jueves, 4 de octubre de 2012

Juegos de la edad tardía. Luis Landero.


Gregorio Olías, el nombre y el inicio nos traen a la memoria La metamorfosis de Kafka, se despierta de un sueño absurdo, mezcla de imágenes circundante y vivencias interiores, para caer en la realidad, en una vida de cuarenta y seis años que le corre “como una araña por la piel”. El recurso de echar la vista atrás para saber cómo hemos llegado a esto se hace irresistible. Casi siempre funciona.

Gregorio es un oficinista que se atisba de un gris subido, habitante de una pensión galdosiana y aspirante a colgar puentes en la selva amazónica. Conoce a Angelina con quien inicia una relación sentimental y de cuya mano se sirve el narrador para remontarse aún más atrás. A los nueve o diez años Gregorio, huérfano, llega a la ciudad al encuentro de su único pariente vivo, su tío Félix Olías, propietario de quiosco bajo acacia, que decide convertir a su sobrino en un gran hombre. Para ello cuenta con un diccionario, un atlas y una enciclopedia que un oscuro personaje pone a su disposición. Pero la obsesión del aprendizaje no es sino una sublimación freudiana, túneles que el inconsciente escarba en la conciencia para expiar la culpa. Poco a poco Félix se retira a su interior y acaba por enloquecer. Gregorio, entre la infancia y la adolescencia,  palpa el hierro caliente de la soledad y se aferra a la melodía de una habanera que gira sobre sí misma, como la noche buscando el día.

Gregorio ha de hacerse cargo del quiosco y por allí desfilan las aspiraciones de un tipo duro, Elicio Renón, dispuesto a todo con tal de ascender en la vida, la última barrita de regaliz y la novela de amor de Alicia, cuya aparición eliminará la neutralidad de las cosas, y su marcha, liberará el recuerdo de un abuelo “afanoso”. El amor, el recuerdo infantil, el pasado y la soledad son veredas muy transitadas por la poesía. Y Gregorio se pregunta si acaso las aves migratorias sabrían si las rosas había ya florecido en Corfú. Gregorio se hace poeta. “Era elegante ser poeta…, pero de poeta se folla poco y no se sale de pobre.” De esta forma completa su comentario Elicio cuando Gregorio le confiesa su nuevo afán. Pero es el propio Elicio quien bautiza al poeta: Augusto Faroni, poco antes de comprarse una moto y llevarse a Alicia en el asiento de atrás. Gregorio se despide de su tío Félix, que al final había encontrado, en posar de muerto, un quehacer idóneo para su ambición, y del quiosco, y con un traje nuevo de franela y unos zapatos de charol, entra de botones en la misma empresa en la que su tío había servido de conserje durante largos años.


Desaparecidos los testigos de su vida anterior, Gregorio saltó de la lírica a la ciencia, entreteniéndose mientras llegaba el momento de ir hasta el Amazonas, añadió cinco años de películas que le dieron un aire impenetrable y le permitieron conservar “su antiguo relumbre de poeta”. Se inventó una novia y un gato y ensayaba con una navaja multiusos por puro gusto. Gregorio se iba convirtiendo en un hombre vulgar que entretenía sus frustraciones con sueños escritos en el dorso de las entradas de cine que guarda en el interior de los libros. Fue entonces cuando conoció a Angelina. Ante ella y su madre se presentó Gregorio con el marchamo de ingeniero en ciernes y recibó el ofrecimiento de un reloj estropeado, un pasado esplendoroso dormido entre reliquias y “una bandeja de pastelería que ofrecía a la madre con media reverencia”. Los versos acabaron en el interior de una caja de zapatos que se perdió en el fondo de un armario. Oscuro sobre oscuro. La dicha no aparece sino cuando la memoria se retira.

La firma “Productos R. y Belson, vinos y aceitunas”, carga con los treinta y dos años de Gregorio y su corta experiencia. El ambiente es, de nuevo, kafkiano. Son nueve empleados, pero Gregorio durante catorce años no conoció a ninguno de sus compañeros. Cada mañana Gregorio se encontraba el trabajo que debía  realizar encima de la mesa y después veía salir, a eso de las siete, a las personas que trabajaban en el sótano. El teléfono tardó seis años en sonar. Ocho más transcurrieron hasta que Gregorio volvió a ver al hombre con el que se entrevistó el primer día, el hombre de negro que hacía muchas preguntas y hablaba con latinismos. Gil, el viajante de la firma comercial R. y Belson, es quien comienza a telefonear regularmente para hacer los pedidos y quejarse de sus miserias de comerciales.

Gregorio se lleva a su mujer y a su suegra a la verbena para que el fantasma de Faroni reaparezca. Este hombre que no sirve ni para tener hijos, que ha hecho del matrimonio una prolongación del noviazgo y que entretiene su vida rastreando los silencios de un comercial feriante, vuelve sobre sus pasos. Comenzó por robarle los suspiros a su suegra y permitió que Gil sacara el hurgón todos los lunes y jueves desde el otro extremo del teléfono. Pequeñas exigencias: un cuento, una invención, la crónica de lo que el progreso había construido en la ciudad durante su ausencia… En este forcejeo Puro forcejeo rupturista, donde Gregorio expone para ponerse de manifiesto, reinventándose a sí mismo. Ingeniero, poeta, artista de café…, y veinte años más joven. ¿Quién, sino Faroni, podía ser?  Pero es que ambos lo necesitan para salir del aislamiento en el que la vida los ha sumergido. Es todo un acierto que la impostura sólo lo sea a medias, el antifaz desnuda la idea, y Faroni se muestra tan real como la socrática necesidad  de Gil exige. El autor se sirve del teléfono para enmascarar la trama, un invento que el progreso ha puesto ya en manos de todo el mundo (son los años sesenta de la centuria pasada). Este progreso, al que constantemente se refiere Gil y del cual Gregorio le transmite una versión idealizada y hasta absurda en mucha ocasiones, sirve como valor de cambio con el profundizar en la transformación interna de los personajes, para los cuales crecer es crear.


Faroni anda suelto, dicen que lo han visto atravesar las columnas del Café de los Ensayistas agradeciendo los aplausos y exponiendo los renovadores pensamientos de un químico del páramo llamado Gil Gil Gil. Sí, tres veces Gil, pues su padre quiso reducirlo a la unidad, como un dios. Las páginas en las que Gil relata su vida probablemente sean de las más conmovedoras de la novela. Y no tanto por la historia en sí, como por el hecho de que cada vez que termina de relatar un episodio se pregunte, sin solución de continuidad, si acaso esa hubiera sido la mejor forma de comenzar a contar la historia de su vida, de una vida lastrada por la inseguridad que le ha conducido al abatimiento metafísico. A partir de este punto y una vez que Gregorio recibe el regalo que, como muestra de agradecimiento, le remite Gil (miel y membrillo, regalo de provincias), comienza aquel a descubrir la completa indefensión de la posición en la que se encuentra: en puridad no hay argumentos suficientes ni para reprocharse su conducta, ni para justificarla. Porque si “descontadas las apariencias, yo soy Faroni”, la mentira es un “señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco” que busca siempre una víctima propiciatoria: “¿No fue usted, desgraciado, quien removió mi vida con preguntas inoportunas y tramposas?”, crisol en el que forjar el ardor del abandono y, claro está, también el de la creatividad. Y es que nada hay más creativo que la mentira, la farsa, la impostura: la vida imaginaria que Gregorio tenía la necesidad de inventar. Tras el desmesurado del relato fantástico de Gregorio, haya, quizás, un último intento de retornar a la realidad, pero ya era demasiado tarde: había dado a Gil una justificación para soportar su propio exilio, le había hecho confidente de un hombre que era todo lo que Gil había querido ser. Y no era, no eran, ninguno de los dos eran, otra cosa que mera cáscara de nuez, “nueces en primavera”, la habanera. La crisis en la que se sumerge Gregorio a la vista del cadáver de su propia adolescencia, es una crisis de identidad que le conduce a plantearse el suicidio como única vía de escape. Sí, el suicidio era una buena solución, así Gregorio convertía en héroe a Faroni y evitaba tener que rendir cuentas ante Gil. Pero llegó la navidad y en la nochevieja Gregorio bailó, bebió, se emborrachó y acabó por confesarle a todo el mundo que su verdadero nombre era Faroni. Y transitó por la locura del aislamiento, arrastró fuera de sí la corporeidad de Faroni, atribuyéndosela a un maniquí de escaparate y tras revelarse el delirio como una garantía de conquista, desnudó al maniquí y se vistió él. Angelina, la esposa, asintió a la petición de Gregorio de arreglar el disfraz de Faroni, sabe que su marido es poeta porque tiene una caja de zapatos llena de poesías. Es la imagen del más puro estoicismo femenino, alguien que sabe que los hijos también mueren y que los locos hacen sufrir. El poeta-sonajero llamado Faroni ha conquistado el suficiente poder como para forzar a Gregorio a escribir y, en la certeza de que el único error “consistía en no haberlo hecho” antes, comienza por dictar el resumen de las obras que aunque estando por escribir se han perdido Cuatro meses le bastan a Gregorio para escribirle a Faroni el resumen, al parecer ilustrado, de sus obras completas y una carta que es remitida a un diario, alertando al mundo sobre el escandaloso olvido en el que se haya inmerso el maestro Faroni. Ya nada puede detener a Gregorio/Faroni: Gil servirá de instrumento para dar a conocer a Faroni en la tertulia y en clave cervantina pasará a redactarse un prólogo para su libro de poemas, al que añade el nombre de Ernest Hemingway. Gregorio Olías, biógrafo de Faroni.


¡Gil regresa a la ciudad! El poeta-sonajero escapa raudo de su guarida y se refugia en una pensión para “caballeros honrados y estables”, tiene un plan y necesita un par de meses. El poeta-sonajero, antes Faroni y aún antes Gregorio, se presenta como viajante de aceitunas y vinos, es decir como Gil. Inmediatamente después escribe a su mujer, Angelina, contándole una sarta de mentiras y cuyo único propósito es ganar tiempo. En un bar aparece un tal Requejo y le dispara al poeta-sonajero su desventura de testa coronada. Por su parte Gil se subroga en el puesto de trabajo del poeta-sonajero que a estas alturas es poeta-náufrago, pues se ha convertido en un mendigo que come latas de anchoas en bancos de glorietas y su propia mujer se ha negado a que retorne  a casa. Gregorio está acorralado por sus propias mentiras. Si “Gil no se quiere ir y Angelina no le deja entrar”, Gregorio tiene motivos para sentirse víctima de ambos. La aparición, nuevamente en escena, del tal Requejo le ofrece una salida inesperada: bastará con la invención de ser “testa coronada” para recabar su apoyo. Requejo se hace pasar por policía e intimida a Gil para que abandone la ciudad. Pero la garrapata-Gil no se marcha y el poeta-naúfrago acaba de aprendiz en una tienda de ultramarinos. Llega la carta de despido (de R. y Belson) y Angelina se cuadra: o se entrega y regresa a casa con el perdón firmado por la policía o adiós. Gregorio, Angelina no puede dirigirse a otro, comprende que está perdiendo la batalla, que la mentira se ha  vuelto contra él como si fuera una espada. Y entonces…, entonces Gil-Dacio decide acceder a la machacona exigencia de Faroni de que se vaya. Gregorio-sonajero asiste al sepelio de Faroni y tiene la gran idea de esconderse en la trastienda de un negocio que ha decidido montar con el producto de la venta del piso familiar. Pero tan pronto como en su imaginación se ve sentado justo a la estufa y el gato en la trastienda, resucita Faroni. Resulta complejo señalar la posición del embrollo cuando tiene lugar el trágico incidente en la pensión. Probablemente en ese punto donde Faroni es motor inmóvil. El caso es que Gregorio mientras huye de la pensión porque no tiene dinero, golpea con una palmatoria la cabeza de Paquita y a su espalda escucha el grito: “¡Al asesino!”. Y después de todo, si Faroni había muerto, ¿qué pintaba en el mundo Gregorio el asesino? Nada. El camino del suicidio se vuelve a abrir como la senda más natural para salir del embrollo. Tan seguro está de que no lo consumará que decide antes despedirse de Angelina. Y dispuesto a huir con dos tubos de pastillas en el bolsillo…, aparece en escena Isaías, un vecino, que nos revela que se miente para tener razón.


La mentira como respuesta. Hagamos una teoría que nos caliente en la vejez.
Uno quemaba y otro venía corriendo a apagar el fuego. Y como al pirómano le gusta contemplar las llamas y no tolera que se las apaguen, lo mejor es que arda en el infierno. Allí reposará Faroni, que aquí Gregorio Olías y Gil, biógrafo y prosélito de Faroni respectivamente, están en disposición de escabechar unas perdices abatidas en surco propio. ¡Buen provecho¡

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