Veintiún años cumple Pla cuando
inicia el dietario que acabará por convertirse en El cuaderno gris. La gripe fuerza el cierre de la facultad y Pla aplaza
su “pesada carrera de abogado”. Los Pla son de Llofriu y los Vilar, el segundo
apellido paterno, de Mont-ras. En la familia materna, los Casadevall i Llac, son
indianos y anarquistas. Un pozo separa el huerto de los Pla del jardín de su vecina, la señorita
Enriqueta Ramón: innumerables debieron ser las veces que el pequeño Pla atravesó
el abismo del pozo pasando de los brazos de una a los de la otra.
Entre Santa Margarita y Santa
Rosa, la familia abandonaba Palafrugell y se marchaba a Calella de veraneo, a
esperar que los chaparrones de septiembre hicieran posible el botón atravesara
el ojal. La tertulia ampurdanesa no era como la de Barcelona. En aquella los
temas se trataban a fondo y como el que salió fue el de la justicia, Joseph
Bofill redujo un mundo justo a mujeres feas y hombres estúpidos. Cabe suponer
que la razón de tan drástica medida estuviera en que a las mujeres feas todos
los hombres les parecen inteligentes y a los hombres estúpidos cualquier mujer
les parece bonita. Después de la tertulia, el señor Jordi, conocido por Quica, que
es confitero fino, hace un paquete con un surtido de golosinas y se va a pasar
el rato a una de las casas de señoritas. A Gori, que es como todo el mundo
conoce al señor Bofill, la literatura que practica el joven Pla le parece una
indigesta obviedad. El problema es que a
Gori la literatura que le gusta es la del domingo por la tarde y no la de
diario, que es la que practica Pla. Estamos en 1918 y todavía mucha gente lleva
“en el ojal de la solapa el botoncito con la inscripción: «No me hable usted de
la guerra» “.
Hay tres cosas con las que Pla no
comulga: el aire gastado de las iglesias, la orejona hipocresía y la mística de
Verdaguer. Duda con la gente de Palamós, “que no parece sino que trabaja para
tener hambre, tiene hambre para poder comer, come para hacer el amor
reposadamente a su mujer y hace el amor para tener limpia la cabeza y las
entrañas”. Por mucho que el hombre se esfuerce en adornar el color del fondo de
las estampitas, la vida es otra cosa y como una cometa, Pla la echa a volar.
Sin ir más lejos, la historia de Gervasi que supo adaptarse a los nuevos
tiempos y cambió la taberna por un caracol de mar con el que señalar la salida
del sol, el mediodía y la llegada de la noche. Colgó la escopeta y afincó los
fogones. Trabajó la viña y las vinagretas. No era Gervasi público para
contemplar de pie más tragedia que la propia.
El 20 de julio es Santa
Margarida, la fiesta mayor de Palafrugell. A Gori, que se define como hombre de
la vida cotidiana, no le gusta la fiesta propia, es más partidario de ir a
molestar que de ser molestado. De pronto, entre el fragor de jolgorio festival,
se difunde un rumor: don Francisco, médico de iguala y famoso por su ojo
clínico, pone cuarto de baño en casa. Algo así como el puñetazo que la guerra
que termina propina en la mesa llena de granos de maíz donde los burgueses entretienen
el tiempo repetitivo, teatral y un poco cómico con una larga partida de
tresillo.
Pla es un morador de espacios
respetables y lo mismo descansa en aquellos que abren su ventana a jardines en
los que la soledad es un hecho biológico sagrado, que despierta en habitaciones
que dan al zaguán donde se detienen los que a cobrar llegan. Lo que nos lleva a
leer una conclusión sorprendente: que el único acto importante la vida es el de
pagar y que la fórmula más agradable de la convivencia humana es la banalidad.
En la aparente calma de la mar pladiana se descubren veleros que luchan en medio
de la tormenta. Alegra, por tanto, encontrar un tópico de aquellos escolares de
1918: agujeros en las paredes de madera de las casetas de playa. Ahora
tendríamos otra opinión acerca de su comportamiento. El quehacer favorito del
señor Girbal, tratante de caballos, es devorar palomos. Rossend Girbal,
conocido en el país por Jan y en el Rosellón por Marxant Gros. Sobre su chaleco
de fantasía sobrepone el pico blanco de una servilleta y armado con una
dentadura “luminosa y pujante” (¡qué forma de adjetivar!) mastica hasta los
huesos de la cabecita del palomo.
Para Pla la fragmentación de todo
lo humano no deja espacio para la sinceridad ni, por tanto, para la intimidad. Pero
sentimental como es, no se resiste Pla a evocar los domingos gerundenses de su
primera adolescencia, los de la tía Lluïsa, llenos de “ilusiones fallidas y
[de] caprichos colgados del aire”, los andarines cuando era su padre quien le
buscaba en el colegio donde estaba interno o los de morosidad útil que
practicaba la abuela Marieta. Hay algo de verdad en el reto que el jugador con
su envite le lanza a las humillaciones de la vida. En muy pocos órdenes humanos
se alcanza un tan alto grado de compromiso: quien gana se aleja para pedir
disculpas por su fortuna y quien pierde se acerca por compartir el regusto de
la desgracia.
El tren grande y el tren chico.
Gerona y La Bisbal. El ala del sombrero y los haces de pavesas. Unos del
mercado y otro del entierro. Es octubre de 1918. La gripe hace estragos. Dos
botes pescan calamares delante de Calella. Vino y caracoles. Tertulia y cine.
Schumann parece de dos dimensiones y Chopin de tres. Se lamenta Pla de que la
suya sea una época de máscaras, de calle, apariencias y cartón. No hay razón
para dudar de su impresión. El hambre de conocimiento que traga la definición y
caga la confusión. Algo así como una sonata de Beethoven interpretada por un
pianista borracho. Cama caliente, lluvia lenta y vaga, dan el viático a
Teresita Bordas, Roldós toca las suites inglesas de Bach en el piano del cine
vacío y frío. Acaba 1918.
En enero la reapertura de la
Universidad obliga a Pla a volver a Barcelona. La Rambla, los cafés del
Continental y del Suizo, el Palacio de la Música Catalana, el Ateneo, la casa
del Arcediano, sede del Colegio de Abogados… Tenemos la impresión de que Pla
frecuenta poco la Facultad. Poco después le llega a Pla la noticia de la muerte
del pianista Roldós y no hay en toda Barcelona nadie con quien compartir el
recuerdo del músico. Los domingos por la tarde Pla se recluye en la biblioteca
del Ateneo, pero ni siquiera allí se está seguro del corrosivo veneno
horterista de los domingos por la tarde.
Maestros pedantes y discípulos
anárquicos. Cocido todos los días y leche para los enfermos, aclara la abuela
Marieta como ejemplo del cambio de los tiempos.
Agitación generalizada. Huelga en
la Universidad. La epidemia se gripe se lleva al polémico Jaume Brossa. Como un
granuloso retrato anónimo y misterioso, nos describe Pla la bulliciosa calle de
San Pablo, escaparates con fuentes de alubias cocidas, y la más triste y pobre
calle de la Cadena donde niñas vestidas de campanillas llevan cántaros de agua.
Al día siguiente de esta entrada Pla se mete en la cama con gripe. Siente que
durante treinta y seis horas está a dos pasos de la muerte, pero el lamento más
agrio es el de poseer pocos libros y las treinta y ocho pesetas que cuestan las
obras de Flaubert. Ninguna protesta, advierte Pla, por la clase de Derecho Mercantil
dada en lengua catalana. El entierro del penalista Dorado Montero en Salamanca
fue civil, sin duda Pla puso su atención en este hecho por el emocionado
recuerdo que Cuello Calón le dedicó en la Universidad de Barcelona.
La situación económica de la
familia obliga a los Pla a desmantelar el piso de la calle Mallorca. Josep y
Pere se trasladan a la pensión de la calle Pelayo. Como en la pensión el
desorden es mayúsculo, Pla trata de paliarlo mezclando la imprecisión adjetival
de Balzac con el estilo cargante de Balmes.
Pla sabe ajustar los vientos como
un dios. El gregal levanta e hincha las olas, el marcero hace gemir las
amarras. El garbí tuerce todo lo que el mistral entereza. En verano alternan el
garbí y el gregal, africano el primero, sapiente y continuo el segundo que ha
pasado por Grecia e Italia.
Pla consigue entrar en la
tertulia del Ateneo. Allí conoce a Quim, el doctor Borralleres, cuya única
ocupación es presidir la Peña, nombre por el que la tertulia es conocida. Más
de doscientas personas se mueven a su alrededor y a la mayoría apenas si las
dedica una mirada, un gesto o una palabra. Los cafés de estudiantes como el Cal
Pau en la Gran Vía, en el Ensanche, o el Gravina en la calle del mismo nombre a
la sombra de Hospital Militar de la calle de Tallers, tenían la embriaguez
simultánea de billares y timbas. Otros, como los de la calle de Aribau, habían
sustituido los tapetes verdes de las mesas de juego por el aspecto oxigenado de
las tanguistas.
La época más feliz, o al menos la
que Pla recuerda más feliz, fue el año de estudio de Lógica Fundamental: un año
entero viviendo en un tiempo anterior a Galileo, a Newton, a Descartes. El
libro que mayor influencia causó en su ánimo fue el libro de recibos de la
Sociedad Deportiva Pompeya. La mayor inquietud, pasar por la calle Pelayo con
la memoria llena de una cosa llamada recurso de casación. El disgusto más
gordo, la ausencia de “señoras con ciertas posibilidades de ternura”.
A principios del verano de 1919,
Pla hace un rápido viaje a Palafrugell y regresa a Barcelona: ha de preparar
las últimas asignaturas que le convertirán en abogado, pero necesita algo de
dinero y, sobre todo, enderezar su vida hacia el destino deseado: la tarea de
escribir. Es entonces cuando aparece el verdadero rostro de Quim. El
aparentemente desocupado doctor Borralleres es, en realidad, uno de esos
hombres extraordinarios que construyen su interior con lo que los demás
desechan. Y la cosa queda resuelta: Pla comenzará como gacetillero. ¿Está usted
de acuerdo señor Pla? La pregunta viene al caso “le digo esto porque en este
país hay personas que piden una cosa y que, en seguida que la han obtenido,
ponen una cara como si les hubiesen engañado como a chinos”. No tiene,
naturalmente que no, objeción alguna que formular. El diario es “Las Noticias”.
Después “La Publicidad”.
Los domingos, el conocidísimo
señor Dalmau, el de las Galerías Dalmau de la calle de la Puertaferrisa, solía
acudir a la tertulia del Ateneo. Quim le interroga por la muy fuerte exposición
de la semana, la del cubista Joan Gris. Pero es tal la displicencia de este
hombre que nadie atina a saber la media docena de palabras que acaba de
articular. Ningún desaliento parece posible en el caso de las señoritas Quimera
y Pura, una de las cuales siempre está en el Carmen. Devoción parecida es la
que tiene Hermós por la pesca en general hasta el punto de marcar con el
anzuelo las cosas buenas de la vida. Muchas son para Pla las cosas buenas de la
vida: los primeros racimos de moscatel, las arboledas que el río Tordera deja a
su paso, el moño vertical de la señora Tuietes, el rumor del hilo de agua que
un grifo deja en una calurosa noche de verano, esa cierta hinchazón que
comparten la vanidad y el sentimiento religioso, el no saber la razón de las
muchas horas perdidas mirando el mar, la menguante linealidad del otoño…
El hombre pausado y la ondoyante vida: Pla, el escritor que se
mueve entre la curiosidad y el oficio.