Saca uno la impresión de que el
texto de Judt está construido yuxtaponiendo un cúmulo de ideas que no acaban de
desarrollarse. El lector espera que el autor vaya ordenando sus propuestas, y
aunque puntualmente lo consigue, lo cierto es que nunca llega el libro cobrar vida
autónoma. Pese a todo el libro es algo más que la propuesta de llevar la socialdemocracia a América.
La primera aproximación para
identificar aquello “que va mal”, la construye Judt sobre dos hechos: el afán
por “la búsqueda del beneficio material” (léase, dinero), que es el único
elemento colectivo que nos queda, y la desigualdad social. Aquella obsesión
puramente materialista y egoísta ha neutralizado todo debate, incluido el
ideológico. Como faltan ideales, ya nadie trabaja para cambiar el mundo sino
para conseguir dinero, la admiración se pone en la riqueza en lugar de en la
honestidad y consecuentemente la sociedad se ve obligada a soportar la pesada
carga de la corrupción. Paralelamente la desigualdad se torna corrosiva
porque es utilizada por todos para “normalizar” la situación, la actitud de
“cruzarse de brazos” es la que predomina en toda la escala social. El resultado
es una paulatina, pero insidiosa, perdida de la permeabilidad de las capas sociales:
el rico es cada vez más rico y el pobre depende más del Estado. Dos vectores
transversales parecen recorren las sociedades actuales: el que transita desde
la explotación a la injusticia y aquel otro que anuda la corrupción con el
privilegio. Y es el dogma del interés individual el que está detrás de todo.
Durante los años sesenta el
protagonismo correspondió al sector público, hasta el punto de que un
gasto alto se consideraba por las autoridades y expertos como buena política y
que se tildara de egoístas e insolidarios a quienes se atrevían a disentir. A
partir de los años noventa la situación revertió y dio paso a la consideración
de que el sector privado estaba en mejor disposición. El ulterior fracaso del sector
privado en la gestión de los servicios públicos, tal y como nos lo cuenta
Judt, pasa por alto un dato importante: que el Estado se dedicó a mirar hacia
otro lado, esto es, se desentendió de sus obligaciones. La situación fue más o
menos esta: el Estado se dijo si yo tengo que prestar el servicio de salud o de
ferrocarriles, pues una buena solución es encomendárselo a una sociedad privada
a cambio de una contraprestación y se acabó el problema. La empresa privada
aceptó la propuesta pensando que en todo caso el servicio público no era suyo y
si algo salía mal ya vendrá el Estado a rescatarlo. Sinceramente, no sabe uno
decir cuál de los dos fue más irresponsable. Pero sigamos. La entrega de los
servicios públicos a las empresas privadas supone “una contracción del espectro
público del Estado”. Cabe admitir como cierta esta afirmación, pero lo que no
está tan claro es que deba ser así. Al fin y al cabo lo privado también forma
parte de la ciudadanía. A Judt parece bastarle con dirigir los dardos contra la
hiena del sector privado y disculpar a la leona perezosa de lo público, para
sacar conclusiones un tanto precipitadas, del estilo “estamos abocados a no
entender por qué hemos de valorar más la ley que la fuerza”. Ni todo es “a
corto plazo” en lo privado, ni todo lo público está investido de “altruismo”.
Podemos estar de acuerdo en reivindicar lo público, pero no a costa de
demonizar lo privado, porque eso no es más que ir de un extremo del péndulo al
otro.
Lo que se ha llamado “déficit
democrático”, esto es, el progresivo desinterés de los ciudadanos por la
política, parte de una idea muy simple, de ahí probablemente su popularidad, se
dice: como ellos, los políticos, van a hacer lo que quieran (principalmente
atender sus propios asuntos), para qué me voy a molestar yo en ir a votar. Los
políticos “no transmiten ni convicción ni autoridad” y las alternativas son
pocas: “echar a esos sinvergüenzas o dejarles que sigan haciendo de las suyas”.
Pero echarlos no es tan fácil como parece y, en todo caso, vendrán otros. Y la
otra postura, la de dejarlos, parece inadmisible. Así pues el único camino que nos
queda es cambiar el sistema. “Sin idealismo –dice Judt-, la política se reduce
a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y
cosas”. Y esta verdad digamos que la soporta mejor la derecha que la izquierda.
Como casi siempre lo que ocurre es lo inesperado. Es aceradamente profundo Judt
cuando advierte el componente totalitario del estado del bienestar. La gran
masa “débil” que el Estado decide proteger, reacciona con dureza ante cualquier
mínima fluctuación que comprometa su blando colchón y dirige sus diatribas
contra los fuertes, ricos y privilegiados a los que acusa de insolidarios. La
reacción de estos no es difícil de prever.
La virtud que Judt anuncia para
aquel que se posicione frente a la opinión mayoritaria, lleva visos de
santidad. Como resulta que esa era precisamente la función de los intelectuales
y hoy en día es esta una especie que se ha extinguido y ha sido sustituida por
los tertulianos, a este mártir de la templanza que deberá soportar la burla y
la soledad, el menosprecio y la humillación, nada podemos ofrecerle. Y el caso
es que este héroe es más preciso que nunca. Tiene ante sí la difícil tarea de
desbloquear las vías convencionales del cambio que están obturadas por “un
reducto de enchufados, subordinados serviles y pelotas profesionales”. Echa de
menos Judt a las grandes figuras del liberalismo constitucional europeo, el
francés Léon Blum, el británico David Lloyd George... Por supuesto que no
menciona a los españoles, pero los tuvimos (Maura, Canalejas, Cambó…) Los
problemas que tuvieron que afrontar son muy distintos de los actuales. Ellos
sabían cosas que nosotros hemos olvidado. Sabían por ejemplo que en política el
dinero debe estar más cerca de la ética que de la utilidad. Para abrir la caja
del dinero de todos no debe bastar con la llave del deseo, ha de ser necesaria
la del bien común, lo que es tanto como la de la justicia. ¿Es justo este gasto
señor político mientras haya pobreza, desempleo, desigualdad? Seguramente no,
así que vuelva usted a meter ese dinero en la caja de todos. Es entonces cuando
nos damos cuenta de que el político está sonriendo, que sus ojos chisporrotean
de astucia, porque la caja de todos ha sido reemplazada por la caja de unos
pocos.
Era así, tal y como nos lo cuenta
Judt. Nadie pensó que la ortiga del nacionalismo fuera a invadir el bien
cuidado prado europeo. Pero la guerra estalló y duró cuatro décadas. Las
fronteras que se fijaron en 1945 han ido cambiando con la desaparición y el
nacimiento de nuevos estados. Ahora, la globalización trata de acabar con
ellos, con los nuevos y también con los viejos estados. Muchos piensan que los
estados han quedado para hacer política, fundamentalmente social se entiende,
porque para la economía ya están los órganos supraestatales y el mercado. Judt
considera que la superviviencia del Estado es esencial para preservar las
conquistas alcanzadas. Resulta llamativo que tal aspiración se haya convertido
en el objetivo de la izquierda aplicando la receta del orden, mientras que las
alternativas aportadas por la derecha sean notoriamente revolucionarias
(privatizaciones, flexibilidad de mercado laboral, “adelgazamiento” de
servicios públicos…)
Dos ideas rápidas de las
muchas que ofrece el texto: aunque el comunismo se ha marchado definitivamente
sigue resultando inquietante la sospecha de que el sentido de la libertad
política del capitalismo es hacer dinero; y que al mismo tiempo sigue en pie la
cuestión de cómo hemos de organizarnos en beneficio común.
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