Luis Jesús Labrador, acuarela. |
A Luis Jesús Labrador.
Lo que más le gustaba a Juan era comer bocadillos por la calle. Los preparaba cuidadosamente, los envolvía después en papel y los introducía en una bolsa. Salía de casa cuando faltaban dos horas para que anocheciera. Naturalmente prefería las estaciones templadas. Muchas noches de invierno se veía obligado a consumirlos al resguardo de un portal y entonces regresaba a casa lanzando blasfemias, dormía mal y hasta acababa por sufrir de diarrea: la peor de las enfermedades para el mascador callejero. Por supuesto que Juan vivía solo, pues tan extraños hábitos alimenticios no aguantaban la convivencia familiar. Una pensión y los ahorros de su madre muerta, le bastaban. Durante el día, Juan ingería pequeñas cosas: un vaso de zumo por la mañana, un yogur al mediodía y una manzana acompañada con dos galletas a las tres en punto de la tarde. Después, todo era esperar con el bocadillo dispuesto.
Adoraba esa hora, la hora de salir. Tiraba hacia el oeste y se introducía por el parque de la Rosaleda hasta toparse con el río. Allí se sentaba en un banco y miraba las sierras del otro lado del río. Tan pronto como veía que los picos disponían la mesa para la ingesta solar, Juan se levantaba de un brinco y desandaba el camino. Llegaba hasta muy cerca de su casa y, entonces, torcía al este, estiraba los brazos hacia delante y agarraba el bocadillo con las dos palmas de sus manos grandes y redondas, manos hechas para agarrar bocadillos.
El primer mordisco era siempre el mejor, el más sabroso y con él consumía la mayor parte de su placer. Las manos le sudaban y desde los pies le subía un cosquilleo hasta la espalda que le obligaba a caminar de puntillas. Los siguientes veinte o treinta pasos los daba Juan con la elegancia de una primorosa bailarina de ballet actuando en un espectáculo callejero. Después, cuando sentía que entre sus manos grandes y redondas se le escapaba el bulto esponjoso del bocadillo, su graso espíritu se entregaba a una lamentación tan desnuda que no podía apartar la vista de la punta de sus zapatos.
Aquel día el bocadillo de Juan era nutridamente apetitoso: dos huevos cocinados entre gruesas lonchas de jamón. Con las manchas del desaliento en la punta de los zapatos, Juan recorrió muchas calles y sólo cuando llegó a casa, se dio cuenta de que los estoques del aire le habían arrancado las mangas de su chaqueta.