domingo, 19 de julio de 2015

El primo Basilio. José María Eça de Queiroz.


El ingenio se despide despacio de las cosas que llenan su sala. Sabe que las echara de menos mientras recorra los campos del Alentejo, lo mismo que a su atractiva esposa, Luísa, que frente a él en una mañana calurosa de julio pasaba las hojas de un diario. Zizi, como la llama Jorge, su marido, es una viborilla con unos magníficos ojos castaños y unos pequeños pies blancos atravesados por venas azules. Cualquiera puede leerlo en el Diário de Noticias: Basilio regresa a Lisboa. Luisa recuerda bien a su primo Basilio con el que años antes tuvo un escarceo amoroso más platónico que real. Leopoldina, la mujer más desgraciada y peor casada del mundo, se alegra de la partida de Jorge, así, piensa, tendrá a Luísa para ella sola y la odiosa Juliana no podrá irle con el cuento de su visita a Jorge que tan poco estima a la amiga de su mujer. Cree el ingeniero que no es buena influencia para Zizi, siempre hablando de sus amantes e injuriando a su marido.    


Los domingos por la noche había tertulia en el salón de Jorge. Julião Zuzarte, pariente lejano del anfitrión, cirujano, pobre, falto de chance y sobrado de resentimiento. Doña Felicidade de Noronha, amiga íntima de la madre de Luísa, sufría de gases, de cierta devoción a la Encarnação y de un húmedo interés por el consejero Acácio. Este, lisboeta por lo cuatro costados, fue amigo del padre de Jorge, Gerardo, con quien interpretaba obras para violín y flauta. Tan previsor y circunspecto es el consejero que ya ha hecho reserva de tumba en un discreto rincón del Alto São João. El penúltimo en llegar es el pequeño Ernestinho, primo de Jorge, pequeño y linfático, acaudalado y escritor de teatro. Desde las clases de latín cuenta el ingenio con un amigo inseparable, el gran Sebastião, Sebastiarrão. Llega este a la tertulia directamente desde el Price con la sonrisa aún en los labios después de ver el número del tonel que hacen los payasos. Tiene aspecto de eclesiástico y tal vez por eso Jorge le encarga la vigilancia de Luísa durante su ausencia. En la calle se oía una guitarra y las palmas de un corro de mujeres. En el salón de Luísa, Sebatião tocaba al piano la Malagueña de Lecuona.

Basilio, el único pariente que le queda a Luísa, gira visita de tanteo a su prima, tan lleno de mundo como de malas intenciones. Los merecimientos que exhibe Luísa: las formas redondeadas y la pequeñez de los pies, le deciden al asedio.

Fea y mala, Juliana Cruceiro, la doncella de Luísa, maldecía cada día su vida y procuraba amargar la de los demás. Su debilidad eran los botines y vino y su máxima aspiración una mercería. Durante más de un año había cuidado a la tía de Jorge sin haber recibido a la muerte de la tía Virginia la recompensa que creía merecer. Lejos de perdonar, Juliana acechaba una oportunidad para vengarse. A Justina, la criada de la amiga de Luísa, Leopoldina, es a la única que Juliana parece estimar.


Jorge se quejaba del calor en Portel, su amigo Sebastião acaricia a su perro Trajano restándole importancia a la continua presencia del primo Basilio en el salón de Luísa y esta lamentaba sus pequeños desfallecimientos ante las insistencias cariñosas del primo. Ni estar aburrido ni ser familia eran justificaciones suficientes. Y la calle comenzó a murmurar sobre las idas y venidas del primo a la casa del ingeniero ausente. Sebastião posterga la advertencia que la vecindad demanda, el tiempo justo para que anide en el pecho de Luísa la certeza de que no puede prescindir del efecto adulador de Basilio. A las visitas le siguieron las misivas, después vinieron las citas en el tercer piso de una casa vieja donde se llama con los nudillos a la puerta que oculta una cama vestida con ajadas sábanas. Ahora era Luisinha la que salía todos los días a las dos de la tarde para regresar tres horas después. Y el murmullo de las comadres creció. Consiguió Sebastião colocar en el pedestal de la piedad a la ingeniera frente a sus convecinos, pero también descubrió que no había forma de salvar las apariencias. Las mismas que paulatinamente fueron desapareciendo de la galantería de Basilio quien acabó recibiendo a su flor, tumbado en la cama y con el puro en la boca.


Cinco semanas después él se había cansado y ella miró con sorpresa el vacío frasco de  su corazón. Sin embargo, no tardaron mucho en recobrarse, justo a tiempo de que el consejero Acacio enhebrase la aguja de los contratiempos con la que la pérfida Juliana cosió la boca de su ama. Un conto (un millón) de reis piensa la criada pedir a cambio de las cartas y misivas que conserva en su poder. Luísa propone una barbaridad: echarlo todo a rodar, huir. Para Basilio la idea es buena, siempre y cuando se ejecute en solitario y fingiendo tener asuntos graves y urgentes que atender, abandona a su suerte a la prima.    

A primeros de octubre regresó Jorge y Juliana fijó los términos de su silencio. Vestidos, esteras, cómodas, baúles… Todo le fue entregado y como si de pronto un rayo de bonanza atravesara la casa del ingeniero, hasta el gato engordaba feliz. Luísa era la única que todos los días se retorcía las manos esperando que el aneurisma acabara con el chantaje de Juliana. Toda la pasión que había puesto antes en los amores con su primo, la volcó, ahora, en Jorge, tal vez porque necesitaba imperiosamente verse compensada por todas y cada una de las humillaciones de que la hacía objeto la criada. Las exigencias de esta llegaron a tal nivel que acabaron por afectar al régimen mismo de la posición en la casa y la señora se convirtió en criada de la criada. 


Margarita y Fausto se abrazan ante la mirada maléfica de Mefistófeles, pero el lector sabe que el drama no está en el São Carlos donde Luísa asiste a la representación de Fausto. Hay, sin embargo, en el palco una esperanza parecida: doña Felicidade confía en la bruja que clava agujas en un corazón de cera y doña Luísa en la incursión victoriosa de don Sebastião en el baúl de Juliana. Andaba por aquella hora el bueno de Sebastião pidiendo a un primo suyo, comisario acatarrado, un policía para impresionar.

La novela se aproxima a su final. Y es entonces cuando la elegancia de Eça de Queiros vierte sobre la razón moderna la sospecha del engaño. La pregunta por lo que ella tenía es tan inoportuna como la insolencia en la respuesta.



No hay comentarios:

Publicar un comentario