viernes, 29 de abril de 2011

Don Miguel (Cuento)

Luis Jesús Labrador, acuarela

Don Miguel se acercó hasta la cabecera de la cama y poniendo sus delicadas manos en mi frente me despertó. Al principio no lo reconocí, la áspera luz que entraba por la ventana no me dejaba ver sino un pequeño bulto vestido de oscuro, de facciones suaves y barba blanca. Me incorporé despacio y él hizo un gesto con la cabeza. “Vamos”, dijo muy quedamente. Lo seguí atravesando el salón hasta la cocina. Entramos y cerró despacio la puerta. “¡Chis!”, dijo colocando su dedo en la boca, enseguida añadió “¡mira!”, y me di cuenta de que sobre la encimera había una torre de libros atados con una cuerda basta. En el lomo de todos ellos se leía “Gabriela Mistral”. Me volví para mirarlo y lo interrogué con la expresión. “Sí”, me dijo, “esa mujer me atormenta, no me deja pensar, tienes que librarme de ella y también de este pertinaz animal”. Y fue hasta el armario donde guardo las cazuelas, lo abrió y de él salió un burro blanco y peludo que enseguida identifiqué con Platero. “Tampoco este me deja en paz”, dijo juntando las manos y elevándolas por encima de su cabeza. “¿Y qué quiere que haga con ellos, don Miguel?”, le pregunté más asombrado de mi naturalidad que de su pretensión. “Haz lo que quieras pero quítamelos de encima”, me contestó subiendo el tono de la voz. Con los libros no veía problema alguno, bastaba con enterrarlos en la biblioteca, ponerlos atrás del todo, hundidos entre aquellos que más odiaba: los edulcorados poetas barrocos, los ininteligibles inspectores del solipsismo y los pretenciosos autores de lo inmediato. Pero Platero era un enigma de imposible resolución. Por un instante pensé si bajarlo al garaje y atarlo a una columna, pero imaginé la cara de mis vecinos y desistí. Quise explicárselo a don Miguel que se había sentado y tenía la cabeza hundida entre sus escuetos hombros, pero me acordé del río y de los perros y me dije “seguro que Pepe estará encantado de quedarse con él”. Me acerqué hasta don Miguel y le cuchicheé al oído unas palabras. Levantó la cabeza y dijo “¡Vamos, pues!” Abrí la puerta de la casa con cuidado, no quería despertar a nadie, cogí las llaves del coche y bajamos los tres en el ascensor. Rogué a Dios que me ayudara y apartara de mi camino embarazosos encuentros. Don Miguel sonrió y su rostro se animó. Platero se portó tan dócilmente que hasta cruzó las piernas sentado en el asiento de atrás del coche.
Al pasar por Olmedo, por un instante temí la presencia de la pareja de la guardia civil en la bifurcación, los miré de reojo con las manos en el volante. Don Miguel los saludó al pasar: “siempre me han gustado las gentes de uniforme”, dijo alzando la mano a este lado de la ventanilla. Llegamos a la casa de Pepe cuando ya amanecía. Lo encontré a la puerta de su verja con la Martina y el Lucas alborotando a su alrededor. Me bajé y le expliqué la situación. “Por don Miguel lo que sea” me dijo. “Mira, yo me voy con estos a dar un paseo, en cuanto veas que estoy en la ribera del río entras y lo dejas en el jardín que luego ya me ocupo yo de él” añadió dándome la mano.
Al salir de Alcarazén vimos a los guardias que volvían y don Miguel repitió el saludo. Dejé el coche afuera pues apenas me quedaba tiempo para llegar al trabajo. Don Miguel se bajó, me abrazó y antes de despedirse dijo: “me voy, tengo prisa, he de llegar a Valverde de Lucerna a tiempo de verlos a todos entrar en la iglesia” Fue entonces cuando me di cuenta de que entre su traje negro sobresalía un alzacuellos blanco.

jueves, 28 de abril de 2011

Epístola moral a Fabio. Tertulia.

  Se aduce con frecuencia que determinar lo qué es arte es tarea imposible. En este tiempo nuestro de convicciones superficiales, imágenes distorsionadas, y prisa por vivir, no existe ni la calma ni la profundidad de miras necesarias para columbrar lo intempestivo de dicha aseveración. Sólo si se atiende al aspecto estético de la obra es posible hacer una afirmación tan categórica. Ciertamente, la envoltura de la obra puede ocasionar las más diversas reacciones. Su “aspecto” gustará más o menos a éste o a aquél; y de ahí se concluye, rápido, muy rápido, que no hay arte más allá de la opinión del que observa: no hay más arte que el arte subjetivo. Pero es posible que el problema radique más bien en que no haya nada aparte del “aspecto”; en que la obra sea, en muchos casos, sólo continente, y por eso cada cual la rellena con lo que le más le place.

   Sin embargo, en ocasiones ocurre que la obra va más allá de su envoltorio: que trasciende el mero plano estético y, de un modo difícilmente explicable, consigue que se forme en nuestro interior una imagen, una radiante claridad, una iluminación que, como un destello repentino, consigue una conmoción; un estremecimiento que nos hace sentir más vivos, más despiertos, más…, casi otra persona. Es la imagen de aquello que se quiere decir, pero que no se puede decir. Y cuando la obra comúnmente llamada “de arte” consigue esto, cuando consigue traer a nuestro mundo sensitivo y emotivo esa imagen que, no hay que olvidarlo, nos llega recreada, ficticia, obra a fin de cuentas, es tal su intensidad que deslumbra e incluso lacera. Ante ello no existen ya las dudas lógicas de quien no cree porque no ha visto: se comprende de inmediato que ha existido un trance, un reconocimiento y, como no hay palabra que lo describa decimos (o más bien decían) que “es una obra de arte”. Porque curiosamente, del mismo modo que el artista ha sufrido de impotencia en su intento de atrapar, de asir con sus manos, con toda su inteligencia y sensibilidad aquello que ahora parece rutilar como una estrella en la negrura, quien la contempla tampoco es capaz de expresar lo que la propia obra le sugiere, y debe acudir a términos ya acuñados.

    Y ese reconocimiento, esa sensación de transitar por un sendero límpido es la que tiene lugar con la lectura de La Epístola Moral a Fabio. Una lectura que siempre es renovadora y sorprendente: si de forma repetida hablamos de la Literatura Clásica como un referente, como un modelo, pero en verdad un modelo olvidado o desconocido, en este caso la Vieja Literatura ha venido para decirnos cuán viva está y qué vitalidad la acompaña. La de trascender al tiempo es también cualidad del arte, del verdadero arte.

   Propuse la lectura de la Epístola porque, he de reconocerlo, “mi mundo no es de este reino”. Me siento más recompensado, como hombre y como lector, con la lectura de lo que denominamos “clásicos”, que con el último lanzamiento editorial. Por eso quería traer a nuestra querida tertulia un ejemplo, un representante de esa Literatura clásica; y no era fácil decidir cuál. Finalmente confié en el genio de Andrada y en la belleza y concisión de la Epístola. Aunque he de decir que su elección contenía también una triquiñuela; esperaba que se convirtiese en caballo de Troya, y que como un ariete de aires y perfumes consiguiese penetrar en nuestros corazones y gustos. Y parece ser que así ha sido.

   En efecto, la lectura conjunta, el detenimiento con el que se ha degustado, paladeado e incluso analizado cada verso, cada estrofa, cada tropo y giro, cada sustantivo, adjetivo, epíteto; cada sensación, emoción, hermosura y clarividencia, ha hecho de la tarde de hoy un momento mágico. Por un instante, cada uno de nosotros nos hemos sentido Fabio, y Andrés Fernández de Andrada nos ha hablado con una cercanía, con una intensidad y un amor indescifrables. Casi como si nos conociera, como si supiese de nuestras inclinaciones y desvaríos. Casi como si no mediasen entre nosotros cuatrocientos años y un espacio insalvable, nos hemos reconocido en la imagen que Andrada nos ha dado de sí mismo… y del conjunto de la humanidad; hemos comprendido la verdad encerrada en la forma, y nos ha reconfortado su calor, y nos ha aterido su frialdad inconmensurable y hemos vivido que la vida no es más que un breve día. ¿Para qué malgastarla con engaños, tretas y otras milongas? Abramos los brazos al tiempo, antes de que venga a morir en ellos, y sigamos llenando nuestra vida de emociones puras, como las que contiene esta carta enviada a la eternidad en una botella de simple, frágil y sublime papel.



Autor: David Lentisco.



EPÍSTOLA MORAL A FABIO
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere,
y donde al más activo nacen canas.

El que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.

El ánimo plebeyo y abatido
elija, en sus intentos temeroso,
primero estar suspenso que caído;

que el corazón entero y generoso,
al caso adverso inclinará la frente,
antes que la rodilla al poderoso.

Más triunfos, más coronas dio al prudente
que supo retirarse, la Fortuna,
que al que esperó obstinada y locamente.

Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna.

Dejémosla pasar como a la fiera
corriente del gran Betis, cuando airado
dilata hasta los montes la ribera.

Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del estado.

Peculio propio es ya de la privanza
cuanto de Astrea fue, cuanto regía
con su temida espada y su balanza.

El oro, la maldad, la tiranía
del inicuo precede, y pasa al bueno:
¿qué espera la virtud o qué confía?

Ven, y reposa en el materno seno
de la antigua Romúlea, cuyo clima
te será más humano y más sereno;

adonde, por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno:
"Blanda le sea", al derramarla encima;

donde no dejarás la mesa ayuno
cuando en ella te falte el pece raro,
o cuando su pavón nos niegue Juno.

Busca, pues, el sosiego dulce y caro,
como, en la oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro;

que si acortas y ciñes tu deseo,
dirás: "Lo que desprecio he conseguido,
que la opinión vulgar es devaneo."

Más quiere el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas,
en el bosque repuesto y escondido,

que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.

¡Triste de aquel que vive destinado
a esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado!

Cese el ansia y la sed de los oficios,
que acepta el don, y burla del intento,
el ídolo, a quien haces sacrificios.

Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy a mañana,
ni aun quizá de uno a otro momento.

Casi no tienes ni una sombra vana
de nuestra antigua Itálica, y ¿esperas?
¡Oh error perpetuo de la vida humana!

Las enseñas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía
murieron, y pasaron sus carreras.

¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño se recuerde?

¿Será que pueda ser que me desvío
de la vida viviendo, y que esté unida
la cauta muerte al simple vivir mío?

Como los ríos, que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.

De la pasada edad, ¿qué me ha quedado?,
O ¿qué tengo yo, a dicha, en la que espero,
sino alguna noticia de mi hado?

¡Oh si acabase, viendo cómo muero,
de aprender a morir antes que llegue
aquel forzoso término postrero;

antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y a la común materia se la entregue!

Pasáronse las flores del verano,
el otoño pasó con sus racimos,
pasó el invierno con sus nieves cano;

las hojas que en las altas selvas vimos
cayeron, ¡y nosotros a porfía
en nuestro engaño inmóviles vivimos!

Temamos al Señor, que nos envía
las espigas del año y la hartura,
y la temprana pluvia y la tardía.

No imitemos la tierra siempre dura
a las aguas del cielo y al arado,
ni la vid cuyo fruto no madura.

¿Piensas acaso tú que fue criado
el varón para el rayo de la guerra,
para sulcar el piélago salado,

para medir el orbe de la tierra
y el cerco por do el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo piensa, cuánto yerra!

Esta nuestra porción alta y divina
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se termina.

Así aquella que al hombre sólo es dada,
sacra razón y pura, me despierta,
de esplendor y de rayos coronada;

y en la fría región dura y desierta
de aqueste pecho enciende nueva llama,
y la luz vuelve a arder que estaba muerta.

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.

El soberbio tirano del Oriente
que maciza las torres de cien codos
del cándido metal puro y luciente,

apenas puede ya comprar los modos
del pecar. La virtud es más barata:
ella consigo misma ruega a todos.

¡Mísero aquel que corre y se dilata
por cuantos son los climas y los mares,
perseguidor del oro y de la plata!

Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.

Esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al parco y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.

No, porque así te escribo, hagas conceto
que pongo la virtud en ejercicio;
que aun esto fue difícil a Epicteto.

Basta, al que empieza, aborrecer el vicio,
y el ánimo enseñar a ser modesto;
después le será el cielo más propicio.

Despreciar el deleite no es supuesto
de sólida virtud; que aun el vicioso
en sí propio le nota de molesto.

Mas no podrás negarme cuán forzoso
este camino sea al alto asiento,
morada de la paz y del reposo.

No sazona la fruta en un momento
aquella inteligencia que mensura
la duración de todo a su talento:

flor la vimos ayer hermosa y pura;
luego, materia acerba y desabrida,
y perfecta después, dulce y madura.

Tal la humana prudencia es bien que mida
y comparta y dispense las acciones
que han de ser compañeras de la vida.

No quiera Dios que siga los varones
que moran nuestras plazas, macilentos,
de la virtud infames histrïones;

estos inmundos trágicos y atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son oscuros e infaustos monumentos.

¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonora por las cañas!

¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de rüido
por el vano, ambicioso y aparente!

Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres sólo a los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.

No resplandezca el oro y las colores
en nuestro traje, ni tampoco sea
igual al de los dóricos cantores.

Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no le note nadie que le vea.

En el plebeyo barro mal tostado
hubo ya quien bebió tan ambicioso
como en el vaso múrrino preciado;

y alguno tan ilustre y generoso
que usó, como si fuera vil gaveta,
del cristal transparente y luminoso.

Sin la templanza ¿viste tú perfeta
alguna cosa? ¡Oh muerte!, Ven callada
como sueles venir en la saeta;

no en la tonante máquina preñada
de fuego y de rumor; que no es mi puerta
de doblados metales fabricada.

Así, Fabio, me muestra descubierta
su esencia la verdad, y mi albedrío
con ella se compone y se concierta.

No te burles de ver cuánto confío,
ni al arte de decir, vana y pomposa,
el ardor atribuyas de este brío.

¿Es por ventura menos poderosa
que el vicio la virtud,o menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.

La codicia en las manos de la suerte
se arroja al mar, la ira a las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.

¿Y no serán siquiera tan osadas
las opuestas acciones, si las miro
de más ilustres genios ayudadas?


Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y verás al grande fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.



miércoles, 13 de abril de 2011

Guía espiritual de Castilla. Tertulia.

José Jiménez Lozano
Este escritor abulense, uno de los grandes intimistas de nuestra época, comenzó tarde a publicar y pronto a escribir. Enseguida se vincula al Norte de Castilla de la mano de Miguel Delibes, llegando a ser director del rotativo. Ha pasado la mayor parte de su vida viviendo en medio de la historia del Condado de Castilla, en la localidad de Alcazarén, flanqueada por Valladolid, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres, Todesillas… A los cuarenta y un años publica su primera obra, la novela “Historia de un otoño” y treinta años después, en 2002, recibe el Premio Cervantes. Se ha ocupado en numerosas ocasiones de la vida y riqueza espiritual de los dos grandes místicos abulenses: Santa Teresa y San Juan de la Cruz, por ejemplo en la novela “El mudejarillo” que fue recibida con gran éxito y llevada al teatro.

Quizás por ese conocimiento tan particular que ofrece Jiménez Lozano de la mística, la primera parte de la tertulia giró en torno a los textos que el langués dedica a Santa Teresa y San Juan de la Cruz en “Guía espiritual de Castilla” Dicen que don José se metió a escritor porque no le gustaba casi nada del tiempo que le había tocado vivir, que no es tanto lo que se coge como lo que se deja, no porque no se vea sino porque no se busca. Y don José busca en el interior del hombre que ha cultivado su simpleza, y allí encuentra todo cuanto necesita: una memoria cargada de pasado, que otros hombres recorrieron los mismos caminos e indagaron las razones de su existencia, ahondaron en las reglas de una moral que siempre pareció caduca y afilaron las guadañas y las espadas con la misma piedra. Y así, fijando “la historia profunda de la cultura” es como Jiménez Lozano aprieta las clavijas a la casta de hidalguía del siglo XVI y al mal de “acompañamientos” del mundo actual. Que a la Santa le mareaban los tapices, platos, almireces y reposteros de la duquesa, pues qué otra cosa, sino duquesas, pueblan hoy el mundo huérfano de gentes que se hagan “cruces sobre la necesidad de tantas cosas que precisan las gentes…, para ser acompañadas” Y don José lo deja ahí, como si nada, que a buen entendedor… Y no nos admiramos suficiente de ver a una mujer sola recorrer los caminos de aquella España, luchando con “caseros y mayordomos, grandes señores y gentes de Iglesia, soportando calor y frío, lluvia o hielos, a pie o en carro…”, sólo Dios sabe cómo esta monja supo utilizar su propia condición femenina para construir lo imposible. Y no celebramos el prodigio de esa mujer que llega cansada, rota y enferma a una casita de labor y tiene fuerzas suficientes para imaginar la iglesia en el portal y el coro en el desván. Esa fuerza, esa valentía, ese coraje, es lo que logra transmitir el autor.

La figura del “medio fraile” que era como la Santa llamaba cariñosamente a San Juan de la Cruz, notoriamente más joven que aquella, es tratada por Jiménez Lozano con la limpieza y trascendencia de lo Real Absoluto, un concepto que parece recordar la gracia eficaz del jansenismo. No es de su gusto, no puede serlo, el sepulcro pretencioso de San Juan de la Cruz en Segovia. Sí alaba, sin embargo, y describe con gusto el del príncipe Juan, el hijo de los Reyes Católicos, en el Monasterio de Santo Tomás de Ávila. Idealismo, melancolía, tallados en alabastro por Doménico Fancelli. Este príncipe que encarnaba todos los valores del renacimiento y conocía el neoplatonismo, la poesía de Petrarca y la prosa de Calisto y Melibea, estaba llamado a prolongar por toda Europa la dinastía de los Trastámara, por eso su muerte dolió tanto a la reina y a la madre, Isabel de Castilla.

Se concluyó hablando de un medio abulense, nacido y en Madrid y que desarrolló su tarea docente e intelectual, muy lejos de las murallas medievales, en Boston concretamente. Claro que nos referimos a Jorge Santayana. Cuenta con sorpresa Jiménez Lozano, lo sorprendente que le resultaba que a Santayana le sorprendiera que en Ávila las cosas se hicieran “por costumbre”; por costumbre se vivía, se moría y se padecía. Y sólo así, añade, don José podían los hombres preservar su dignidad.

Como ya sabéis la próxima semana no habrá tertulia al coincidir con la semana santa, de manera que el próximo libro es el de la Epístola moral a Fabio para el día 27 de abril. Buenas vacaciones de Pascua a todos y muchas gracias por vuestra asistencia.

viernes, 8 de abril de 2011

Un lunar en el mentón izquierdo. (Cuento)

–La próxima semana le monto yo el pelo a Graci –dice Luis agitando en el aire el tubo de laca– Tienes un color muy bonito. Hay que aprovechar el momento y darle…¡Amparo! Ven mira… Quiero hilos muy finos, muy suaves y sobretodo muy finos, aquí y aquí, en esta patilla y en la otra.
–¿Un magna? –pregunta Amparo.
–¡Claro…! Ese es el…
–Tres ocho nueve –concluye Amparo.
–El tres ocho nueve –repite Luis– Pero muy fino ¡¿eh?!, como si fueran hilos. El dorado con este color queda perfecto, y por detrás…, por detrás me coges las puntas, sólo las puntas. El producto es una maravilla, vas a ver Graci cómo te queda de bien, con sentido…
Luis no acaba la frase. Por detrás siente la vibración de algo pesado que se mueve en su dirección. Se gira y no puede evitar sorprenderse. La conoce desde que hace más de seis años abrió la peluquería. Es Menchu. La gorda de Menchu que se le echa encima en busca de un par de besos. Y Luis con el peine en la mano tiene que forzar su tronco para describir en el aire el arco necesario. “¡Maldita sea! –piensa mientras pega su rostro al de Menchu– ¡¿Y a esta, dónde diablos la siento yo ahora?!”
–¡Hijo! ¡Qué cambio! –dice Menchu quitándose el abrigo y buscando con la vista dónde dejarlo– ¡Vaya aire! Lo has mudado todo. Buenos dineros te habrá costado. ¡Oye y en verde! ¡Como un quirófano! ¡Ja, ja, ja! Pero…¡Hola Amparo guapa! Anda apárcame el abriguito ¡Je, je, je! ¿Y esos sillones tan finos y elegantes? ¡Ay, ay, ay! Que yo ahí no voy a meter mi culo.
–¡Qué cosas tienes, Menchu!  –dice Luis– Para ti hay un sitio especial. Anda Amparo, rica, acompaña a Menchu.
“¿Adónde?” interroga Amparo con la mirada y Luis, dejando caer el peine, masculla entre dientes una imprecación lastimosa.
–¿Le apetece un café o una infusión? –pregunta Amparo.
–¡Oh! Bueno si es de regalo, se acepta, claro que se acepta.
–Pues acompáñeme si es tan amable.
“Esta chica sirve para esto, qué duda cabe, por mucho que diga mi mujer” piensa Luis atusándole el pelo a Graci con las manos.
–¡Guapíiiiiisima Graci! ¡¿Estamos?! No se te olvide recordármelo, el sábado que viene te monto yo el pelo.
–A ver si no se le olvida, Luis, que una ya no tiene la cabeza para nada. ¡Hala dime que te doy que tengo prisa!
–Ya te cobra Merceditas.
Merceditas que está lavando cabezas al fondo de la peluquería, al oír su nombre hace una breve carrera y se sitúa detrás de la caja registradora, desde donde lanza una mirada a Luis que emite una sonora protesta por la pérdida de su peine. “¡Mi peiiiiiine!” Merceditas contempla un instante la tabla de los precios pero no acaba de decidirse.
–Veintiséis, son veintiséis, Merceditas –aclara Graci que ya tiene en la mano un billete de cincuenta.
Merceditas levanta la cabeza, pero Luis ya no está. Coge el billete y le entrega el cambio. Graci se despide mirándose al espejo. En la puerta se cruza con un hombre de llamativa presencia. Es un joven alto y bien vestido, con un hermoso lunar en el mentón izquierdo. Merceditas le sonríe y se acerca.
–No tengo hora, pero me urge arreglarme el pelo. No me importa si tengo que esperar –dice el hombre volviéndose hacia la puerta.
–No creo que haya problema. Si quiere puede sentarse mientras se lo confirmo; es un momento –dice Merceditas haciendo más luminosa su sonrisa.
El hombre del hermoso lunar en el mentón izquierdo, se quita el chaquetón lo dobla sobre su brazo y busca un sitio donde sentarse. Elige la silla más cercana a la puerta. “Desde aquí la veré bien” se dice moviendo la silla hacia delante. Merceditas y Amparo le ofrecen café, caramelos y revistas para sobrellevar la espera. le dicen. Él asiente y empuja la silla hacia la derecha. De pronto da un respingo y se levanta acercándose a la salida. “Allí está y me ha visto. ¡Mierda! Tú solo te delataste, Tito” Coge la revista, camina hasta el fondo de la peluquería y se sienta en la última silla, la que está situada junto al set de lavado.
–Disculpe joven –le dice una mujerona de encendido rostro– no le molesta si me siento a su lado, ¿verdad?
–¡Oh no! ¡Claro que no!
–Prefiero hablar con usted que con esas…, aburridas. No saben más que cascar sobre banalidades. Además no es demasiado habitual ver por aquí a hombres. Ya me entiende. Me pareció que estaba un poco…, cohibido.
–Bueno… No se preocupe, ahora… Aquí estoy bien.
–Yo vengo todas las semanas, ¿sabe? Y siempre las mismas caras con las mismas paparruchas. Una cara nueva se agradece. ¡Mire, mire, y verá lo que le digo!
–¡Ya, ya veo! –dice Tito incorporándose levemente y lanzando una mirada escrutadora a lo largo de la peluquería.
–Aquí donde me ve, con casi sesenta años…
–¡Disculpe un momento! –dice Tito levantándose.
Ha vuelto a verla pasar y ahora está seguro de que ha decidido esperarlo. Se gira y pregunta a la mujer de encendido rostro:
–¿Hay por aquí un aseo?
–¡Naturalmente! Ve esa puerta, detrás del secador, entre y gire luego a la derecha.
–Gracias.
Tito inspecciona la zona nada más transponer la puerta. Tal y como había pensado la peluquería dispone de una salida trasera, se acerca acciona el picaporte y empuja. Aprieta las mandíbulas al comprobar que está cerrada. Regresa sobre sus pasos y emite un sonido quejumbroso: el aseo no dispone de ventana. Antes de volver a salir recompone su rostro.
“Esa gata me clavará la uñas en cuanto salga– se dice abrochándose la chaqueta de botones dorados” Tito se deja caer sobre la silla.
–El chaquetón se lo ha colgado Merceditas.
–¡Aja! ¿Tiene usted hora?
–¡Seguro! A ver…, las doce y cuarto.
–¿A qué hora cierran?
–¡Oh! Cuando acaban, sobre las dos. Pero seguro que usted acaba antes. Con los hombres se entretienen menos.
–¡Ya, ya, entiendo! El caso es que yo quisiera que también me arreglaran un poco la cara y las manos, no sé si…
–¿Se lo ha dicho a Amparo?
–No, la verdad…
–Ahora mismo se lo decimos. ¡Amparo! ¡Amparo! Mira Amparo que este señor quiere también que le repaséis las manos y le deis algún tónico en la cara. Anda guapa que te ha venido Dios a ver.
–Acompáñeme, entonces… –le dice Amparo mojándose los labios.
Tito le mira las piernas a Amparo mientras suben por una estrecha escalera de caracol sujeta con varales. Una mujer enorme tumbada sobre una camilla tiene el rostro tapado con una toalla hueca.
–Te traigo compañía Menchu –dice Amparo.
Menchu levanta la cabeza y aparta la toalla. Sus ojos se abren como si le estuvieran brotando en ese instante.
–¡Joder! ¡Qué cosa más bonita de hombre!
–No le haga caso es un poco…, brusca.
–¡Rural, hija! ¡Rural! Que hasta que mi marido no se murió no me dejó salir del pueblo. Decía que cada uno pertenece a donde ha nacido y más vale no conocer otra cosa, que eso era torcer los designios de Dios. ¡Fíjate qué cosas! ¡Qué bestia era! Bueno sí, pero bestia como él sólo.
–Estate quieta y callada Menchu que si no el tratamiento no hace efecto.
Tito se sienta y Amparo examina las manos. “¡Jesús! ¡Qué manos! –piensa– Blancas, frías, inertes como las de un animal muerto”
–¿Cuánto tiempo cree usted que tardará en…, la manicura y lo otro? –pregunta Tito.
–No mucho, como media hora o algo más.
–¿Qué hora es?
–Las doce y media. En una hora está listo, yo misma puedo arreglarle el pelo si usted quiere.
–Bien. ¿A qué hora cierran?
–Sobre las dos, depende de la clientela.
–¿Se puede pedir luego un taxi para que venga a recogerme?
–Es mejor que se acerque usted hasta la parada que está aquí mismo, a treinta metros bajando la calle.
–¡No! Prefiero que me recoja.
–Como usted quiera. ¿A qué…, se dedica? –la pregunta la lanza Amparo con el mismo cuidado que pone en extraerle las cutículas de las uñas.
–A trabajar como todo el mundo.
–Disculpe no quería molestarle.
–No, está bien, soy yo quien debe pedir disculpas. Estoy un poco nervioso. Trabajo en…, reciclaje, ya sabe los componentes sucios de las cosas que se tiran y que deben ser tratados, adecuadamente tratados conforme a las normas…
–Parece interesante.
–No, no lo crea. Cuando se trabaja en esto, se acaba por odiar a las máquinas como si fueran alimañas.
Amparo vuela sobre las manos de Tito, le resulta casi insoportable su contacto, levanta la cabeza y mira su rostro hermético: si no fuera por el lunar en el mentón casi parecería de cera.
–¡Bueno esto está! –dice Amparo sin poder evitar un tono de alivio.
–¿Qué hora es?
–Pues…, la una menos diez. Ahora tiene que esperar un poco hasta que esta señora acabe su tratamiento.
–Bien, no importa.
Amparo aparta la toalla hueca del rostro de Menchu y salen juntas. “¡Joder! ¡Qué cosa más bonita de hombre!” logra escuchar a través del hueco de la escalera Tito, que se levanta, arrima una silla a la pared y se encarama para mirar por el alto ventanuco. “Allí está la muy hija de su puta madre –musita Tito– No quiere soltar la presa. Te vas a quedar con dos palmos de narices, ¡zorra!” Oye que alguien sube y devuelve la silla a su lugar. Amparo le sonríe desde la puerta.
–Vamos con el tratamiento. Primero haremos una limpieza y después aliviaremos la tensión de la piel. ¿Quiere tumbarse en la camilla?
–Sí…, por supuesto.
–¿Tiene usted hijos? –Amparo pregunta tratando de elevar la temperatura de su cuerpo, teme el contacto con la piel de Tito.
–No. Dios me libre de semejante responsabilidad. ¿Usted sí?
–¡Dooooos! –Amparo arrastra la vocal al notar la quemazón en la punta de sus dedos.
–¿Niños?
–Niñas.
–Mejor.
–Nooooo crea…
Amparo aprieta la boca y nota como los ojos comienzan a escocerle. La frialdad del rostro de Tito le traspasa los guantes y se aferra a sus falanges como si fuera un animal rabioso.
–Esperaremos diez minutos a que haga efecto el tratamiento. Procure no mover los músculos de la cara.
Amparo sale y sumerge sus manos bajo el agua caliente del grifo. Mira atónita humear sus dedos. El calor le hace tanto bien que de su garganta salen gritos de placer. “¡Dios mío! ¡Qué tipo más raro! Ya sólo falta el pelo y…, el taxi” Mira la hora: la una y veinte.
Tito se incorpora y vuelve a acercar la silla hasta el ventanuco. “¡Puta asquerosa! Espera, espera que no me vas a pillar.”
Amparo mira saltar las puntas del cabello de Tito como si fueran escarpias, hasta está segura de escuchar el ruido que hacen al caer. “Este tío no es normal” se dice mientras mira atónita las puas del peine contraerse al contacto con el pelo negro de Tito.
–¿Quiere que le pida ya el taxi? –dice Amparo dejando las fatigadas tijeras sobre la repisa.
–Sí, por favor…, muchas gracias, ha sido usted muy comprensiva.
“No sabe hasta qué punto” piensa Amparo, marcando el número.
Tito se levanta y baja las escaleras. Se acerca hasta la puerta. No ve a nadie. Merceditas le sonríe y le entrega el chaquetón. Tito no aparta la vista de la puerta, esperando… De pronto un taxi se detiene. No le ha visto venir y se sobresalta. En dos pasos está fuera, sus ojos lo miran todo antes de abrir la puerta trasera del taxi, y de un salto, se introduce en el interior.
–¡Rápido! ¡Rápido! ¡A la estación! ¡A la esta…!
Tito nota que algo se mueve a su lado, gira el cuello a tiempo de ver el fogonazo que le salpica la cara, alza las manos y antes de morir piensa: “¡maldita suerte la mía!, ¡justo en el mentón izquierdo!”.
Treinta segundos después, la punta de un lunar le brota a Amparo en el mentón izquierdo.

jueves, 7 de abril de 2011

San Manuel Bueno, mártir. Tertulia

Miguel de Unamuno y Jugo nace en Bilbao en 1864 y muere en Salamanca en 1936. Aunque vasco de origen pronto polemiza con Arana sobre la utilización del euskera en la literatura. Obtiene la cátedra de griego en Salamanca en 1891. Desde esa fecha y hasta su muerte mantuvo una tertulia literaria (¡qué tiempos!) en el café Novelty, junto a la plaza Mayor de Salamanca. Fue condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey, pero nunca se ejecutó la sentencia. Aunque inicialmente apoyó la sublevación franquista, pronto se arrepintió y estuvo a punto de ser linchado en la apertura del curso académico el 12 de octubre de 1936, donde dijo aquellas famosas palabras de “venceréis, pero no convenceréis” y tildó a Millán-Astray, presente en el acto, de mutilado. Fue puesto en arresto domiciliario, donde falleció mientras mantenía una tertulia con algunos amigos. A tan digna forma de morir, le correspondió una vida cargada de actos de enfrentamientos con los poderes establecidos fueran de uno u otro signo, lo mismo apoyó a la República, que se enemistó con el rey o con Pío Baroja. Pero de lo que no cabe duda, es de que fue un hombre valiente tanto en lo físico como en lo intelectual, que siempre decía lo que pensaba en cada momento, a pesar de sus cien mil contradicciones. Valga como ejemplo una anécdota. Se cuenta que Unamuno tras recibir la Cruz de Alfonso XIII, pidió audiencia al rey a quien agradeció la condecoración, añadiendo “que me merezco”. El rey ante tan patente falta de modestia, le indicó: “es extraño, los demás a quienes se la he otorgado, me aseguraron que no se la merecía”. Unamuno replica: “y tenían razón”.

Este Unamuno que hace pensar y que deja un poco que desear a la hora de escribir, que transmite vehemencia y lucha contra su ateísmo cristiano, propició algunos debates en la tertulia. Frente a la postura unánimemente aceptada por los críticos que configuran a don Manuel, como un personaje atormentado, angustiado por la gran contradicción interna de hacer creer a los demás lo que él mismo no cree, esto es la “resurrección de los muertos y la esperanza en la vida perdurable”, pues frente a esa postura, alguno de los tertulianos sugirieron que en realidad don Manuel era un hombre que había conseguido dar un sentido a su vida armonizando su no creencia con la necesidad de trascender su vida dedicándola a los demás. Consecución tan plenamente conseguida, que había logrado prolongarse en el tiempo, desdoblándose en Lázaro y Ángela. El primero asumiendo la labor pastoral de don Manuel, y quedando para la segunda el monólogo interior de la duda en la fe. Hasta cierto punto, don Manuel es santo porque convierte a Lázaro al humanismo y es mártir porque transmite el martirio de la duda a Ángela. Naturalmente que contra semejante interpretación se levantaron voces discordantes que señalaban páginas y ofrecían lecturas de párrafos enteros. Cierto, cierto, muy cierto, se dijo, pero, se remachó, sin olvidar que la historia la cuenta Ángela, precisamente la heredera de la duda. Polémica, desde luego, esta novedosa interpretación aunque da la impresión que es un poco forzada. En todo caso merece la pena reflexionar acerca de si  don Manuel al trascender su descreimiento con el humanismo, no está transformando radicalmente el punto de partida, pues al fin y al cabo no se puede, sin fe, creer en el contento de la vida que tanto preconiza a sus ovejas.


Se habló, naturalmente, de la simbología de los nombres, de los elementos paisajísticos y de los fenómenos meteorológicos, sobradamente conocidos. También del concepto de “intrahistoria”, esa especie de ausencia de historia de la que Unamuno dotó a sus “nivolas” para que no distrajeran el diálogo-monólogo, siempre muy interiorizado, de sus personajes. Se fijó la atención, también sobre dos personajes secundarios de la novela. De una parte el payaso, respecto del cual se puso de manifiesto la gran sintonía que guardaba con el propio don Manuel pues ambos tienen por misión entretener, apacentar al público, léase niños-comunidad de creyentes, forjarles una ilusión; por cierto que a este respecto se ofreció una interesante interpretación por considerar que Unamuno trató de poner de manifiesto la gran variedad de “don Manueles Buenos” que hay por el mundo. Y de otra parte el tonto Blasillo que acaba muriendo al mismo tiempo que don Manuel y a la edad de Cristo. La curiosidad de los tertulianos trató de profundizar en tal notable paralelismo. Una de las posturas más sugerentes fue la que puso este hecho en relación con la circunstancia de que Blasillo fuera quien repetía las palabras más dramáticas de la pasión de Jesucristo, de forma que al morir al mismo tiempo que don Manuel, éste abandona el mundo, llevándose consigo su propia imagen, la de Blasillo, en quien no podía faltar la fe. De alguna forma Blasillo, aporta a don Manuel, la fe que le falta.

Desde luego San Manuel Bueno, mártir pertenece al género literario de la confesión. El texto no es más que una confesión de la propia autora formal, Angela Carballino y dentro del mismo hay una sucesión ininterrumpida de confesiones, unas en las que don Manuel actúa como confesor y otras en las que es él mismo, el confesante e incluso el suplicante, por ejemplo cuando le pide a Ángela que le absuelva en nombre del pueblo. Creo que la concepción unamuniana de la confesión tiene bastante que ver con la de San Agustín, en la que el hombre parte de una situación de soledad para alcanzar la compañía de Dios.

Se insistió en las claves existencialistas que posee la novela, pero igualmente se apuntó que Unamuno contradice estos postulados, pues su angustia no parte de la asunción de la condición de finitud del hombre, sino del deseo de creer, deseo que es más fuerte que la duda.

“Le hemos visto la cara a Dios”, se dicen los dos hermanos tras la muerte de don Manuel, digamos que nosotros, después de mucho tiempo, le hemos visto la cara a don Miguel, conviene tenerlo en cuenta en el futuro.

Muchas gracias por vuestra asistencia y participación que ha sido, como siempre, muy generosa. La próxima lectura es la Guía Espiritual de Castilla de Jiménez Lozano.

lunes, 4 de abril de 2011

EL sueño de Tanako (relato)

Juan Miguel Gómez Cortés. Fotografía
… Japón, cúrate pronto
 
   Esa noche lo había soñado azul. Fue un sueño claro y luminoso, como una mañana de mayo. Y lo primero que hizo, tras despertarse, fue correr hasta la ventana para verlo de nuevo. Tanako casi no alcanzaba al alféizar de la ventana, pero con un poco de esfuerzo, alzada sobre sus pies extendidos, lanzó sus ojos por encima de los tejados de las casas vecinas. Apenas vio el horizonte dibujado, Tanako lo encontró en su inmovilidad misteriosa; ¿cómo podría parecer tan quieto y tranquilo en la distancia? Una peculiar alegría se apoderó de ella, porque pensó que él también la había visto asomarse a la ventana.

   Miró entonces hacia el tejado negro de la casa más próxima a la suya, y se preguntó por la señora Hamatsu ¿cómo estaría hoy?, ¿qué vestido se pondría? Sopló por encima de su labio superior para apartarse el pelo despeinado de la cara, cuando Sakura, su madre, la llamó una vez más:

    -¡Tanako, ven a desayunar, se hace tarde!
    - Voy haha –gritó Tanako desde la ventana.

   Se vistió deprisa y tomaron arroz y un poco de sopa del día anterior. Sakura, su madre, entraba a trabajar en apenas una hora y antes debía dejar a Tanako en la escuela. Era preciso apurar, porque quedaba poco tiempo.

  Ya en la escuela, aquel día, como otros muchos, Tanako no dejó de pensar en él. Estaba contenta porque el día siguiente era kin.ioobi (viernes): el día en que Sakura, su madre, libraba y podían ir juntas a verlo y a pasar allí toda la mañana. No había nada que gustase más a Tanako que jugar junto a él, correr sobre sus húmedas manos, sentir su olor y en la cara la frescura de su aliento espumoso. En verano era mejor todavía, por que lo podía acariciar con los pies. ¿Cómo podía ser tan grande y tan pequeño a la vez? Podía cogerlo en su mano, apenas ocupando la pequeña cuenca de la palma, y sin embargo sus ojos no alcanzaban a abarcarlo todo…

    Al terminar la escuela, Tanako se marchó hacia casa con los niños Miyashi, unos niños altos y espigados, con un absurdo bigote ralo, que vivían en su misma calle. Los señores Miyatsi eran amigos de Sakura, su madre, y por eso confiaba en ellos para que llevasen a Tanako de vuelta a casa. Pero a Tanako esos niños no le gustaban. Especialmente por lo mal que se portaban con la señora Hamatsu, de la que se reían sin parar, y a la que llamaban “hibakusha”, “loca” y otras cosas horribles a grandes gritos. Tanako era amiga de la señora Hamatsu y sufría con las burlas.

   Sí, le gustaba la señora Hamatsu: no le importaba que tuviese la cara enrojecida y la piel brillante y muy arrugada, como cuando se pasa mucho tiempo en la bañera, ni que no tuviese orejas ni pestañas. Además, le encantaban sus vestidos de vivos colores, llenos de estampados; especialmente uno que tenía dibujos de pequeños caballos en un verde muy claro, y entre los caballos unos globos en los que se veía la cara sonriente de un niño reflejada.
   En su escaso pelo, ya encanecido, la señora Hamatsu solía llevar prendidas pajaritas o mariposas que ella misma hacía con papel de colores. Algunas veces les dibujaba un rostro infantil, apenas unos pocos trazos, en los que siempre destacaba una sonrisa. Iba por la calle musitando extrañas canciones y sus ojos parecían mirar hacia otra parte, como si recordase algo constantemente. Pero cuando la señora Hamatsu se encontraba con Tanako, sonreía con amplitud y, como con miedo, guardando la distancia, le decía cosas agradables. Casi siempre la señora Hamatsu terminaba por quitarse, con mucho cuidado, las mariposas o las pajaritas del pelo y se las entregaba a Tanako con gestos muy graciosos, como los de una niña tímida.

    -¿Ves, haha? Esta mariposa me la ha regalado la señora Hamatsu.
    - Sí, es muy bonita. ¿Por qué te la ha dado?
    - Porque soy su amiga; dice que soy una niña buena y que no me río de ella.
    - No está bien reírse de las personas mayores, Tanako –dijo Sakura, su madre.
    - Los niños Miyashi siempre la insultan. Y a veces le tiran piedras.
    - Pues tú no debes hacerlo nunca.
    - Haha…
    - ¿Sí, Tanako?
    - ¿Qué le ha pasado a la señora Hamatsu?
    - Le ocurrió algo terrible cuando era muy pequeña, como tú ahora. Entonces vivía en otra ciudad, muy lejos de aquí.
    -¿Cómo se llamaba esa ciudad, haha?
    - Nagasaki.

   Al llegar a casa tuvo que esperar bastante hasta que Sakura, su madre, llegase también. Pasó el tiempo jugando con el ordenador y haciendo algunas tareas del colegio. De vez en cuando acudió a la ventana. Cuando, al cabo, llegó su madre venía tan cansada que no hicieron más que cruzar alguna palabra, y cenar pescado frío antes de irse a dormir. Pero mañana todo sería distinto. Mañana irían juntas a jugar, a pasar la mañana junto a él. Era el mejor día de la semana para Tanako. El día en que podía hacerle todas sus confidencias, el día en que le pedía todos sus deseos, especialmente uno; el mismo de siempre: “quiero que vuelva Nobu”, le pedía cerrando los ojos.
   Sakura, su madre, la ayudó a acostarse y le acarició el rostro. Tenía los ojos muy enrojecidos y aspecto de estar enferma. Tanako se la quedó mirando con fijeza. En su mirada se contenían pequeñas interrogaciones.

    - ¿Qué piensas, Tanako?
    - ¿Por qué no puede volver Nobu?
    - Papá no puede volver Tanako, ya lo sabes.
    - ¿De donde él está no puede volverse?
    - Así es; y ahora, duérmete, mañana iremos a jugar, como tanto te gusta.

   Pero Tanako no conseguía dormirse. Por su cabeza pasaron muchas cosas. Recordó a los Miyashi insultando a la señora Hamatsu, recordó la cara de Nobu que habría olvidado de no ser por las fotografías. Y lo recordó a él. Pensó en que sólo él podía concederle aquello que más deseaba; volver a ver a su padre, a Nobu. Y también le pediría por la señora Hamatsu, para que los niños del bigote ralo la dejasen de una vez en paz.

   Se quedó dormida, y en el sueño soñó con que él le hablaba, le decía, con su rumor inconfundible: “Tanako, qué es lo que más deseas”, y ella contestaba: “quiero que Nobu vuelva”. Entonces él rugía con furia, y se levantaba un fuerte viento que hacía inclinarse a los árboles del parque. Entre aquella furia, entre todo el ruido, Tanako vio agigantarse una pequeña figura humana que parecía dirigirse hacia ella. ¡Era Nobu, su padre, y había venido a buscarla para llevarla con él!
   
    - ¿Dónde vamos, chichi? –preguntó Tanako.
    - Vamos a un lugar muy profundo; no temas.
    - ¿Y podrá venir haha?
    - Claro, haha vendrá también…, pero no debes temer.


    Se despertó temprano, y enseguida quiso salir. Pero Sakura, su madre, insistió en que tomara un desayuno que, esta vez, sí había podido preparar con un poco más de tiempo. Cogieron el coche, y al cabo de un rato se encontraron con él. Parecía más tranquilo que de costumbre, y aunque la mañana se había despertado fría, el aire se templaba en su presencia. Tanako corrió de un lado a otro. Reía y saltaba intentando que él no la atrapase con su larga lengua, que sacaba una y otra vez. Sakura, su madre, se había sentado en una pequeña silla plegable y trabajaba sobre un ordenador portátil. De vez en cuando alzaba la vista para comprobar qué hacía la pequeña Tanako.

   Así pasó la mañana y llegó la hora de volver a casa para comer. Comieron pasta y sopa de arroz. Se sentaron sobre una esterilla tras la comida, y Tanako comenzó a quedarse un poco dormida, como si los párpados le pesaran mucho más de lo normal.

   Entonces ocurrió de pronto. La tierra tembló con fuerza, y la casa entera se estremeció como si fuese zarandeada por un gigante. Sakura, su madre, chillaba y se llevaba las manos a la cabeza. Se refugiaron bajo una mesa en la que estaba el ordenador, y ambas se abrazaron con fuerza. Entonces Tanako quiso tranquilizar a su madre, decirle que no debía temer, porque Nobu ya le había dicho que todo saldría bien.

   Al cabo, la tierra volvió a dormirse. La gente gritaba por las calles. Tanako recordó a la señora Hamatsu, que a esas horas solía deambular de un lado a otro. Ese debía de ser el único día en el que todo el mundo parecía más loco que ella, y se alegró, porque los niños como los Miyatsi no se fijarían en ella. Sakura, su madre, corrió al teléfono para interesarse por el estado de algunos amigos y de su hermana, la tía Mifune. Tanako estaba nerviosa. Se asomó a la ventana y entonces lo vio: tenía un color raro, lo vio acrecentarse, hinchar su pecho como si tomase aire. Parecía agigantarse por momentos; el cielo se había hecho más pequeño allí donde él terminaba.

  Quiso avisar a su madre, pero hablaba sin cesar por teléfono, dando pequeños gritos de desahogo, y llorando de nerviosismo cuando contaba a sus amigos de Tokio lo que había pasado. Quiso advertirla de que él se acercaba, de que venía a buscarlas, para ir junto a Nobu. “No pienso ir a trabajar mañana” –gritaba Sakura, su madre-, mientras Tanako no se separaba de la ventana y abría sus pequeños ojos rasgados.
   Lo vio acercarse, llegar hasta el parque. Lo vio arrastrar a su paso cuanto encontraba. Vio los coches y las casas flotar, como cuando solía jugar en la bañera con todos sus juguetes de colores; así flotaban las cosas a su paso. Lo vio engullir algunas casas pequeñas, y cómo desaparecía bajo su fuerza, ahora teñida de un extraño color negro, el tejado de la señora Hamatsu. Ya estaba aquí, venía a buscarlas; recordó entonces las palabras de Nobu, su padre, cuando le decía:

-         No temas, ahora vamos a un lugar muy profundo.
-         ¿Y que lugar es ese, chichi?
-         Allí donde todas las cosas nacen.
   

Autor: David Lentisco.
  

  

viernes, 1 de abril de 2011

La muñeca (Cuento)

Fue una noche de abril a unos kilómetros de Sierra Nevada. Había ido hasta allí acompañando a unos amigos que tenían la intención de comprar una casa. Eran cerca de las siete de la tarde cuando la mujer de la inmobiliaria nos señaló un pequeño chalet con aspecto canadiense. Nos dejó las llaves.
            -No puedo quedarme, ¿saben? Mi hijo…, tengo que ir a recogerlo. Como siempre mi ex…, y ustedes parecen de fiar. En una hora estoy de vuelta.
-¡Claro, ningún problema!
Caminamos despacio los ochocientos metros que nos separaban de la casa. Había un camino de grava suelta y a ambos lados de la cuneta crecían chumberas con las paletas ovales cubiertas de polvo. Llamaba la atención las dos grandes mansardas que reposaban sobre el tejado, cubierto de losas de pizarra negra. Un penacho de sol brillaba sobre el valle que se extendía más abajo. La verja de acceso estaba abierta y avanzamos entre un bardo de plantas arizónicas hasta el porche de entrada. Todo estaba muy limpio, como dispuesto para una visita. Daba la impresión de que allí no había vivido nunca nadie: los colchones mantenían sus fundas de plástico transparente, la cocina olía a baldosín y en el salón los sofás y las sillas estaban cubiertos por grandes lonas azules.  Había en el aire una carga desmesurada, algo que se agitaba como si fuera un enorme insecto y que nos obligó a bajar la voz. Subimos hasta la buhardilla; arrimados a las paredes, una inesperada cantidad de juguetes dejaban en el centro un espacio que invitaba al juego. Estefanía y Vicente sonrieron cogiéndose de la mano. Yo me adelanté hasta el centro y me senté en el suelo. En el aparente caos, los juguetes guardaban una predisposición a la exhibición. Las muñecas estiraban sus brazos, los triciclos conservaban el instante de la desaceleración, las cajas de colores poseían siluetas llenas de sorpresas, los trenes pedían cielos estrellados y las pizarras ganas de pintar. Faltaban escopetas y libros. “¿Por qué?” me pregunté y miré a mis amigos esperando una respuesta. Ellos acentuaron la sonrisa y la presión de sus manos entrelazadas.
-Pareces una cría –dijo Vicente extendiendo el brazo libre.
-Me encantaría pasar aquí la noche, en medio de todos estos juguetes con la luz de la luna entrando por los ventanos.
-¡Uf! Ni por pienso. No hay cosa que me dé más grima que un montón de juguetes en la oscuridad. Están infectados de vida. No, gracias –dijo Estefanía arrugando la cara.
-Pues a mí me haría una tremenda ilusión, ¡ya ves! –respondí pasando la mirada por encima de los juguetes.
Descendieron por las escaleras enlazados por la cintura, los oí cuchichear y reírse. Me levanté de un salto y una muñeca se inclinó hasta caer de bruces. Apenas hizo ruido, un blando y suave ¡paf! La recogí y la puse de pie. Me fijé en su cara sonrosada y sus pestañas castañas. Saqué un pañuelo y me lo llevé a la boca para humedecerlo. Le limpié el rostro. Sus ojillos grises brillaron en señal de agradecimiento. Era una muñeca pequeña y vieja. Miré el bolso, lo abrí y la guarde en el interior. Antes de bajar eché un último vistazo y me encogí de hombros.
Cuando llegué al salón Estefanía y Vicente estaban enredados en el sofá, así que decidí salir al jardín. En la parte de atrás había columpios y un pequeño arenal que conservaban tres o cuatro cubos y palas infantiles. Monté en el columpio y tomé impulso con las piernas, estirándolas al subir y encogiéndolas al bajar. No se oía ni un ruido, solo el leve chillido de los goznes del columpio, allá arriba, sobre mi cabeza. El sol se ponía por detrás de las montañas y no se veía a nadie pasar por la carretera que daba la vuelta alrededor de la casa. Descendí del columpio y miré mi bolso sobre el banco de piedra. No recordaba haberlo dejado allí. Lo cogí, tiré de la cremallera y miré en el interior. Allí estaba la pequeña muñeca en el fondo, con sus ojillos grises abiertos de par en par. Me pareció descubrir en ellos un reproche agrio, asentí con la cabeza. Me colgué el bolso al hombro, entré en la casa y subí hasta la buhardilla. Dejé el bolso en el suelo y saqué la muñeca. Ahora sus ojos estaban cerrados y volqué la cabeza sin obtener respuesta; la agité con obstinación pero los párpados no se abrieron. Me humedecí los labios antes de acercar el dedo al rostro, noté un espasmo en su cuerpo de goma y como giraban las cuencas de los ojos. Las pupilas me golpearon directamente y al fondo, como si fuera una puerta, distinguí la imagen de una niña dormida con una muñeca entre sus brazos. En mi garganta el sable del grito me hizo caer de espaldas. Descendí golpeándome contra las paredes. Abajo mis amigos y la señora de la inmobiliaria me esperaban.
-Hace un rato que te estamos buscando. ¿Dónde estabas? ¿Qué te pasa? –dijo Estefanía.
Apunté con el dedo hacia arriba y tragué con dificultad la saliva de mi boca.
-¡Vamos que se hace tarde! –dijo Vicente.
En el viaje de vuelta mis amigos se mostraron muy interesados por la casa. Discutieron el precio y las condiciones, dijeron que era un sitio ideal para criar niños.
-Sí, eso es seguro –dijo la señora de la inmobiliaria-. Antes de construir la casa, los antiguos dueños recogieron todos los juguetes del inmueble que derribaron, seguramente los habrán visto. Era un orfanato.
-¡¿Un orfanato?! –exclamó Estefanía-. ¡Qué coincidencia! Yo me crie los primeros años en un orfanato…
-¡¿De verás?! –dijo sorprendido Vicente, volviéndose desde el asiento del copiloto a mirarla-. Nunca me lo habías dicho.
-Bueno sólo hasta los ocho años…
Y Estefanía giró la cabeza hacia mí, y yo levanté los ojos y los posé nerviosa en sus pupilas grises y, detrás, como si fuera una puerta, la vi dormida con una muñeca entre los brazos, y entonces abrí el bolso y allí, en el fondo, estaban los ojos grises de la muñeca, totalmente infectados de vida.