y,
paralelamente, Hans, nunca lo hacía de la ruidosa Claudia. El silencio con el
primo lo compensaba con la señorita Engelhart. La debilidad de nuestro
ingeniero por la señorita rusa resultó que era compartida por el doctor
Behrems, aunque este parece limitarse a tomarla como objeto pictórico. Hans por
aquel tiempo concentró sus esfuerzos en el estudio de la célula, la embriología
parecía interesarle especialmente. Y así llegaron las Navidades.
Iglesias rusas
con bulbosos campanarios. Hans muestra tal preocupación por el sufrimiento de
sus compañeros que ofrece a Semttembrini un ejemplo con el que comenzar su
nueva obra sobre el humanismo. Es el transcurso de una fiesta de carnaval
cuando Hans se quita la careta frente a Claudia. La respuesta no puede ser más
lacerante: ella se marcha al día siguiente, abandona el sanatorio quién sabe si
definitivamente. El espectral retrato de la amada acompaña a nuestro ingeniero
durante nueve meses. Para entonces, Joachim había cumplido su quinto trimestre.
Antes, por Pascua el mismísimo Settembrini anunció su marcha, aunque no muy
lejos, a Dorf a la casa de un célebre sastre de señoras llamado Lukacek. No
está muy claro si la ausencia del humanista fue la causa del incremento de
intimidad entre el ingeniero y el psicólogo, el doctor Krokovski.
La botánica, la
astronomía y las charlas con Settembrini y el jesuita Naphta llevan al joven
Castorp hasta su primer aniversario. Naturalmente que nadie, ni siquiera la
señora Stöhr, famosa por sus salidas de tonos, osa recordárselo. Allí arriba
las celebraciones son más bien de carácter cíclicamente astronómicas. Y es que
por no haber no hay ni estaciones propiamente dichas, todo lo más días de
verano y días de invierno. Cuando Joachim toma la decisión de abandonar el
sanatorio nos tropezamos con el virtuosismo del doctor Behrems, perfectamente
capaz de auscultar al paciente, hablar con él de otra cosa y dicta a su
ayudante el resultado de la exploración.
La marcha de
Joachim provoca cambios en Hans. Nuevos comensales y compañeros. Un checo de
nombre impronunciable al que todos llamaban Wenzel; los cerveceros de Halle, el
matrimonio Magnus; el señor Ferge, sufrido moribundo resucitado consecuencia de
haber sufrido un extraño shock pleural; y Ferninand Wehsal, el joven de
Mannheim, también enamorado de Claudia. También la visita de su tío, James
Tienappel, era lógica después de que Joachim hubiera informado a sus familiares
de la situación del muchacho en el sanatorio. El cónsul Tienappel se dio de
bruces contra la “serena e inquebrantable indiferencia de Hans”. La resistencia
del sobrino frente al frío, sus conocimientos astrológicos, las elaboradas
ideas frente al tiempo y la enfermedad, y, en fin, toda la enorme cantidad de
fenómenos que Hans se encargó de volcar sobre su tío, hicieron que esté acaba
en la cama con una extraña sensación de haber sido vapuleado.
Vino después el
doctor Behrens a rematar la faena: haría muy bien el nuevo visitante en
quedarse unas semanas porque el párpado inferior revelaba claros signos de
anemia. Sometido ya el cónsul a la rutina del sanatorio, se apresuró a pedirle
audiencia al doctor con la intención de acelerar el regreso de su sobrino a la
realidad de allá abajo. La respuesta fue que la humanidad doliente tenía preferencia y los sanos debían de esperar. Con
un demonio a la izquierda y otro a la derecha, el cónsul Tienappel huyó
despavorido deseando a su sobrino buena suerte.
Para profundizar
en su soledad y tornarla más silenciosa y propia Hans aprendió a esquiar. En una
de estas salidas estuvo a punto de perecer, pero mágicamente el tiempo hizo una
pirueta y peligro desapareció. El regreso de Joachim vino acompañado de ciertas
noticias sobre Claudia. Madame Chauchat tenía intenciones de visitar España y
posteriormente retornar al Berghof. Entretanto el jesuita y el humanista siguen
con sus eternos diálogos: el efecto purificador de la literatura, la
destrucción de las pasiones a través del conocimiento y de la palabra, la
literatura considerada como camino hacia la comprensión, hacia el perdón y
hacia el amor, el poder liberador del lenguaje, el espíritu literario como el
fenómeno más noble del espíritu humano
en general, el poeta como hombre perfecto, como santo…
Joachim muere y
el tiempo se convierte en el tejido absoluto, pastoso e imposible de medir.
Ella también había vuelto, aunque acompañada por un tipo conocido como
Peeperkorn, el rey del café. Dueño de una villa en el famoso barrio de
Scheveningen en La Haya, la señora Stöhr se refería a él como “el magnético del
dinero”. Manos de capitán con las uñas terminadas en punta. Son estas, las de
Peeperkorn, las mejores páginas de la novela. El temple del novelista alemán
sabe sacar de la nada un personaje de grandeza mayestática como Peeperkorn,
pero al mismo tiempo sitúa al lector en un punto panóptico desde el que
contemplar los pensamientos de cada uno de los restantes personajes. Convertido
en el favorito del rico holandés, Hans se sienta entre Peeperkorn y su
compañera.
“Nuestro poco
heroico héroe” habla con Claudia y con su compañero. A ella le parece de un
abominable egoísmo la actitud flemática de Hans y, al mismo tiempo, llena de
una verdadera genialidad. A él, a Hans nos referimos, no parece sorprenderle la
confesión de ella. En realidad, ambos comparten demasiadas cosas para no
terminar unidos. Respecto de la segunda entrevista, la del ingeniero con el
holandés, a nadie puede sorprender un
hermanamiento que desde hace páginas se viene anunciando.
De nuevo solo,
por la muerte del gran Peeperkorn y la marcha de Claudia, Hans se sometió al
ridículo nuevo tratamiento del doctor Behens: una autovacuna de estafilococos. Pasó
nuestro héroe de su pasión por los solitarios a la fascinación por la música de
gramófono. Todos terminaron por atravesar la raya donde comienza el destierro
cuando durante una sesión de espiritismo el fantasma del teniente Ziemssen se
hizo presente.
El antisemitismo
del señor Wiedemann vino a agravar el enrarecido e irascible ambiente que había
comenzado a reinar en el Berghof después del escatológico episodio narrado. El
resentimiento y la discordia se extendió por todas partes, alcanzando incluso
los debates, otrora intelectuales, del masón y el jesuita. Una sed de guerra le
parecía honrosa a la generalidad. “Al final de todas las cosas solo quedaba el
cuerpo, las uñas y los dientes”. Y entonces es lógico que veamos a nuestro
ingeniero desaparecer entre el barro que levantan los obuses.
Echaremos de menos las primeras
nieves condenadas a fundirse, el primer desayuno con su paseo breve y la
inicial cura de reposo, a Miss Robison que toma infusiones de escaramujo, a la
señorita Engelhart y al doctor Leon Blumenkohl, el enfermo más grave de toda la
mesa.
¡Adiós, Hans!
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