viernes, 30 de octubre de 2015

El retrato de una dama. Henry James.


Todo americano sabe de esa pequeña eternidad inglesa que se extiende entre la hora del té y las ocho de la tarde y también que su respeto hacia semejante tradición se medirá por el escrupuloso cepillado de su traje negro. La señora Touchett regresa a Inglaterra acompañada de una desconocida sobrina lo que da motivo de conversación a su marido, que añade el título de banquero a su condición americana, al hijo de ambos, Ralph, y a Lord Warburton, caballero inglés de unos treinta y cinco años, propietario de la hermosa Lockleigh. Los americanos confunden el sigilo inglés con el rigor formalista y para desembarazarse de las reverencias de verja irrumpen en los jardines sin tan siquiera presentarse. Más o menos así fue la entrada de Isabel Archer (apellido que significa arquera que puede guardar relación con Atalanta y el feminismo) en Gardencourt, la mansión del señor Daniel Tracy Touchett, su tío. No se trata de un jardín cualquiera, pues su extensión, singularidad y situación, el Támesis lo cruza ceñido por cenicientos juncos, le convierte en uno de esos espacios donde todo se vuelve pequeño.

Aunque a Isabel le gustan los sitios donde han pasado cosas, la promesa de un viaje a Florencia neutraliza con presteza todo apego. Estamos aproximadamente en los primeros años de la década de los 70 del siglo XIX y es muy posible que al lector le sorprendiera la presencia de algo así como una corresponsal literaria de un periódico de Nueva York, la señoria Henrietta Stackpole, amiga de Isabel.

Es difícil definir a Isabel. Henry James lo emborrona todo de tal manera que resulta poco menos que incompresible. Podemos aventurarnos a decir que es algo así como una adolescente de nuestros días que regresara a casa después de una noche de botellón con el delantal lleno de rosas. Es decir, algo completamente desconcertante. Poco a poco esta imagen irá tomando un aspecto más familiar, hasta el punto de censurar el comportamiento, poco respetuoso, de su amiga Stackpole, la reportera americana con faldas, durante su visita a Gardencourt.


Isabel se ve atrapada entre dos propuestas de matrimonio, entre dos grandes fortunas, la aristocrática de lord Warburton y la industrial del pretendiente americano, Caspar Goodwood. Para rechazar al noble, no se le ocurre otra cosa a nuestro Henry James que trastornar a su personaje y mandarlo a Londres en compañía de la repelente señorita Stackpole. Ciertamente a James es más fácil leerlo entre líneas que siguiendo el texto, aun a riesgo de perder cierta finura en los matices que acompañan a los convulsos dilemas interiores de sus personajes femeninos.


Es Ralph quien centra el pensamiento del lector cuando se frota las manos ante la idea de sentarse a contemplar qué hará su prima con su vida después de haberse permitido el lujazo de rechazar a uno de los peces gordos de Inglaterra. En la época victoriana el pretendiente tenía derecho a convertirse en pesado y hasta de decidirse por el acoso, en cuyo caso la única habilidad posible de la mujer estaba en diferir el pago, es decir, en postergar la rendición de la plaza y esperar un golpe de fortuna en el ínterin. También tía Lydia contribuye a la educación sentimental de su sobrina invitando a Madame Merle, una de las mujeres más brillantes de Europa, a pasar unos días en Gardencourt. La socialmente experimentada Madame Merle, viaja hasta Florencia para visitar a su amiga, la ya viuda Touchett, pero antes se entrevista con el señor Gilbert Osmond a quien propone que contraiga matrimonio con Isabel. La ambiciosa anguila que, estamos seguros, se esconde en el interior de Madame Merle se cuaja aquí de una inquietante trama. Cabía esperar que Lydia Touchett después de que su sobrina rechazara a un par inglés, no considerara a un viudo de medio pelo partido apto para Isabel, pero mantenía cierta reserva, conocedora de que una mujer puede casarse con un hombre por la simple hermosura de sus opiniones. Y justamente eso es lo que sucedió: Isabel se casa con Osmod primero porque aquella es ya rica gracias a la muerte de su tío, segundo porque su marido es un astutísimo inútil y tercero porque ninguno de los dos ha ganado nunca un ochavo en su vida. Es decir, dos perfectos idiotas.


Las exquisitas buenas formas de un antiguo conocido de Isabel, el joven Ned Rosier, nos permiten comprobar algo más que las iniciales incompatibilidades caracteriológicas de los cónyuges y conocer por referencias sus, a lo que parece, ya abiertas desavenencias. Han transcurrido tres años desde la celebración del matrimonio y todos los jueves los Osmod reciben en los salones del romano Palazzo Roccanera. Allí Rosier se cruzará con un inglés de poblada barba clara que no es otro que el propietario de Lockleigh. La sorpresa corre a nuestro encuentro cuando conocemos del interés de lord Warburton por Pansy, la hija del señor Osmod. ¿Está realmente interesado lord Warburton por Pansy o se trata simplemente de un desesperado intento de permanecer cerca de Isabel?

La novela avanza despacio de la mano de unos personajes que parecen quedar atrapados en la órbita descrita por la infeliz relación del matrimonio Osmod. Ninguno de ellos sabe muy bien cuál es la razón que les fuerza a aproximarse a Isabel. Tampoco es muy aceptable el empeño de Isabel en sacrificarse por un credo de discutible importancia. Quizás lo más llamativo de todo sea el asombroso poder del señor Osmod, el esposo de Isabel, que sin pestañear hunde el hierro de la tortura psicológica en el derretido cerebro de su esposa.


En fin, una novela soberanamente aburrida.Y tal vez por eso de imprescindible lectura.

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