La nostalgia y la soledad,
elementos inevitables que siempre acompañan al hombre, se engarzan de forma
admirable en el íncipit de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón
de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La soledad del que va a
morir que se entrega a la nostalgia de sus recuerdos.
Macondo era por aquel entonces,
cuando José Arcadio Buendía llevó a
su hijo a conocer el hielo, una aldea situada en las proximidades del Paraíso,
recién expulsado el hombre y la mujer de su centro. Los fierros mágicos de Melquiades,
un gitano con manos de gorrión alborotaban la aldea despertando el alma de las
cosas. Aunque el que resultó de verdad alborotado fue José Arcadio Buendía.
Probó con el imán y descubrió que no eran los primeros en habitar esa tierra; estudió
el potencial bélico de la lupa, y descubrió la esfericidad terrestre. Para entonces Melquíades era ya un gitano avejentado por tanta enfermedad
viajera. Le regala un laboratorio de alquimia que desprendía un olor del
demonio.
En medio de ese pandemónium alquímico
–cuyo mayor éxito ha sido reducir un puñado de doblones de oro a un “chicharrón
carbonizado”- aparece Úrsula Iguarán
“aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida
se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy
entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de
olán”. Cierren, por favor, la novela durante un rato y continúen después
respirando el tibio olor de albahaca.
La culpa de que José Arcadio
Buendía y Úrsula Iguarán se hubieran casado la tenía el pirata Francis Drake.
El temor a engendrar iguanas, dada la proximidad familiar de los contrayentes,
hizo que Úrsula durmiera protegida por un pantalón de lona de velero hasta
cierta noche en la que Prudencio Aguilar perdió una pelea de gallos. Después
José Arcadio, Úrsula y un puñado de vecinos fundó Macondo para darle al
fantasma de Prudencio un poco de paz.
El soplo de alivio de sus padres
hizo que volara de su cabeza cuadrada cualquier resto de imaginación. José Arcadio Buendía había nacido antes
de llegar a Macondo sin “ningún órgano de animal”. Su hermano, Aureliano, había llorado en el vientre
de su madre y nacido con los ojos abiertos.
Cuando, un jueves de enero, nació
Amaranta, sus dos hermanos gozaban
ya de los encantos de Pilar Ternera.
Fue aquel año en el que los gitanos volvieron trayendo consigo esteras
voladoras. El anuncio de su futura paternidad devolvió al laboratorio al joven
José Arcadio donde duró el tiempo justo que tardaron en marcharse los gitanos.
Úrsula salió tras su hijo metido a gitano y José Arcadio tuvo que ocuparse de
la niña Amaranta. No regresó sola: había descubierto la salida de la ciénaga.
Al hijo de Pilar Ternera lo
llamaron Arcadio para evitar
confusiones y de su crianza se encargó la india guajira Visitación. Animada por
su gesta liberadora, Úrsula abrió, en un Macondo completamente transformado, un
negocio de animalitos de caramelo ensartados en palo de balso. José Arcadio
Buendía sustituye la materia del laboratorio por la de las calles y el joven
Aureliano toma el relevo alquímico. La llegada de Rebeca con el saco de huesos de sus padres es anunciada con
anticipación por Aureliano; se trata, al parecer, de una prima lejana de Úrsula
y, por tanto, también de José Arcadio Buendía, de no más de once años que
todavía se chupa el dedo. El salvajismo de Rebeca lo remedió Úrsula con
ruibarbo y tollinas.
Rebeca fue la primera infectada
de la peste de insomnio que destruía los recuerdos. A los forasteros durmientes
les colgaron una campanilla del cuello y a las cosas les pegaron letreros por
debajo para no olvidar sus nombres. El pasado no llegaba más allá del canto de
la alondra en el laurel del martes. Fue entonces, en medio del tremedal del
olvido cuando apareció Melquiades resucitado. ¿Quién mejor que un muerto para
descubrir el remedio contra el mal macondino? El nuevo invento del gitano era
el daguerrotipo. De esta época del daguerrotipo melquiadano data el aumento del
negocio de dulces de Úrsula cuando ya Aureliano que se había convertido en un
consagrado maestro de la platería.
Unos años después, al descubrir
la adolescencia en el patio de los bordados –más bella en Rebeca que en
Amaranta-, Úrsula decidió ampliar la casa. Dos salas, una más formal que la
otra. Un comedor para doce servicios. Y nueve dormitorios alrededor de un largo
corredor protegido por un jardín de rosas. Úrsula no se olvidó de Melquiades
para quien encargó una habitación propia al lado del taller donde trabajaba la
plata Aureliano. Con las obras ya casi terminadas, llega a la casa la orden del
corregidor Apolinar Moscote de
pintar la fachada de azul. Nunca hasta entonces había habido en el pueblo otra
autoridad que la de José Arcadio. Este lo declaró inmediatamente su enemigo y
Aureliano se enamoró perdidamente de la hija menor del corregidor, Remedios Moscote con tal solo nueve
añitos de edad.
Pero Úrsula pensó que la reforma
no debía quedarse solo en cosa de albañiles y encargó para la inauguración de
la casa nueva y blanca un montón de cosas: una pianola, muebles vieneses,
cristales de Bohemia, vajilla de las Indias, manteles de Holanda… Con la
pianola llegó Pietro Crespi que
enseño a bailar a Amaranta y Rebeca. La súbita amistad entre Rebeca Buendía y
Amparo Moscote dio esperanzas Aureliano. Le cupo a Melquiades el honor de
inaugurar el cementerio de Macondo.
Amaranta no está dispuesta a
permitir que su “hermana” Rebeca tome estado en Pietro Crespi. Tampoco
Prudencio Aguilar parecía estar dispuesto a dejar en paz a su asesino y tan
pronto como los muertos señalaron el lugar de enterramiento de Melquiades, se
personó ante José Arcadio Buendía. Y entonces el tiempo se paró en un lunes y
José Arcadio Buendía tuvo que ser amarrado al tronco del castaño del patio.
Un domingo de marzo, Aureliano
Buendía y Remedios Moscote se casaron ante el padre Nicanor Reyna. El cura decidió quedarse para remediar tanto
desorden religioso como encontró en el pueblo y a fin de recaudar fondos para
una iglesia se dedicó a tomar chocolate y a levitar. Remedios muere, Rebeca
posterga sine die su matrimonio con el italiano y el desaparecido José Arcadio
regresa. A estas alturas los años que le quedan a Arcadio para comparecer
frente al pelotón de fusilamiento son ya pocos y el último de sus recuerdos fue
para Remedios.
José Arcadio y Rebeca se enamoran
y abandonan la casa. Úrsula impone nuevo luto por la pérdida de dos hijos.
Pietro Crespi ofrece a Amaranta, la cual enamorada desde hace muchos años del
italiano responde con sorprendente pasividad. Aureliano se hace liberal, pero
rechaza la brutalidad del matarife enfermo de sangre. Ese es un momento
especial de la novela: Aureliano vigila a sus amigos con una pistola bajo la
camisa, va por las tardes a tomar café con sus hermanos José Arcadio y Rebeca y
a las siete juega una partida de dominó con su suegro. Tres meses después, estalló
la guerra.
Con un rebenque alquitranado tuvo
que poner Úrsula orden en Macondo después de que Aureliano se fuera a la
guerra. En un acto de incompresible soberbia, Amaranta recha al amor de su
vida, el italiano de la pianola que desesperado se quita vida entre lámparas
iluminadas y cajas musicales abiertas. Una venda negra alrededor de su mano
quemada en las brasas se convirtió en la seña de identidad de la Amaranta
sobreviviente. Arcadio conoce a Santa
Sofía de la Piedad y enseguida la hará viuda tras una insensata acción que
le conduce al paradón: frente a la ventana que en el momento de la ejecución
abría Rebeca, se despide Arcadio del mundo. Capturado también el coronel
Aureliano no parecía que fue a correr mejor suerte. Rebeca tuvo buena culpa en
la liberación del coronel.
Una tras otras las sublevaciones
protagonizadas por Aureliano se sucedieron. Santa Sofía vivía en la casa
familiar de los Buendía con tres nuevos retoños: la niña, a la que pusieron Remedios, la bella, y los dos gemelos, Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo.
Pero la novedad más acusada cuando el coronel regresó a Macondo un año después,
fue el suicidio inexplicable de su hermano José Arcadio. Rebeca se enterró en
vida en el interior de su casa.
Por la época en que Amaranta
estaba localmente enamorada del italiano de la pianola, el después coronel Gerineldo Márquez, el mejor hombre del
coronel Buendía, le había declaro su amor. Se murió el patriarca José Arcadio
Buendía y una lluvia de flores pequeñas y amarillas le despidió. Después Aureliano José, también hijo de Pilar Ternera,
se unión a su padre, el coronel Aureliano. La leyenda de este comenzó a
formarse después de que los liberales y conservadores llegaran a un acuerdo de
reconciliación. Se le situó la coronel en infinidad de lugares promoviendo
alzamientos con el fin de unificar las fuerzas federalista de la América
Central. Hasta el nuevo alcalde de Macondo, el general conservador José Ramón Moncada, lo admiraba de
veras.
La aventura aureliana duró muchos
años. El padre Nicanor fue sustituido por el padre Coronel a quien llamaban El Cachorro. Bruno Crespi, el hermano de Pietro, se casó con Amparo Moscote y su
almacén de juguetes no dejó de crecer. De la escuela se hizo cargo don Melchor Escalona, maestro viejo con
métodos pedagógicos expeditivos. Vuelve Amaranta a ser protagonista del deseo.
En este caso el de su propio sobrino, Aureliano José. Comienzan a aparecer los diecisiete Aurelianos. Al joven
Aureliano José lo mata de un balazo el capitán Aquiles Ricardo, aunque es preciso notar que el capitán murió
primero.
Cuando el coronel Aureliano
regresó a Macondo tuvo primero que conquistársela al general Moncada. Un aire
de extrañeza que era más de resistencia a la nostalgia, le pareció a Úrsula que
emanaba de lo más hondo del ser de su hijo. Gerineldo Márquez, otra vez jefe
civil y militar de Macondo, renovó sus visitas a Amaranta. Esta lo mantuvo
cuatro años cerca de ella sin aceptarlo y sin rechazarlo, y cuando Remedios la
bella tomó partido por el coronel, Amaranta la expulsó del costurero donde los
encuentros tenían lugar. Después, decidió, borracha de soledad, encerrarse en
su habitación y despedir definitivamente a su último pretendiente.
Esa misma soledad de podredumbre
estaba ya plenamente desarrollada en el corazón del coronel Aureliano hasta tal
punto que solo con dificultad podía reconocer el rostro de su madre. A veinte
leguas de Macondo, el coronel firmó el armisticio de Neerlandia, bajo una ceiba
gigantesca y después se pegó un tiro que no lo mató. El gobierno le puso
vigilancia en la casa y fue entonces cuando la belleza de Remedios provocó el
primer muerto: un joven comandante de la guardia que custodiaba a Aureliano.
Un nuevo giro de la rueda del
tiempo macondino nos lleva hasta el último recuerdo de Aureliano Segundo en su
lecho de muerte: el nacimiento de su hijo José Arcadio, el cuarto y último de
los José Arcadio de la saga. La limpieza
de ese espacio de construcción creativa que es el tiempo sin tiempo de
Melquiades es ofrecida al siguiente continuador después del paréntesis de la
guerra. Pero quien regresa no es el coronel, sino Aureliano Segundo. Los
gemelos, hijos de Arcadio y Santa Sofía de la Piedad, único hilo que a punto
estuvo de quebrarse y extinguir a los Buendía antes de tiempo, en algún momento
de su adolescencia o juventud giraron sus nombres. Así Aureliano parece un José
Arcadio y José Arcadio tiene el aspecto de un Aureliano. Aunque comparte mujer,
Petra Cotes, será Aureliano quien la
convierta en concubina.
Con Petra Cotes llegó la peste de
la proliferación y fue tal la riqueza que Aureliano Segundo empapeló la casa
familiar, por dentro y por fuera, con billetes de a peso. Úrsula ordenó retirar
el papel moneda y sus ruegos de pobreza no fueron atendidos, antes al
contrario, pues apareció un san José grande relleno de monedas de oro. Pero fue
el dinero quien le buscó el destino a Aureliano Segundo. Tenía la suficiente
para financiar el descabellado proyecto de su hermano de convertir en navegable
el río. Y así resultó que en el único barco-balsa que llegó hasta Macondo
viajaban las matronas francesas que dieron lugar al delirante carnaval en el
que Aureliano Segundo conoció a su futura esposa, Fernanda del Carpio.
La reina de ese carnaval fue
Remedios, la bella. Para entonces, el coronel Aureliano no era ya más que un
hombre envejecido que fabricaba pescaditos de oro en el taller que luego
cambiaba por monedas de oro con las cuales volvía a fabricar más pescaditos de
oro. Hubo una segunda reina, Fernanda del Carpio cuyo príncipe hubo de
atravesar un “páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la
ansiedad provocaba espejismos premonitorios” para llegar a la ciudad de los
treinta y dos campanarios. La familia Buendía le fue hostil y el marido le
salió adúltero.
El coronel se levantaba a las
cinco de la mañana y junto con un tazón de café sin azúcar se encerraba todo el
día en su taller hasta que a las cuatro de la tarde arrastraba una manta
deshilachada y un taburete hacia el porche de la casa por si acaso llegaba a
ver pasar su propio entierro. Los diecisiete Aurelianos comparecieron en
Macondo para el jubileo del coronel y el padre Antonio Isabel los marcó con una
cruz de ceniza en la frente. Uno de ellos, Aureliano Triste, fundón una fábrica
de hielo y tuvo la ocurrencia de traer el tren hasta Macondo. Otro Aureliano,
el Centeno, se quedó a cargo de la fábrica de hielo de su hermano inventando en
su ausencia el helado. Una de las primeras cosas que trajo el tren fue una
planta de electricidad. El cine, que llegó después de las manos de Bruno
Crespi, encrespó los ánimos de los macondinos por considerarlo una estafa.
Un miércoles llegó en el tren de
la once a Macondo el señor Herbert,
probó los bananos y la historia cambió. La historia se mueve por cosas tan
banales como invitar a un gringo a comer guineo. Fue la peste del banano. Por
entonces, Remedios, la bella, salió volando por el aire a las cuatro de la
tarde agarrada a la punta de una sábana. A las dos de la tarde de un jueves, José Arcadio salió para el seminario
con la ilusión de cumplir el deseo de su tatarabuela Úrsula de convertirse en
Papa. Su hermana Meme, Renata Remedios,
abandonó Macondo también para formarse. Por entonces, Amaranta comenzó a tejer
su mortaja y la voracidad de Aureliano Segundo llegó a su cénit en un duelo sin
precedentes con la Elefanta, Camila Sagastume.
Fernanda del Carpio vivía entre
tres fantasmas vivos, a saber, Úrsula, Amaranta y Santa Sofía de la Piedad; un
fantasma muerto, José Arcadio Buendía, y una sombra, el coronel Aureliano. Hay,
sin embargo, alguien más, un marido que va y viene a intervalos más bien
irregulares de la casa de su concubina. Del coronel diremos que después de que
el coronel Gerineldo Márquez se negara a secundarle en la última guerra, se
encerró más aún en el interior del taller y en hueco de su soledad. Murió un
martes, once de octubre, con la cabeza apoyada en el castaño del patio mientras
orinaba.
Cuando Fernanda inició su
correspondencia con los médicos invisibles ya había nacido la pequeña Amaranta Úrsula. Curiosamente el
acercamiento de Aureliano Segundo a su hija Meme contrarió más a Petra Costes
que a Fernanda. La muerte se le anunció a Amaranta en forma de cliente de
sastrería. El lino lo pidió bayal y ella misma tejió la urdimbre durante cuatro
años. Luego inició el bordado que primero retardo y luego aceleró. A las ocho
de la mañana del cinco de febrero dio la última puntada y anunció a todos que
moriría esa misma tarde declarándose dispuesta a llevarle a los muertos los
avisos de los vivos.
Las mariposas amarillas que
acompañaban siempre a Mauricio Babilonia
se colaron en los sueños de Meme. A escondidas en un baño lleno de alacranes y
mariposas fue concebido Aureliano Babilonia y de esas misma forma lo crio su
abuela Fernanda. Cuando un disparo de guardia nocturna derriba a Mauricio del
tejado de la alberca, las mariposas amarillas cambian el objeto de su
admiración. Y solo después de que la última muriera, madre e hija llegaron
hasta el convento de la ciudad de los treinta y dos campanarios. Allí dejó
Fernanda a Meme. No sabemos si regresó para verla, si fue así Meme no despegó
nunca más lo labrios con intención comunicativa.
La llegada a Macondo del ejército
para poner fin a la huelga en la compañía bananera fue de los poco instantes
que devolvieron la vida a Santa Sofía de la Piedad. En tres artículos de
ochenta palabras el general Carlos Cortes Vargas declaró malhechores a los
huelguistas y autorizó que se les balaceara. Un tren de doscientos vagones
empujado por tres locomotoras llevó los tres mil cadáveres hacia el mar. Tres
horas después no quedaba en Macondo rastro alguno de la masacre y el gobierno
se había encargado de hacer circular un bando que informa del regreso de los
huelguistas a su quehacer gracias a un acuerdo entre las partes en conflicto. Y
para celebrarlo se decretaron tres días de fiesta que comenzarían una vez que
dejara de llover.
Cuatro, once, dos. Años, meses,
días. Ese fue el tiempo del diluvio sobre Macondo. Con la misma aplicación que
José Arcadio Segundo solía poner en todos sus proyectos, se dedicó tras la
matanza a leer los incomprensibles signos de los libros de Melquiades. El
soliloquio de Fernanda es un monumental catálogo de los excesos de la
autocompasión compuesto con una maestría de orfebre: las ojeras de violeta, las
astromelias en el fondo de las bacinillas blasonadas, los lacres sellados con
anillos, las palmas funerarias tejidas a mano y las damas de nación. Mientras
Fernanda y Aureliano Segundo resolvían sus problemas de linaje y hambre, los
pequeños, Úrsula Amaranta y Aureliano
Babilonia, aceleraron sus pasos por el sendero del salvajismo.
Úrsula olvidó su promesas de
morir cuando escampara y a pesar de su ceguera se puso a recomponer una casa
que se caída a pedazos. José Arcadio Segundo se negó a salir del cuarto de
Melquiades en el que había encontrado la paz al lado de los libros. Un viento abrasador
sustituyó a la lluvia, el dinero se hizo escurridizo y los animales estériles. Úrsula
se murió un jueves santo de mucho calor con una edad tan extensa que no quedaba
nadie para recordarla fuera de la familia. Ese mismo año le tocó el turno a Rebeca
muerta enroscada como un camarón. El olvido se había apoderado de tal forma de
Macondo que ya casi nadie recordaba al coronel Aureliano y los gitanos tuvieron
que volver a empezar con la lupa y el fierro imantado.
José Arcadio Segundo se convirtió
en el macondino de mayor sabiduría y enseñó a leer a su sobrino Aureliano
Babilonia. Algo había adelantado José Arcadio Segundo sobre la lengua de los
pergaminos de Melquiades. En ese cuarto donde siempre era marzo y lunes los
caracteres parecían piezas de ropa puestas a secar en un alambre. Meses después
de que Úrsula Amaranta se marchara a Bruselas para estudiar, los gemelos
perecieron a la vez: José Arcadio encima de los
pergaminos de Melquiades y Aureliano en la cama de Fernanda. Los
enterraron en tumbas equivocadas para restablecer en la muerte el orden del
nacimiento.
A medida que Aureliano Babilonia
iba avanzando en el conocimiento del sánscrito, el cuarto de Melquiades se fue
tornando vulnerable al tiempo. Las hormigas coloradas, la maleza y los bordones
de telarañas habían comenzado una colonización irremediable de la que solo
Santa Sofía de la Piedad fue consciente. Fernanda y Aureliano se quedaron solos
en la casa y hasta, diría uno, que en el pueblo. El ruido de la pluma rasgando
el papel, el del interruptor y el de las oraciones era todo cuanto Aureliano
sabía de la vida de Fernanda. Dos soledades yuxtapuestas se encontraban en el
vértice de la cocina.
Aureliano conservó el cadáver de
Fernanda durante los cuatro meses que tardó en llegar José Arcadio. Este pobre
muchacho sirve de punto de intersección de toda las desacertadas locuras de los
Buendía: guerras, muertes, gallos, fantasmas, monstruos… Cuando habían
comenzado a entenderse, otra vez la muerte cruzó el camino y se llevó al más
débil. Aureliano permaneció solo hasta la llegada de Amaranta Úrsula. Aunque no
llega sola, sino acompañada de Gastón, su esposo belga.
Amaranta Úrsula reformó toda la
casa e infectada por el virus de los Buendía que hacen para deshacer, decidió
esperar el plazo prometido a su esposo para tener hijos. Aureliano, aunque
continuaba con las narices metidas en los pergaminos de Melquiades, había
logrado hacer amigos. En la librería del catalán conoció a Álvaro, Germán,
Alfonso y Gabriel. Hablaban los cinco del empeño del hombre de acabar con las
cucarachas, de las putas ficticias de trajecitos floreados, de la realidad
histórica del coronel Aureliano Buendía y de la compañía bananera.
A punta del incestuoso revólver
de los Buendía, la tía se entregó al sobrino. A Pilar Ternera la enterraron con
más de ciento cuarenta años sentada en su mecedora. El librero catalán liquidó
los libros y se volvió a su tierra envuelto en la misma añoranza que trajo. El
estallido pasional que los dos últimos Buendía era lo único de verdad que
ocurría en Macondo, la ciudad que se desintegraba poco a poco. Gastón pareció
encantado de tener un pretexto para desaparecer. El último Aureliano, fruto de
los amores incestuosos de tía y sobrino, nació con cola de cerdo: era el fin.
Criticó Cortazar la novela
realista que se limitaba a “parafrasear la circunstancia”. Alejo Carpentier
dejo dicho que en América lo maravilloso forma parte de la realidad cotidiana,
habida cuenta de la fe de sus habitantes en el milagro, mientras que en Europa,
donde los discursos han sustituido a los mitos, lo maravilloso es invocado de
manera artificiosa, con trucos de prestidigitación. Es esta la corriente de lo
real-maravilloso.
¿Sorprende o ya no sorprende que
el agua hierva solo en los cazos, que un reguero de sangre avise de una muerte,
que llueva cerca de cinco años seguidos, que hayas pestes de insomnio donde se
pierden los recuerdos? Algunos niegan ya sorpresa alguna como viejos macondinos;
otros siguen buscando algún atajo de caudillo liberal que explique por qué
carajo guerreamos.
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