El ingenio se despide despacio de
las cosas que llenan su sala. Sabe que las echara de menos mientras recorra los
campos del Alentejo, lo mismo que a su atractiva esposa, Luísa, que frente a él
en una mañana calurosa de julio pasaba las hojas de un diario. Zizi, como la
llama Jorge, su marido, es una viborilla con unos magníficos ojos castaños y
unos pequeños pies blancos atravesados por venas azules. Cualquiera puede
leerlo en el Diário de Noticias: Basilio regresa a Lisboa. Luisa recuerda bien
a su primo Basilio con el que años antes tuvo un escarceo amoroso más platónico
que real. Leopoldina, la mujer más desgraciada y peor casada del mundo, se
alegra de la partida de Jorge, así, piensa, tendrá a Luísa para ella sola y la
odiosa Juliana no podrá irle con el cuento de su visita a Jorge que tan poco
estima a la amiga de su mujer. Cree el ingeniero que no es buena influencia
para Zizi, siempre hablando de sus amantes e injuriando a su marido.
Los domingos por la noche había
tertulia en el salón de Jorge. Julião Zuzarte, pariente lejano del anfitrión,
cirujano, pobre, falto de chance y sobrado de resentimiento. Doña Felicidade de
Noronha, amiga íntima de la madre de Luísa, sufría de gases, de cierta devoción
a la Encarnação y de un húmedo interés por el consejero Acácio. Este, lisboeta
por lo cuatro costados, fue amigo del padre de Jorge, Gerardo, con quien
interpretaba obras para violín y flauta. Tan previsor y circunspecto es el
consejero que ya ha hecho reserva de tumba en un discreto rincón del Alto São
João. El penúltimo en llegar es el pequeño Ernestinho, primo de Jorge, pequeño
y linfático, acaudalado y escritor de teatro. Desde las clases de latín cuenta
el ingenio con un amigo inseparable, el gran Sebastião, Sebastiarrão. Llega
este a la tertulia directamente desde el Price con la sonrisa aún en los labios
después de ver el número del tonel que hacen los payasos. Tiene aspecto de
eclesiástico y tal vez por eso Jorge le encarga la vigilancia de Luísa durante
su ausencia. En la calle se oía una guitarra y las palmas de un corro de
mujeres. En el salón de Luísa, Sebatião tocaba al piano la Malagueña de
Lecuona.
Basilio, el único pariente que le
queda a Luísa, gira visita de tanteo a su prima, tan lleno de mundo como de
malas intenciones. Los merecimientos que exhibe Luísa: las formas redondeadas y
la pequeñez de los pies, le deciden al asedio.
Fea y mala, Juliana Cruceiro, la
doncella de Luísa, maldecía cada día su vida y procuraba amargar la de los
demás. Su debilidad eran los botines y vino y su máxima aspiración una
mercería. Durante más de un año había cuidado a la tía de Jorge sin haber
recibido a la muerte de la tía Virginia la recompensa que creía merecer. Lejos
de perdonar, Juliana acechaba una oportunidad para vengarse. A Justina, la
criada de la amiga de Luísa, Leopoldina, es a la única que Juliana parece
estimar.
Jorge se quejaba del calor en
Portel, su amigo Sebastião acaricia a su perro Trajano restándole importancia a
la continua presencia del primo Basilio en el salón de Luísa y esta lamentaba
sus pequeños desfallecimientos ante las insistencias cariñosas del primo. Ni
estar aburrido ni ser familia eran justificaciones suficientes. Y la calle
comenzó a murmurar sobre las idas y venidas del primo a la casa del ingeniero
ausente. Sebastião posterga la advertencia que la vecindad demanda, el tiempo
justo para que anide en el pecho de Luísa la certeza de que no puede prescindir
del efecto adulador de Basilio. A las visitas le siguieron las misivas, después
vinieron las citas en el tercer piso de una casa vieja donde se llama con los
nudillos a la puerta que oculta una cama vestida con ajadas sábanas. Ahora era
Luisinha la que salía todos los días a las dos de la tarde para regresar tres
horas después. Y el murmullo de las comadres creció. Consiguió Sebastião
colocar en el pedestal de la piedad a la ingeniera frente a sus convecinos,
pero también descubrió que no había forma de salvar las apariencias. Las mismas
que paulatinamente fueron desapareciendo de la galantería de Basilio quien
acabó recibiendo a su flor, tumbado en la cama y con el puro en la boca.
Cinco semanas después él se había
cansado y ella miró con sorpresa el vacío frasco de su corazón. Sin embargo, no tardaron mucho en
recobrarse, justo a tiempo de que el consejero Acacio enhebrase la aguja de los
contratiempos con la que la pérfida Juliana cosió la boca de su ama. Un conto
(un millón) de reis piensa la criada pedir a cambio de las cartas y misivas que
conserva en su poder. Luísa propone una barbaridad: echarlo todo a rodar, huir.
Para Basilio la idea es buena, siempre y cuando se ejecute en solitario y
fingiendo tener asuntos graves y urgentes que atender, abandona a su suerte a
la prima.
A primeros de octubre regresó
Jorge y Juliana fijó los términos de su silencio. Vestidos, esteras, cómodas,
baúles… Todo le fue entregado y como si de pronto un rayo de bonanza atravesara
la casa del ingeniero, hasta el gato engordaba feliz. Luísa era la única que
todos los días se retorcía las manos esperando que el aneurisma acabara con el
chantaje de Juliana. Toda la pasión que había puesto antes en los amores con su
primo, la volcó, ahora, en Jorge, tal vez porque necesitaba imperiosamente
verse compensada por todas y cada una de las humillaciones de que la hacía
objeto la criada. Las exigencias de esta llegaron a tal nivel que acabaron por
afectar al régimen mismo de la posición en la casa y la señora se convirtió en
criada de la criada.
Margarita y Fausto se abrazan
ante la mirada maléfica de Mefistófeles, pero el lector sabe que el drama no
está en el São Carlos donde Luísa asiste a la representación de Fausto. Hay,
sin embargo, en el palco una esperanza parecida: doña Felicidade confía en la
bruja que clava agujas en un corazón de cera y doña Luísa en la incursión
victoriosa de don Sebastião en el baúl de Juliana. Andaba por aquella hora el
bueno de Sebastião pidiendo a un primo suyo, comisario acatarrado, un policía
para impresionar.
La novela se aproxima a su final.
Y es entonces cuando la elegancia de Eça de Queiros vierte sobre la razón
moderna la sospecha del engaño. La pregunta por lo que ella tenía es tan
inoportuna como la insolencia en la respuesta.
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