jueves, 6 de junio de 2013

Cristo se detuvo en Éboli. Carlo Levi.

“Me parecía haber caído del cielo, como una piedra en un estanque”.
                        Carlo Levi.

Grassano, Accettura, Stigliano. Pueblos con paludismo. Estamos en la provincia italiana de Matera, en la antigua región de Lucania, al sur, en la planta de la bota. A veinticinco kilómetros de Stigliano está Gagliano, un pueblo nacido entre barrancos de arcilla blanca. A Levi lo han trasladado hasta allí dos representantes del Estado. Lleva las manos atadas. Es la muerte quien lo recibe: la de los crespones negros en las puertas de las casas, la de la viuda en cuya casa ha de vivir y la del campesino que agoniza en el suelo, sobre una camilla, con los zapatos y el sombrero puestos. El alcalde, el profesor Luigi Magalone, hace una excepción con Levi que es hombre culto, médico y pintor, y se acerca hasta él para informarle de la presencia de otros desterrados en el pueblo, con quienes, por cierto, tiene prohibido tratar, pues sobre ellos pesa la rigurosa carga de la seguridad del Estado. En Gagliano hay dos médicos, Milillo y Gibilisco, con tan poco ciencia que resultaban inofensivos, incluso para el paciente. En la plaza está también el sargento de los carabineros, el abogado S –el más rico del pueblo y sus dos hermosas hijas: Concetta y Maria-, Poerio -el cartero jubilado-, el abogado P…

Aquí como allá, en Grassano de donde había llegado Levi, no había sino señores y bandidos, aburrimiento y avidez, odios y venganzas, y solo algunos, como Decunto, el teniente de la Milicia de Grassano, poseían algo que se parecía a una “funesta lucecita de conciencia”. Don Guiseppe Trejella es el arcipreste de Gagliano, un hombre bueno e inteligente que el mundo ha devorado entre sus fauces, y que en este rincón de Matera consume sus últimos días escribiendo “epigramas latinos contra el alcalde, los carabineros, las autoridades y los campesinos”.

Pero Gagliano no es Grassano. Allí, campanillas de rebaños y prados, aquí, pezuñas de asnos y balar de cabras. En la plaza un cojo hincha la piel de una cabra sacrificada, porque el gobierno ha creado un nuevo impuesto sobre el ganado caprino y hay que deshacerse de las cabras antes de que sea demasiado tarde. Doña Caterina Magalone Cuscianna, hermana del alcalde, que se creía en trance de ser envenenada por su marido, Nicola Cuiscianna, maestro de escuela y secretario del fascio de Gagliano, recibe como caído del cielo a Levi, pues piensa que su presencia es la última esperanza de que el crimen no quede impune.


Los alrededores del cementerio, el límite geográfico por donde Levi puede moverse, es el primer motivo pictórico elegido por Carlo. Luisa, la hermana de Levi, emplea tres días para llegar desde Turín a este pueblo perdido de la comarca de Matera, trae libros, medicinas, noticias. En Matera los niños pobres mendigan quinina en lugar de monedas. Carlo ocupa la única casa del pueblo con retrete. Tiene, además, tres habitaciones, una higuera en el centro del patio y un balconcito en la alcoba. Pero le falta una mujer para que lo cuide, y es que el pueblo es de las mujeres porque la mayoría de los hombres están en América. Las mujeres los esperaban uno o dos años, luego, cuando ya los hombres han dejado de escribir, hacían hijos. Y es que en Gagliano el sentimiento del honor nada tiene que ver con la paternidad de los hijos, el paraíso americano no deja de serlo después de haber pasado por él y la picaresca hace de la burla a la ciencia un acto de justicia.

La guerra de Abisinia (1935-1936), no interesaba a los campesinos, ignorantes de que la guerra se hacía por ellos. Igual de míseros los de Grassano que los de Gagliano, los primeros porque “vivían de anticipos sobre la cosecha” y los segundos porque aún siendo propietarios de la tierra, “nunca cosechaban lo suficiente para alimentarse y pagar al agente recaudador”. Hay un sanador de cerdas, un recaudador que lleva las letras A.R. impresas en rojo sobre su gorra,  cabras paradas al sol, una eterna ociosidad de pueblo construido sobre los huesos de los muertos y el gris de las nubes sobre las arcillas silenciosas y los campesino en los campos y…, una tarde de verano llega el telegrama que anuncia la toma de Addis Abeba y con ella la liberación de los desterrados.

La prosa de Carlo Levi atrapa enseguida, la frescura con la que describe y cuenta posee un paralelismo muy evidente con la pintura. El turinés es un pincritor, rara avis que escribe utilizando la misma técnica que del acuarelista. Agua, pigmentos y palabras. Carlo Levi llega a Gagliano, de mala gana, como él mismo dice, una tarde de agosto procedente de Grassano. Un año después, cuando ya libre abandona el pueblo, Carlo no es el mismo porque en ese tiempo ha sido desterrado, campesino, médico, señor y, finalmente, repatriado; porque se lleva entre las uñas la tierra muerta del primitivismo animal; porque tiene en la cabeza impreso el mapa de la miseria. Pero tampoco, a estas alturas, el lector es el mismo, sabe ya que si “Cristo se detuvo en Éboli”, es porque prefirió quedarse a orillas del mar, en la provincia de Salerno.

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