El
entusiasmo, una auténtica posición social en la Rusia de principios del siglo
XIX, de Anna Pávlovna por su zar Alejandro, el único que parecía capaz de pararle
los pies a Napoleón, se hace patente durante la recepción que aquella ofrece en
su casa. La bellísima Elena Vasílievna Kuráguina atraviesa el salón arrastrando
tras de sí todo el esplendor de la fiesta, su elegante vestido se desliza sobre
las alfombras impregnando en el corazón de los hombres tanta admiración como deseo.
Su temprana marcha convierte en protagonista del resto de la velada al joven
Pierre, hijo natural del conde Bezújov, recién llegado a San Petersburgo después de
muchos años de ausencia. Alaba a Bonaparte, lo que escandaliza, claro que
moderadamente, a la anfitriona Anna Pávlovna, pues al fin y al cabo Rusia está
en guerra con Francia. La guerra es lo único capaz de cambiar
la vida, al menos la del príncipe Andréi Bolkonski, cuyo matrimonio con Leisa
Meinen, conocida como “la pequeña princesa” le hace profundamente infeliz. Que
nada cambie es el deseo de de Kuraguin y Dólojov, dos auténticas celebridades
entre los disolutos juerguistas de San Petersburgo: ¿Quién no recuerda al
segundo en el alfeizar de la ventana bebiendo de un solo trago una botella de
ron?
En
la calle Póvarskaia de Moscú, la condesa Rostova y su hija Natasha de trece
años celebran su santo. La inmensamente rica dama María Lvovna Karáguina y su
hija Julie comentan con la condesa el disoluto comportamiento del hijo natural
del conde Viril Vladimírovich Bezújov que no es otro que el mismo Pierre, a
consecuencia de lo cual había sido expulsado de San Petersburgo en unión de sus
amigos. Con los Rostov vivía también la sobrina del conde, Sonia, una joven
morena, pequeña y de dulce rostro. Nikolái, el hijo mayor, abandona los
estudios y se une al regimiento de húsares de Pavlograd al mando del coronel
Schubert. Lágrimas placenteras son las que rebosan de los ojos de Anna
Mijáilovna y de la condesa Rostova y aunque sea un puñado de rublos la causa,
es la juventud pasada lo que lloran. La más adorable de las ternuras inspira
ese hombre joven y grande llamado Pierre, torpe y modesto que se entretiene
atando un oso a la espalda de un comisario, aunque María Dmítrievna, la madrina
de Natasha, sostenga con reiteración que fue un comisario lo que Pierre ató a
la espalda del oso. La más contundente de las razones le asiste a uno de los
invitados a la mesa de los Rostov al argumentar por la necesidad que tiene
Rusia de hacerle la guerra a Bonaparte. La más profunda de las verdades está en
los labios de María Dmítrievna cuando asegura que: “Hay quien muere acurrucado
junto a la estufa y hay a quien Dios devuelve sano y salvo de la batalla”. El más azul de los edredones, sobre el arcón
del corredor de la casa de los Rostov, recibe las tristezas de juventud de la
nueva generación… Pero basta, es necesario esparcir un poco de paja bajo las
ventanas de la casa del conde Bezújov, próximo a abandonar el mundo, para
evitar el estrépito de tantos carruajes que van y vienen. En uno de ellos viaja
su hijo natural, Pierre, que acude hasta el lecho de su padre en compañía de
Anna Mijáilovna, sabedora de las intrigas que el príncipe Vasili, el padre de
los Kuragin, prepara para apropiarse de la enorme herencia.
La severidad en el orden es el primer mandamiento en
Lisie-Gori, la finca donde vive el príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, el padre de Andréi y María, a
ciento cincuenta kilómetros de Moscú. La princesa María reza todas las mañanas
antes de saludar a su padre por el que siente una absoluta veneración. La pequeña
princesa, la esposa de Andrei, se desmaya cuando contempla a su marido partir
para la guerra. Esta embarazada: María cuidará de ella.
El general Kutúzov, general en jefe de las fuerzas rusas, y
su ayudante de campo, el príncipe Bolkonski, pasan revista a las fuerzas
concentradas en Braunau junto a la frontera austríaca. Los franceses han
rebasado las líneas de Ulm y no tardarán en cruzar toda Alemania para
internarse en Austria. Es octubre de 1805.
Los rusos se retiran hacia Viena, pero dejan atrás la dinamita suficiente
para destruir los puentes sobre los afluentes del Danubio, el Inn, el Traun y
el Enns. De vez en cuando la línea imaginaria que separa a los dos ejércitos se
hace terrible. Nikolái respira el olor
que dejan los cañones franceses. El príncipe Andréi con la dentellada de la
bala en el brazo parte hacia Brünn después de participar en la batalla de
Krems. Imagina que será conducido ante el emperador Francisco y que este arderá
en deseos de escuchar de un testigo presencial la primera victoria de toda
Europa frente a los franceses. Sin embargo, las cosas no resultaron tal y como Andréi
las imaginaba: Napoleón ha sobrepasado Viena y se dirige directamente hacia la
hoy ciudad checa de Brünn, después de que los tres mariscales franceses
lograran astutamente la conquista del puente Tabor sin necesidad de hacer un
solo disparo. El príncipe Andréi parte de nuevo camino del frente; tiene una
rabiosa hambre de heroísmo. Supone Murat que ante él, en Hollbrün, tiene a todo
el ejército ruso y propone un armisticio de tres días. Justo el tiempo que
necesita Kutúzov para llegar a Znaim antes que el enemigo. Bonaparte se da cuenta del engaño
y ordena el ataque. Justo lo que Andréi desea: recorre las líneas y contempla
el campo de batalla hasta detenerse junto a una batería. Los cañones del
capitán Tushin disparan continuamente hacia la aldea que ocupan los franceses. En
algún lugar del frente que Andréi no logra divisar, el hueso roto del brazo
izquierdo de Nikolái Rostov se le clava en la carne y algunos soldados desnudos
calientan sus delgados cuerpos amarillos ante las llamas de hogueras encendidas,
ocultos detrás de un barranco. El príncipe Bogdánich discute con sus oficiales
y las fuerzas rusas se reagrupan en torno a su jefe, el general Kutúzov. Estamos
en medio de la batalla de Schoengraben.
Pierre, el rico heredero del conde Bezújov, no consigue
quedarse solo más que en el interior de su cama y en su ingenuidad toma por
sinceras cuantas muestras de interés recibe. La bella Elena Kuragin se exhibe
tan seductora que el inocente Pierre apenas lográ imaginársela como su esposa.
La fortuna y el astuto prícipe Vasili hicieron el resto. Tras el matrimonio la
joven pareja se marcha a vivir a la mansión de los Bezújov en San Pertersburgo.
El éxito alcanzado por su hija anima al príncipe Vasili hasta el extremo de
decidirse a visitar al príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski en compañía de su hijo
Anatole con la vista puesta en María, la hija de aquel. Pero la vesania de
Bolkonski descara la fealdad de su hija. Aun así la princesa María lo intenta,
pero sin armas ni estrategia la victoria era imposible, es suficiente con un enemigo “sin
intención alguna, impulsado tan sólo por una alegría ingenua y frívola”.
Las tropas de Kutúzov esperan la llegada del zar ruso y del
emperador austríaco, ante ellos Nikolái Rostov desfilará como oficial después
de su ascenso por méritos de guerra. Y tanto peso tiene lo que Rostov siente
mientras observa entre las filas de las tropas el paso del zar, que es preciso
leer despacio, como siguiendo el paso seguro y a la vez enérgico del jefe del
Estado pasando revista: “Sentía que una sola palabra de ese hombre bastaría
para que toda la masa (y él con ella, como una brizna) se arrojara al fuego o
al agua, al crimen o a la muerte, o al más grande de los heroísmos; por eso no
podía contener el estremecimiento y la emoción ante esa palabra ya próxima”.
Así, con ese sentimiento inundándolo todo, es más fácil aceptar la muerte,
ciertamente que lo es, pero cuán lejos está todo eso… ¡Oh! ¡Qué lejos! Tal vez
lo esté porque sabemos que son muy pocas las posibilidades de que la historia
vuelva a conjurar en un hombre la habilidad francesa y el histrionismo
italiano, al menos en las dosis precisas para engendrar otro Bonaparte.
Weyrother, el general austríaco, cuya actitud antes de la
batalla es gráficamente descrita por Tolstói como un caballo enganchado a un
carro que corre cuesta abajo, inicia ante el general en jefe Kutúzov la lectura
del orden de batalla. El príncipe Bolkonski sueña otra vez con la gloria; a la
fama se lo entregaría todo, incluso su propia vida. Tan presto al sacrificio
como él lo está Rostov, cuyo amor por el emperador le sobrecoge continuamente.
El príncipe cae en los altos de Pratzen, bajo un cielo que se torna infinito.
Rostov cabalga a lo largo de todo el frente como oficial de órdenes del general
Bagration, reconoce al emperador que aislado llora en soledad y entonces sabe que la batalla
está perdida. Napoleón, como los emperadores romanos, señala en el campo de
batalla a los vencidos que dan muestras de valor: allí topa con el príncipe
Bolkonski que aún sostiene entre sus manos el asta de la bandera perdida.