La
segunda parte y tercera salida de don Quijote consagra a Cide Hamete Benengeli
como el narrador de la historia. El cura y el barbero, también el lector, se
preguntan si don Quijote sigue, transcurrido algo más de un mes desde su vuelta
a casa, tan loco como antes. Lo encuentran vestido de rojo y verde, mal síntoma
que se confirma tras mentarle el señor cura la “cosa de caballerías”. Y después
de que el barbero relate el cuento del loco de Sevilla, don Quijote diserta con
elocuencia y buen parecer sobre las edades de oro de la caballería andante. A
pie juntillas puede don Quijote describir a los grandes caballeros, “que con
mis propios ojos vi a Amadis de Gaula”, si bien tratándose de gigantes, la
cuestión, pese a haberlos combatido en la primera parte, se vuelve más
problemática.
Sancho
porfía con la sobrina y el ama por entrar en la casa de don Quijote. Y llegando
las voces a sus oídos, despide al cura y al barbero, que se marchan seguros de
la locura del caballero, y hace entrar
en su aposento a Sancho. Don Quijote quiere saber de Sancho lo que el vulgo,
los hidalgos y los caballeros opinan de él y sus hazañas “sin añadir al bien ni
quitar al mal cosa alguna”, quiere “la verdad…, en su ser y figura propia”. La contestación de Sancho es una de las
múltiples piedras preciosas de la orfebrería cervantina que estalla en
pirotecnia inventiva un poco más adelante, cuando Cervantes otorgue a sus
personajes la doble nacionalidad de personajes de ficción y de historia. Al fondo
los personajes de ficción, los de la primera parte, y en primer plano los
reales, los de la segunda. Verídicos los unos, vivos los otros.
P. Gosse y A. Moetjens. Haia, 1744. Cuatro volúmenes con veintitrés láminas tomadas de los dibujos que Coypel hizo en 1723 y grabados en cobre en tamaño reducido hasta el octavo por Folkema y algunas por Fokke y Fanjé. Asensio, 87. |
Hasta
el mismo don Quijote duda de que las “nuevas de sí mismo puestas [estén] en
libro”, pues si “aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de
los enemigos” ¿cómo podía estarlo la tinta de sus hazañas? Lo achaca a
encantamientos y si primero tendrá por sabio, aunque moro, a su autor, luego lo
tachará de ignorante que la escribió “a tiento” por poner intercalada la novela
de El curioso impertinente. Pero la conversación se interrumpe al mencionar
Sansón Carrasco a Sancho, el olvido que
el autor puso en el empleo que aquel hizo de los cien escudos habidos en la
maleta de Sierra Morena. Un desmayo de estómago obliga al escudero a retirarse
ligero.
CAPÍTULO
CUARTO.-
Hecho
el receso del refrigerio regresa Sancho y en términos forenses da cuenta de las
circunstancias y ocasión en que le fue hurtado el rucio, resultando así que es
el personaje quien remedia los descuidos del autor. Y es que el autor de esta
segunda parte, formalmente Cide, se esconde tras un laberinto de sombras, hasta
el punto de dejar en suspenso si habrá o no segunda parte en el mismo momento
en que se está escribiendo. Los buenos augurios concitan a iniciar la tercera
salida. Tan animado parece el escudero como el señor y Sansón Carrasco, el
bachiller, da promesa de guardar silencio. De aquí a ocho días se fija la
salida. Estamos ante una salida llena de preparativos.
CAPÍTULO
QUINTO.-
Comparece
con parecer propio el traductor de la historia que considera haber razones para
entender apócrifo el capítulo. No hay duda de que Cervantes anda buscando la
complicidad del lector, pues es difícil resistirse a seguir leyendo aunque no
sea más que para comprobar si lleva o no razón el traductor. Los entonos de Sancho que quiere convertir a
su hija en condesa, le cuadran mal a Teresa Panza que no quiere sino un
matrimonio de igualdad.
Trata
el ama de disuadir a don Quijote de sus pretensiones y al mencionar aquella
entre a quienes piensa recurrir, al Rey, Cervantes responde “no querría yo que
cosas mías le [al Rey] diesen pesadumbre”, es posible advertir un cierto sesgo
irónico en la afirmación, dado el poco caso que Felipe II prestó al
complutense. La sobrina (erasmista ella, según Bataillon), la emprende contra
las mentiras contenidas en los libros de caballería y ante semejante “blasfemia”,
don Quijote se encoleriza. No hay remedio ante “lo que los cielos quieren, la
fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea”.
CAPÍTULO
SÉPTIMO.-
Como
gran comedor de huevos se nos revela don Quijote, que así se lo expone el ama
al bachiller Sansón Carrasco antes de pedir su ayuda para malograr las intenciones
de su señor. Queda un último escollo que salvar: Sancho no quiere servir a
mercedes, que prefiere “salario conocido”, don Quijote niega el petitum por
falta de antecedes en la literatura caballeresca. Sansón Carrasco se ofrece por
escudero –con aparente traición a la ayuda que prometió prestar-, lo que hace a
Sancho recoger velas y acepta mención en testamento y codicilo “que no se pueda
revolcar”. Salen al anochecer, Sansón
les acompaña media legua, en dirección al Toboso.
CAPÍTULO
OCTAVO.-
Y
Cide Hamete pide que nos olvidemos de las pasadas caballerías “y pongamos los
ojos en las que están por venir”. Probablemente estemos ante uno de los mejores
ejemplos de ese narrador plural que utiliza Cervantes y así: el cristiano que
compra la historia narrada por Cide Hamete se pone de manifiesto, pero
inmediatamente que prosigue la historia aparece ese “yo” con “no sé si” que no
parece el mismo de la primera parte, recuérdese el “no quiero acordarme”; una
primera persona que no quiere, que no sabe, pero que recoge lo que otros
“oyeron”. Este narrador nos sigue asombrando y desorientando. Da la impresión
de que este Sancho nuevo de la segunda parte, algo malicioso y bellaco como él
mismo se define, prepara el encantamiento de Dulcinea que recorrerá toda la novela.
Discretean señor y escudero sobre la buena fama, la santidad de los frailes y
la andante caballería durante los dos días tardan en llegar al Toboso.
CAPÍTULO
NOVENO.-
Ruidos
de animales, de bestias, reciben a nuestra pareja en la media noche del Toboso.
Sancho sigue empeñado en bajar a Dulcinea del pedestal quijotil hasta que
termina por irritar a don Quijote. A la sandez de buscar palacios en rincones
de callejuelas, se replica con enamoramiento “de oídas” y así en el claroscuro
de la noche castellana un criado de labrador rico no sabe dar razón de tal
principal señora y el anuncio del alba logra sacar a don Quijote del pueblo
para que sea el mentiroso de Sancho quien regrese a buscar, más despacio, a su
señora perdida. Por cierto es este capítulo donde se encuentra la famosa frase:
“Con la iglesia hemos dado [no topado], Sancho”, con una casi segura ausencia
de intenciones anticlericales, aunque lo importante no es esto, como advierte
Casalduero, sino el hecho de que el pueblo se sirviera de ella para expresar un
sentimiento latente. La frase es de Cervantes, la intencionalidad del
sentimiento arraigado en la gente.
Estamos
ante un capítulo importante. Como acertadamente apunta Casalduero, tanto Sancho
como don Quijote adoptan posturas literarias, el primero con un monólogo y el
segundo oculto en la floresta “descansando sobre los estribos”. Y es entonces
cuando Sancho le pone a su amo los molinos delante diciéndole que son gigantes
y don Quijote se queja que no ve princesa alguna (Dulcinea), sino “a tres
labradoras sobre tres borricos”. Contrahecha la hermosura de Dulcinea por el
engaño de Sancho, don Quijote no sabe si el encantamiento lo es de sus ojos o
de la figura de su señora. “Delicadamente engañado”, don Quijote conserva una última
esperanza que alivie el “olor de ajos crudos”, Sancho lo sabe y le ofrece a su
señor una “silla a la jineta…, que vale la mitad de un reino”. Alguien que
monta sobre semejante silla no puede ser una campesina.
CAPÍTULO
UNDÉCIMO.-
Tanto
ha cambiado todo en esta segunda parte, que vemos a don Quijote con esa
tristeza triste que convierte a los hombres en bestias. Mas no hay mejor
desquite que la burla y el caballero de la triste figura la dirige contra
Sancho, pero también contra sí mismo, cuando reprende a aquel por haber
colocado las perlas en los ojos de Dulcinea, “que los ojos que parecen de
perlas antes son de besugo que de dama”. En este discurrir sobre si Dulcinea está solo
encantada a los ojos de don Quijote, aparece en el camino la carreta-escenario
de los faranduleros conducida por el diablo con el que viajan la muerte,
Cupìdo, un emperador y otros actores. Barca de Carón le parece a don Quijote, Las cortes de la muerte dicen ser y
venir de representar el auto en un pueblo cercano por ser la octava del Corpus.
¿Qué no hubiera hecho don Quijote con semejante aparición en la primera parte?
Ahora no alcanza sino a preguntarse por apariencias y desengaños.
Que
Sancho se va “haciendo menos simple y más discreto” nos resulta tan evidente
como al propio don Quijote, pero Cervantes cree necesario matizar esta nueva
pericia de su personaje. Aclaraciones cervantinas que se repetirán con
insistencia en esta segunda parte, quizás la razón esté en cierta necesidad de
poner orden en la desorientadora realidad que ha construido hasta ese momento.
Obsérvese que si en 1605 la secuencia era: molinos-Sancho, gigantes-don
Quijote, en 1615: Dulcinea-Sancho, campesina-don Quijote, la paradoja es
manifiesta. Volviendo a la matización cervantina de Sancho, el lector no sabe
de qué admirarse más si de la burlona ironía del Sancho discreto que desaliña
al rucio o de la elegancia del refranero. El capítulo termina con el encuentro
de don Quijote con el Caballero del Bosque.
CAPÍTULO
DECIMOTERCIO.-
La
curiosidad le lleva a uno a preguntarse a quién atribuir la aclaración de que
“la historia cuenta primero…”, si al traductor, al cristiano o al misterioso yo
cervantino. Construida esta segunda parte a base de diálogos, opta Cervantes
por separar a caballeros y escuderos. Como bien señala Eduardo Urbina el
diálogo de los escuderos no era posible después del combate de los caballeros y
debía por tanto ir primero. Escuderilmente y acompañados por un bota de vino de
Ciudad Real y “una empanada [de conejo albar] de media vara”, departen Sancho y
el escudero del Caballero del Bosque acerca de fatigas y mercedes, de las
borracherías de sus amos y de volver a casa, que en el fondo de eso se trata,
porque en realidad el escudero con el que se entiende Sancho es su vecino Tomé
Cecial, su vecino, y el Caballero del Bosque no es otro que el bachiller Sansón
Carrasco. El disfraz y la noche impiden el reconocimiento.
CAPÍTULOS
DECIMOCUARTO Y DECIMO QUINTO.-
La
respuesta que don Quijote da al desafío del Caballero del Bosque no puede ser
más coherente en atención a lo visto y oído. Que si un encantador ha tornado a
Dulcinea campesina vulgar, igual puede haber “tomado su figura [la de don
Quijote] para dejarse vencer” por el Caballero del Bosque y todo no más que
“por defraudarle de la fama”. A su defensa tendrá que aplicarse en lo sucesivo.
Tras uno de esos amaneceres cervantinos que parece pintados con la paleta de
Bocaccio, lo primero que vemos con Sancho es la descomunal nariz del escudero
Tomé Cecial y a continuación la prestancia del ya transmutado en Caballero de
los Espejos. Hay antes del lance una jugosa conversación entre los
contendientes acerca de sus identidades ocultas y manifiestas, lo que obliga a
don Quijote a decir el más que juicioso: “no soy yo el vencido don Quijote que
pensáis”. Tal vez las desaforadas narices, luego sabemos que postizas, de Tomé
tuvieron algo que ver en el desenlace porque tanto espantaron hasta al mismo
Rocinante que “sola esta vez se conoció haber corrido algo” lo que dio la
victoria a don Quijote. El caballero vencido muestra por encantamiento el
aspecto de Sansón Carrasco y de esta guisa reconoce cuanto don Quijote dispone,
tanto no ser quien es y sí quien finge ser, como buscar a quien encantada está
y no presenta el aspecto de quien es [Dulcinea]. Tanto son las apariencia y
engaños que Cervantes se cree obligado a hace capítulo aparte donde aclarar el
bureo entre el cura y el barbero con el bachiller para engañar a don Quijote y
hacerle retornar a la aldea. Vencido Sansón Carrasco, todos sus deseos se
tornar en venganza.
CAPÍTULO
DECIMOSEXTO.-
“Todo
es artificio y traza de los malignos magos que me persiguen”. Y cuán cargado de
verdad está el de la Mancha, pues ¿no le tornar campesina a la sin par Dulcinea
y Sansón Carrasco al vencido Caballero de los Espejos? No hay mejor razón
poética que la Cervantes y si alguien lo duda que lea la forma en que don
Quijote se presenta al Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que no
sabe de qué admirarse más si de haberse tropezado con un caballero andante o de
que anden “historias impresas de verdaderas caballerías”. Y no menos se
sorprendió de oír en boca de aquel que tenía por mentecato, el esplendoroso
discurso sobre la ciencia poética.
Pero
es tiempo de que las digresiones cesen y una nueva aventura acaezca: la de los
leones. La clave de la interpretación del episodio quizás esté en el
antecedente de los requesones que Sancho introduce en la celada de su amo y que
aquel para justificarse achaca, de nuevo, a los encantadores. El arrojo de don
Quijote al ordenar al leonero abrir la puerta de la jaula del león, será
temeridad y locura para don Diego de Miranda, valerosa hazaña para el leonero y
aventura de desencantamiento para su protagonista, porque no hay “encantos que
valgan contra la verdadera valentía”.
CAPÍTULO
DECIMOCTAVO.-
Las
“frías digresiones” no parecen ser del gusto del traductor que tomando a la
verdad como base de la novela estima pertinente despintarle al bueno de Cide,
“todas las circunstancias de la casa de don Diego”. La prudencia, al fin y al
cabo virtud cardinal, y, al mismo tiempo, cierta necesidad de grandeza,
inspiran a don Quijote la más certeza descripción del caballero andante: “Ha de
ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras,
valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los
menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida
el defenderla”. Y la no menos atinada de su sociedad coetánea: “Pero triunfan
ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el
regalo”. Interesante parece destacar que no le interesa “el perdigón manso” de
don Diego, de cuya casa tranquila y silenciosa, parte el héroe melancólico y
que la santidad que Sancho reconoce en el del Verde Gabán parece más por lo
burgués de la alforja que por el recogimiento interior.
Poco
después de haber partido desde la casa de don Diego, encuentran nuestros
protagonistas nueva compañía. Es entonces cuando don Quijote se da a conocer
con su nuevo apelativo: “El Caballero de los Leones”. De boca de dos
estudiantes conoce don Quijote la proximidad de la boda de Quiteria “la
hermosa” y Camacho “el rico”. Al enlace se opone un zagal, vecino de Quiteria,
llamado Basilio. Cervantes prepara el camino: Sancho toma partido por la
naturaleza, don Quijote, por la ley, los estudiantes riñen.
CAPÍTULO
VIGÉSIMO.-
Amanecer
cervantino. Duerme el criado, vela el señor. Tufo de torreznos asados. A través
del enramado, un festín de paraíso se abre a los ojos de Sancho que si la boda
era de aparato rústico, el banquete “podía sustentar a un ejército”. Bailes con
paradas o danzas con representaciones preceden a las digresiones de nuestros
protagonistas sobre la vida y la muerte.
Es la linda edición, en palabras de Asensio, que los serñores Salvatella hicieron para la Bibilioteca Amena e Instructiva en Barcelona en 1881. Consta de dos volúmenes en octavo. |
CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO.-
Comparecen
los novios, Quiteria y Camacho, pero también Basilio quien reprochando a
Quiteria se ingratitud se suicida en su presencia, solicitando que en sus
últimos instante le sea concedida la mano de su amada. Se trata de un engaño, pues
Basilio finge la muerte por la propia mano, para ganar el favor de los
concurrentes a la satisfacción de su postrero deseo: el matrimonio in artículo
mortis con Quiteria. Descubierta la estrategia, don Quijote media entre ambos
bandos, el de Basilio, el fingidor, y Camacho, el engañado, argumentando que en
el amor como en la guerra, toda estrategia es buena si a la victoria conduce.
Sancho es quien parte derrotado, pues que al tomar partido don Quijote por la
causa de Basilio, se ve obligado a dejar atrás las amadas ollas de Camacho.
CAPÍTULO
VIGÉSIMO SEGUNDO.-
Los
consejos que don Quijote da a Basilio provocan los murmullos de Sancho y así
llegamos a saber de los celos de Teresa Panza por más que nos cueste
imaginárnosla en semejante actitud. Un primo de uno de los riñosos estudiantes,
será quien acompañe a don Quijote y Sancho hasta la entrada de la cueva de
Montesinos. El acompañante es de profesión humanista, de formación libresca y
adorador de todo saber huero. Antes de descender a la sima, cual “frasco…, en
pozo”, hace don Quijote provisión de soga y las naturales encomiendas a Dios y
a la sin par Dulcinea. Este despeñarse en el abismo de la sima nos recuerda las
peñas de Sierra Morena, penitencias de amor.
El
venerable Montesinos, su primo el valiente Durandarte, las hijas y sobrinas de
la dueña Ruidera, la mismísima Belerma portante del corazón de su amado
Durandarte y hasta Guadiana, su escudero, todos encantados por Merlín dentro de
un palacio de cristal. Una hora estuvo abajo colgado de la soga don Quijote,
aunque a su parecer tres veces amaneció y anocheció. Esta abstracción del
espacio y del tiempo, aproxima a los personajes a un dilema intemporal: la
endeblez de la verdad. Sancho cree que lo que cuenta su amo le ha sido encajado
“en el magín o la memoria” por el encantador (Merlín). Cervantes decide entonces
subir la apuesta pues don Quijote afirma haber identificado a Dulcinea
encantada por los ropajes y la compañía, tal y como en su día se la mostró
Sancho, esto es transformada en campesina. Pero lo más sorprendente es que
Sancho a pesar de clamar al cielo por la locura de su amo, termina por dudar y
se pregunta si no habrá encantadores y encantamientos tan poderosos para trocar
el juicio de su señor, sin advertir que siendo él mismo el encantador de
Dulcinea también lo es de don Quijote.
CAPÍTULO
VIGÉSIMO CUARTO.-
No
conviene olvidar que el episodio de la cueva de Montesinos es apócrifo, tal y
como nos recuerda el inicio de este capítulo, lo que sitúa a la novela en la
más precaria de las situaciones, en la medida en que entrega al lector no ya la
fijación de la diferencia entre poesía e historia, sino la perspectiva misma de
recorrer las plurales interpretaciones que unen, y a la vez separan, ficción y
verdad. Duda con buena razón don Quijote, recuperado de su paso subterráneo (de
la locura a la cordura), de que la sarta de majaderías que se le ocurren al
estudiante pueda hallar impresor, lo que aprovecha Cervantes para dejar
constancia, naturalmente que velada, a la generosidad de condes y tacañería de
duques. También en el exterior de la cueva hay mucho movimiento: un hombre
cargado de lanzas y albardas que pasa por prisas, una sotaermitaño que no
ofrece más que agua, un paje andante, galán que no llega a los veinte, camino
de la guerra y una venta, que no castillo, donde terminan por reunirse todos.