viernes, 23 de septiembre de 2011

Madame Bovary, o sobre el amor y el deseo.

   Quizá sea cierto que el deseo mueve el mundo. Al menos el mundo de lo humano. El deseo de poder, de fama, de reconocimiento, de transcendencia… Y, como no, el deseo de la carne, o del amor, probablemente el más peligroso porque aparece adornado con toda clase de encantos: ¿quién se opondría a tan dulce castigo? El deseo nace siempre de una necesidad, real o no, y la medida de esa necesidad proporciona la intensidad del deseo. Y esa fuerza del deseo como motor capaz de llevar al hombre y a la mujer más allá de cualquier frontera conocida, es también una excelente materia novelable. Materia muchas veces utilizada, pero pocas con la maestría con la que Gustave Flaubert buceó por las profundidades de los íntimos apetitos para elaborar la trama de una de las mejores novelas de todos los tiempos: Madame Bovary.
  
   Ya Heráclito nos advirtió de que el padre de todas las cosas es la guerra, la lucha, la contradicción. En Madame Bovary, la guerra del Flaubert insatisfecho de su romanticismo empedernido contra el Flaubert que, a pesar de todo, no puede dejar de ser quien es, tiene como resultado la superación del propio romanticismo, y el giro hacia el realismo tan aplaudido como denostado al cabo de un tiempo (sic transit gloria mundi). Pero a mí no me interesa la categoría estilística de la obra. Me interesa más esa lucha contra uno mismo que contiene, porque nos da una pista y podemos intuir que está escrita por un deseante, por quien necesita liberarse de su carga, y contar lo angustiosa que resulta la vida para quien desea sin obtener lo deseado y debe, además, sufrir la incomprensión de un mundo que castiga a quien osa apartarse del camino marcado.

   Sin embargo, el escritor jamás hace ese tipo de cosas por sí mismo, y por eso busca o inventa a quien pueda llevar a cabo el trabajo sucio. De lo bien que haga esa sustitución dependerá la credibilidad y la calidad de la obra; su grado de verdad. Porque detrás de toda gran novela, más allá de un gran autor, lo que hay es un gran personaje. El personaje, el actante, como bien sabía Unamuno, precede al autor, existe antes que él y lo acaba sobreviviendo. Y para contarnos lo que quería contar, Flaubert da a luz a su hija predilecta e icono de la literatura universal: Emma Bovary. 

   La muchacha considera que merece un destino mejor que el que le corresponde como hija única de granjero, y sus sueños se acrecientan con la lectura de novelas románticas, lecturas que la acompañaran siempre como un lenitivo, como un antidepresivo en una época en la que aún no existían estas pastillitas. Pero son tan pocas las posibilidades de abandonar ese destino confiado por el destino, que no puede creer su suerte cuando un joven médico se enamora de ella y decide pedirle matrimonio. Emma cree que será éste el hombre que consiga sacarla de su aburrimiento y darle aquello que ella merece: la vida de su novela o la novela de su vida. El matrimonio como medio, y no como resultado será, como era y sigue siendo tan habitual, la puerta por la que Emma pretenda dar esquinazo a la monotonía y al gris de su existencia.
  
   Pero es toda una ciencia diferenciar las verdaderas oportunidades de los simples señuelos que, indistintamente, el destino pone ante nuestros ojos. Ese hombre al que Emma se confía, en nada podrá complacer sus deseos. Charles Bovary no es más que un médico de aldea cuya única inquietud es la de calentar los pies en el fuego cuando cae la noche. Pronto verá madame Bovary que todo aquello que soñaba comienza a desvanecerse entre las brumas de la rutina y de una vida plana. Ya es una mujer casada, pero nada de lo que soñaba se ha cumplido; no ha conocido el amor, la pasión, esa sensación que oprime el pecho hasta robarle el aire ante la sola presencia del ser amado. Es entonces cuando el deseo, el deseo de vivir aquello que parece negarse a ser vivido, de obtener lo que el alma o la ambición más profundamente ansía, sea lícito o no, se desata y produce sus daños. 

   Así nace el deseante frustrado, el “bovarista” en terminología que hizo furor entre los psicólogos; alguien que no es más que un insatisfecho de sí mismo, aunque lo sea a través de sus deseos. Y ese deseante, tras la frustración, adquiere otra necesidad: la de dirigir su odio hacia un culpable que siempre está fuera: el culpable de su desgracia. El torpe Charles que, en su ignorancia casi sin límites, desconoce quién es su esposa y se convierte en el estorbo, en la pieza que, desajustada y fuera de lugar, atasca la maquinaria e impide que las cosas sigan su curso natural. Para colmo, una invitación al castillo de Vaubyessard a causa de un trabajo de su marido, disparará aún más la tórrida imaginación de Emma, entre valses que no sabe bailar y perfumes de hombres que conocen todos los secretos de la seducción. Pero esa corta visita al hogar del lujo y el refinamiento le da un punto de comparación respecto de su vida. Ahora ya sabe qué es lo que se está perdiendo; ahora ya está completamente perdida.

   De la insatisfacción más evidente aprendieron los militares a tocar con la corneta “el toque de retirada”, de huida; y del mismo modo el deseante quiere dejar atrás lo que cree que ya no es útil, su pasado como un terreno en el que corre peligro. Ante la presión de Emma, Charles se verá obligado a buscar un nuevo hogar más en consonancia con los deseos de ella… pero los fantasmas habitan en las maletas, y nunca se los puede dejar atrás. 

    Recién instalados en Yonville, será un joven inexperto y tan ingenuo como la propia Emma, lector de la misma literatura, el primer destinatario de su amor oculto y enquistado. El de León Dupuis es un amor que, de imposible, parece que tuviese algo de real. Aunque el amor no termine de materializarse, cuando el muchacho se marcha del pueblo para continuar sus estudios de leyes en la ciudad, ella puede sentir el frío como el cuerpo que se aleja de la estufa.

   Pero el destino guarda aún muchas sorpresas a la odalisca Emma. La siguiente será la aparición de Rodolphe Boulanger, un don Juan de provincias, que obrará por fin el milagro. Rodolphe, hombre mucho más bregado, cuya presencia viril sugiere a nuestra deseante la evocación del acto procreador, desata la pasión con toda su fuerza expansiva, arrasadora, y hace que la mujer del médico conozca, siquiera por un instante, el verdadero alcance de la felicidad. Por primera vez en su vida Emma consigue aquello que más deseaba: amar y ser amada. Ya no hay para madame Bobary ni hija, ni marido, ni vida social, ni vecinos a los que ocultar las miserias… para ella sólo existe su amado y la promesa de aquella vida lujosa y apasionada que pudo oler en el perfume que brotaba del pecho del Vizconde de Vaubyessard, mientras bailaba el único vals de toda su vida. 

   La fuga de los amantes está ya planeada, entre jadeos y sudores, cuando es el amante el que se fuga sin más explicación que una confusa carta. Emma ve roto de un plumazo el cuadro en el que el amor lo tiñe todo del oro del atardecer, la felicidad se le ha vuelto a escapar de entre las manos. La desdicha de Emma se transforma en enfermedad, y la enfermedad no es más que una gran desdicha. Comprende que aquellos hombres que pueden darle lo que ella necesita son los más díscolos, los más escurridizos, los que no la necesitan a ella. Sólo los hombres apocados estarán dispuestos a quedarse a su lado; sólo Charles pelea, lucha y se rebaja para permanecer con ella, pero no es precisamente él quien puede hacerla feliz.

   Como solución, en una especie de adicción a las compras adelantada a su tiempo, Emma se lanza a vivir una vida lujosa en su alcoba y sólo para ella. Madame Bovary no imagina que aún le queda mucha desgracia por conocer, y será la ambición del señor Lhereux, un comerciante como los de ahora, quien se encargue de mostrárselo. Las deudas se acumulan como su insatisfacción, pero el deseo del amor, o lo que ella entiende por amor, sigue intacto. 

   Charles, incauto y torpe hasta el desvarío, con la noble intención de que su mujer recupere la ilusión y la salud, decide llevarla a la ópera a Rouen. Y como no hay dos sin tres, de nuevo aparece en escena, nunca mejor dicho, el joven León ya convertido en abogado. Y de nuevo renace, entre arias de ópera italiana, un amor dormido pero avivado por un deseo que no descarta ya a cualquier posible candidato. Emma inventa, como sólo el adúltero sabe, toda una vida paralela en Rouen. Recibiendo clases de piano imaginarias consigue verse -y algo más- regularmente con León, a quien llega a amar casi tanto como a Rodolphe. Pero las cartas están echadas, y León pronto comprenderá que Emma no lo ama a él, sino a una proyección que de él ha elaborado ella. Pronto comprenderá que una mujer como esa, toda debilidad e insatisfacción crónica, es el camino más corto hacia la ruina emocional.

   Acosada por las deudas, por un marido que, muy, muy tarde comienza a hacerse preguntas, y destrozada por el desamor de sus amores, Emma decide que sólo cabe una jugada cuando la vida no quiere repartir mejores cartas: romper la baraja. El arsénico será su último amante, y éste sí cumplirá su palabra y se la llevará con él a ese viaje que no tiene retorno. Charles la acompañará poco después, convertido por primera vez en su vida en un verdadero hombre; víctima colateral e inocente que paga el precio de su propia ingenuidad, pero que descubre todo justo a tiempo: en la última bocanada de aire. Flaubert sólo deja en este mundo, desvalida y miserable, a Berthe, la hijita de ambos.

   ¿Desear o no desear? Esta es la cuestión. Una vida sin deseo es una vida muerta. El deseo de un espíritu inquieto es la mejor montura para andar la vida. Pero cuando el deseo lo único que pretende satisfacer son necesidades que nacen del miedo, de la inseguridad, entonces sólo conduce al absurdo, al dolor y a la necesidad constante de engañarse uno mismo; una novela de final trágico.
 
Autor: David Lentisco.

martes, 13 de septiembre de 2011

Mahler..., ewig.

La coincidencia del centenario de la muerte de Mahler ha hecho que podamos contar con algunas novedades editoriales. Aprovechando la ocasión Alianza se ha decidido a traducir y publicar la última de las obras que Norman Lebrecht ha dedicado a su obsesión: Mahler, ¿Por qué Mahler?, y muy oportunamente Musicalia Scherzo ha reeditado (ampliada y actualizada) la monografía de nuestro admirado José Luis Pérez de Arteaga sobre el músico judío de Kalisch (Bohemia). No parece que, de momento, ninguna editorial se anime a publicar las grandes monografías de La Grange y de Mitchell. Una verdadera lástima. En todo caso por lo que respecta a las novedades disponibles, cabe señalar que se trata de libros muy distintos pero complementarios.

El de Lebrecht está escrito con esa pluma ágil y expresiva que despliega en sus afamados artículos. Desde el primero al último renglón se hace tangible una pasión por Mahler tan intensa que se transmite por simple contacto. No es preciso haber escuchado nunca antes a Mahler para abordar el libro, es más yo diría que casi es recomendable no haberlo hecho. Basta con acercarse a estas páginas con un poco de curiosidad, aunque nada más sea por la especial relación que mantuvo con la musa de toda una generación de artistas, naturalmente que estamos hablando de Alma Mahler. Es una estupenda introducción al músico bohemio.

El texto de José Luis Pérez de Arteaga posee tal sabiduría y empaque estilístico y documental que conviene afrontar su lectura después del de Lebrecht. No quiero pecar de desmesurado pero sin lugar a dudas es el mejor libro sobre Mahler escrito por un castellano hablante. Es un lexto que sólo posee aciertos: es una biografía (no es posible entender la música de Mahler sin conocer a Gustav), es, desde luego, una guía de audición (imprescindible en nuestro caso porque Mahler hizo lo que se llama “música programática”), es un tesoro discográfico pues analiza cada una de las grabaciones existentes (el mundo de la fonografía que tan extensamente conoce el autor y que es precisamente el título de su programa en radio clásica); pero es sobre todo un magnífico trabajo que se esfuerza por mostrarnos al Mahler director y al Mahler compositor, recrea con un profundo conocimiento la época histórica, cultural y política del momento, muestra el camino del que partió Mahler y también aquel que abrió con su titánico esfuerzo, nos enseña las consecuencias inmediatas de su quehacer musical y las dimensiones que adquirió en la llamada Segunda Escuela de Viena, asistimos emocionados a sus relaciones con Bruno Walter, con Otto Kemplerer, con Alexander von Zemlinsky o su expresiva opinión sobre la música de Schönberg. Un libro impagable, grandioso, imprescindible. Hasta tal punto, que estoy pensando en comprar un segundo ejemplar porque el primero ya comienza a dar señales de deterioro.

Gustav Mahler. 1898.
MAHLER A LAS PUERTAS DE VIENA.
Viena, la ciudad que tiene el alma hecha de música. La iglesia de San Esteban y el conjunto del Hofburg (el palacio imperial) y en el centro la Hofoper, la Ópera Imperial, al frente de la cual se encontraba Wilhem Jahn, compatriota de Mahler aunque sensiblemente mayor que éste y de costumbres sedentarias. La ópera imperial, el símbolo de la monarquía de los Habsburgo, necesitaba una urgente renovación y el candidato idóneo era Mahler. Sólo había dos inconvenientes: que se trataba de un judío y que, para la época, era demasiado joven, treinta y seis años. Contaba además con la oposición del director de la Filarmónica de Viena el eminente Hans Richter, furibundo antisemita. Pero la realidad la expresó muy bien William Ritter desde Praga, quien en un artículo concluía diciendo “me rebelo contra él [Mahler], pero lo admiro”. Esa admiración acabó por convencer hasta a la propia Cosima Wagner. El escollo de la religión lo eliminó Mahler convirtiéndose al catolicismo en febrero de 1897. En abril es nombrado Kapellmeister, en julio ya es director adjunto del titular Wilhem Janh y en octubre el emperador Francisco José firma su designación como nuevo director artístico de la Ópera Imperial. En 1898 tenía también la dirección de la
Hofoper. 1901.
Filarmónica de Viena. Así pues, disponía de todo el poder. Y lo utilizó hasta convertir a la Ópera  de Viena en la más grande de toda su historia. Su capacidad de trabajo lo devora todo y a todos: cambia músicos y voces, repasa partituras, suprime privilegios e impone obligaciones. Prohíbe al público aplaudir en las pausas entre movimientos o la entrada a la sala después de comenzar la actuación, suprime los cortes de las óperas, obliga a los críticos a pagar la entrada… En su primer año Mahler dirige ciento once (¡!) funciones de veintitrés óperas y en los siguientes casi cien, lo que suponía una actuaciones cada dos o tres noches (Norman Lebrecht 136). ¿Qué director aguantaría este ritmo hoy en día? A lo largo de los diez años que Mahler estuvo al frente de la ópera vienesa estrenó obras de Tchaikovsky (Eugen Oneguin, La dama de picas, Iolanta), de Bizet, de Leoncavallo, de Zemlinsky, del malogrado Hugo Wolf, de Offenbach… Lo cambió todo y el público se rindió a su genio. El éxito fue absoluto y su nombre era ya mundialmente conocido.

La intensa labor que desarrolló al frente de su nuevo destino, impidió a Mahler retomar su faceta de compositor. Es a partir de 1900 cuando tras hacerse construir un refugio de vacaciones en la zona sur de Austria, en Maiernigg, frente al lago Wörther, cuando comienza a escribir la cuarta sinfonía. De todas formas su salud se había visto quebrantada con dos nuevos brotes de hemorroides que le obligaron a pasar por el quirófano. Especialmente grave fue la hemorragia de 1901 que lo sepultó bajo la inactividad durante todo el mes de abril. Los médicos le aconsejan que limite su actividad y decide abandonar la dirección de la Filarmónica. El elegido fue Joseph Hellmesberger, el hijo de antiguo director del conservatorio donde estudió Mahler. Dispone entonces de más tiempo para componer y en 1901 pondrá las primeras notas a su Quinta Sinfonía, a los Kindertotenlieder y a los llamados Rückert-Lieder por estar basados en la obra del poeta Friedrich Rückert.

Alma Mahler, ca., 1908.
ALMA SCHINDLER, ALMA MAHLER.
Alma fue educada para el arte, su padre era pintor y  la madre cantante. La familia no tenía dinero, pero sí gozaba de una buena posición por su cercanía con los príncipes de Liechtenstein en cuya corte Emil Jacob Schindler, el padre de Alma, era paisajista y disfrutaba del palacete de Plankenberg, a las afueras de Viena. El padre murió pronto cuando Alma tenía trece años y su madre se volvió a casar con Carl Moll que formaba parte del grupo de artistas unidos bajo el nombre de Secession y la revista Ver Sacrum, cuya cabeza más visible era otro Gustav, Gustav Klimt. Alma se enamoró perdidamente del pintor y se dice que detrás de su Palas Atenea se esconde el rostro de Alma Schindler. En realidad la belleza y exuberancia sexual de Alma atraía a una pluralidad de hombres. Ella misma dice en su diario que los hombres venían como los mosquitos a una bombilla. El siguiente amor de Alma fue su profesor de música, Alexander von Zemlinsky (durante algunos años su música fue eclipsada por la de Alban Berg o Schoenberg, pero actualmente está siendo recuperada, v. gr., la magnífica versión que el cuarteto Casal hizo en el 2004 de su cuarteto número 2). Parece ser que era un hombre bastante feo, casi sin barbilla y con ojos saltones, pero Alma siempre manifestó que los hombres feos eran los más audaces, más inteligentes y fascinantes porque habían sido capaces de vencer sus debilidades y defectos. Cualquiera que sea el calificativo o la conclusión (y los hay para todos los gustos y los más diversos posicionamientos sociales o políticos) que cada uno extraiga de la figura de Alma, lo que sí parece cierto es que ese trataba de una mujer con la suficiente personalidad como para marcar un tiempo cultural y referencial: a nadie le era indiferente y ella misma era capaz de marcar la diferencia. Según se deduce de sus diarios, Alma había quedado impresionada por el director de la Hofoper, muy probablemente en alguno de los conciertos en la Musikverein, y estaba decidida a conocer a Mahler. Sus deseos se cumplieron en una cena organizada por Berta Zuckerkandl el 4 de noviembre de 1901, donde Alma supo maniobrar con la astucia suficiente para provocar en Mahler no tanto el deseo físico, como el misterio psíquico y cultural. Desde ese momento vemos a Mahler pasear por la
La vivienda de Alma en la Hohe Warte
Hohe Warte vienesa, cortejando a Alma. El matrimonio tiene lugar un lluvioso día de marzo de 1902, en enero Mahler había estrenado su cuarta sinfonía. La compleja relación Gustav-Alma se extrae de sus propias personalidades. Mahler exigía a su esposa que estuviera siempre arreglada y presentable, que no le molestara ni se molestara si, a veces, él no deseaba verla, debía, además, renunciar a su faceta de compositora. Es este un dato relevante, porque como advierte José Luis Pérez de Arteaga, hasta la irrupción de Alma en la vida de Mahler, este había compuesto en absoluta intimidad, y a partir de ese momento Alma será la primera receptora de su música, razón por la cual toda la obra de Mahler está de una u otra manera impregnada de ella, de su presencia y, también, de su personalidad, de esa lucha interna a la que hace referencia Alma en sus diarios “¡Ahora duda de mi amor… cuántas veces dudé yo también!”.



Mahler con su hija Maria. 1905
DESDE LA CIMA DE LA SINFONÍA DE LOS MIL.
Maierningg. Vivienda de verano de Mahler.
En el verano de 1905 Mahler completa su séptima sinfonía y al verano siguiente concluye la monumental octava que exigía para su interpretación de tres coros, ocho solistas, órgano y orquesta, de ahí el sobrenombre de “sinfonía de los mil” intérpretes. Es el gigantesco canto al espíritu creador, el cenit y compendio de todos los trabajos anteriores. Pero también es el resultado de un esfuerzo sobrehumano cuyo precio es preciso pagar. El ritmo de trabajo de Mahler era frenético y su participación en otros foros cada vez más demandada por el enorme prestigio del que gozaba. Eso hacía que abandonara con frecuencia Viena y las tensiones dentro de la Hofoper subieron de intensidad. Primero fue un enfrentamiento con el príncipe Montenuovo a cuenta de una cantante recomendada por el mismo emperador, después el durísimo trato que Mahler imponía a su personal, a ello se añadió la fuerte corriente antisemita (buen ejemplo de ello fue la publicación en 1905 de los famosos Protocolos de los sabios de Sión) y no menos importante el ataque que Karl Kraus inició contra el Hofoperndirektor. El detonante fue el enfrentamiento entre Roller, el escenógrafo, amigo de Mahler, y el coreógrafo oficial. Mahler acabó por poner su cargo a disposición de Montenuovo, quien le pidió que esperara hasta encontrar sustituto. Así llegó el verano fatídico de 1907, Maierningg se convirtió en esta ocasión no en el retiro fecundo de creatividad, sino en el escenario trágico de la muerte de María, la hija mayor de los Mahler, aquejada de una enfermedad como la difteria que en aquellos tiempos tenía mal pronóstico. Unos días después el doctor Blumenthal, el médico de la familia, tras una exploración confirma la presencia de un problema cardíaco importante en el corazón de Mahler y aunque este quitó importancia al hecho, supo con seguridad que era el principio del fin. El médico le recomendó que aminorara su actividad profesional, suprimiera las excursiones y los largos paseos y redujera los esfuerzos al mínimo, algo que contradecía su forma de vida. “El pulpo” como era conocido Malher, por sus enérgicos gestos en el podio de la dirección, se veía obligado a medir cada uno de sus esfuerzos. Los tres años que le quedaban de vida fueron suficientes para traer al mundo de los vivos La canción de la tierra, la novena y la inconclusa décima. En realidad estas tres composiciones no son más que un intento de  distraer al destino músical de la funesta "novena", tal vez por ello Mahler dejó que la palabra “ewig” (eternamente) sonara nueve veces antes de que, como dice José Luis Pérez, la música se disuelva en un “pianissimo infinito” en la despedida de La canción de la tierra.

Mahler en la Ópera de Viena. 1907.
"SI UN ADAGIO NO CAUSA EFECTO EN EL PÚBLICO, RETARDA EL TEMPO EN LUGAR DE ACELERARLO."
El 21 de diciembre de 1907 Alma y Mahler llegan a New York para hacerse cargo de la orquesta de ópera del Met. Cuatro meses después conforme a lo estipulado en el contrato, regresarán a Europa y pasarán el verano en Toblach en la región del Trentino Alto de Italia, donde comenzará a componer La canción de la tierra, en realidad una novena innominada. En septiembre regresan a New York donde se produce el enfrentamiento con Toscanini, también contratado por el Met. Mahler se queda con la Filarmónica y Toscanini con la sinfónica (el Met contaba con dos orquestas estables) En el verano de 1909 Alma presa de una profunda depresión es ingresada en el balneario de Levico, en la región de Trento (Italia). Mahler en Toblach pone notas a la novena. La temporada americana siguiente 1909/10 con un repertorio y orquesta renovados se convierte en un éxito; memorable fue al parecer el Concierto Emperador de Beethoven con Ferruccio Busoni al piano. El verano siguiente se repitió la situación del anterior, en este caso Alma permaneció en el balneario de Tobelbad y fue allí donde conoció a Walter Gropius, un joven arquitecto alemán que acabaría por ser el fundador de la Bauhaus, y con el cual inicia un romance. Mahler incurso ya en la décima, descubre el affaire de Alma, esta se muestra arrepentida pero no corta su relación con Walter. Poco después tiene lugar el famoso encuentro en Leyden, al norte de La Haya, entre Mahler y Freud, ambos austríacos y judíos. De regreso a Toblach Mahler intenta recuperar el amor de Alma. Da la impresión de haberse producido un giro de ciento ochenta grados, el tiránico Mahler se ha convertido en un sumiso marido que disculpa la infidelidad de su esposa; y Alma por su parte es ahora quien impone su deseo.

Mahler. New York. 1909.
El 27 de enero de 1911 Mahler dirige su último concierto, es en el Carnegie Hall de Manhattan, en el programa una obra de Busoni. Mahler, con fiebre, al abandonar el podio cae inconsciente. Los médicos recomiendan su traslado a Europa. En el barco de regreso Mahler viaja con el propio Busoni y con Stefan Zweig que dejará constancia del encuentro. A mediados de abril llegan a Cherburgo, en el Instituto Pasteur el doctor Chantemesse grita “¡Mire, mire las colas! ¡Parecen algas!” Está hablando de los estreptococos. No hay salvación, aun faltan unos años para que Fleming descubra la penicilina. Mahler fallece el 18 de mayo de 1911, es enterrado en el cementerio de Grinzing y en su tumba lo único que aparece es “Mahler”.   

Concluyo, pese a que mis apuntes darían para algunas páginas más, con una decidida apuesta por extender la música de Mahler. Cualquier sinfonía es adecuada, tal vez la segunda, conocida como Resurrección. Nadie, absolutamente nadie, inicia una sinfonía como lo hace Mahler, desde el primer momento capta la atención del oyente, cual si se tratase de una novela de folletín. Y es que también el folletín forma parte de la música de Mahler. Cuentan que le dijo a Sibelius en su único encuentro: “la sinfonía debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo”. Ojalá que el misterio “terrible y dulce” de Mahler, como lo calificó Federico Sopena Ibáñez en sus Estudios sobre Mahler, (es curioso que este fantástico librito que en su día -1976-, publicó el Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia y que por ese motivo es de fácil acceso en las bibliotecas, digo que es muy llamativo que en el mismo y en ese año ya se mencione a José Luis Pérez de Arteaga y sus comentarios sobre Mahler. De nuevo la obsesión por Mahler), se instale en el interior de todos, porque es verdad lo que dice Lebrecht: Mahler te cambia la vida. O al menos te proporciona una forma nueva de contemplar el mundo: desde el púlpito del director, desde la butaca de espectador, desde el esfuerzo y el empeño por alcanzar lo que se quiere o simplemente desde el ewig (eternamente) con el que concluye su obra maestra La canción de la tierra.

Posdata. Es muy recomendable el documental que grabó Bernstein sobre Mahler con el título “The little drummer boy” en el que trata de probar la influencia que la condición de judío de Mahler tuvo en su música.