«Que te bendiga el Señor y te
proteja, que te muestre el Señor su cara y se
apiade de ti, que levante el Señor su cara sobre ti y te dé paz»
Un censo con los que salen de Egipto y otro con los que
están a punto de entrar en la tierra prometida. Números y desierto. Tal vez por
eso el texto hebreo titule el libro Bemidbar, en el desierto, porque lo que se
narra es la travesía del pueblo de Dios hasta alcanzar la tierra prometida.
Dios manda a Moisés, dos años después de la salida de
Egipto, que forme el censo por familias designando a un representante por cada
una de las doce tribus de Israel. Los descendientes de Rubén (46 500), los de
Simeón (59 300), Judá (74 600), Isácar (54 400), Zabulón (57 400), los de José
son la suma de los descendientes de sus dos hijos, Efraim (40 500) y Manassé
(30 200), Benjamín (35 400), Gad (45 650), Dan (62 700), Aser (41 500), Neftalí
(53 400). Pero a los levitas, a los hijos de Leví, no se les pasa revista al
mismo tiempo que a los demás, porque ellos son los que encargados de la tienda
del testimonio. Veintidós mil fue el recuento de los levitas. Es evidente: el
libro nada más empezar está lleno de números.
El pueblo anda harto de maná y echa de menos la comida de
Egipto. Moisés pide un alivio de su carga. Dios decide conceder aquello que se
le pide y da carne al pueblo durante un mes seguido hasta el hastío. La ira del
Señor cae luego sobre Mariam y Aarón por murmurar contra Moisés y solo la
intercesión de este logra calmar la cólera divina. Llega así el pueblo hasta el
desierto de Farán, próximo a la tierra de los khananeos y los espías enviados
por Moisés describen una tierra rica que “mana leche y miel” habitada por los
hijos de Enak (los gigantes). El pueblo acogió la noticia con inmensa
desesperación y fueron muchos los que pidieron regresar a Egipto. Naturalmente
que Dios torna a irritarse con gente tan falta de fe y el castigo es conocido:
cuarenta años de vagar por el desierto, lo que asegura un cambio generacional. Pero
la rebelión continúa. Kore, un levita, la encabeza. Dios abre las entrañas de
la tierra y extermina a catorce mil seiscientos. A fin de convencer a su pueblo
obra Dios el milagro de hacer brotar la
vara de Aarón como representante de la casa de Leví que, en razón de los
diezmos de los hijos de Israel que Dios asigna a los levitas, no tomarán parte
en la herencia.
Tras la muerte de Aarón se inician los primero combates por
desalojar de la tierra prometida a sus actuales ocupantes y como el pueblo
continua murmurando y quejándose, el Señor manda el castigo de las serpientes
asesinas, cuyo punto y final viene con la construcción de algo así como un
ídolo. Retornada la confianza pueblo-Dios, Israel conquista las ciudades de los
amorreos y se sitúa frente a Moab, cuyo rey, Balak, manda a buscar al gran mago
y adivino de la época, Balaam, para que le ayude a expulsar a los invasores.
Dios le niega el permiso, para concedérselo después y arrepentirse a
continuación. Un Dios contradictorio que envía a un ángel para que confunda al
pobre Balaam que termina hablando con la burra que monta. Poco después, cuando
el díscolo pueblo de Israel, se entregó a la lujuria con las moabitas (se cita
a Beelfegor, un demonio que toma a la lujuria, la pereza y la discordia como
sus más fieles acompañantes), de nuevo el castigo divino cae como el rayo y se
lleva a veinticuatro mil. No es de extrañar que Dios, después de tantas
muertes, pidiera un nuevo censo. Entre los seiscientos un mil setecientos
treinta resultantes (mil ochocientos veinte menos que los que salieron de
Egipto), excluidos los levitas, se repartirá por lotes la tierra prometida. Solo
dos vivieron los dos recuentos además de Moisés, uno de ellos, Iesoús (Josué),
fue bendecido por Dios y Moisés le invistió del sacerdocio. Los límites de la
tierra prometida son confusos para nosotros, pero parecen estar a ambos lados
del Jordán.
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