viernes, 20 de junio de 2014

Guerra y paz. Libro segundo.


Denísov acompaña a Nikolái en su regreso a Moscú donde los suyos lo reciben con inmensa alegría. De la derrota nadie quiere saber nada. Al general Bagration lo agasajan como héroe. A otros los ignoran, como al príncipe Bolkonski, que no figura entre los muertos ni con los heridos, ni siquiera con los prisioneros. Dólojov y el conde Bezújov se baten, pero lo sorprendente no son las razones, tan escondidas como evidentes, sino el resultado en el campo de duelo y después en el seno familiar. Con un poder para administrar la mitad de sus fincas, Pierre consuma la separación de hecho con su mujer, la bella Elena. Una de esas noches de marzo en las que el invierno parece retornar, Tolstói nos pone delante el nudo de la vida: el nacimiento, la muerte y la resurrección: Andréi resucita padre y viudo. Otro que vuelve es Dólojov que, tras recuperarse de la herida del duelo, comienza a frecuentar la casa de Rostov. El rechazo de Sonia hacia Dólojov precipita la venganza que el tiempo guarda en el corazón de los hombres y Nikolái pierde cuarenta y mes mil rublos a las cartas con Dólojov.


Pierre abandona a su mujer en Moscú y parte hacia San Petersburgo. En el camino conoce a un masón que lo introduce en la logia y poco después es portador de cartas para los masones de Kiev y Odessa. Napoleón había derrotado a lo largo de 1806 a los prusianos en las batallas de  Auerstädt y Jena y aproxima el teatro de sus operaciones reformadoras a la frontera rusa. En febrero de 1807 la batalla de Preussich-Eylau fue tomada por cada una de las partes como acción victoriosa. El príncipe Bolskonski está ajeno a todo, recluido tras su viudez en la comarca de Boguchárovo, mantiene una vida austera que la visita de Pierre turba no solo con su presencia, sino especialmente por las ideas de ejemplaridad que trae consigo. Aunque todos saben ya de la carga negativa de la experiencia, solo el joven Rostov acierta a vislumbrar que la ejemplaridad es mucho más fácil en el vida militar que en la civil.

En un hospital donde el tifus y la locura revientan las heridas de los soldados rusos, el conde Rostov encuentra a su amigo Denisov a quien no una bala francesa, sino un consejo de guerra han conducido hasta allí. Mientras tanto los dos emperadores negocian en medio del río Niemen, a solas, sobre una barcaza. Estamos en julio de 1807 y el zar reconoce a Bonaparte como su homólogo, ambos firman el tratado de paz de Tilsit.  


A mediados de mayo de 1809 el príncipe Andréi se entrevista con el conde Rostov para tratar temas relacionados con ciertas posesiones. Allí, en Otrádnoie, la alegría de Natasha llama la atención del adusto Andréi, hasta el punto que convencerse de la conveniencia de permitirse cierta participación en la vida. Y en agosto está ya en San Petersburgo para ser recibido por el conde Arakchéiev, el ministro de la Guerra de Alejandro. Muy pronto la fría recepción del ministro es compensada con el favor de Speranski, la mano derecha del zar y Andréi se convierte en codificador de leyes. Casi paralelamente el tedio ha sustituido al entusiasmo en francmasón pecho de Pierre, lo que es aprovechado por Elena, su mujer, para alcanzar una interesada reunificación. A Pierre todo le da igual, se abandona a los remordimientos y la autocompasión. Es en la nochevieja de 1809 en le réveillon de un alto dignatario palaciego de San Petersburgo, cuando Natasha asiste por primera vez a un gran baile. Tiene ya dieciséis años, la misma edad que su madre cuando se casó. Allí están el príncipe Andréi, el conde Bezújov, su mujer, la bella Elena, el embajador francés y el holandés y, naturalmente, también el mismísimo emperador. La dicha de una joven que baila durante toda la noche, no pasa desapercibida para el príncipe Andréi. Si cabe, la alegría de la condesa Rostov hace más evidente la esterilidad del trabajo que Andréi desarrolla para la patria traduciendo al ruso los códigos franceses que nunca podrán ser aplicados en el imperio. Los encuentros se suceden y el amor surge entre un hombre maduro, pero aún joven, y una jovencita, casi un niña: Andréi y Natasha. Otra jovencita de ojos negros y dulce corazón, pero más pobre que una rata, esto es, Sonia, manifiesta de forma abierta su abnegado amor hacia Nikolái. Pero los Rostov están atravesando una mala situación y tal vez un buen matrimonio podría poner remedio a una economía cuyo estatus social le exige disponer de quince cocheros y cien caballos. El pleito no vislumbra acuerdo posible. Solamente Natasha podía firmar un armisticio: que la condesa madre no ofendiera a Sonia y que Nikolái prometiera no hacer nada sin consultar a sus padres. La sutileza de esa hábil negociadora que deja vivas las cosas mientras los contendientes se toman un respiro.

No menos difícil es la situación de Pierre, quien convertido en un hombre rico, marido de una mujer infiel y gentilhombre de cámara retirado, continúa pensando que su destino le llevará algún día a hacer algo grande por la humanidad y, sin embargo, le resulta imposible salir de este personalísimo estado, mezcla de autocompasión y estupor, en el que la realidad del mundo humano lo ha sumergido.


Todos han vuelto a Moscú, también el príncipe Nikolái Adréievich Bolkonski y su hija María. La senilidad del príncipe ha centuplicado su egoísmo y la pobre María sufre el aislamiento y al mismo tiempo, sin que haya en esto contradicción alguna, añora su soledad. No solo había desechado cualquier, por vana, esperanza de matrimonio, sino también las que son más imprescindibles, las de la amistad. Lo peor de todo, lo que más le torturaba, era el haber reconocido en su interior la misma cólera que habitaba en su padre. ¡Qué esfuerzos se veía oblada a hacer cada vez que trataba de enseñar a su sobrino Nikolenka el abecedario francés! ¿Cuánto arriesga Andréi al casarse con Natasha en contra de la voluntad del príncipe Bolkonski? Mucho, sin duda. María lo sabe bien. Y sin quiera reprochárselo ha comenzado a odiar a la adorable Natasha. Una de las mansiones más de moda y agradable de aquel invierno de 1811 era la de la riquísima y soltera Julie Karáguina, cuya dote abarcaba extensas fincas en Penza y Nizhni-Nóvgorod que bien valían una declaración de amor como la que forzado por las circunstancias se ve obligado a formular el joven Borís Drubetskói, otrora galante merodeador de los encantos de Natasha.

S
í, también los Rostov llegan a Moscú con la idea de vender su casa y tratar de hacerse recibir por el autoritario príncipe Bolkonski. Deciden alojarse en casa de la madrina de Natasha, la viuda María Dimítrievna que vive en la calle Stáraia Koniúshennaia. La dama rusa visitaba las iglesias y las cárceles y no soportaba las debilidades ni las pasiones. Su intercesión se adivina como necesaria para que la visita de Natasha a la casa de su futuro suegro tenga un feliz resultado. Sin embargo, el encuentro no pudo ser más desdichado: el príncipe no solo se negó a recibirles, sino que acabó por hacerle a Natasha objeto de su menosprecio y, así, la antipatía cruzo sus armas con la envidia. Tal vez porque el destino está siempre al acecho de las desilusiones humanas, al día siguiente en la ópera, Natasha conoce al joven y atractivo Anatole Kuraguin, el hermano de Elena Bezújov. El endiablado poder de seducción de Anatole vació el alma de la pobre Natasha hasta el punto de planear juntos la huida para tomar un imposible matrimonio secreto. La frustración deja a Natasha al borde del suicidio y como si fuera un alacrán con la cola hacia arriba, un cometa atraviesa el cielo de Moscú anunciando tal vez no tanto la inminencia de una guerra, como el cambio ontológico de una realidad que parece obedecer a la voluntad del individuo llamado Bonaparte.

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