Catón el viejo |
Catón el de Útica. |
Sexagésima cuarta.-
Séneca se entusiasma con la obra
de Quinto Sextio. Tiene su justificación porque este fue el maestro de Soción
de Alejandría que a su vez lo fue de Séneca, para quien los textos de Quinto le
dejan “lleno de enorme confianza”. Pero la figura de Séneca es tan grande que
empalidece la de sus mentores intelectuales; su espíritu, que es capaz de
contemplar a un tiempo la sabiduría y el mundo como si lo viera por primera
vez, se preocupa por “incrementar las riquezas [culturales] recibidas”, como un
buen padre de familia. Y es que el conocimiento siempre es nuevo aunque haya
sido descubierto hace mil años, porque “a mortal alguno…, le faltará ocasión de
aportar algo todavía”. La veneración que Séneca siente ante hombres tan
ilustres como Platón, Sócrates, Zenón o los dos Catones [Catón el Censor o Viejo,
famoso por su severidad, y Catón el de Útica, todo un dechado de perfección
para Séneca, según nos aclara Roca Meliá], le hace ponerse de pie. La grandeza
de la ejemplaridad.
Sexagésima quinta.-
Lucilio, árbitro de la disputa
filosófica iniciada por Séneca en conversación con amigos, ha de seguir con
atención la epístola. Los estoicos parecen distinguir entre la “materia que
yace inerte” y “la causa, es decir, la razón [que] configura la materia”. El
bronce y el escultor. Aristóteles añade a la causa de los estoicos otras dos:
la formal y la finalidad, o sea, el peculiar aspecto que la estatua tiene en
función de la idea del artista ejecutante, y aquello que ha impulsado al
escultor a trabajar. Platón añade otra causa para que el total quede en cinco,
naturalmente que se refiere a la idea, al modelo que está en la mente del
artista y que “no sufre detrimento”. Séneca prefiere la versión estoica, Platón
y Aristóteles o se exceden o se quedan cortos, que se dirige directamente a “la
razón creadora”. El resto o no son causas o les falta la condición de
eficientes. Porque “existe gran diferencia entre la obra y la causa de la
obra”, es necesario que en primer lugar me examine “a mí mismo, luego a este
mundo”. Y al mismo tiempo, en una suerte de misticismo contemplativo, el alma
quedará liberada de la prisión del cuerpo gracias a la filosofía. Sin embargo,
el cuerpo, “morada expuesta a los golpes [donde] habita un alma libre”, merece
cierto respeto, como el mundo al que se asimila. La epístola está impregnada de
una dignidad apabullante.
Sexagésima sexta.-
La virtud que “se origina en
cualquier lugar” y que podría “producir almas desnudas”, puede salvar los
obstáculos de un cuerpo deforme, cual es el caso de Clarano, un condiscípulo de
Séneca. Iguales los bienes, las obras, los hombres, las virtudes, pues todo proviene de la razón divina. Lo mismo el que se abrasa en el toro de
Fálaris (tormento que se debe a la crueldad del tirano de Agrigento y que
consiste en introducir a los condenados dentro de un toro de bronce y
abrasarlos), que el que está “recostado en un banquete”, porque la virtud, si
es tal, “anula sus diferencias”. Y así
“el hombre de bien se asegurará sin ninguna demora a realizar toda bella
acción…, aunque allí encuentre al verdugo”. Nada importa, ni la fortuna ni el
cuerpo vigoroso, dice Séneca, que eso “supondría juzgar al señor por el aspecto
de sus esclavos”. “En efecto, todas esas cosas sobre las que el azar ejerce su
dominio son como esclavos: el dinero, el cuerpo, los honores son cosas
débiles…” Ciertamente Séneca es actual porque le habla al hombre, que es siempre
el mismo. Tal vez la diferencia esté en la aguda sordera que padece el de
nuestros días.
Sexagésima séptima.-
Aunque muy avanzada ya la
primavera, todavía le resulta tibia a Séneca que permanece en el lecho, desde
donde pensamos que da respuesta a la carta de Lucilio. Le aclara que lo
deseable no es la contrariedad, “sino la virtud con que soportamos la
contrariedad”. La virtud consiste en sufrir con fortaleza el tormento, no en
desear el tormento.
Ni del retiro hay que hacer
ostentación. Quizás fuera más exacto decir que el retiro solo es tal si está
alejado de la ostentación y mueve más a la compasión que a la envidia. La edad
madurada de Séneca, pasados los tiempos de las pasiones, es “el tiempo propicio
para un bien tan grande”, como el que se deriva del retiro.
Sexagésima nona.-
Para que el alma repose, antes ha
de estar el cuerpo arraigado a un lugar, los ojos desaprendidos y los oídos
abandonados de todas las cosas que enardecen. “En el retiro tienes que vivir de
balde”, sin recompensas y sin tiempo que “el que abandonas no te pertenece”.
Séneca está de nuevo en Pompeya.
Según advierte Roca Meliá ha transcurrido casi un año desde la última vez,
es probable que esta circunstancia sumerja al estoico en las revueltas aguas
del paso del tiempo. Pero “el sabio vivirá mientras deba, no mientras pueda”. Séneca
presenta las dos alternativas: la de Sócrates que esperó la llegada del verdugo
y la de Druso [Marco Escribonio Libón], que se anticipó a él. Todo está en función de las circunstancias. Séneca se muestra proclive a admitir el suicidio y
argumenta, quizás demasiado esquemáticamente, que la vida a nadie retiene y
admite muchas salidas, olvidando que en otras ocasiones (epístola trigésima),
nos ha dicho que no es conveniente ir a la muerte odiando la vida. Nos quedamos
con esta oposición de elementos. Si “nada importa dónde comienza lo que al fin
llega”, ¿puede acaso cobrar importancia el final mismo?