Quizá sea cierto que el deseo mueve el mundo. Al menos el mundo de lo humano. El deseo de poder, de fama, de reconocimiento, de transcendencia… Y, como no, el deseo de la carne, o del amor, probablemente el más peligroso porque aparece adornado con toda clase de encantos: ¿quién se opondría a tan dulce castigo? El deseo nace siempre de una necesidad, real o no, y la medida de esa necesidad proporciona la intensidad del deseo. Y esa fuerza del deseo como motor capaz de llevar al hombre y a la mujer más allá de cualquier frontera conocida, es también una excelente materia novelable. Materia muchas veces utilizada, pero pocas con la maestría con la que Gustave Flaubert buceó por las profundidades de los íntimos apetitos para elaborar la trama de una de las mejores novelas de todos los tiempos: Madame Bovary.
Ya Heráclito nos advirtió de que el padre de todas las cosas es la guerra, la lucha, la contradicción. En Madame Bovary, la guerra del Flaubert insatisfecho de su romanticismo empedernido contra el Flaubert que, a pesar de todo, no puede dejar de ser quien es, tiene como resultado la superación del propio romanticismo, y el giro hacia el realismo tan aplaudido como denostado al cabo de un tiempo (sic transit gloria mundi). Pero a mí no me interesa la categoría estilística de la obra. Me interesa más esa lucha contra uno mismo que contiene, porque nos da una pista y podemos intuir que está escrita por un deseante, por quien necesita liberarse de su carga, y contar lo angustiosa que resulta la vida para quien desea sin obtener lo deseado y debe, además, sufrir la incomprensión de un mundo que castiga a quien osa apartarse del camino marcado.
Sin embargo, el escritor jamás hace ese tipo de cosas por sí mismo, y por eso busca o inventa a quien pueda llevar a cabo el trabajo sucio. De lo bien que haga esa sustitución dependerá la credibilidad y la calidad de la obra; su grado de verdad. Porque detrás de toda gran novela, más allá de un gran autor, lo que hay es un gran personaje. El personaje, el actante, como bien sabía Unamuno, precede al autor, existe antes que él y lo acaba sobreviviendo. Y para contarnos lo que quería contar, Flaubert da a luz a su hija predilecta e icono de la literatura universal: Emma Bovary.
La muchacha considera que merece un destino mejor que el que le corresponde como hija única de granjero, y sus sueños se acrecientan con la lectura de novelas románticas, lecturas que la acompañaran siempre como un lenitivo, como un antidepresivo en una época en la que aún no existían estas pastillitas. Pero son tan pocas las posibilidades de abandonar ese destino confiado por el destino, que no puede creer su suerte cuando un joven médico se enamora de ella y decide pedirle matrimonio. Emma cree que será éste el hombre que consiga sacarla de su aburrimiento y darle aquello que ella merece: la vida de su novela o la novela de su vida. El matrimonio como medio, y no como resultado será, como era y sigue siendo tan habitual, la puerta por la que Emma pretenda dar esquinazo a la monotonía y al gris de su existencia.
Pero es toda una ciencia diferenciar las verdaderas oportunidades de los simples señuelos que, indistintamente, el destino pone ante nuestros ojos. Ese hombre al que Emma se confía, en nada podrá complacer sus deseos. Charles Bovary no es más que un médico de aldea cuya única inquietud es la de calentar los pies en el fuego cuando cae la noche. Pronto verá madame Bovary que todo aquello que soñaba comienza a desvanecerse entre las brumas de la rutina y de una vida plana. Ya es una mujer casada, pero nada de lo que soñaba se ha cumplido; no ha conocido el amor, la pasión, esa sensación que oprime el pecho hasta robarle el aire ante la sola presencia del ser amado. Es entonces cuando el deseo, el deseo de vivir aquello que parece negarse a ser vivido, de obtener lo que el alma o la ambición más profundamente ansía, sea lícito o no, se desata y produce sus daños.
Así nace el deseante frustrado, el “bovarista” en terminología que hizo furor entre los psicólogos; alguien que no es más que un insatisfecho de sí mismo, aunque lo sea a través de sus deseos. Y ese deseante, tras la frustración, adquiere otra necesidad: la de dirigir su odio hacia un culpable que siempre está fuera: el culpable de su desgracia. El torpe Charles que, en su ignorancia casi sin límites, desconoce quién es su esposa y se convierte en el estorbo, en la pieza que, desajustada y fuera de lugar, atasca la maquinaria e impide que las cosas sigan su curso natural. Para colmo, una invitación al castillo de Vaubyessard a causa de un trabajo de su marido, disparará aún más la tórrida imaginación de Emma, entre valses que no sabe bailar y perfumes de hombres que conocen todos los secretos de la seducción. Pero esa corta visita al hogar del lujo y el refinamiento le da un punto de comparación respecto de su vida. Ahora ya sabe qué es lo que se está perdiendo; ahora ya está completamente perdida.
De la insatisfacción más evidente aprendieron los militares a tocar con la corneta “el toque de retirada”, de huida; y del mismo modo el deseante quiere dejar atrás lo que cree que ya no es útil, su pasado como un terreno en el que corre peligro. Ante la presión de Emma, Charles se verá obligado a buscar un nuevo hogar más en consonancia con los deseos de ella… pero los fantasmas habitan en las maletas, y nunca se los puede dejar atrás.
Recién instalados en Yonville, será un joven inexperto y tan ingenuo como la propia Emma, lector de la misma literatura, el primer destinatario de su amor oculto y enquistado. El de León Dupuis es un amor que, de imposible, parece que tuviese algo de real. Aunque el amor no termine de materializarse, cuando el muchacho se marcha del pueblo para continuar sus estudios de leyes en la ciudad, ella puede sentir el frío como el cuerpo que se aleja de la estufa.
Pero el destino guarda aún muchas sorpresas a la odalisca Emma. La siguiente será la aparición de Rodolphe Boulanger, un don Juan de provincias, que obrará por fin el milagro. Rodolphe, hombre mucho más bregado, cuya presencia viril sugiere a nuestra deseante la evocación del acto procreador, desata la pasión con toda su fuerza expansiva, arrasadora, y hace que la mujer del médico conozca, siquiera por un instante, el verdadero alcance de la felicidad. Por primera vez en su vida Emma consigue aquello que más deseaba: amar y ser amada. Ya no hay para madame Bobary ni hija, ni marido, ni vida social, ni vecinos a los que ocultar las miserias… para ella sólo existe su amado y la promesa de aquella vida lujosa y apasionada que pudo oler en el perfume que brotaba del pecho del Vizconde de Vaubyessard, mientras bailaba el único vals de toda su vida.
La fuga de los amantes está ya planeada, entre jadeos y sudores, cuando es el amante el que se fuga sin más explicación que una confusa carta. Emma ve roto de un plumazo el cuadro en el que el amor lo tiñe todo del oro del atardecer, la felicidad se le ha vuelto a escapar de entre las manos. La desdicha de Emma se transforma en enfermedad, y la enfermedad no es más que una gran desdicha. Comprende que aquellos hombres que pueden darle lo que ella necesita son los más díscolos, los más escurridizos, los que no la necesitan a ella. Sólo los hombres apocados estarán dispuestos a quedarse a su lado; sólo Charles pelea, lucha y se rebaja para permanecer con ella, pero no es precisamente él quien puede hacerla feliz.
Como solución, en una especie de adicción a las compras adelantada a su tiempo, Emma se lanza a vivir una vida lujosa en su alcoba y sólo para ella. Madame Bovary no imagina que aún le queda mucha desgracia por conocer, y será la ambición del señor Lhereux, un comerciante como los de ahora, quien se encargue de mostrárselo. Las deudas se acumulan como su insatisfacción, pero el deseo del amor, o lo que ella entiende por amor, sigue intacto.
Charles, incauto y torpe hasta el desvarío, con la noble intención de que su mujer recupere la ilusión y la salud, decide llevarla a la ópera a Rouen. Y como no hay dos sin tres, de nuevo aparece en escena, nunca mejor dicho, el joven León ya convertido en abogado. Y de nuevo renace, entre arias de ópera italiana, un amor dormido pero avivado por un deseo que no descarta ya a cualquier posible candidato. Emma inventa, como sólo el adúltero sabe, toda una vida paralela en Rouen. Recibiendo clases de piano imaginarias consigue verse -y algo más- regularmente con León, a quien llega a amar casi tanto como a Rodolphe. Pero las cartas están echadas, y León pronto comprenderá que Emma no lo ama a él, sino a una proyección que de él ha elaborado ella. Pronto comprenderá que una mujer como esa, toda debilidad e insatisfacción crónica, es el camino más corto hacia la ruina emocional.
Acosada por las deudas, por un marido que, muy, muy tarde comienza a hacerse preguntas, y destrozada por el desamor de sus amores, Emma decide que sólo cabe una jugada cuando la vida no quiere repartir mejores cartas: romper la baraja. El arsénico será su último amante, y éste sí cumplirá su palabra y se la llevará con él a ese viaje que no tiene retorno. Charles la acompañará poco después, convertido por primera vez en su vida en un verdadero hombre; víctima colateral e inocente que paga el precio de su propia ingenuidad, pero que descubre todo justo a tiempo: en la última bocanada de aire. Flaubert sólo deja en este mundo, desvalida y miserable, a Berthe, la hijita de ambos.
¿Desear o no desear? Esta es la cuestión. Una vida sin deseo es una vida muerta. El deseo de un espíritu inquieto es la mejor montura para andar la vida. Pero cuando el deseo lo único que pretende satisfacer son necesidades que nacen del miedo, de la inseguridad, entonces sólo conduce al absurdo, al dolor y a la necesidad constante de engañarse uno mismo; una novela de final trágico.
Autor: David Lentisco.