Vigésima nona.-
El sabio, como el arquero, “debe
apuntar a un blanco seguro y […] apartarse de aquellos que no le han merecido
confianza”. Nada parece más lejano entre sí que el favor popular y la virtud,
pues para conseguir aquel han de seguirse “viles procedimientos”. Y aún dicen
que Séneca es cosa del pasado.
Trigésima.-
Séneca ensalza la serenidad de
Aufidio Baso ante su próxima muerte, “ya que los acontecimientos seguros se
esperan; son los dudosos los que se temen”.
Trigésima primera.-
Carta oscura y, a veces, contradictoria.
Lucilio, como todos hombres, debe culminar los propósitos internos, para ello
lo primero es cerrar los oídos al canto de sirenas de la gente, incluso
“muéstrate sordo a tus seres más queridos”. La prosperidad de la que ellos te
hablarán, “los bienes que estima la gente”, no es un bien. Si “el único bien
[…] consiste en confiar en sí mismo”, debes antes elegir lo que pretendes,
aquello “que deseas que te suceda”. A
través del trabajo el alma adquirirá la paciencia necesaria para alcanzar el conocimiento
de la realidad, el cual deberá equilibrarse con el saber de lo divino. El
hombre dispone del camino que le proporciona la naturaleza.
Trigésima segunda.-
Séneca se felicita por la
conducta saludable de Lucilio: “la de no frecuentar las personas diferentes a
nosotros, que aspiran a ideales distintos”. Esa es precisamente una diferencia
cualitativa y con entidad suficiente para ser tomada en consideración. Como
estoico, Séneca es partidario de la igualdad y aboga por el cosmopolitismo,
pero teme, ya lo hemos comentado en otras cartas, la gran influencia que el
vulgo causa sobre el espíritu. “No temo que te cambien, temo que te estorben”,
aclara seguidamente Séneca, lo que supone una serio obstáculo por obligarnos a
comenzar a vivir “sin cesar una y otra vez”, impidiéndonos “consumar la vida
antes de la muerte”. Este bellísimo pensamiento solo fructifica cuando tienes
“el dominio de ti mismo”, porque tu espíritu se mantiene firme y seguro, como
sólo puede estarlo cuando “encuentra satisfacción en sí mismo”. He aquí la
recompensa: “Aquel que vive después de haber consumado su vida, ha superado por
fin las necesidades, y se halla exonerado y libre.” Una vida consumada, ¿qué
mejor legado puede dejarse al morir?
Trigésima tercera.-
Lucilio pide a Séneca máximas “de
nuestros eminentes maestros”. Séneca dicta una de sus lecciones magistrales.
Afirma que las chrías, las frases
notables, están bien para que los niños aprendan, pero no para el hombre ya
adulto para el cual debe resultar “indecoroso obtener sus reconocimientos
apoyándose en un libro de memorias”. El hombre después de aprender ha de ser
capaz de “ejercer […] el mando”, de legar a la posteridad alguna idea, algo
nuevo que no dependa ni de la memoria ni del maestro, porque “no es lo mismo
recordar que saber”. Si no se abandona lo aprendido, si no “media alguna
distancia entre ti y el libro”, permaneceríamos siempre en el mismo lugar, no
habría avance, “nunca se harían hallazgos si nos contentáramos con los ya
realizados”. Me pregunto por la fórmula que fuera capaz de meter esta idea, en
la cabeza de todos los profesores del mundo. Y aún dicen que Séneca es cosa del
pasado.
Trigésima cuarta.-
Séneca, educador de almas, se
muestra orgulloso del progreso de su pupilo Lucilio. “La obra […] depende del
alma” y el alma está guiada por la bondad de la acción que ni la violencia ni
la necesidad pueden transformar. Ese es el recto camino del alma, aquella cuyas
acciones concuerdan.
Trigésima quinta.-
La amistad, forma perfecta de
amor, “resulta siempre provechosa”. El amor, por sí solo, sin el aditamento de
la amistad “a veces hasta es perjudicial”. Vigila que tus deseos de hoy sean
los mismos que ayer, pues “el cambio de voluntad indica que el alma fluctúa”.
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