«Mucho interviene el
azar en todo esto y con frecuencia un segundo azar, el de nuestra muerte, no
nos permite esperar por mucho tiempo los favores del primero».
Primera parte. Combray
Poco a poco el sueño se disipaba.
Todas las alcobas donde alguna vez había dormido se intentan recordar como si
fuera ovejitas. La casa de los abuelos en Combray. La casa de la señora de
Saint-Loup en Tansonville. La lenta, pero eficaz costumbre que hace habitable
una casa a la que el señor Swann con sus visitas regulares contribuía al jardín
de Combray. El niño narrador, que recoge
los más leves detalles de las cosas o palabras que se mueven a su alrededor,
diluye el tiempo alrededor del rostro de su madre seleccionando como un
retratista el lugar donde desea depositar el beso de buenas noches, antes de
subir por la detestada escalera que le conduce al insomnio. Fue la propia falta
de principios del padre, lo que salvo al niño narrador de un castigo mayor,
pues cuanto más ausentes están aquellos más fácilmente se transige. Tal vez,
¿un niño sobreprotegido al que le gusta la cama?
Justamente antes de acabar el
capítulo primero, se encuentra el famosísimo episodio de la magdalena
impregnada de té que tanto nos compromete en el acontecer enigmático de la
memoria propia. ¿Cómo es posible que el pasado brote de repente desde el fondo
de una taza de té? Y, sin embargo, así es: desde el cuarto de tía Léonie hasta
los nenúfares del Vivonne. “Ciudad y jardines de mi taza de té”. De las visitas
a la tía Léonie quedan en la memoria más cosas además del té con la magdalena:
un desorden de recetas y misales, una cómoda amarilla de madera de limonero,
una botella de Vichy…
Al campanario de Combray, visto
desde las tristes calles de detrás de la iglesia, le atribuye el narrador un
recuerdo tan importante que encierra dentro de sí una parte importante de su
vida. A las cinco, cuando íbamos a por el correo, más tarde desde el camino de
la estación o desde la ribera del Vivonne, a él había que volver siempre.
Al señor Legrandin, su profesión
científica, la ingeniería, lo retiene en París durante toda la semana. Alto, de
buen porte, bigote rubio y ojos azulines, el señor Legrandin, poseía una
cultura muy notable, quizá demasiado académica y libresca, en la que se echaba
de menos un poquito de la informalidad de que sí poseían sus flotantes corbatas
y sus colegiales chaquetas.
La tía Léonie asegura que su
pobre estómago necesita catorce horas para asimilar dos simples sorbos de
Vichy. Aunque, en realidad, la tía Léonie solo pretendía tres cosas: la primera
que la gente aprobara su aislado régimen de vida, después que la compadecieran
por sus padecimientos y, por último, lo más importante, que la tranquilizaran.
El tío Adolphe, que es hermano
del abuelo del narrador, se había retirado con el grado de comandante y ya no
visitaba Combray a causa de cierto incidente.
La decepción es fruto de ese
intento de encontrar en las cosas el reflejo que nuestra alma ha proyectado
sobre ellas, y, naturalmente, no encontrarlo. La razón está, según nos explica
nuestro joven narrador, en que el encanto viene dado en función “de la vecindad
de ciertas ideas” que no pueden ser transpuestas a la realidad desde nuestro
pensamiento.
Para el señor Swann, la opinión
no está más que en la meticulosidad de los detalles de una información precisa.
Si partimos de las jerarquías sociales, en las que los Swann parecen ocupar un
alto puesto, nuestro joven narrador, ávido lector del gran escritor Bergotte,
nos conduce a través de catedrales de tiempo hasta los pies de la señorita
Swann a la que induce a enamorarse de alguien uniformado. Al menos así será,
mientras él lea en el jardín, incluso los domingos.
El agua de Vichy de tía Léonie se
revela en el temor de que la nube negra
suspendida detrás de la iglesia eche a perder el vestido de la señora Goupil.
La tía Léonie era rica y generosa. Tan rica como los demás ricos de Cambray, la
señora Sazerat, el señor Swann, el señor Legrandin y la señora Goupil. Con
“desdén afectado y ternura profunda” miraba la tía Léonie su rutina. Los
sábados, como Françoise tenía que ir al
mercado de Roussainville-le-Pin, el almuerzo se adelantaba una hora. La
rutina de los sábados.
El señor Vinteuil había sido el
profesor de piano de las hermanas de la abuela del joven narrador. Tiene una
hija un poco marimacho con pecas en las mejillas. Viven en Montjouvain, que más
parece nombre de casa propio, que barrio, pueblo o ciudad. A la vuelta de misa,
después de despedir al señor Vinteuil y su hija que hacen el trayecto en buggy,
la magia de un rodeo por caminos desconocidos que conducen directamente a la
puerta trasera del jardín de la casa. Tan muerto de sueño y cansancio que “el
olor de los tilos, que embalsamaba, me parecía una recompensa solo alcanzable
al precio de las mayores fatigas y no valía la pena”.
No, no, el señor Legrandin no
está enfadado, tan solo distraído. Tal lo prueba el inmediato encuentro en el
Pont-Vieux, donde hasta recitó versos de colores, cielos y bosques. El narrador
cena con el señor Legrandin bajo una luz nocturna muy romántica y le niega que
conozca de nada a las señoras del castillo de Germantes. En realidad, el señor
Legrandin es un esnob. La señora de Cambremer es la hermana del señor Legrandi
y vive en Balbec. Pero esta ciudad, en opinión del señor Legrandi, no es
recomendable antes de los cincuenta años.
Había dos partes, dos caminos o
paseos, la parte de Méséglise-la-Vincuse, también llamada la de Swann, y la
parte de Guermantes. Cada tarde encontraba su tiempo en la parte que le
correspondía. Si se salía por la puerta que daba a la Rue du Saint-Esprit era
tarde en la que se bordeaba el parte del señor Swann. En uno de esos paseos, al
atravesar el jardín de Tansonville el narrador se tropezó con Gilberte, la hija
de Swann. Inmediatamente se enamoró de aquella niña pelirroja, salpicada de
pecas que sostenía una laya entre las manos.
En Montjouvain, también por la
parte de Méséglise, una casa situado al borde de una gran charca, vive el señor
Vinteuil. La gente comenta que la hija del señor Vinteuil ha traído a una amiga
mayor para hacer con ella música. Si
la lluvia hacía acto de presencia, la iglesia de Saint André des Champs o el
bosque de Roussainville servían de refugio.
Si el tiempo estable lo permitía,
la noche anterior se dejaba dispuesta la salida del día siguiente por la Rue
des Perchamps. El mayor encanto de la parte de Guermantes era que se caminaba
siguiendo la ribera del río Vivonne. En este recorrido el amor fue a parar,
naturalmente, a la duquesa de Guermantes, aunque por razones contrarias a las
tomadas en cuenta en el caos de la hija de Swann.
«Iba contando el
tiempo, añadía algunos segundos a todos los minutos para no quedarse demasiado
corto…»
Segunda parte. Un amor de Swann
El círculo de los Verdurin estaba
compuesto por la señora de Crécy, Odette para la señora Vedurin, el joven
doctor Cottard, el pintor Biche, la tía del pianista, el señor Saniette… El
traje negro estaba prohibido. El señor Swann, que había llegado a esa edad en
la que es preciso tirar de la memoria para que el amor evolucione, entra en el
ambiente de los Verdurin de la mano de Odette de Crécy. Perdida en el interior
de una arquitectura de perendengues, la nueva amante del señor Swann se lamenta
de no conocer la pintura de Vermeer y dice querer ser iniciada.
La sonata para piano y violín de
Vinteuil nada dice al doctor Cottard y su esposa que no escuchan más que notas
azarosas, un ruido ininteligible. Justo lo contrario de lo que le ocurre a
Swann, para quien su audición supone el hallazgo de algo muy buscado, en
especial una frase, una melodía que quedara unida a la presencia de Odette. Como
en realidad aquel fraseo musical es de imposible transcripción literaria, se le
ocurre al bueno de Proust recurrir a un pintor: Pieter De Hooch. No me resiste
a transcribir la certera descripción de su pintura: “a los que da profundidad
el estrecho marco de una puerta entreabierta a lo lejos y de color distinto,
con el tono aterciopelado de una luz interpuesta”. Hay un Vinteuil que además
es profesor de piano, pero Swann descarta que tenga nada que ver con la sonata.
El señor Swann descubre sin
pretenderlo que tiene amistad con el Presidente de la República, el señor
Grévy. Busca parecidos entre los rostros pintados en los cuadros de los más
grandes artistas de todas las épocas, y sus aburridos contemporáneos. Y así, a
Odette la identifica con la Séfora de Botticelli. Merecería la pena que alguien
pusiera sobre un lienzo las ventanas iluminadas con los postigos abiertos de
los Verdurin y el rostro ausente de Odette-Séfora en su interior.
Aquel que se ha ganado el respeto
de sus semejantes antes por su bondad
que por sus ideas, sabe que la única forma de empezar a hacer realidad los
sueños del otro es no contrariándole. Naturalmente que eso no siempre es posible.
Los Verdurin han comenzado a indignarse frente a lo que a ellos les parecen las
reservas del señor Swann, pero que no es más que “su congénita apatía,
intermitente y providencial”. Así fue hasta que los celos hicieron de Swann un
hombre huraño. Tanto que hasta los Verdurin acabaron por excluirle de su
círculo. ¡Los asquerosos Verdurin! El restaurante al que Swann gustaba de
acudir a almorzar se llamaba La Pérouse, igual que la calle donde vivía Odette.
Cuando la ausencia de algo se
convierte en una falta que lo trastoca todo hasta el punto de convertirlo en un
estado nuevo, entonces diez minutos equivalen a mucho más que quince días. En
el paseo de los Ingleses de Niza todo el mundo conoce a Odette de Crécy, pero
esa reputación queda en el exterior de la criatura por la que Swann padece los
más retorcidos celos de la historia de la celotipia, no forma parte del molde
que cincela a base de voluntad y sacrificio. La dignidad del mundano Swann se
arrastra por teatros y cenas a las que no puede asistir, despidiéndose del
abrigo de noche azul cielo con borlas de oro frente al espejo de una tristeza
airada.
¡Que memoria la de este hombre!
Capaz de sacar parecidos entre los rostros pintados y los naturales. ¡Y qué
sensibilidad! Capaz de conmoverse frente “al recuerdo de un caja de leche vacía
sobre un esterilla”. Es Swann, más loco de celos que nunca.
La princesa Des Laumes habla con
el ingenio de los Guermantes, los “opuestos” vecinos de Swann en la tierra de
Combray. Su animadversión hacia la marquesa de Cambremer se ilustra con el
comentario que le dirige a Swann al indicarle que le explique la razón por la
cual hablar con esa de nombre “muy extraño, acaba justo a tiempo pero mal” (sin
duda por el “mer”) a lo que Swann replica que no comienza mejor (sin duda por
el “ca”).
Una carta anónima que advierte a
Swann sobre los amantes de Odette, le sirve a aquel para sacarle a la vida una
verdad incuestionable: que todos debemos someternos al hecho de tener que
frecuentar a personas capaces de cometer una infamia. Algunos, solo los
verdaderamente privilegiados, compensan aquella servidumbre con la visita del
peluquero a las ocho en punto de la mañana.
Tercera parte. Nombres de países:
el nombre.
El Gran Hotel de la Playa, en
Balbec (Cabourg) con los ojos puestos en el mar excitando la furia de la
tormenta, de espaldas al gótico normando de sus iglesias. El refugio de los
nombres de múltiples ciudades, consuela a nuestro joven protagonista de ver
todos los días partir al tren de las 1.22. Parece que finalmente viajará a
Florencia, Venecia, Parma. A no ser que… una afección severa de garganta lo
envíe a pasear al jardín público de los Campos Elíseos. Es allí donde se
produce el primer encuentro entre el joven y Gilberte Swann. El apellido Swann
se torna para el joven en una palabra con reminiscencias mágicas y así cuando
su madre relata el encuentro casual en la sección de paraguas de Les Trois
Quartiers, a nuestro protagonista le llegan imágenes de flores misteriosas y se
imagina voluptuosamente el abrigo con esclavina del señor Swann.
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